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-Si le importa el que sigamos siendo amigos —le dije al fin—, no siga intentando jugármela. ¿Quiere usted mi alma? Está bien, se la cederé por lo que vale. Cese pues un instante de darme con el codo cada vez que nos cruzamos por la acera con una de esas impuras prometedoras que la miseria ha reducido a formar parte de su clientela. No le pediré más que una cosa a cambio de lo que desea de mi: que me entretenga. ¿Sabe usted, Diablo?, me aburro tanto como un hombre puede hacerlo en este planeta. Como se suele decir, tengo las ideas muy negras. Ya ni siquiera me interesan los crímenes pasionales de nuestros grandes periódicos; por cierto, que al final siempre pillan a los asesinos; la manilla, el juego de los cientos, o el juego del tonel, no tienen misterio alguno para mi. Los beneficios de la gimnasia sueca, o el resultado del gran premio ciclista, apenas bastan para satisfacer mis aspiraciones de lo ideal. Querría que me regalase con un espectáculo capaz de procurarme entusiasmo durante sólo diez minutos. ¡Mire! Por ejemplo, ahora, detrás de la Halle-au-vin, ¡una aurora boreal! Desencadene algún cataclismo inédito, haga sonar por sí solas las campanas de Notre Dame y que la torre Eiffel salga volando hacia el cielo como una flecha. Devuelva la libertad a las jirafas del Jardin des Plantes, después resucite a los muertos de Père-Lachaise y condúzcales ordenadamente, por rangos de edad y distinción , a través de los bulevares hasta la Concorde. Dé al menos un volcán a Montmartre y un géiser al estanque de Luxembourg. Si lo hace, renuncio para siempre a mi parte de vida eterna en el seno de Abraham. ¡Algo imprevisto! ¡Algo imprevisto! ¡Es por falta de improviso por lo que todos morimos una vez pasada la cuarentena!


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