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«LA IGLESIA Y YO»1 Adiskide maiteok: Gure aurtengo pastoral-egitarauak bai gure familietan, bai gure eliz elkarteetan familia-kutsua hobetzea du helburu. Eliz elkarteen harremanak berotzea ongarri eta beharrezko da gure kristau-bizitzarako. Hauxe da erretiro honen gogoa eta ametsa. El lema del retiro explica la dirección de mis reflexiones de hoy. Se trata de analizar y mejorar la relación que cada uno de nosotros sostenemos con la Iglesia. No me voy a demorar en grandes exposiciones acerca de la teología de la Iglesia. Tras enumerar y explicar sumariamente algunas afirmaciones de la Palabra de Dios y de la teología sobre ella, me voy a remitir a exponer nuestra adhesión a la Iglesia (comunidad y pastores) en todos los niveles en los que la Iglesia se realiza. Vamos a desentrañar el contenido de la adhesión, los motivos de la adhesión, las dificultades de la adhesión, las consecuencias prácticas de la adhesión. Os ofrezco dos textos: el primero contiene una serie de citas bíblicas que recogen los rasgos de las primitivas comunidades cristianas. Se trata de comprobar en qué medida estos rasgos son vividos por mí en mi existencia cristiana concreta y de comentarlo con el Señor en la oración. El segundo es un texto del Vaticano II (Lumen gentium, 8). Se trata de leerlo una y otra vez como una fotografía de la Iglesia. De subrayar aquellos rasgos que más os llaman la atención. De enriquecer con el texto, minuciosamente leído, vuestra imagen de lo que es la Iglesia de Jesucristo.

I. ALGUNAS AFIRMACIONES DE LA PALABRA DE DIOS Y DE LA TEOLOGÍA SOBRE LA IGLESIA

1. Cuando hablamos de la Iglesia, espontáneamente tendemos a pensar en la Iglesia Universal y la jerarquía. Es una deformación muy reductiva. La Iglesia se realiza en tres niveles: - La comunidad eucarística: es aquella comunidad en la que celebro ordinariamente la Eucaristía. Es verdadera Iglesia. En ella están presentes la Palabra, la Eucaristía, el ministerio apostólico, el laicado asistente. Para muchos, la comunidad eucarística es la parroquia. - La Iglesia local o Diócesis: tiene todos los elementos característicos de una Iglesia completa, con tal que se sienta en comunión de fe y de amor con las demás Diócesis y con la Diócesis de Roma y su Pastor. No es una sucursal del Vaticano. En ella se condensa y se hace presente toda la Iglesia Universal. No es una parte 1

Retiro ofrecido por el Sr. Obispo al inicio del curso pastoral 2008-2009.


(como una pieza es parte de un motor) sino una porción (como una porción de tarta contiene todos los componentes de la tarta entera). El Obispo la preside en nombre de Cristo, no del Papa, de quien recibe la designación. Es la Iglesia Universal encarnada en un territorio, en una cultura. Tiene su derecho y deber de cultivar sus particularidades espirituales y apostólicas. - La Iglesia Universal extendida por todo el mundo y presidida por el Papa, quien tiene la misión de procurar la unidad de todas las Diócesis y de respetar y hacer respetar la legítima diversidad de las Iglesias locales.

2. La Iglesia, tanto en su realidad eucarística como en diocesana y universal, es una realidad histórica y sociológica. Son necesarias para aproximarnos a ella la experiencia, la sociología, la historia. Pero no son suficientes para comprenderla. Se comprende su ser más íntimo a la luz de la fe. Sin fe (o prescindiendo de ella) no es posible comprender el núcleo que da identidad a la Iglesia. A la luz de la fe, la Iglesia: - Es espacio limitado y manchado en el que acontece para nosotros la salvación (a través de la Palabra, los sacramentos, los testimonios de muchos cristianos, la formación, el compromiso con los pobres, etc.). - Es sujeto comunitario creyente que alimenta, completa y corrige nuestra fe. Mi fe, necesariamente fragmentaria y tentada de deformación, se completa, se contrasta y se reequilibra en la fe de la comunidad eclesial.

3. La Iglesia es necesaria y relativa al mismo tiempo. Necesaria: Sin ella, Cristo, su mensaje y su proyecto salvador se evaporan en la conciencia de la humanidad. Sin ella se hace imposible acceder a la fe en Jesús, mantenerse y crecer en esta fe. Sólo en ella y por ella nos encontramos con su palabra viva, con su Eucaristía, con su perdón. La fe cristiana o es eclesial o no es fe. La fe subjetiva desconectada de la fe de la comunidad no es ya la fe católica, sino un conjunto de fragmentos de fe salvados de un naufragio. La comunidad está llamada a ser el astillero en que la fe individual o grupal se repara y se completa. Nunca podremos agradecer bastante a esta Iglesia, así estructurada, el que nos haya transmitido de generación en generación la memoria viva del Señor, los Evangelios, la utopía de Jesús, su presencia sacramental. El movimiento suscitado por Jesús se habría desvanecido pronto sin ella. Sin la Iglesia, el rostro de Jesús se desvanece. «Sin la Iglesia, Cristo se evapora, se desmenuza, se anula» de la conciencia humana (P. Teilhard de Chardin). Relativa (que no es lo mismo que insignificante): es de Cristo (tiene la misión de ser signo de Cristo); está al servicio de la humanidad y tiene por finalidad no a sí misma sino contribuir al Reino de Dios. La relatividad de la Iglesia le mantiene en su puesto humilde y servicial. Le impide sucumbir a la tentación de convertirse en fin de sí misma, de identificarse plenamente con el Reino que anuncia y hace presente, de adoptar ante el mundo actitudes arrogantes, recelosas o competitivas.

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4. La Iglesia, en todos sus niveles, está llamada a ser santa (Ef 5, 25-27). Lo son la Palabra, los sacramentos, que son ontológicamente santos. Está llamada a ser moralmente santa (la comunidad y cada uno de sus miembros). Recibe los impulsos para progresar en la santidad. La Iglesia lleva en su seno un Evangelio que es fermento activo, que no la deja descansar. El suelo de la Iglesia, a veces reseco, tiene un subsuelo inagotablemente rico: el Espíritu de Jesús. Tiene muchos miembros verdaderamente santos, evangélicos. Pero es también pecadora, «necesitada de purificación» (Lumen gentium, 8). Pecadora no sólo en sus miembros; también en sus dirigentes. Hay asimismo pecado adherido a las estructuras mismas de la Iglesia. La hay en algunas de sus costumbres y modos de funcionamiento. La mediocridad de muchas comunidades, la prepotencia de algunos dirigentes, el contratestimonio de cristianos relevantes, etc. Puede y debe recibir la crítica de los creyentes. Desde dentro (sintiéndose miembros). Con amor y con dolor. Con realismo (no somos ni genios ni santos). «El creyente que critica a la Iglesia ha de aceptarla como una realidad irrenunciable para su existencia cristiana y para su relación con Dios» (Rahner).

5. La Iglesia no tiene más que un Señor, Jesucristo. Ni la política, ni la economía, ni la ciencia son sus señores. Y sirve al Señor sirviendo a la sociedad de cuatro maneras: -

Adorando a Dios y pidiéndole por la sociedad y sus problemas. Viviendo fraternalmente dentro de la comunidad cristiana. Expresándole y ofreciéndole su fe sin orgullo ni complejos. Sirviendo a la justicia y la paz y, sobre todo, a los pobres. «El servicio más importante e insustituible que los cristianos pueden prestar a la sociedad es, sencillamente, el de ser verdaderamente Iglesia» (Lohfink).

6. La Iglesia tiene la misión de ser «sacramento del mundo», es decir, realización anticipada e imperfecta de aquello que la totalidad del mundo está llamada a ser cuando llegue a su maduración definitiva. Esta vocación entraña para la Iglesia la inquietud de ser una porción reconciliada, servicial, no violenta, utópica... que sirva de referencia, de «experimento vivo de verdadera humanidad». Ofrecerle un testimonio alternativo, una manera alternativa de vivir. Esto comporta amar al mundo y ser libre para criticar sus comportamientos inhumanos y sus resistencias a la relación con Dios.

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II. SENTIDO Y ALCANCE DE LA ADHESIÓN A LA COMUNIDAD ECLESIAL

1.

Los rasgos de la adhesión eclesial

El concepto de adhesión, analizado por las ciencias humanas (sociología y psicología), nos es muy útil para trasponerlo y aplicarlo, con las debidas analogías, a la adhesión eclesial. 1.1. El sentimiento de pertenencia •

Adherirnos a una comunidad es, en primer lugar, saber que, al tiempo que nos pertenece, nosotros pertenecemos a ella. El sentido de pertenencia es un elemento de toda verdadera adhesión.

El sentido de pertenencia es componente del sentido de identidad. Uno no sabe quién es mientras no sabe a quién y a qué pertenece.

La pertenencia a la comunidad eclesial es una de las 4 ó 5 grandes pertenencias que constituyen la identidad del creyente. La actitud opuesta es el desenganche, el desmarque.

Lejos de anular o minimizar otras pertenencias humanas legítimas y saludables, la adhesión a la Iglesia se articula con ellas y se convierte en factor que favorece la unidad interior del creyente.

Se trata de una pertenencia recíproca: nosotros pertenecemos a la Iglesia y ella nos pertenece. Hemos sido convocados por Jesús a prolongar su misión perteneciéndonos unos a otros.

La pertenencia a la Iglesia es un don; por tanto, el sentido de pertenencia ha de ser agradecido. No somos nosotros los que tomamos la iniciativa de elegir a la Iglesia; es Dios quien nos elige y llama a ella. Adherirse a la Iglesia no es, pues, primordialmente, prestarle un servicio o responder a una obligación. Es recibir el don de pertenecer a ella y de interiorizar la salvación de Dios a través de ella. En vez de preguntarnos acerca de las razones por las que no hemos abandonado a la Iglesia, deberíamos pensar en aquéllas por las que Dios no nos abandona y nos mantiene en su comunidad. «No permanezco en la Iglesia a pesar de ser cristiano. No me tengo por más cristiano que la Iglesia. Permanezco en la Iglesia porque soy cristiano» (H. Küng).

Este sentido de pertenencia crea empatía entre los miembros y la comunidad. En virtud de la empatía, entramos dentro de la piel de la Iglesia y asumimos como propia su historia, con sus páginas luminosas y sus pasajes oscuros, a la manera como los miembros de una familia humana asumimos su pasado como propio. En virtud de la empatía, nos sentimos también solidarios de las grandezas y miserias presentes de la comunidad cristiana. No se nos ocurre desmarcarnos de esta solidaridad y no sentirnos afectados ni aludidos por sus

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pecados y desaciertos. Se instaura una verdadera estima a la comunidad. Se valora mucho pertenecer a ella. •

El sentido de pertenencia ha de ser vivo en los tres niveles de la Iglesia. Existe una desproporción perceptible en la intensidad de este sentido según se trate de la pertenencia a la comunidad eucarística (más vivo), a la Iglesia local (mucho menos consciente) y a la Iglesia universal (más consciente).

El sentimiento de pertenencia se alimenta de experiencias reales y simbólicas de comunión. Nada favorece tanto el nacer y crecer de este sentimiento como el compartir la vida y los símbolos del grupo al que estamos vinculados. Como sucede con el espíritu de familia, el espíritu eclesial se fragua a medida que sus miembros vivimos juntos las vicisitudes de la vida común, y se consolida cuando celebramos juntos lo que estamos viviendo. Convivir, colaborar, concelebrar son tres verbos generadores de pertenencia sentida. Las celebraciones litúrgicas, los sínodos diocesanos, las asambleas parroquiales, las convivencias de responsables son creadores de este sentimiento.

1.2. El afecto •

La comunidad cristiana no es sólo objeto de nuestro conocimiento ni sede de nuestra afiliación. Es también destinataria de nuestro afecto. Querer a la Iglesia puede resultar difícil. Postular este afecto puede resultar molesto.

El afecto se engendra, sobre todo, en la experiencia de haber sido y de ser querido. Al evocarla emerge en nuestra memoria un nutrido grupo de testigos eclesiales con rostro concreto: padres, catequistas, educadores, monitores, presbíteros, comunidades... Tras todos ellos se nos revela discretamente el rostro de la Iglesia.

Podemos disentir de algunas de sus concretas orientaciones y contenidos; podemos criticar la validez para hoy de ciertos modelos y testigos; podemos reconocer que no todo lo que recibimos fue tan precioso como la fe y el amor. Pero no podemos ignorar el amor de estos creyentes en el cual se nos mostraba un «amor más grande»: el amor de la Iglesia y el amor del Señor.

El elemento contrario al afecto eclesial es la frialdad y la desafección. No podemos ocultar que muchas apreciaciones de creyentes relativas a la Iglesia nos apenan precisamente por la frialdad que delatan dentro incluso de su misma moderación y «objetividad». Pero, ¿se puede ser objetivo con un ser humano sin amarlo? ¿Puede un hijo de la Iglesia llegar a «objetivarla» de esta manera? ¿No hay una lucidez compatible con el amor?

1.3. La confianza •

Confiar en la Iglesia no significa entregar a nadie un «cheque en blanco». Las personas, los grupos, las instituciones pueden decepcionarnos. También la Iglesia. Dios es el único que no nos falla nunca.

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Precisamente porque confiamos absolutamente en Dios, confiamos (no con confianza igualmente absoluta) en la Iglesia. Porque Jesús ha empeñado su palabra de que no permitirá que la Iglesia claudique sustancialmente en lo fundamental, nosotros confiamos radicalmente en la Iglesia y preferimos sus garantías a nuestras propias seguridades.

La confianza nos induce a pensar bien de entrada y a no pensar mal hasta que los hechos nos lo hayan demostrado palmariamente. No neutraliza nuestra lucidez; únicamente la sitúa para que «no se pase de lista».

1.4. El compromiso con la comunidad cristiana •

Comprometerse es con-pro-meterse. Meterse es implicarse. Pro es hacerlo en favor de la comunidad. Con es realizarlo no en solitario, sino juntamente con otros.

Comprometerse con la Iglesia consiste en aceptar que ella es mediadora a la hora de regular nuestra fe (de esto hemos hablado).

Comprometerse con la Iglesia es celebrar con ella la fe. Las deficiencias reales de nuestras celebraciones no anulan ni el valor ni la necesidad de una verdadera vida celebrativa. Ella expresa incomparablemente que toda la vida es ofrenda a Dios. En ella, conscientes de que nuestra vida real es infiel y deficitaria en muchos aspectos, la abrimos al Señor y a su Espíritu para que la restauren y fortalezcan con su gracia. Ella posee, sobre todo en la Eucaristía, una eficacia sacramental que vigoriza nuestros vínculos comunitarios. Incluso el mero gesto social de encontrarse y compartir es un verdadero símbolo que, por serlo, refresca la solidaridad entre los participantes.

Comprometerse con la Iglesia es aceptar como norma del comportamiento propio la normativa vinculante de la Iglesia. Seguir a Jesús en la Iglesia entraña indispensablemente aceptar como norma del propio comportamiento la enseñanza y la conducta moral del Señor, tal cual son entendidas e interpretadas por la comunidad cristiana. Todo el organismo de la comunidad, habitado por el Espíritu de Jesús, tiene sensibilidad para sintonizar con los valores morales vividos y propugnados por el Señor e intuición para encarnarlos y retraducirlos en las condiciones concretas de su existencia. Este organismo cuenta con un órgano especializado, asistido de manera singular por el mismo y único Espíritu, para recoger, formular, estimular, completar, purificar y, en su caso, corregir aquella sensibilidad: los pastores de la comunidad. Al ejercer su magisterio le brindan el servicio de mantener íntegro el mensaje moral del Nuevo Testamento. La adhesión a este magisterio es, pues, elemento indispensable de la adhesión a la comunidad y, sobre todo, a su Señor. Una adhesión adulta se contrapone a la adhesión infantil y adolescente. La adhesión infantil, carente de una conciencia personal madura, permite −e incluso exige− al magisterio que le dicte unas normas morales netas y válidas para todos los casos concretos. La adhesión adolescente se ve tentada de oponerse sistemáticamente a las normas por recelo o espíritu de contradicción. 6


«En la adhesión adulta, en cambio, se interpenetran y combinan fidelidad y libertad. Ella recoge y hace suyos con fidelidad religiosa, motivada por la fe, los grandes valores morales contenidos en el magisterio de sus pastores: el respeto a la vida humana, la defensa de la dignidad de todo hombre, la exigencia de solidaridad, etc. Una conciencia cristiana adulta es consciente de que existen todavía zonas paganas en su sensibilidad moral, sometida a la influencia del ambiente, y se deja interpelar y educar por la palabra de sus pastores. Sabe que, en una época que no se caracteriza precisamente por la fidelidad a los principios, corre ella misma el riesgo de enredarse en mil pactos poco honorables consigo mismo y con el ambiente». Es consciente de esta proclividad por ejemplo en cuestiones graves y delicadas que convienen a la vida humana naciente y terminal. «Pero la adhesión adulta no se contenta con una sintonía en el plano de los valores. Acoge, también, con espíritu abierto las aplicaciones de tales valores que la doctrina moral de la Iglesia hace a los comportamientos concretos. Esta apertura entraña disposición de la mente para asumir aquellas aplicaciones como rectoras de nuestra conducta, y actitud de la voluntad para cumplirlas. Con todo, hay casos en los cuales la conciencia individual no alcanza, a pesar de sus esfuerzos, a percibir aquellas aplicaciones como vinculantes para su conducta actual y concreta. En tales situaciones, será «la conciencia −el núcleo más secreto... del hombre–, en el que éste se siente a solas con Dios» (Gaudium et spes, 16), quien en actitud sincera y fiel ante Él habrá de tomar una decisión responsable». (Carta Pastoral de los Obispos de Euskal Herria, 1983). •

Comprometerse con la Iglesia es implicarse en su misión evangelizadora y transformadora (el compromiso apostólico). Por el compromiso militante, el creyente se identifica no ya con las normas, sino con el proyecto mismo de la comunidad. Éste llega a formar parte de su propio proyecto. Fuimos, en su tiempo, buenos lanzadores al compromiso. Hoy nos toca, sobre todo, ser buenos acompañantes. Muchos cristianos comprometidos no acompañados, acabaron perdiendo su identidad cristiana. Bastantes, incluso su fe.

2.

Los motivos de la adhesión eclesial

La Iglesia no merece nuestra adhesión creyente porque sea una institución que pertenece a la herencia cultural que hemos recibido. Ni por la coherencia de su doctrina, ni por su solidez institucional, ni por su relieve social, ni siquiera por su calidad moral. Tampoco porque nos brinda identidad, seguridad o compañía en un mundo en el que nos sentimos desarraigados. Nos adherimos a la Iglesia porque, fiados de Dios, la reconocemos como espacio de salvación. Ella es el pueblo en el cual Dios sigue realizando su obra salvadora y por el cual sigue llamando a los pueblos a adherirse a su Hijo. Ella es el cuerpo en el cual Jesucristo se hace presente, visible y activo por la palabra y los sacramentos y por el cual sigue viva su influencia en la historia humana. Ella es la casa en la que el Espíritu habita

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y despierta continuamente impulsos renovadores, movimientos hacia la unidad y la reconciliación, sensibilidad para sintonizar con Dios y entrañas para comprometerse con los pobres. Nos adherimos a la Iglesia porque sólo en ella y por ella hemos nacido a la fe, y podemos ir madurándola y purificándola sin cesar. «En la vida y en la muerte, en esta Iglesia, mejor que en ningún otro sitio, podemos perseverar en Jesús, testigo fiel del Dios eterno» (K. Rahner).

3.

Las dificultades concretas para una adhesión eclesial a la comunidad y a sus pastores

3.1. La mediocridad general de las comunidades concretas Ha sido recogida y subrayada por muchos analistas eclesiales. Las comunidades ofrecerían un tono gris. No existiría gran diferencia mental y moral entre el conjunto de creyentes y el conjunto de indiferentes. Hay parte de verdad en esta valoración. Pero hay muchas personas y grupos en los que el Evangelio y el Espíritu han dejado su huella clara. E incluso la colectividad eclesial ofrece algunos elementos diferenciales: la preocupación por la paz y por los medios humanos de irla logrando, la generosidad con el Tercer Mundo, quizás la misma honestidad media, me parecen superiores. Está también el signo personal y público de su fidelidad en tiempos de intemperie. La participación en la Eucaristía dominical es un signo mayor. Los países más laicistas de Europa empiezan a reconocer el valor de la Religión como riqueza de la sociedad. El Parlamento de Estrasburgo aconseja una presentación más amplia de la Religión como bien moral para la sociedad. 3.2. La desvalorización de la Religión y de la Iglesia Es evidente el bajón de crédito moral y en la consideración social de la comunidad cristiana, en los MCS, en el ambiente. Esta es una lluvia ácida que refluye sobre la misma moral de los cristianos. Tenemos el riesgo de que la valorización de la Iglesia baje enteros también entre los cristianos vinculados efectivamente a la comunidad cristiana. 3.3. La escasa experiencia, en muchos bautizados, de relación real con la Iglesia real, con la parroquia real, con la Diócesis real. Muchos tienen una apreciación «de oídas» de la Iglesia. Hablan «de memoria». Naturalmente, nuestras deficiencias reales contribuyen en parte a esta apreciación. Pero existen estereotipos tenaces muy enraizados y negativos respecto de ella. Los MCS recogen, amplifican y arraigan estos estereotipos. Nunca ha costado menos «poner verde» a la Iglesia; lo vemos incluso en MCS de nuestro país. 3.4. La historia real y secular de una Iglesia que, habiendo estado durante siglos a la cabeza de la humanización de la sociedad, adoptó, a partir de una época, por parte de pastores y fieles, cierta actitud defensiva y recelosa ante las libertades, los

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derechos humanos, el progreso científico. Esta percepción de la Iglesia perdura. El Vaticano II supuso un debilitamiento de esta percepción negativa. 3.5. La realidad presente en la que, al ser una Iglesia debilitada en una sociedad y cultura poderosa, muchos cristianos tenemos el riesgo de descafeinar valores cristianos importantes como decadentes o caducos. Por otro lado, no es del todo inexistente en los mismos pastores una involución provocada no tanto por la ambición de mantener privilegios, cuanto por un miedo a la desnaturalización del mensaje cristiano en estas circunstancias. Este miedo está produciendo en estos momentos reflejos suspicaces ante el pensamiento teológico, ante publicaciones catequéticas, ante iniciativas de cuño católico. Es un esfuerzo poco prometedor de «poner puertas al campo». 3.6. Los escándalos de personas representativas Iglesia La pederastia extendida en Norteamérica y Australia, por ejemplo. Otros escándalos son de omisión: insuficiente sensibilidad práctica de pastores y fieles (a pesar de una Doctrina Social excelente) ante problemas económicos y sociales de envergadura que implican conductas éticas reprobables. En nuestro caso, singularmente en los últimos años, algunas posiciones episcopales ante libres opciones políticas de los ciudadanos, han creado perplejidad, indignación y reflejos agresivo-defensivos frente a estas intromisiones. 3.7. La dificultad cada vez mayor de los laicos para compromisos eclesiales sostenidos que no sean meramente puntuales. 3.8. La baja moral colectiva y una cierta anemia espiritual nacida de un déficit de sintonía con la Palabra de Dios y la oración.

CONCLUSIÓN Conocer a la Iglesia •

Entre la lectura «materialista» y «espiritualista», es necesaria una lectura espiritual de la Iglesia que no omite los datos sociológicos, históricos, experienciales, pero descubre y valora «la tercera dimensión de la Iglesia». Hay dos Cartas Pastorales colectivas de los Obispos de Euskal Herria sobre la Iglesia que no han perdido actualidad. Son más necesarias que cuando fueron publicadas. Están recogidas en un pequeño libro de «Idatz» (La Iglesia, comunidad evangelizadora, 1989).

Conocer la andadura histórica actual de la Iglesia. Tenemos el riesgo de quedarnos en noticias que nos desconciertan. Necesitamos tener una visión más completa de lo que la Iglesia hace, busca, dice... en estos momentos aquí y en el ancho mundo. La Iglesia genera muchas buenas realidades que no se convierten en

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noticia mediática. Tanto en el área sociocaritativa como en el mundo de las misiones o en obras sociales en el Tercer Mundo. Incluso en sus centros de enseñanza. Florecen grandes realidades como la lectura creyente y orante de la Palabra de Dios, realizada en grupos muy numerosos. •

Es bueno y necesario conocer mucho mejor la rica teología de la Iglesia local y la vida real de nuestra Iglesia local.

Es asimismo vital que algunos superemos ciertas reticencias para sentirnos miembros de la Iglesia Universal. Ella es nuestro huerto familiar; la Iglesia local es nuestra casa; la comunidad eucarística, nuestra habitación.

Adiskide maiteok: pastoral-urte honen hasieran gure aurtengo egitarauaren eskabideari erantzuten saiatzen gara gaur goizean gure Eliza etxekotzat hartzeko bidean. Hau lehen pausotxoa bakarrik da. Baina eredu on bat da Elizbarrutiko beste talde askorentzat. Jarrai dezagun bide honetan. Arloa saila da eta guztiok ditugu gure akatsak eta erreserbak gai honen aurrean. Bihotzberritze bat beharrezkoa dugu. Begiak zuhur eta bihotza zabal. Hauxe da Espiritu Santuari eskatzen diodana niretzat eta zuentzat.

† Joan Maria Uriarte Donostiako Gotzaina

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