El libro de lo insólito pero cierto

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Edicto porcino. Luis el Gordo (1081-1137) prohibió que los cerdos circularan libremente por las calles París. Esta decisión se debe a que su hijo murió al caerse del caballo por culpa de uno de estos animales. De lo que se come... Cuentan los cronistas que el rey Fernando el católico era un gran consumidor de criadillas de toro, para fortalecer -según él- su virilidad. Castidad imperial. El rey Luis XVI de Francia y su esposa Maria Antonieta no consumaron su matrimonio hasta siete años después de la boda. Amor en bandeja. Una de las perversiones del rey Enrique VIII de Inglaterra (15091547) era mantener relaciones con sus numerosas mujeres arrojándolas sin contemplaciones encima de la mesa donde acababa de comer Combatir la vinolencia. El duque de Wellington (1769-1852) era adicto al opio, que ingería para recuperarse de las resacas. En malas manos. Cayo Antistío, político romano aficionado a la medicina, era dado a practicar sangrías a sus pacientes. El inconveniente de ponerse en sus manos es que llegaba a desangrarles por completo. Más melones. En cierta ocasión, Mohamed II, para descubrir cuál de sus pajes se había comido unos melones que había reservado, mandó que se les abriera el estómago en vivo y de uno en uno. Al llegar al decimocuarto, apareció el culpable. Como anillo al dedo. El marqués de Crochant tenla 365 sortijas. Cada día se ponía una distinta. La olorosa Pompadour. Se dice que la amante de Luis XV, Jeanne Antoinette Poison, marquesa de Pompadour, gastó durante su vida más de seis millones de francos de los de entonces en perfumes. Duelo en la barba. Cuando murió Juan II de Portugal, en 1495, se prohibió que los ciudadanos se afeitaran durante seis meses. Miles y miles de favores. Jahangir, gran mongol de la India (1569-1627), tenía un harén que estaba compuesto por 300 esposas, 5.000 mujeres sirvientes y un millar de jovencitos que satisfacían todos sus caprichos. El rey melonero. El emperador germano Maximiliano I murió a causa de una indigestión de melones. El defensor de los olivos. El rey David de Israel consideraba el aceite de oliva como uno de sus más preciados tesoros. Poseía vastas extensiones de terreno plantadas exclusivamente de olivos. De primero, cera. Uno de los caprichos del emperador romano Heliogábalo (204-222) era servir a sus invitados manjares de cera que imitaban a los platos que él degustaba ante los presentes. Éstos eran obligados, bajo pena de muerte, a simular que estaban comiendo.


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