Ebook 10 Aniversario del Premio Aleman de Periodismo Walter Reuter

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¿Dónde está mi hijo?

Veinticuatro horas después, cuando se reencontró con él en Tierra Blanca, Veracruz, hizo ambas cosas: un suave reclamo por su ausencia y un abrazo prolongado en medio de una docena de fotógrafos. Dionisio Francisco Cordero Ñaméndiz había sido un campesino pobre de Chinandega que a sus diecinueve años se había enrolado en el ejército de su país y había peleado contra los rebeldes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que terminarían por ganar la guerra. Herido y asustado, se había subido a un barco que atracó en El Salvador y siguió su marcha hacia el norte, hasta que se estableció en Veracruz y le escribió a su madre. Lo último que supo de ella es que estaba muy enferma. Después, el servicio postal le regresaba las cartas y, resignado, la dio por muerta. Francisco Cordero se comprometió a visitar Chinandega en un plazo de dieciocho meses, una vez que su hijo menor saliera de la escuela y él dispusiera de un poco de dinero extra. Su madre, mientras tanto, habría de regresar a su oficio en Chinandega: preparar “fresco” —aguas frescas— de chilla con tamarindo, linaza con limón, naranja y cebada, que vende en su casa por cinco córdobas o veinte centavos de dólar.

Los postes de Apizaco Las caravanas son la política de los pobres: su conquista de las plazas públicas, su irrupción a las páginas de los periódicos y puerta de entrada a los edificios del Estado. De haber actuado solas no habrían llegado muy lejos de su casa. Con la caravana, sin embargo, cruzaron la frontera mexicana legalmente —el gobierno mexicano les dio visas humanitarias— y atrajeron una pizca de atención de la prensa y de algunos funcionarios públicos. Las madres se tornaron en el símbolo molesto del Triángulo de las Bermudas en el que se ha convertido México para los transmigrantes: un hoyo negro que se traga a miles de mujeres y hombres indocumentados que se aventuran a Estados Unidos. En cada plaza, las madres centroamericanas desplegaban decenas de fotografías de hombres y mujeres jóvenes desaparecidos. El dolor se convirtió en su escuela de política y oratoria. Si querían que las cámaras las enfocasen, debían ser las primeras en bajar del autobús con las banderas de sus países y los retratos de sus hijos. Si querían capturar la atención de los paseantes y los reporteros, debían tomar el micrófono y contar su historia frente a un puñado de desconocidos. La noche del miércoles 24 de octubre, la caravana de madres llegó al albergue La Sagrada Familia en la ciudad de Apizaco. Ahí me sumé al convoy para escribir esta crónica, y las acompañé durante cinco días por Tlaxcala, Puebla, Huehuetoca, Lechería, la Ciudad de México y Tierra Blanca, en Veracruz. En ese albergue, las mujeres escucharon las quejas de los transmigrantes alojados en La Sagrada Familia: la empresa ferrocarrilera Ferrosur había colocado postes de concreto junto a las vías del tren, cada uno distanta unos tres metros del otro, en el tramo que colindaba con el albergue. Eran una trampa mortal para los transmigrantes que viajaban

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