Lanza las palabras con burla fina. —Con honestidad, señor escritor, no niego que usted es talentoso, crea personajes llenos de furor e intensidad, parecemos hasta reales, ¿pero por qué siempre me elige para este papel? Tiene pinta de ser el más encantador y en realidad es el más vacío. Después de tirar las palabras abre con delicadeza el cajón del tocador, con sus dedos acaricia un cuchillo, lo toma con una mano, lo lleva a la altura de sus rojos labios. Ve su reflejo a través de la fina hoja metálica, regala para ella misma una sonrisa solapada. —¿Se han preguntado lo que es mi vida? Donatella continúa con su monólogo. — ¡Claro que no! ¿Qué más dan los sentimientos? Todo sea por una buena historia, todo sea por complacer al lector. Deja el cuchillo, cierra el cajón, a través del espejo observa su indiscutible belleza. Por dentro siente un ahogo, pero se rehúsa a fabricar lágrimas, sería una calamidad atropellar su maquillaje. —Ya volvió el pez a su pecera, a trabajar. Se escuchó una voz con sabor a autoridad, los personajes regresan a su puesto mientras el lector abre el libro, identifica la página en la que se detuvo y en seguida coloca sus ojos en las inexploradas palabras. Donatella conoce a la perfección a su lector, lo considera rutinario, por leer sin alteración en su sillón azul de terciopelo, y un adicto, adicto de las escenas de mucha acción, de esas que están repletas de ausencia moral. El lector llega a la página 200: es la última escena en la que actúa Donatella, para ella es la más humillante. En esta escena Donatella corre por el camino que lleva hacia la cabaña. A causa de la prisa se golpea la frente con una rama; aun con el dolor, continúa a paso veloz. Entra a la cabaña, en donde se encuentra a su amante. Él la recibe de una manera hostil. Ella intenta engancharlo con sus curvas, pero su amante la rechaza: ni las gotas rojas de sangre lo sensibilizan. En seguida el diálogo forzado, él le da un adiós. Donatella