Perdón antón nº 1 marzo de 2016

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PERDÓN, ANTÓN Nº1 - Marzo de 2016


Perdón, Antón, Nº 1, marzo de 2016 Redacción, edición, diseño y distribución: Matías Alcober, Lucas Baccelliere y Mariano Chies Algunos derechos reservados. Impreso en Imprenta Apoyo Mutuo apoyomutuoimprenta@hotmail.com


· PRÓLOGO · Si cabe hablar de un origen, de un punto primigenio sobre el que descansan como en su fundamento todas las experiencias interpersonales y cuanto artificio empleamos para sostenerlas y multiplicarlas en el tiempo, ese origen, ese punto ha de ser el temor a la soledad. La posibilidad de quedarnos solos, esto es, de no ser vistos ni reconocidos y de tener que atragantarnos con nuestras vivencias porque no le interesan a nadie, es cual un monstruo terrible que acecha silenciosa mas patentemente desde el armario, y todo nuestro esfuerzo se concentra en dilatar al máximo el momento en que la puerta del armario se abra y ese feo cuco nos despedace el alma y se la coma de a poquito. He aquí el sentido de la vida: hallar un medio, cada uno el suyo, para que el monstruo de la soledad no abandone el ropero. ¿No lo crees así? Pues intenta imaginar, entonces, lector, qué significado tendrían las actividades que programas y ejecutas día tras día, las agendas, el tiempo, el amor y la discordia, la alegría, los abrazos, las palabras, esta publicación, otras publicaciones, las puertas, los biombos, los inodoros, los desodorantes, los espejos, las máscaras, los libros — ¡oh, por Zeus, los libros!—, las fiestas, las ideas, las camas de dos plazas, las cámaras de foto, el palito de la selfie, los teléfonos, Martin Buber y Emmanuel Levinas, los semáforos, las bicisendas, las malas palabras y demás bagatelas que habitualmente consideramos como valiosas per se, intenta imaginarlo, decía, sin la existencia de otro de ti que te vea. ¿No ves que el mundo se derrumbaría? O, mejor dicho, ¿no ves que no podría haber mundo? ¿Acaso podrías haber tú? ¡No, diablos! Todo lo que hacemos tiene sentido porque hay otros, y mientras vivamos no podremos escabullirnos, pues nos constituye, de la necesidad de que ellos nos miren, aunque sea de reojo. Escritor es alguien que halló en las palabras, en el modo de entrelazarlas, el medio para superar —o enterrar provisoriamente— ese originario temor a la soledad, a pasar desapercibido entre los hombres. Relatar una experiencia, explicar una idea, suscitar un sentimiento, describir un paisaje, son sus formas de hacerse visible, de anidar en otros, de resguardarse en sus conciencias como lo haría en una cuevita para burlar una tormenta. No tiene más motivos, es tan endeble como todos. Aquí estamos tres escritores, eludiendo nuestras tormentas, rehuyendo nuestros monstruos, mas poniéndonos a la vista. En esta primera entrega, nuestra excusa es la alegría. A ella nos confiamos por ser universal y, acaso, la más deseada de las emociones. También la más versátil: lo mismo nace del paulatino in crescendo de un ritmo de batucada que de un gol de tiro libre al ángulo, igual de la llegada de un hijo que de una broma exitosa, tanto de recordar repentinamente un episodio feliz que habíamos olvidado como de proyectar e imaginar esperanzados el futuro. Si nos lees, quizá nos alegremos juntos y nuestras soledades —las nuestras y la tuya— retarden su llegada un poco más.


ASÍ ES Mariano

Chi

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¿Cómo es, pregunta usted? Déjenos tratar de explicarle. Se asemeja a destellos rompiendo la oscuridad, a flores creciendo en el medio del desierto o a un abrazo regalado en pleno campo de guerra. De eso se trata, de gargantas que gritan a pesar de estar sangrando, de lápices que escriben sin pesarle la censura o de miradas que se cruzan y se acogen mutuamente en el país de los ciegos. Fíjese usted, es semejante a bailarines que ejecutan su danza con una sonrisa en el rostro o a maestros que cambian balas por tizas o quizás a seres humanos que lógicamente rompen la lógica irracional de este jardín amenazado por la oscuridad. Siga observando, podrá ver que esto que le intentamos explicar es propio de personas sencillas que vivimos lo cotidiano con un amor marcado a fuego, pero cuidado, que si lo toca, sangra. Quizás esto le recuerde al trabajo laborioso de las hormigas, siempre silencioso e incansable. Y hace bien en creerlo así, somos como hormigas, pero no nos crea mansas, que si hay que defender el hormiguero ponemos nuestra vida en juego. ¿Todavía no comprende cómo es? Bien, piense en una fuerza multitudinaria que derriba muros, o en el bombo de una murga que hace estallar la tristeza o en la sudestada que se lleva la humedad. Imagínese un fuego que corroe los eslabones de las cadenas oxidadas o que convoca, cálida y gentilmente, a unirse al fogón fraterno. Ya no sabemos más cómo explicarle, porque lo ideal es que la viva, que la sienta correr por su piel, que la deje invadir cada espacio de su alma para poder ver la realidad con ojos nuevos. Nosotros mismos nos renova2- Perdón, Antón


mos cada vez que optamos por ella, quebrando esa lógica que intenta inculcarnos que ya no se puede hacer nada o que todo está perdido. Disculpe, pero ya hemos agotado todas nuestras explicaciones, espero que nos pueda comprender. Para nosotros es algo tan constitutivo de nuestro ser que quizás no podemos comunicarlo con palabras, pero de los ejemplos que le dimos antes estamos bien seguros: así es nuestra alegría. -2La alegría es nuestra. Siempre lo fue y lo será. Y es en el fuego donde se fue transformando. Ese fuego compuesto de rostros, nombres, historias, lugares, situaciones; de golpes y heridas y de luchas necesarias, insoslayables e interminables. Un fuego lleno de amores y desamores, de esperanzas y también de desesperanzas. Avivado por una sinfonía de sonidos de lo más variada, que comprende desde el silbido de las balas, hasta el estruendo de los bombos murgueros que despejan toda duda, toda tristeza. Somos las llamas de ese fuego, miramos a los ojos a la muerte para gritar que estamos vivos, que sangramos con la represión, que nos duele la violencia institucional, que odiamos la corrupción, que agonizamos cuando matan a nuestros pibes y a nuestras pibas, pero que seguimos de pie, con un grito en la garganta, con el puño apretado y la alegría curtida, más fuerte, incluso, que ayer. Somos las llamas, más calientes que el hielo de la muerte, muerte que hoy en día se presenta en la exclusión, en el narcotráfico, en la represión de la gorra. Pero nuestra alegría arde más fuerte que el fuego, más fuerte incluso que nosotros mismos, rompiendo la oscuridad. Una alegría madurada en la lucha, que se hizo poderosa en el trabajo de hormiga, que se convirtió en la trinchera de nuestros sueños y aspiraciones y que atesora una memoria avivada en las llamas de la construcción colectiva. Una alePerdón, Antón - 3


gría moldeada desde el barro, buscadora de la verdad, transformada en arma, en carnaval, en garganta que no puede callar, en denunciadora crónica de derechos robados y cómplices despiadados de un sistema que pretende silenciarnos. Pero el fuego nunca arde en silencio, y en el crepitar de las llamas reconocemos nuestros gritos, acusando a aquellos que quieren apagar nuestra alegría sin saber ni sospechar que nunca podrán, porque esa alegría arde como fuego griego en cada rostro, en cada lucha y en cada lugar de nuestra historia, incinerando balas y porras, reduciéndolas a cenizas, igual que al Momo en Carnaval. Con la única diferencia de que las balas y las porras no nos pertenecen, pero el Carnaval, al igual que la alegría, siempre fue y será nuestro. -3Dicen que, a veces, la alegría de algunos es la tristeza de otros. Y, sin creernos dueños de la verdad, porque entendemos que hay tantos puntos de vista como personas en el mundo, creemos que, en determinadas situaciones, hay quienes se equivocan. Eso pensábamos el otro día cuando en el barrio, ante la mirada reprobadora de la policía, últimamente siempre atenta a buscar problemas donde nunca los hubo, un grupo de pibes jugaba al fútbol en el potrero. Nosotros felices. Los policías no tanto. Porque los pibes los estaban desafiando sin desafiarlos, cambiando porras y balas por gambetas y goles. Y, para decepción de algunos, nadie dijo que eso era políticamente incorrecto. Porque en realidad no lo es. ¿Quién podría oponerse a que un grupo de pibes le ponga color a un paisaje gris? Lo triste fue que donde nosotros vimos color otros vieron grises y donde habíamos repudiado el gris hubo quienes vieron a color. Porque nos descolocó un poco el comentario de dos vecinas que, al pasar, mirando a los jóvenes futbolistas con un deje de desprecio, que no es otra cosa que miedo infundado, se dijeron una a la otra: “Menos mal que ahora está la policía para resguardarnos”. Así y todo no le dimos mucha importancia ya que, en ese momento, entre gambetas, caños y goles, en medio de un paisaje que hasta hace poco era gris, lo que sentíamos resguardada era el alma. 4 - Perdón, Antón


Luca Baccelliere s

LA MESITA DE METAL “Vos ponete eso y vamos a la sala de partos”, dijo el médico. Dos pujos más y coronaba. Me había sentido algo frustrado cuando un par de horas antes nos tuvimos que pegar la vuelta, pero francamente, ansiedad a cuestas y todo, no esperaba semejante aceleración en el curso de los hechos. Imaginaba que llegado el tiempo estaría enfocado, tranquilo, mas ahora, en retrospectiva, difícilmente puedo decir que haya estado allí. Bueno, estaba, pero no estaba; todo parecía ocurrirle a otro. Al aturdimiento que me asaltó respondí reflejamente apoyándome en la puerta, pretendiendo que la realidad no me abandonara del todo. En segundos la sala se atestó de gente y cuando se las llevaron entendí que no había tiempo para más vacilaciones. Antes de seguirlas por el pasillo y aprovechando

la súbita ausencia de médicos y enfermeras, me asomé al hall: “Nos vamos a la sala de partos”. A través de una lágrima involuntaria le entreví el alma a mi viejo como nunca había sido capaz de hacerlo; por fin estábamos en el mismo lugar. Todos me dijeron cosas que no puedo recordar y me palmearon el hombro; entré. La intensidad del momento me arrebató definitivamente y me fundí con el entorno: yo era la luz, la sangre, el valor, los dientes apretados, los pujos, las arengas, la respiración profunda, un cráneo estrechándose, el peso de un cuerpo minúsculo, el llanto. No era yo, pero nunca había sido tan real. Toda ingenuidad, toda novedad y desconcierto, la pusieron sobre el pecho de mamá. Con su parpadeo tímido parecía interrogarme: “¿Y ahora qué hago?” ¿Qué Perdón, Antón - 5


iba yo a saber, si estaba tanto o más perplejo que ella? Me percaté con vehemencia de que era alguien, otra, no-yo; “está acá, me necesita”. ¡Cuánto nos necesitamos! El otro se desvanecía y de a poco volví en mí. La contemplé absorto. La habían puesto sobre una mesita de metal. “Somos parecidos”, pensé. Quería alzarla. Vacilante, pregunté a una enfermera si podía hacerlo. “Por supuesto, es tuya”, me dijo. Ella, por haberlas dicho tantas veces, no habrá sido consciente de la fuerza de esas palabras, pero a mí, que me las decían por primera vez, me abrasaron feroz aunque dulcemente. “Tengo una hija, es mía.” Su amanecer fue el ocaso de todos mis egoísmos. Por fin puedo desechar las comodidades banales, los quehaceres inocuos, el ocio en exceso, los silencios irrompibles, la siesta indefinida y el sueño porque sí; ya no hay perdón imposible, ilusiones sin rostro, antojos infundados ni miedo al desamor; basta de pasiones caprichosas, de 6 - Perdón, Antón

conformismo exacerbado, de esfuerzos sin motivo, de miradas impasibles y de oído indiferente; ya olvidé los abrazos tibios y el temor a renunciar, ya hice a un lado el altruismo de juguete y demás holguras viciosas. ¡Menudo y bendito alboroto! “Es mía y para mí”, puedo pensar, y vanagloriarme un rato, pero tanto confort declinado, ¿no sugiere, más bien, que soy suyo y para ella?


QUE LA INOCENCIA

EM atías VALGA lcober

Ayer, lunes 28 de diciembre, salí a la calle cauteloso; por primera vez en varios años, recordé sin intervención de un tercero el célebre “día de los inocentes”. Me dispuse sagaz, y aunque por momentos lo olvidaba, recurría a esas listas mentales donde uno agenda insignificancias que valen la pena apuntar (al menos hasta el término del día). Estuve atento, en primer lugar, al móvil de la empresa; estaba seguro de que uno de esos insensatos que tengo por compañeros me caería con algún chascarrillo. Por supuesto, estaba dispuesto a soltar soga hasta el punto en que una broma se corta por su peso; transcurrido un tiempo prudencial, me daría por entendido y todos felices, víctima y victimario. Porque de eso se tratan las bromas, de mantener un diálogo; sería en vano si no dejarle pasar el mismo chiste una y otra vez al mismo amnésico que insiste con sus anécdotas inauditas; y que en el fondo, todos sabemos que la mitad es inventiva de una mente inquieta y creativa. Pero mi predisposición de buena fe transcurría mientras el día se agotaba y nadie parecía estar interesado en tenderme una trampa. Cuando me resigné a los más cercanos, pensé que aún quedaban esperanzas por parte de los más sádicos, que pese a nuestra accidental distancia, para estas ocasiones reaparecen disfrazados de mal gusto, buscando el regocijo en la desgracia ajena. Pero ni esos se hicieron notar. Por un momento, me di por vencido y preví invertir los roles y Perdón, Antón - 7


convertirme yo en el victimario. Decliné la iniciativa desalentado por los posibles perjuicios a susceptibilidades; y ante el miedo de ser juzgado por algún neomoralista de esos que deciden qué es humor y qué saña, retomé el puesto vacante de víctima, expectante, pero con algunos gérmenes molestos provocados por el exceso de análisis. El verdadero bromista, para haber sido el mejor en su cátedra, debió prescindir, en primer lugar, de sentido común; en segundo, de moral, aunque sea a tentativas de apartar estos valores por un momento. Por otro lado, un verdadero bromista, proyecta un plan, siembra el campo; nunca cae en el error de ir directo al remate, no, jamás pierde de vista que la calidad de la broma es directamente proporcional a la seriedad de la trama. Fue entonces cuando recordé una vieja anécdota. Allá por los años noventa, M, el hermano mayor de mi amigo Leandro, era ya un ilustrado en esta clase de picardías. Recuerdo dos en particular que jamás olvidaré gracias a esta persona. Para la primera, esperó a que sus abuelos se fuesen de la casa. Ni bien los ancianos partieron, M subió al trote las escaleras (como si todo ya hubiese sido diseñado con antelación), se metió en el dormitorio y sacó varias cajas de debajo de la cama, quitó todos los adornos y alhajeros, peines, espejos y los guardó cuidadosamente en las cajas que luego fueron devueltas a su sitio inicial. Antes de irse, abrió de par en par una ventana para imprimir en la escena el presunto escape de un intruso, y, volviéndose sobre sus pasos, se marchó a su habitación aguardando el desenlace como lo haría un chacal en su madriguera. Al perpetrarse la broma según lo previsto, antes de que los viejos murieran de un infarto, M salió de su escondite, abstinente de explicaciones pero ahogado en carcajadas; desembaló los objetos, los volvió a su lugar; luego, abrazó a sus abuelos y les dijo cuánto los amaba. La segunda, tuvo lugar el siguiente año, en la misma casa, pero esta vez, M había designado a otra víctima: su madre. Aprovechando que su padre se había ausentado de la casa durante la mañana, entró corriendo y gritando como un desquiciado; hasta creí verlo lloriquear. 8 - Perdón, Antón


Subió como un rayo las benditas escaleras, y su madre, que ya lo había escuchado, salió también a su encuentro: “¡¿Pero qué te pasa?!”—preguntó su madre con la voz desgarrada. “¡Papá está muerto en la calle —contestó M—, lo atropellaron!” Los dos salieron cuesta abajo, él primero, y su madre, que lo seguía, trastabilló en uno de los escalones, cayó en seco y se quebró la cadera. Por supuesto que todo tomó un giro inesperado, pero por fortuna no era cierto que su padre había muerto. El saldo fue la hospitalización de su madre y unos cuantos reproches a su dilatada madurez. Ayer, al ponerse el sol, comprendí que el día estaba muriendo y con él la sutil inocencia que nos había puesto, en otros tiempos, en manos de temerarios como M. No sé si extraño a los de su especie o a sus víctimas; no sé de quién es la culpa de esta falta de entusiasmo, pero es innegable la tactilidad de un síntoma colectivo de intolerancia. Por un lado, están los que creen que hacer una broma en su aniversario por consenso, es retrógrado; y por el otro, estamos todos ya demasiado advertidos, por no decir desconfiados, por no decir perseguidos, por no decir blindados. Ahora, ante cualquier actitud o noticia sospechosa, se ha convenido considerar que puede tratarse de una trampa, en pro de una perplejidad que nos fue inyectada maquinalmente y nos hace ver en el otro un natural embustero. La vida y su celeridad intrínseca, no nos dan lugar ni tiempo para permitirnos la inocencia. No obstante, aunque las pruebas demuestren lo contrario, ayer tuve finalmente mi merecido engaño: llegó bajo una de las formas de la ironía, en tanto que, cual golpe bajo a la esperanza, tropecé con la ingenuidad de sentirme pensado, aunque fuere bajo el rigor de un sádico, que en mi anhelo, habría empeñado su tiempo en gastarme una broma.

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