los bares cumplían la función de unir el espíritu de los diversos guetos. Los estudiantes de Buenaventura y de Cali, y los de la costa Caribe, encontraban en esos bares refugio para afrontar el frío y la soledad. Point, la película con guion de Guillermo Cabrera Infante, un escritor que también me acompañaría en los senderos de la música cubana. Alma creía que estaba de regreso de todo y que sabía más sobre todas las cosas que los demás seres humanos. Tenía amigos más grandes que hacían cine y televisión, y ella misma era actriz de televisión; por eso creía ser experta en música cubana, y claro, comparada conmigo lo era. Con ella pasaba muchas noches escuchando a Celina y Reutilio y tomando té con limón, que era una costumbre nueva en una ciudad con demasiadas costumbres viejas. Así, poco a poco, inicié mi trasteo musical hacia el Caribe. Parte de las razones que me habían convertido en un mutante de esa ciudad vieja se debían a que comenzaba a moverme en grupos sociales diferentes. Mi esquizofrenia musical me llevaba a divertirme por temporadas con mis amigos de San José de Bavaria o con los rockeros que tocaban en el Parque Nacional y en Lijacá. Pero poco después, en la casa de Suba de la pintora Margarita Monsalve, hice otros amigos: Antonio Morales, Marcos Roda y todos aquellos que siguen siendo mis amigos. Vivíamos las fiestas a punta de Moustaki y Paco Ibáñez, pero comenzábamos a apreciar otra música para acompañar la noche. Allí escuché los dos primeros discos que me sirvieron como puerto de entrada a eso que después conoceríamos como salsa. Uno era la primera grabación de Patato y Totico y que se llamaba así, simplemente: Patato y Totico; el otro era el tercer disco editado de Willie Colón, Cosa nuestra. Una pequeña selección que no estaba mal para comenzar. En Patato y Totico tocaban grandes músicos. Estaba Arsenio Rodríguez y Cachao. Y en el de Wilie Colón ya aparecía una figura legendaria y fulminada: Héctor Lavoe, que al decir de Eduardo Arias fue lo más cercano a un rock star que produjo la salsa. Tostado a punta de perica y trago. En el índice de ese disco se destacaban Che che colé y Juana Peña, dos temas que iban a ser parte fundamental de la banda sonora de la Bogotá de la furia salsera. Por esos días, uno de esos amigos de mi novia Alma, un cineasta que solo hizo un par de cortometrajes del llamado sobreprecio del cine colombiano, fue quien nos llevó a descubrir uno de los santuarios famosos de la salsa en Bogotá: La Jirafa Roja, un lugar con más aire de prostíbulo que de rumbeadero, o de lugar mítico de la salsa, como se la considera ahora. Pero lo era. Quedaba en los altos del teatro Mogador de la calle 23. Tengo la borrosa visión de una pista con luces de colores y piso sintético. Pero sobre todo recuerdo GENTE PA’ GOZAR
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