PENUMBRIA - SEIS

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entonces el televisor, los demás aparatos (la consola de juegos, cuando era el caso, y el estéreo con sonido envolvente) y se iba a la cama. En las fiestas había estado a punto de invitar a alguien a su casa, pero sabía los riesgos que eso implicaba y no, no era el momento. ¿Para qué arriesgarse? No quería resolverle a nadie la existencia. Veía a las mujeres como náufragos (o náufragas) en busca de socorro y él no tenía alma de rescatista. Que nadie se montara en sus logros personales; o mejor: que nadie fuera feliz a costa suya. Así llegó la Nochebuena. Compró vino y los elementos para una solitaria cena sencilla y ligera. Se instaló en la sala e intentó las diversas distracciones que tenía a la mano; la programación televisiva desparramaba miel navideña, y tampoco estaba de humor para los videojuegos. Puso música. Fue al balcón y se sentó en su silla; atendió los ruidos nocturnos, el coro de charlas y risas al interior de las casas, la melodía inquietante de las sirenas de policías y ambulancias, y el retumbar a esas horas escaso pero persistente de microbuses y autobuses que activaba las alarmas de algunos automóviles. Dormitó un rato. Cuando quiso entrar al departamento se percató de que la puerta del balcón estaba cerrada; la sacudió sin resultados. Buscó el modo de pasar por fuera a otro departamento o bajar del edificio agarrándose a fierros y huecos. No era muy hábil para lo físico y casi se cae. Sintió un leve mareo… Con gran esfuerzo volvió a trepar. Al saberse seguro intentó abrir. El interior estaba a oscuras. Se encendieron las luces y le extrañó ver, en el fondo, a una pareja joven que miraba horrorizada hacia el balcón en donde un ser apenas corpóreo (en realidad él mismo) sacudía y golpeaba los cristales.

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