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Córdoba, la Sultana, Ana de Diego

Córdoba, la Sultana

Por Ana de Diego

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“Romana y mora, Córdoba callada”, como la describió el poeta andaluz Manuel Machado. Mejor recorrer la ciudad una serena noche de primavera o de verano, a ser posible, acompañado de algún lugareño que conozca las leyendas que esconde cada rincón, entre aroma de claveles.

La ciudad de Córdoba, hoy Patrimonio de la UNESCO, fue fundada allá por el año 169 a.C., por el general romano Marco Claudio Marcelo a orillas del río Guadalquivir, tras vencer a las tribus autóctonas, los turdetanos, ya bregados en defenderse de anteriores invasores.

La llamó Corduba, que significa: “Altozano junto al río”. De Roma, capital del Imperio Latino, heredamos el idioma, el derecho jurídico, su avanzada ingeniera y un templo de mármol erigido a sus dioses en el siglo I d.C. Solo se conservan ocho columnas coronadas por capiteles corintios y algunas ruinas.

Córdoba le dio a cambio, al invasor Lucano, uno de los mayores poetas latinos y a Sócrates, el gran filósofo al que Nerón empujó al suicidio.

En otoño Córdoba celebra un concurso de catadores de sus vinos y aceite de oliva, cultivos que Roma nos legó. Recuerdo de aquella época es el Puente Romano, que cruza el Guadalquivir de dieciséis arcos separados por amplios tajamares.

La civilización latina fue desplazada por los vándalos, invasores que no dejaron más huella que la desolación, incluso la palabra “vándalo” aún conserva el significado de destrucción, y que fueron empujados hacia Gibraltar por otro pueblo centroeuropeo: los visigodos, que se apoderaron de toda Hispania. Su nivel cultural era inferior al del pueblo dominado, por lo que siguió prevale-

ciendo la cultura y el idioma latino. En el año 711, un ejército procedente de África, venció a los visigodos, haciendo de Córdoba su capital, hasta que desde Damasco llegó un califa, huyendo del usurpador de su trono, fundando aquí un califato.

El mayor monumento que nos dejaron los árabes es la mezquita cordobesa, considerada una de las joyas de la arquitectura omeya y que hoy juega a ser Catedral cristiana. Se accede a ella por el Patio de los Naranjos, perfumado de azahar.

El templo es un extenso bosque de columnas de mármoles arrancados de antiguos edificios romanos, rematadas por arcos de herradura donde se apoyan bóvedas adornadas con los típicos arabescos vegetales. Cada año Córdoba recuerda su pasado moro en un campeonato ecuestre de caballos árabes.

Cerca de la mezquita-catedral se conserva el Barrio Judío. El primero fue aniquilado por musulmanes venidos del norte de África para apoyar a los moros usurpadores. La región fue reconquistada en 1236 por el rey castellano Fernando III, más tarde apodado El Santo.

La arquitectura cambia de signo y se levantan iglesias siguiendo el modelo románico de la época, de las que hay ejemplos repartidos por la ciudad. Aparece el arte mudéjar característico de la cultura hispana medieval, arquitectura cristiana con influencias árabes, practicada por los mudéjares o moros que permanecieron en suelo cristiano tras la reconquista, pudiendo ejercer libremente su religión y tradiciones.

Los hebreos fundaron otra judería que habitaron entre los siglos XIII al XV. Así es como durante un tiempo en Córdoba convivieron, aunque no sin problemas, tres culturas y religiones. A finales del XIV llegaron a Córdoba las revueltas antijudías que recorrían Europa desde que se les acusó de envenenar las aguas para provocar la terrible pandemia de la peste negra, que diezmó la población europea.

En ocasiones, fueron los propios conversos, judíos cristiani-

Fuente: Patronato Provincial de Turismo

zados, los que por envidia o ambición, encendieron los ánimos de los cristianos contra sus antiguos correligionarios. En 1492, Isabel La Católica decretó la expulsión de los judíos. Rememorando aquella “Córdoba de las tres culturas”, se celebra anualmente un mercadillo de reminiscencias medievales, en torno a la islámica Torre de Calahorra, defensa que protegía la entrada a la ciudad.

En la Judería se conserva la sinagoga. En sus muros revestidos de filigranas de yeso y arcos ciegos profusamente decorados, la escritura hebrea se vuelve escultura. Arcos de medio punto y lobulados, levantados unos sobre otros, sostienen la modesta bóveda de madera que sustituye a la original, ya desaparecida.

Anualmente un festival de música sefardí, la cual recuerda a aquella injusta expulsión. Y en otoño, Córdoba se vuelve otra vez judía con jornadas europeas sobre cultura hebrea.

La Plaza de la Corredera, del siglo XVII trae reminiscencias de las plazas mayores castellanas. Una sucesión de arcos de medio punto recorre sus cuatro lados ricamente coloreados, sobre los que apoyan tres pisos. Dicen que algunas noches aún se escuchan los lamentos de dolor de aquellos que, acusados de seguir las corrientes luteranas o desviarse del más ortodoxo catolicis-

mo, fueron quemados vivos en autos de fe en la plaza.

Sus terrazas, bares y restaurantes ofrecen al viajero las delicias de la gastronomía cordobesa, destacando su famoso guiso de rabo de toro, las frituras de pescaíto y los chopitos, que aquí llamamos puntillas. También el refrescante salmorejo, acompañado de lascas de jamón ibérico y rodajas de huevo duro. Todo regado con los vinos de la región, los internacionalmente famosos Olorosos, Finos o Moriles-Montilla.

En la pequeña Plaza de los Capuchinos se encuentra la escultura más venerada por los cordobeses: el Cristo de los Faroles de 1794, llamado así por los ocho faroles que le rodean, simbolizando las ocho provincias de Andalucía. Es una recoleta placita que aún conserva en el suelo, el empedrado antiguo de las calles de Córdoba.

Dice una vieja leyenda que algunas noches, cuando una iglesia lejana da las doce campanadas, unos pasos sigilosos anuncian la llegada de un encapuchado que se acerca ante la verja de hierro que, en el centro de la plazuela, custodia la imagen del Cristo y le susurra una oración. Es el alma de un antiguo soldado que, al verse asaltado por unos bandoleros, se encomendó a Cristo. Aquella medianoche se despertó en la silenciosa plazuela, justo a los pies del Cristo de los Faroles.

Desde entonces va a agradecer a la imagen el milagro de su vida y luego se desvanece en la noche. Es una de las muchas leyendas que recorren las noches cordobesas. Hasta el Cristo de los Faroles sube el olor de las buganvillas que tapizan los muros.

Celebraciones y festividades

Toda España conmemora la Semana Santa. El expolio de los franceses durante la invasión de 1808, no pudo acabar con las espléndidas imágenes talladas durante los siglos XVI al XIX.

Las iglesias sacan en procesión sus pasos o grupos escultóricos que rememoran diferentes momentos de la pasión, muchos

de ellos tallados por artistas de renombre mundial, rodeados por nazarenos fieles vistiendo hábitos de tonos blanco o negro o morado, en señal de penitencia o en cumplimiento de una promesa.

El olor a incienso y a cera de los cirios invade la noche. A intervalos el silencio es roto por el lamento desgarrador de una saeta, canto tradicional con que un espontáneo rinde homenaje a su fe.

Andalucía adora las flores y las flores adoran a Andalucía. Y Córdoba a la cabeza. Famosa por sus concursos donde los patios de las casas típicas cordobesas ubicadas en los aledaños de la Judería, durante los primeros días de mayo, se celebra una Batalla de Flores en agradecimiento al resurgir de la vida tras el invierno.

Es la fiesta de la Cruz de Mayo donde los barrios compiten entre sí, con grandes cruces realizadas con diferentes clases de flores. Cabalgatas de carrozas y carros (no coches) adornados con flores y mantones de manila, tirados por caballos andaluces, recorren la ciudad en una celebración ancestral de la primavera.

Las tabernas de los barrios sirven al visitante tapas, típico aperitivo español que acompaña al vino fino o al otro, el oloroso, para que “no se suban” como se dice por aquí. Y, por las noches, espectáculos de coplas, flamenco y bailes con trajes de volantes.

Esta Córdoba religiosa saca, a comienzos de mayo, sus reminiscencias paganas, aquellas que la cristianizada Roma no le pudo arrancar ni la temida Inquisición pudo quemar. Es tiempo de pasear y disfrutar de las noches calladas, impregnadas de aromas de jazmines.

Córdoba se llena de forasteros para asistir a una de sus fiestas más populares: la de los Patios Cordobeses. Herencia romana, es la articulación de la vivienda en torno a un patio en cuyo centro suele haber una fuente o un pozo. Una comisión de expertos recorre el casco antiguo, para premiar a los mejores patios decorados y que han sido mimosamente cuidados durante todo el año para intentar conseguir el galardón.

En otoño la poesía se adueña de las calles cordobesas con

su Cosmopoética, festival internacional organizado por el Ayuntamiento con colaboración de varios organismos estatales relacionados con la cultura.

Córdoba fue cuna del gran poeta del Siglo de Oro español Luis de Góngora, creador de la corriente literaria a la que da nombre, también llamada culteranismo, coetáneo de genios como Miguel de Cervantes, Lope de Vega o Calderón. Su precaria situación económica, debido a la confiscación de los bienes familiares por parte de la Inquisición, le obligó a emigrar a Madrid buscando hacerse un hueco entre los literatos y poetas del momento.

Cada ciudad con embrujo tiene su pintor embrujado por su ambiente. Aquí posee un museo Julio Romero de Torres, el que “pintó a la mujer morena, con los ojos de misterio y el alma llena de pena” según dice la copla. Sus mujeres miran al espectador como si pudieran verle el alma.

Junto a ésta crece otra Córdoba enganchada al progreso y espejo de cualquier ciudad contemporánea. Con estas líneas busco hacer un pequeño homenaje a todas las Córdobas que hay en el mundo y mostrar la mía, la Corduba romana que debe su nombre a que un ejército latino la edificó en una loma, al pie del río que la recorre.

ANA DE DIEGO

Nació en Madrid, en 28 de diciembre de 1948, donde reside actualmente. Es jubilada del Instituto Geológico y Minero de España. Estudió Geografía e Historia. Sus aficiones, además de la lectura, es seguir profundizando en la historia y costumbres medievales, como así también la escritura de relatos cortos.

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