El último hombre continúa arrastrándose dejando sobre la tierra un rastro de piel carbonizada que se desprende de sus piernas. Se detiene. Olfatea a uno y a otro lado. ¡Agua! Se deja caer por una ladera golpeándose con rocas y naturaleza muerta. Queda bocarriba, exhausto, mirando el cielo sin nubes hasta que los rayos solares lo hacen parpadear. Se coloca bocabajo. Enfrente de él, escondido entre las rocas volcánicas, un estanque. Se arrastra los últimos metros y hunde la cabeza y los brazos en el agua fresca. El dolor ocasionado por las ámpulas desaparece. Sus labios partidos dejan de palpitar. Se mantiene inmerso en esa paz acuosa hasta que escucha un sonido. Risas ahogadas. Abre los ojos. Cientos de niños lo observan desde el fondo del estanque. El último hombre saca la cabeza del agua y recarga su frágil cuerpo en una piedra volcánica mientras normaliza la respiración. Los
niños
salen
alegremente
del
estanque
-algunos
abrazados,
otros
chapoteando- y se sacuden el agua como lo hacían los perros. De sus pequeñas cabezas sale vapor. Vapor que se esparce formando nubes. Nubes que se dirigen lentamente hacia el cielo. Los niños corren hacia la ciudad. El último hombre se queda solo, mirando cómo el cielo se nubla. Sonríe cuando una fina gota de lluvia golpea su cabeza. Cierra los ojos.
B-612 Nelly Geraldine García-Rosas
Cuando tenía siete años leí la historia de un niño de la realeza extraterrestre que había llegado a la Tierra en busca de amigos. El pequeño había salido del asteroide que habitaba huyendo de una flor pretenciosa que se creía única en el universo. Imaginen, entonces, la sorpresa y el horror experimentados por el infante alienígena cuando encontró un jardín con miles de flores idénticas a la suya. 35