Bogotá fílmica

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nología de las películas de Costa Gavras. Fue lo primero que me dijo cuando empezamos a hablar, con su tartamudeo incesante y su nutrida cabellera de apache –le encantaba esa película, Apache (1954), de Robert Aldrich–, en la que no salía mucho a relucir la huella del shampoo. Un evento que organizamos, y que dio mucho que hablar en el país, fue la Primera Muestra Crítica del Cine Colombiano (1975), en la que se discutió ampliamente sobre la calidad y las posiciones políticas de los cineastas del llamado cine de sobreprecio –los cortometrajes que los exhibidores estaban obligados a proyectar junto con los largos extranjeros– y el cine político independiente, en 16 mm., que realizaban cineastas como Jorge Silva y Marta Rodríguez, Carlos Álvarez, Carlos Duplat y Gabriela Samper. Recuerdo que habíamos asistido a la casi totalidad del ciclo de historia del cine colombiano que por primera vez programó en 1973 la Cinemateca Distrital en su sede del Planetario, donde había surgido precisamente la idea de hacer algún día esa muestra crítica; nos parecía que la muestra había sido excelente, pero que faltaba discusión, debate, acerca de esa historia y de la actualidad de nuestro cine. Se hicieron presentes en esa muestra, alegando y expresando con enjundia sus puntos de vista, muchos realizadores y personas del oficio, ante un público estudiantil muy bravo, agresivo e intolerante. Allí conocí a Silva, Lisandro Duque y Gustavo Nieto Roa, a quien prácticamente insulté (que Dios me perdone por ello), y creo que a Carlos Mayolo, quien asistía con mucha regularidad a todos los cineclubes que este grupo dirigió –el de los Diegos–, pues tenía trayectoria en la exhibición de películas en los sindicatos de Cali, hacía parte del grupo del Cineclub de Cali y orientaba, con Patricia Restrepo, el Cine Club Medvedkin, que funcionaba en la Alianza

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Colombo-RDA (República Democrática Alemana). Mayolo era un animador constante de la causa cineclubística, la cual había impulsado con varios sindicatos de Cali; le encantaba hacer cine y hablar de cine con su proverbial verbo, lleno de ingenio e imaginación; muchas veces lo vi en esas presentaciones, además de que mi primer intento de escribir un guión lo hice con él. Lástima grande que su talento quedó finalmente baldío, pues nunca se ocupó de desarrollarlo cultivando su sensibilidad, teniendo alguna disciplina o rigor en su trabajo. Era literalmente una tromba, una locomotora eléctrica que nadie podía frenar ni ordenar, pero le faltaba más combustible, más alimento interior; una buena parte de su energía se desgastaba en las rumbas casi diarias, la droga y la publicidad, las cuñas cinematográficas, con las que ganaba muy buen dinero. Había conocido mucho antes que nosotros, con Hernando Guerrero, compinche suyo de toda la vida, a Hernando Salcedo, con quien le encantaba hablar: era un espectáculo completo ver y oír hablar a ambos intercambiando caballeroso humor bogotano y tosco, aunque muy ingenioso, humor caleño. A Mayolo, Andrés Caicedo y Luis Ospina, tanto el Cineclub de Cali como los de Bogotá les debían su entusiasmo, su pasión por el cine y la empecinada agresividad con la que defendían, al igual que Jorge Silva, la idea de unas películas nacionales liberadas de los clichés de la televisión, de las comedias baratas de Gustavo Nieto Roa, del miserabilismo y la pornomiseria, término que quizá acuñó el mismo Mayolo. Justo es confesar aquí que como cineclubistas le debíamos mucho, pues compartíamos con él ese criterio, muy distinto al de Hernando Salcedo, quien siempre fue muy condescendiente con la calidad de aquellas películas.


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