MEMORIA PREMIOS NACIONALES DE CULTURA UDEA

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Jorge Artel

y está dedicada a escribir cuentos revolucionarios. Y sus hijos Jorge y Miguel escriben y militan. Jorge, de dieciocho años, es su mano derecha y su secretario. Es el que le refresca la memoria y sabe dónde están todos sus escritos. Viven en una casa de la organización El Concord que le regaló el presidente Betancur y se mantiene llena de gente que llega a consultar o simplemente a charlar con el maestro y a que les lea poemas (porque ya la memoria lo traiciona). Sobre todo con los grupos de jóvenes escritores y poetas de la Costa, los mismos que lo postularon para este premio de poesía. Eso sí, le tienen que avisar con tiempo las visitas para que no lo saquen abruptamente de su abstracción. Ahora viven sin sobresaltos pero apretados. Por eso el maestro piensa terminar unas ampliaciones en su casa con la plata del premio. Además, le quiere publicar un libro a su esposa. Ya él se sentirá pleno cuando salga una antología de su obra que nunca pudo sacar decentemente, con el sello U. de A. Artel el hombre, visto por su hijo, es bastante comprensivo, organizado y pendiente de los pequeños detalles. A propósito, escribió un poema que nos lee su hijo sobre la educación: Yo enseño a mis hijos a jugar con las palabras, para que no le tengan miedo a las palabras. / Yo refiero a mis hijos los cuentos de brujas, para que no le tengan pánico a las brujas. / Yo enseño a mis hijos a fabricar peleles, para que no los impresionen los peleles/. Yo enseño a mis hijos el teatro de títeres para que no olviden nunca que el que menos cree en los títeres es el de titiritero. “Soy un hombre común y sencillo que les ha enseñado a sus hijos a que sean auténticos. Por eso siempre recuerdo el pensamiento de Kempes: ‘Ni vales más porque te elogien ni menos porque te vituperen’. Éste ha sido un lema de mi vida”.

El Artel trotamundos Ahora porque tiene que andar de bastón, es que no se mueve, pero ya se había desquitado suficiente en su vida de trotamundos. Vivió más de diez años en Panamá –después de estar preso año y medio en la Base Naval de Barranquilla cuando el asesinato de Gaitán–; estuvo cuatro años en México y, en Santa Elena (Antioquia), vivió y trabajó como inspector de policía durante seis años. De allí su amor por esta tierra que le ha sido recíproco. En Santa Elena le tocó esa rutina prosaica de levantar cadáveres y resolver delitos menores. “Yo encontraba ese oficio muy distraído, además, era una inspección muy quieta”. Recuerda que alguna vez le tocó arrestar a unos caballos cabeciduros que pisaban predios extraños y les metió un gran susto y una multa a los dueños. Otro de los casos como abogado que recuerda Artel es el de la ruidosa defensa que hizo de un tipo que mató a su amante de diecisiete puñaladas. Y lo ganó argumentando que el hombre se cegó en un momento de intenso dolor y pasión ciega. Eso fue en Barranquilla en el año 72. Después de trajinar mucho rato en el derecho y el periodismo, lo que más mortifica al poeta es no haber podido conseguir las tarjetas profesionales,

por incomprensión de la burocracia del papeleo. Una paradoja para él, que durante cinco años consecutivos recibió el Primer Premio de Periodismo en Panamá, donde trabajó en distintos periódicos. Y toda esa obra periodística está por ahí dispersa. Otro sueño que conserva es el de seguir viajando. Después de recibir este Premio de Poesía de la U. de A., el poeta no ha tenido respiro. Primero creyó que le estaban tomando el pelo, pero luego se vinieron los homenajes de la Universidad Simón Bolívar que le da una pensión por ser una especie de Miembro Honorario de la Unión de Escritores y de la Asociación de Educadores, y lo tienen amenazado con más celebraciones. –Y muestra orgulloso el reloj y la máquina de escribir que le regalaron–. De todas formas Artel dice: “Nunca le he pedido nada a la vida. Soy un tipo conforme”.

EL MUNDO, Semanal. Junio 14 de 1986, página 4

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