Todo está en tu cabeza pdf

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posibilidades. Empieza a imaginar que el cáncer se le está propagando por los huesos. Cuando está en la ducha, revisa su cuerpo en busca del origen del cáncer. No encuentra nada raro, pero se pregunta si eso no será aún peor. Quizá no puedan administrarle quimioterapia si no saben dónde comenzó. Concierta una cita urgente con su médico. El médico le dice que el dolor de la espalda no es nada y que debería olvidarse de él. Daniel no acude a los entrenos de fútbol esa noche por temor a exacerbar el problema. Intenta descansar, pero esa noche no logra conciliar el sueño. Espera setenta y dos horas antes de volver a telefonear a su médico. En esta ocasión, el médico accede a solicitarle una radiografía. Daniel lleva la solicitud a su hospital local. De camino allí se percata de que el dolor se le ha extendido a un punto entre los omóplatos. Después de hacerle la radiografía, le pregunta a la técnica si hay algo raro. Ella le contesta que le enviarán los resultados a su médico. Al salir de la sala, Daniel ve a la técnica en radiografías observando la imagen en el ordenador. Está señalando a la pantalla. ¿Qué señala? Cada día de la semana siguiente, Daniel telefonea a la consulta de su médico para conocer los resultados. Le informan de que aún no los tienen. ¿Les asusta tener que decírmelo? Es imposible que los resultados de una radiografía normal tarden una semana, piensa. Mientras espera los resultados lleva un diario de lo grave que se ha vuelto el dolor. Empezó con un tres sobre diez y ahora está ya en un seis. Una semana después vuelve a visitarse con su médico y le dicen que la radiografía ha salido completamente normal. —Es imposible —replica Daniel. El médico de cabecera lo envía a casa y le aconseja que deje de preocuparse. Daniel no deja de preocuparse. Aún no le han dado una explicación satisfactoria de su dolor y quiere ver a otro médico y someterse a más pruebas. Si Daniel aprendiera a reaccionar de manera distinta a sus síntomas, el patrón podría ser más o menos como sigue: Daniel nota un dolor en la espalda. Por un instante, se preocupa mucho, pero luego se recuerda que la mayoría de las personas tienen dolores de vez en cuando y que en las personas jóvenes rara vez revisten gravedad y la mayoría simplemente desaparecen sin más. Observa el dolor por un instante. No es fuerte y se recuerda que, por lo demás, está bien. Decide seguir con su rutina diaria tal como ha practicado con el psicólogo. No efectúa ninguna búsqueda en Internet ni les explica nada de su dolor a sus colegas de trabajo. Cuando en el trabajo vuelve a notarlo y percibe esa ola de pánico tan familiar, Daniel sustituye el pensamiento con algo relajante y placentero que ha practicado con su terapeuta para poder seguir adelante con su rutina. Cuando se sorprende pensando en telefonear a su médico de cabecera, estira de la pulsera elástica que lleva en la muñeca y que le sirve de recordatorio de que la mayoría de los síntomas son transitorios y no se deben a nada grave. Daniel tiene un día ajetreado en el trabajo y durante casi una hora se olvida por completo del dolor, pero por la noche le regresa. Medita durante media hora y se siente mejor. Siente tentaciones de no ir, pero se obliga a jugar al fútbol esa noche, como de costumbre. Mantiene su rutina habitual durante una semana y, en algún momento, el dolor de espalda ha desaparecido. No está seguro de cuándo sucedió. Nunca supo exactamente qué lo provocaba, pero ahora ya no está y eso ya no parece importar. Desde luego, no fue tan fácil como eso. Daniel había convivido con sus preocupaciones sobre su salud durante muchos años. Antes de que pudiera ocurrir alguna recuperación sería preciso tranquilizarlo más. Transcurridas menos de veinticuatro horas desde nuestra última conversación recibí otra llamada telefónica. A Daniel le gustaría hacerse otro escáner antes de ver al psicólogo. En cierto modo, entendí qué había ocurrido. En la fría luz del día, sentado conmigo en mi consulta, con


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