PENUMBRIA 31

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otro, como para verificar que nadie lo espiaba. A punto estuvo de verme; tuve que taparme la boca con las dos manos para no soltar el grito. Fuera de los pies descalzos, el carmín de su rostro y la mirada de fuego, todo lo demás parecía estar en su lugar: el enorme traje rojo, el gorro con su gran borla de nieve y su carcajada enloquecedora: ¡jo, jo, jo; ja, ja, ja! También llevaba el saco de regalos. Pero nada, ningún regalo, ni grande ni pequeño; al contrario, así, sin perdón ni permiso se calzó mis zapatos. Cualquiera se preguntaría ¿cómo le van a quedar unos zapatos tan pequeños a un tipo tan grande? Yo no lo sé, puede que el abuelo esté más loco que una cabra o que el Santa Claus no sea ni el viejo ni el juguetero del Polo Norte. Lo que sí puedo decir es que esa noche ese par de pezuñas se fueron muy contentas calzando mis zapatos, dejándome sin regalo y sin sueño. Todo mundo sabe que en Navidad hace un frío de los mil demonios. Esa noche en que me quedé despierto hacía un calor infernal. Él se quitó el gorro para limpiarse el sudor de la frente. Antes de salir, giró para lanzarme una fría mirada y dejarme ver sus dos enormes cuernos de cabra. Se fue dejando tras de sí un intenso olor a azufre y el eco de su risa burlona y macabra: ¡jo, jo, ja, ja, ja, ja…! Al día siguiente conté lo sucedido a mis padres, quienes, desde luego, no me creyeron ni mucho ni poco. —No te dejó nada porque seguro te has portado mal este año — fue todo su veredicto. Ese mismo día, por la tarde, fuimos a visitar al abuelo. En su cuarto hacía un calor infernal que a él parecía no importarle; al contrario, parecía contento y río al vernos: ¡ja, ja, ja! De regreso a casa encontramos a mi primo Xibalbá. —¿Has visto sus zapatos nuevos? —me preguntó con una sonrisa burlona que para nada me hizo gracia. ¡Ja… ja!

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