“ASPERGER: MI VIDA, MI VISIÓN” de Ramon Cererols

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Asperger: mi Vida, mi Visión Diversidad y Unidad Ramon Cererols (correo: rcererols@gmail.com, web: http://pairal.net/) IV Jornada Síndrome de Asperger, organizada por ASPALI (Asociación Asperger Alicante) el sábado 5 de octubre de 2013, en el Paraninfo de la Universidad de Alicante. Nota: El texto en color azul dentro de un recuadro corresponde a fragmentos complementarios que no se incluyeron en la exposición oral para ajustarla al tiempo programado.

Introducción

La Asociación Asperger Alicante me ha ofrecido la oportunidad de describirles mi vivencia como persona con Asperger. Lo haré dividiendo mi vida en dos partes: la primera, a la que llamo “el punto de partida”, que comprende mis primeros años hasta el final de la etapa escolar, y la segunda, que titulo la “evolución posterior”, correspondiente al casi medio siglo posterior, hasta el momento actual. Me ha parecido que también podría resultar de interés añadir una tercera parte en la que comente mi visión personal del Asperger, surgida del intento de averiguar la esencia de aquello que me hace diferente a las otras personas, y de su análisis en relación a los conocimientos actuales en diversas áreas. Sea o no acertada, espero que pueda ayudar a entender una manera de pensar y de ser distinta.

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Evolución y revolución

Cuando contemplamos la historia de la humanidad vemos que su progreso es una sucesión de largos períodos de aparente estabilidad o muy lenta evolución, jalonados por bruscas transformaciones en las que de repente estallan las tensiones que imperceptiblemente se habían ido acumulando. Son las revoluciones y las crisis que hacen desaparecer imperios, estados, o sistemas políticos, para crear otros nuevos. Pero sobre todo son las revoluciones y las crisis que cambian los paradigmas establecidos: la manera colectiva de entender el mundo y la sociedad. Algo parecido sucede en invierno en las pendientes montañosas, en las que la nieve va acumulándose copo a copo durante semanas, hasta que súbitamente un día alguna circunstancia accidental desencadena un alud. Aunque es ésta la que lo ha ocasionado, el alud no hubiera podido producirse sin la lenta y callada acumulación de nieve que lo ha precedido. Como en la sociedad o en las cumbres nevadas, también en nuestras pequeñas historias personales se dan largos períodos en los que nada parece que cambie (lo que en ciertas situaciones nos ocasiona desasosiego o desesperanza), pero imperceptiblemente los copos se van acumulando, a la espera de que algún suceso desencadene el alud que inicie una nueva era. En mi vida ha habido varios de estos sucesos. Todos me han cambiado de alguna manera con mayor o menor intensidad, pero uno de ellos, el más reciente, ha cambiado también radicalmente la imagen que tenía de mí mismo: me ha permitido conocerme y comprenderme. Y como decía Thomas Mann: “Nadie continúa siendo el que era cuando se conoce a sí mismo”. Aquel suceso se produjo un día de febrero del año 2009… pero será mejor que empiece por el principio.

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Mi vida: el punto de partida El confuso despertar

Durante la mayor parte de mi vida había ignorado —consciente o inconscientemente— mis primeros años. Evitaba volver, ya fuera mental o físicamente, a los escenarios de mi infancia y adolescencia. A fuerza de no recordarlos, algunos de ellos se han perdido para siempre (aunque se introduzcan sigilosamente en mis pesadillas). En los últimos tiempos he sentido el deseo de conocerme y comprender las razones que configuran mi manera de ser. Para ello he intentado acercarme al niño desorientado y miedoso que fui para reconciliarme con él tras tantos años de haberlo negado. Si siempre fue incomprendido por los demás, al menos yo debía tratar de comprenderlo ahora. Retrocedí hasta aquellos momentos en los que el niño empieza a enfrentarse con su entorno, e inicia un proceso de interpretación del mismo. A medida que recuperaba el recuerdo de las situaciones vividas, volvía a sentir lo que entonces experimentaba aquel niño, sus sensaciones, su visión del mundo que le rodeaba. El mundo era para él un gran escenario repleto de infinitos detalles con los que se veía obligado a interactuar. Pronto intuyó que estos detalles solían agruparse en conjuntos con funcionamientos específicos: los distintos objetos. Pero fue dándose cuenta que entre estos objetos los había de dos tipos. Los del primer tipo seguían siempre unas reglas determinadas y, por tanto, predecibles. Constituían una parte del mundo ordenada, metódica. Por ello sus detalles le atraían, como el patrón que se repetía continuamente en el papel de la pared del cuarto de juego, o la grieta que se bifurcaba en el suelo del balcón, o los caminos que formaban cada una de las vetas de la madera de la mesa, o el perfil del número 3 en rojo en el calendario, con sus fascinantes remates redondos, o… un millón de cosas.

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No sucedía así con los objetos del segundo tipo, que presentaban un comportamiento aleatorio, desordenado, caótico, es decir, impredecible. La falta de reglas significaba la falta de interés. Su constancia en la imagen recordada se reduce a unas manchas borrosas, de las que solo se siente su presencia porque interfieren con los restantes objetos y con el niño, alterando su orden. Como supongo ya habrán deducido, los objetos del segundo tipo eran las personas. Entre ellas las más problemáticas, por ser las más incomprensibles, eran los otros niños. No interpretaba sus juegos, sus códigos de comportamiento, su manera de hablar, sus expresiones que no tenían un contenido lógico ni aparentemente funcional, como si siguieran unas reglas secretas que a mí me estaban vetadas. Es más, en muchas ocasiones sus afirmaciones ni tan siquiera se ajustaban a la realidad. ¿Qué sentido podía tener eso? Tampoco me ayudaba mi inhabilidad para los deportes y la actividad motriz en general. Temía abandonar una posición fija y estable, como cuando en la clase de gimnasia debía dar volteretas. Me horrorizaba el plinto, aquel maldito instrumento de madera de varios pisos, como ataúdes puestos uno sobre otro, al que había que llegar corriendo, saltar y dar la vuelta encima. Nunca fui capaz de hacerlo. Me ponía en la fila, mirando como los de delante mío lo hacían fácil y alegremente, y viendo con horror cómo se acercaba mi momento. Entonces, ante las miradas de todos, que ya sabían lo que iba a suceder, intentaba una torpe carrera, y al llegar al instrumento de tortura daba un enclenque y desesperanzado salto que como mucho me permitía llegar a tocar el aparato con el cabeza, pero nada más. A partir de este momento para mí todo era confuso: a veces el profesor me reñía, me instaba a repetirlo con más fuerza; algunas veces me cogía por las piernas para darme la vuelta, con lo que yo perdía el mundo de vista y caía por uno u otro lado; y en otras ocasiones —misericordioso—me dejaba volver a mi lugar, mientras los compañeros disfrutaban del espectáculo. En el aspecto sensorial, aparte de la repulsión que me causan determinadas texturas, mi principal problema son los ruidos intensos repentinos: las explosiones, los disparos, los petardos, los truenos. En aquella época, durante las semanas anteriores a la verbena de San Juan, eran frecuentes en las calles los grupos de niños lanzando petardos. Me bastaba ver a lo lejos dos o tres niños —que quizás sólo jugaban a pelota— para que yo acelerara el paso en dirección contraria. Aun ahora, en noche de verbena o cuando hay tormenta eléctrica, me encierro en casa con las ventanas cerradas.

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Ignorancia emocional

Aquel niño no podía imaginar que la actuación de las personas estuviera motivada por una mente interior con intenciones, emociones, creencias, deseos, objetivos, afectos, odios, historias personales, etc. Pero es que en realidad no sólo no lo imaginaba en las otras personas sino que ni tan siquiera lo sentía en sí mismo. El comportamiento de este niño (o quizás fuera más correcto decir su funcionamiento) era una respuesta lógica a su percepción del entorno, respuesta sólo alterada por las dos únicas emociones que sentía: el bienestar y el malestar. En realidad sentía las distintas emociones, pero no las distinguía. Es lo que se conoce como alexitimia. El bienestar era una sensación débil, que generalmente le influía poco. El malestar, cuando se producía, era una emoción intensa, pero confusa. No tenía matices, y a menudo ni siquiera sabía su origen. Para él no existían la ira, la tristeza, la soledad, el odio, la envidia, la hostilidad, la rabia, la vergüenza, la culpa, la frustración, el fastidio, el enfado, el desprecio, el rechazo, la incomodidad, la desconfianza, la pena, etc. Únicamente aquel malestar sin nombre. No he incluido en esta relación dos emociones básicas: el miedo y la ansiedad. La razón es la siguiente: El niño se daba cuenta que había multitud de sucesos que le causaban malestar —la mayoría de los cuales eran normales para los demás—, pero que era incapaz de predecirlos, ya que dependían de otras personas cuyo comportamiento —para él— era imprevisible. Sabía que cualquier situación —especialmente si se alejaba de la rutina conocida— constituía un riesgo, y ello le provocaba la primera emoción identificable: el miedo. Aquel frecuente —y en ciertos períodos constante— estado de agitación e inquietud provocó la segunda: la ansiedad. Ambas —miedo y ansiedad— fueron las dos primeras emociones en que se dividió su malestar, dos emociones que le acompañarían ya el resto de su vida.

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Curiosamente, creo que mi primer aprendizaje emocional lo hice más tarde con la lectura de una colección de narraciones de fragmentos de la realidad cotidiana, que además me servían para aprender a leer y escribir en catalán en una época en que este idioma estaba prohibido en la escuela y en la vida pública. Eran las PÀGINES VISCUDES [Páginas Vividas] de Josep Maria Folch i Torres, novelista, narrador y autor teatral fallecido un año antes que yo naciera. Las historias tenían una gran dosis de sentimentalismo —que algunos intelectuales consideraron excesivo— que era descrito con detalle, y que a mí me permitió empezar a vislumbrar lo que sucedía en el interior de otras personas.

Falta de empatía

Este es uno de aquellos apartados que más me cuesta contar con toda sinceridad, pues sé que si no es escuchado con una mente muy abierta y comprensiva puede provocar un fuerte rechazo. Por ello lo expondré brevemente. La empatía es la sintonía emocional, pero ¿cómo puede una persona que no conoce sus propias emociones entender las de las demás? Y si no las entiende, ¿cómo puede sentir una sintonía emocional con ellas? Aquel niño no percibía el afecto y el amor que las personas cercanas pudieran sentir por él. Simplemente observaba que le trataban de una manera razonable y justa, y él encontraba lógico responder del mismo modo. Pero aquella respuesta no era afecto ni amor, ni se debía a ninguna sintonía emocional. Eso sí, ayudaba a sus compañeros si tenían dificultades, hacía lo posible por evitar cualquier daño que pudieran sufrir los demás, deseaba que nadie padeciera ningún mal… porque era lo justo y razonable, pero no podía sentir dolor por el dolor ajeno.

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Déficit comunicativo

Otro problema de aquel niño eran sus déficits de comunicación. O más bien déjenme expresarlo de otra manera: otro problema de aquel niño era que su sistema comunicativo era distinto del que corrientemente usan los neurotípicos. Hace ya tiempo que los ordenadores dejaron de ser aquellos grandes armarios llenos de circuitos con válvulas electrónicas que sólo algunas grandes empresas poseían, y que eran controlados por personal altamente especializado. Ahora casi todo el mundo maneja algún tipo de portátil, tablet, smartphone, u otro dispositivo similar. Los más jóvenes no suelen tener problemas para trabajar con ellos. Han nacido inmersos en este mundo, y saben manejarlos por simple intuición. Sucede como con los idiomas: si un niño nace en una familia en que el padre habla un idioma, la madre otro, y en el colegio o el entorno se usa un tercero, el niño aprenderá los tres sin ninguna dificultad. (En cambio, todos sabemos lo que nos cuesta más tarde aprender tan sólo uno). Pues bien, a veces alguna de las personas que nos hemos introducido en la informática de mayores, se queja afirmando: “El ordenador no hace lo que digo”. En realidad debería decir “El ordenador no hace lo que quiero”, porque en realidad lo que dice no es realmente lo que quiere. El lenguaje natural está lleno de sobreentendidos, de expresiones figuradas, de dobles sentidos, de ambigüedades, y parte de la base de que quien habla y quien escucha comparten unos conocimientos previos y unas experiencias comunes. No sucede así con los ordenadores. El ordenador ejecuta al pie de la letra las instrucciones que se le dan, y éstas deben ser expresadas de manera inequívoca, y con toda la información necesaria. Nada puede darse por supuesto. Las personas con Asperger, por lo menos hasta haber adquirido bastantes años de experiencia en este planeta de neurotípicos, nos parecemos en este sentido a los Asperger: mi Vida, mi Visión

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ordenadores. Necesitamos un lenguaje formal, explícito, concreto. Por esta razón solemos entendernos bien con estos artilugios, y hay tantas personas con Asperger en el mundo de la informática. Incluso hay una multinacional de servicios profesionales informáticos —recientemente instalada también en España— cuyos consultores son todos personas con un diagnóstico de Trastorno del Espectro Autista o similar, pues consideran que estas personas tienen unas habilidades especialmente indicadas para este tipo de trabajos. Pero es que además el lenguaje verbal es solo una parte —y a veces la menos importante— de la comunicación humana. A menudo lo que uno expresa con palabras queda contradicho por lo que expresa gestualmente, con la expresión corporal y facial, con la mirada, con el tono de voz. La interpretación de estos signos no verbales requiere la atención simultánea a distintos canales de comunicación. A aquel niño —y también todavía a la persona que soy ahora— ello le resultaba difícil. Si intento concentrarme en uno de los canales, pierdo el hilo de los otros. Así que me centro en el que me resulta más fácil: el contenido de las palabras. Uno de estos canales me resulta especialmente difícil: el de la mirada. Mirarse a los ojos entre dos personas que se comunican es lo más habitual. Al parecer, la mirada revela informaciones que no se transmiten por otros medios. Y digo “al parecer”, porque yo no miro casi nunca a los ojos, y aunque lo hiciera no acierto a descifrar en ellos ningún significado. Además, me cuesta un esfuerzo que me desconcentra. Algunas veces me he esforzado en mirar a los ojos a mi interlocutor, y al cabo de un rato me doy cuenta que no he podido seguir nada de lo que me estaban diciendo. Pero no es sólo este problema de distracción, sino que mirar a los ojos generalmente me causa cierta molestia o inquietud. Como que no mirar a los ojos de la persona con la que se está hablando suele causar mala impresión, ya hace tiempo que aprendí maneras de disimularlo, como mirar a una zona cercana, o hacer alguna mirada rápida y apartarla, o incluso mirar en dirección a los ojos, pero desenfocando la visión.

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Carencia de amigos

En la escuela yo era el niño solitario. Durante el recreo me sentía incómodo y fuera de lugar; me quedaba en un rincón del patio mientras los demás jugaban y corrían. Temía que alguno de ellos en sus carreras desbocadas chocara conmigo, o que me golpeara una pelota mal dirigida. Esperaba así que llegara la hora de regresar a clase, donde por lo menos había unas reglas de funcionamiento y se mantenía un orden. Mi relación con los demás se limitaba al mínimo imprescindible. No tuve nunca ningún amigo. De hecho, de amigo en el sentido propio de la palabra no he tenido nunca ninguno, ni entonces en la escuela, ni después en la universidad, ni en las dos empresas en las que he trabajado, y aún menos fuera de los lugares que obligan a una convivencia habitual con otras personas. En el segundo trabajo hubo algunos compañeros con los que sintonizaba más (aunque generalmente la sintonía era sólo debida al hecho de compartir la afición u obsesión por la informática; la mayoría de las conversaciones trataban de este tema, y el contacto rara vez traspasaba la puerta de la empresa). Al final de mi vida laboral, tras descubrir el Asperger, tuve con tres o cuatro de ellos conversaciones que por primera vez en mi vida tocaban temas más personales, pero sólo con dos de ellos he mantenido un contacto posterior esporádico.

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Prosopagnosia

Una dificultad que continúo compartiendo con aquel niño, y que incluso me ha causado muchos más problemas en mis últimos 20 años que en los anteriores (no porque se haya agravado, sino por la repercusión que ha tenido) es el de la prosopagnosia, es decir, mi dificultad para recordar y reconocer las caras de las personas. La prosopagnosia se da en muy diversos grados, desde personas que sólo presentan ligeras dificultades hasta otras que no son capaces de reconocer ni a sus familiares cercanos ni a ellas mismas en un espejo. Es frecuente que las personas con prosopagnosia no extrema pasen muchos años sin tomar plena conciencia de esta anomalía. (Por ejemplo, yo conocía mis dificultades, pero no supe que constituían una anomalía cognitiva específica hasta hace unos diez años). Mi caso es un caso medio. Puedo identificar a las personas con las que tengo una relación habitual, siempre que esta interacción me provoque alguna sensación o sentimiento específico hacia ellos. Y es que lo que me permite identificarlos no es su cara, sino la sensación que experimento al encontrarlos. La cara, en cambio, no la recuerdo. Por ejemplo, si en el trabajo alguien me hubiera preguntado qué aspecto tenía mi jefe o un colaborador directo, incluso poco después de haber estado con ellos, no hubiera sabido decirlo. Por cierto, que este doble circuito de reconocimiento —visual y emocional— existe en la mayoría de las personas. Así, de la misma manera que en la prosopagnosia no funciona el circuito visual, existe el fenómeno contrario, conocido como el síndrome de Capgras, en el que el circuito visual funciona correctamente y lo que falla es el emocional. Las personas que lo padecen pueden reconocer la cara de un conocido y sin embargo pensar que es un impostor que se hace pasar por él. Pero este sistema de reconocimiento emocional es muy limitado. Si la interacción no alcanza cierto umbral (lo que ya tiene una dificultad adicional

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en un TEA) no se genera ninguna emoción, o al menos no con la suficiente intensidad como para recordarla. En ciertos casos las emociones pueden ser muy similares y se hacen difíciles de distinguir. Además, el reconocimiento emocional requiere una reactivación continua. Si dejo de ver a una persona durante algún tiempo, dejo de reconocerla. Otra consecuencia es mi dificultad para seguir algunos films y series de televisión cuando los personajes no están claramente definidos o no puedo deducirlos por el contexto (como en el caso de tramas complejas). En alguna ocasión no he comprendido por qué razón un personaje cambiaba radicalmente su comportamiento a mitad de la película, hasta que más tarde me he dado cuenta que eran dos personajes distintos. En los últimos años de mi fase laboral debía tener contacto con muchas personas, a la mayoría de las cuales sólo veía ocasionalmente, de modo que aquella relación profesional solo me generaba una sensación genérica, muy similar en todos ellos, lo que me impedía distinguirles. Esconder esta dificultad era difícil, y ocasionaba a veces situaciones complicadas o embarazosas.

Identidades y grupos

La facultad del reconocimiento de caras forma parte de otra más amplia que es la de crear y mantener, para cada persona con la que se tiene cierta relación, una identidad que tiene asociada datos como su historia personal, la historia de nuestros contactos con ella, su manera de ser, sus aficiones y gustos, sus opiniones, sus preocupaciones, sus relaciones con otras personas, qué cosas conoce de nosotros y de los demás, etc. Esta información se adquiere y se recupera de manera intuitiva, sin un esfuerzo voluntario, de manera que cuando alguien está en una reunión social va absorbiendo continuamente nuevas informaciones de las distintas personas, al tiempo que es capaz de tener en mente las circunstancias personales de cada una. Sólo así es posible mantener una conversación ágil.

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Como en el caso del reconocimiento de caras, estas habilidades son tan comunes que no son debidamente apreciadas. Nos parecen normales. Por ejemplo, si estamos con María, Rosa, Juan y Carlos, y durante la conversación María nos pregunta sobre una discusión que al parecer habrían tenido Pedro y Luisa (no presentes en la conversación), antes de responder —para evitar cualquier tipo de conflicto— debemos tener en cuenta no sólo las circunstancias personales de cada uno de los 6 implicados (los 4 presentes y los 2 ausentes), sino también las relaciones entre ellos (aquello que cada uno conoce y opina de los demás). Todo ello implica recordar, seleccionar, analizar, e interrelacionar una gran cantidad de información. En buena lógica, se debería requerir un cierto tiempo para este proceso. No obstante, lo más probable es que una o más personas del grupo respondan inmediatamente, a veces incluso antes de que María termine de expresar su pregunta. Esta rapidez es posible, como en el caso del reconocimiento de caras, gracias a módulos cerebrales que han evolucionado específicamente por las necesidades de una especie social como la humana. Aquí me sucede como con la prosopagnosia. Me faltan en buena parte estas funciones intuitivas, y debo suplirlas con otros métodos, que resultan menos eficaces. En el caso de la identidad personal, debo hacer un esfuerzo voluntario para recordar las circunstancias de alguien, como si se tratara de aprender de memoria la tabla periódica de los elementos con sus propiedades, las combinaciones que tienen lugar entre ellos, y la historia de su descubrimiento y utilización (lo cual, por cierto, debería ser mucho más fácil, puesto que hay menos elementos químicos que personas con las que tenemos o hemos tenido contacto). Incluso con este esfuerzo, si el contacto no es frecuente, no puedo evitar que los datos se vayan perdiendo progresivamente, y con ellos mi recuerdo de su identidad personal. Así por ejemplo, no recuerdo prácticamente ninguno de mis compañeros de colegio (con una excepción, por circunstancias especiales), tampoco ninguno de mi época universitaria, ni ningún profesor. En el caso de las conversaciones en grupo, al tener que substituir el proceso intuitivo por otro explícito (racional, secuencial), necesariamente más lento, me impide intervenir con la agilidad necesaria. Cuando he pensado la respuesta adecuada, ya otros lo han hecho.

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El problema es tanto mayor cuantas más personas intervienen, pues mayor es el número de modelos mentales e interrelaciones que tengo que mantener. Si solo hay un interlocutor, la dificultad prácticamente desaparece. Este problema tampoco se presenta cuando la conversación gira alrededor de temas no sociales, pues entonces estoy en igualdad de condiciones con el resto de interlocutores. Además, cuando se dan conversaciones cruzadas o en ambientes ruidosos (por ejemplo, cuando se reúne un grupo numeroso en la mesa de un restaurante y se forman diversas conversaciones simultáneas), mi capacidad de distinguir las palabras de los que se dirigen a mí de las otras y del ruido de fondo es bastante menor que el normal. Al parecer, según algunos estudios, las personas con Asperger en promedio requerimos unos umbrales entre la palabra y el ruido entre 2 y 3,5 dB mayores.

¿Qué es lo normal?

Quisiera concluir esta parte de mi charla con una reflexión sobre el concepto de la normalidad, algo que nos preocupa a los que “no somos normales”. Un concepto que unas veces no termina de ser comprendido, y otras es utilizado para ignorar o rechazar aquello que está fuera de la norma. Estos dos puntos son los que me propongo comentar. Empezaré, pues, por la comprensión del concepto. ¿Qué es lo normal? Todos los seres vivos —las plantas, los hongos, las bacterias, y los animales entre los que nos contamos— para sobrevivir necesitan (necesitamos) adaptarnos a nuestro entorno. El ser que no consigue adaptarse no sobrevive, por ello la necesidad de adaptación está grabada en nuestro instinto de supervivencia. Distintos tipos de seres utilizan diferentes métodos para conseguir este propósito. Algunos de ellos (los animales) estamos dotados de un sistema nervioso central con un

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cerebro que nos permite analizar los estímulos que recibimos del exterior, y elaborar las estrategias necesarias para la supervivencia. Pero estas estrategias deben ser siempre planteadas sobre la base de las condiciones de todo tipo que se dan en nuestro entorno, aquellas a las que debemos adaptarnos. Cualquier decisión exige considerar que lo que nos rodea, lo que experimentamos, es lo normal. Así para un pájaro lo normal es volar, y un pájaro que pierde esta facultad probablemente no sobreviva, pero para los animales terrestres no disponer de alas no es ningún problema: para nosotros es normal no volar. Por ello nos resulta difícil generalmente captar lo rara y sorprendente —e incluso algunas veces maravillosa— que es en el fondo esta “normalidad” que tenemos a nuestro alrededor y no sabemos apreciar. Artistas, científicos y filósofos parecen tener tareas muy distintas. Sin embargo, todos ellos comparten una misión común: hacernos ver cuán extraño es aquello que nos parece normal. Los artistas nos muestran la belleza, el misterio, la grandeza y la miseria que se esconden en nuestra vida cotidiana. Los científicos penetran la realidad que nos rodea para que veamos que no se parece en nada a lo que percibimos con nuestros sentidos, y nos descubren mundos insospechados. Los filósofos, con las cuestiones que nos plantean, nos hacen dudar de nuestras creencias sobre la naturaleza del mundo y de nosotros mismos. Por ejemplo, la capacidad de reconocer las caras de las personas se considera algo normal, y la prosopagnosia, por tanto, un trastorno. Pero si lo analizamos objetivamente veremos que lo extraordinario es justamente lo primero. La capacidad de reconocimiento facial es algo que solo ha podido ser esculpido evolutivamente en el cerebro humano porque resultaba (y resulta) enormemente beneficioso dado nuestro tipo de vida social. Para verlo con más claridad, les propongo comparar dos situaciones. Primera: Alguien de ustedes viaja a otro país y allí de repente, en una plaza, se encuentra con un antiguo compañero de estudios a quien hacía muchos años que no veía. Segunda: Alguien de ustedes viaja a otro país y allí de repente, en una plaza, se encuentra con una piedra que hasta hace pocos días estaba al borde del camino que cada día recorre usted para ir al trabajo. Supongo que la mayoría de ustedes encontrará natural reconocer al antiguo compañero y absurdo reconocer la piedra. Sin embargo, consideremos fríamente las circunstancias que favorecen uno u otro reconocimiento:

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Características distintivas: Todas las caras tienen una estructura básica similar (dos ojos en posición simétrica encima de una nariz, a su vez sobre una boca. En cambio las piedras pueden tener formas, tamaños y texturas muy diversas, por lo tanto deberían ser más fácilmente distinguibles. Variación temporal: Las caras varían con el tiempo. Desde la última vez que vieron a aquel compañero puede haber cambiado bastante, en cambio las piedras se mantienen en general inalterables. También por ello deberían poder distinguirse con mayor facilidad. Recuerdo más cercano: Al compañero hace años que no lo habían visto, mientras que la piedra la estaban viendo recientemente cada día. Otro motivo más para recordarla mejor. En suma, lo auténticamente normal, en el sentido de lógico y razonable, sería que las piedras fueran más fácilmente reconocibles que las caras. Otra consecuencia de este instinto de supervivencia es el rechazo a todo lo que se aparta de nuestra normalidad (como otras culturas u otras ideas religiosas o políticas), y en muchas ocasiones sin ninguna razón para ello. Es por ejemplo lo que les ha ocurrido —sobre todo en tiempos pasados— a muchos zurdos. Hubo una etapa en la que ser zurdo era mal visto, y los familiares y educadores les obligaban a usar la mano derecha (a veces atándoles el brazo izquierdo a la espalda, o con otros métodos). Estas personas tuvieron que acostumbrarse a trabajar con la mano que les era menos adecuada. En este sentido resulta muy indicativo observar las estadísticas de personas zurdas distribuidas por edades. Según estas estadísticas, el porcentaje es bastante mayor en los jóvenes, y va disminuyendo a medida que aumenta la edad del encuestado (13% a los 20 años, 5% a los 50 años, y menos del 1% a los 80 años). ¿Qué quiere decir esto? ¿Que cada vez nacen más personas zurdas? No. Lo que quiere decir es que las personas que fueron (abro comillas) educadas (cierro comillas) en aquellas épocas, tuvieron que adaptarse forzosamente —con mayor o menor éxito— a algo que no era natural en ellos, simplemente porque no era (vuelvo a abrir comillas) normal (cierro comillas).

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Mi vida: evolución posterior

Hasta ahora he descrito lo que llamo el punto de partida. Pero como comentaba en la introducción, la vida es un cambio constante: pausado durante largos períodos, y explosivo en ciertos momentos. Este cambio es el que describiré en esta segunda parte. He ilustrado la primera con fotografías de mi infancia. Para esta segunda utilizaré unas imágenes que creé durante los tres años previos a mi descubrimiento del Asperger, cuando, según dice el Dr. Josep Artigas en su prólogo a mi libro: “antes de conocer el Asperger, ya lo dibujaba”. Antes he dicho que la vida es adaptación, y por tanto, cambio. El cambio es intrínseco a todos los sistemas vivos. Sin cambio no hay vida. Un filósofo griego (Heráclito de Éfeso) lo expresaba diciendo que "un hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río", porque el río no es nunca el mismo. El agua siempre es distinta, pero también la persona en cada momento es diferente. Ya desde el punto de vista puramente de los materiales con los que estamos formados, existe un intercambio entre el nuestro cuerpo y el exterior (alimentación, respiración, metabolismo) que genera una sustitución constante. Se calcula que cada año renovamos el 98% de todos los átomos del cuerpo, en tan sólo seis semanas hemos cambiado toda la piel, en dos meses el hígado, y en una semana el recubrimiento interior del estómago. No sólo esto, sino que la propia estructura que adoptan estos materiales cambia en respuesta a nuestras interacciones con el exterior y a la evolución vital. Pero este intercambio con el exterior se produce también en lo que consideramos la identidad personal. Nuestros esquemas mentales cambian constantemente: las experiencias, los recuerdos, los aprendizajes, las

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relaciones, las creencias, los objetivos… Todo ello nos va haciendo diferentes a cada momento que pasa.

Salida al exterior La etapa escolar, hasta los 15 o 16 años siempre en el mismo colegio, se me aparece ahora como una etapa monolítica, que transcurre sin cambios apreciables. Todo queda bajo el control de una rutina rigurosamente ordenada desde el exterior. Y la rutina se le daba bien a aquel niño, que con lápiz y papel, o con un meccano, podía pasar tranquilo largos ratos, ignorando el mundo exterior. Pero llega el fin del colegio, y con ello la ruptura de aquella rutina, la necesidad de adoptar las primeras decisiones, el pase a la universidad con su ambiente tan distinto del que había vivido hasta entonces y con los tumultos estudiantiles de aquellos tiempos, la simultaneidad con un primer trabajo, y todo en medio de la siempre tempestuosa etapa adolescente, con sus cambios físicos y psíquicos, y sus dudas e inquietudes personales. En la universidad no establecí prácticamente ningún contacto. Al principio simplemente asistía a las clases manteniéndome al margen de todos, pero pronto fui viendo que —por mi especial forma de aprender— me resultaba más práctico estudiar por mi cuenta y evitar cuantas clases pudiera. Recuerdo que en cierta ocasión el catedrático de Estadística pidió a mis compañeros que, si alguien me veía, me dijeran que fuera a verle, pues “quería conocer al alumno que obtenía las mejores puntuaciones”. Tras la universidad me incorporé a una empresa del ámbito portuario de Barcelona. Por no entrar en detalles, solo diré que era el ambiente laboral menos adecuado para una persona con Asperger. Si la etapa escolar se me figura como una frágil nave que se deja llevar, arrastrada por un remolcador en las tranquilas aguas del puerto, esta etapa posterior —de unos 10 años— representa el abandono de esta nave en mar abierto en medio del temporal. Solo dependía del azar que la nave no terminara hundiéndose.

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Primeras crisis positivas

Y cuando todo parecía presagiar tal hundimiento, empieza una fase —que comprende entre los 25 y los 40 años— en la que se producen progresivamente tres hechos que provocarán cambios decisivos en mi vida: el inicio de la relación con la que es mi esposa, el nacimiento de mi hija, y el cambio (gracias a mi esposa, que me empujó a hacerlo) a un nuevo trabajo adecuado a mi manera de ser y a mis facultades. Estos hechos provocaron en mí cambios en tres áreas:  Empatía. Mi esposa y posteriormente mi hija despertaron en mí sensaciones y emociones que nunca había sentido. Por primera vez compartía sentimientos de otras personas, aunque seguramente fuese de una forma menos intensa y en un ámbito más reducido que el de los demás. La mayoría de personas cuando miran un film suelen compartir (sentir) las emociones de los personajes: sus preocupaciones, sus alegrías, sus miedos, sus romances… Aún ahora, para mí (con muy escasas y limitadas excepciones) ver una película es algo parecido a observar un experimento de laboratorio, en el que se observa el comportamiento de unos objetos y se intenta deducir las causas y las leyes que lo rigen.  Alexitimia. Con esta nueva carga emocional, empecé a aprender a distinguir algunas de mis emociones. La gama no era todavía muy amplia, pero ya no se limitaba al cuarteto de: bienestar, malestar, miedo y ansiedad.  Autoestima. El hecho de haber establecido una familia, la consideración recibida por parte de mi esposa, y llevar a cabo un trabajo que yo dominaba y que me hacía ser bien considerado por mis compañeros y jefes, aumentó mi hasta entonces reducida autoestima. Permítanme hacer un elogio de la empatía cognitiva, que yo creo más propiamente humana que la empatía emocional.

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Expresaba mi recelo por desvelar mi ausencia de empatía emocional (total hasta los 25 años, algo menor a partir de entonces). El motivo es claro: la empatía es considerada una cualidad humana (incluso un valor moral), y se piensa que una persona sin empatía es una mala persona. Quisiera desmentir ambas creencias. Para ello, antes que nada, debo distinguir dos tipos de empatía. Cuando en general se habla de empatía, se suele referir a la empatía emocional, la que hace que la observación de un estado emocional en otra persona provoque en el observador la experiencia de la misma emoción. Pero hay otro tipo de empatía: la empatía cognitiva, la que no nace de la emoción, sino de la razón, y no despierta emociones, sino sentimientos y voluntades. Un niño puede no experimentar ninguna emoción por la muerte de su abuelo (falta de empatía emocional), y sin embargo sentir pena al conocer las carencias de los niños del tercer mundo, y cederles su paga semanal. Cuando he manifestado mi ausencia de empatía me he referido, como se hace normalmente, a la empatía emocional. Hechas estas consideraciones, paso a justificar mi desmentido a las tres creencias antes citadas Primera: la empatía es una cualidad humana. Falso. La empatía emocional es un fenómeno biológico que la evolución ha esculpido en el sistema nervioso de muchas especies animales (principalmente las sociales), de modo que la visión de otros individuos en determinados estados hace que se sientan como propios, generando las mismas descargas hormonales y consiguientes efectos en el organismo. Es un recurso para salvar la especie, como el que hace encontrar agradables los rasgos infantiles, porque así los progenitores cuidan de sus crías. Y así encontramos hermosos y encantadores todos los bebés o los animales de corta edad (con muy escasas excepciones: de mí cuando nací dijeron que era muy feo). Así pues, la empatía cognitiva, al proceder del razonamiento, es la única que puede calificarse propiamente de humana, ya que es exclusiva de los humanos. Segunda: una persona sin empatía es una mala persona. Falso. Una persona sin empatía emocional puede tener una empatía cognitiva incluso superior a la de otra persona (y causar más beneficios a sus semejantes que ella).

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Espacio interior

Toda mi vida he tenido la necesidad de mantener un espacio privado (físico y mental) al que recurrir de vez en cuando. Es un espacio de soledad, de silencio, de aislamiento, de protección, de descanso… un espacio propio. Cuando acudo a él, no lo hago por un deseo de alejarme de los demás, ya que hay personas con las que me siento bien, sino que necesito regresar a menudo a este puerto seguro en el que las aguas se encalman, donde domina el orden y no hay sorpresas, y donde puedo escuchar mi propia existencia. Para explicarlo les rogaría a cada uno que imagine lo siguiente: una mañana al despertarse se encuentra en un mundo completamente absurdo, en el que nada tiene sentido, como el de "Alicia en el País de las Maravillas" de Lewis Carroll, llevado al extremo. Además, no recuerda nada de su pasado, de modo que tampoco tiene ninguna referencia que pueda servir de guía para saber que ese lugar sólo es una excepción, y no todo lo que existe. Van pasando los días, y continúa perdido en ese mundo. Piense como se sentirían al cabo de unas semanas, unos meses. Seguramente empezaría a creer que era usted el loco, y que ésta es la razón por la que no comprende nada de aquello. Ahora imagine que en algún rincón de aquel extraño mundo descubre un pequeño espacio de orden, en el que las cosas se comportan como sabe que deben comportarse, donde puede trabajar con ellas de manera normal, donde su mente puede descansar de aquella locura, y donde puede encontrar un motivo para mantener la esperanza de no estar loco. Sin duda deseará quedarse allí un día y otro, pasar todo el tiempo entretenido con cualquier pequeño detalle que allí haya, y si una circunstancia le aparta de aquello, hará todo lo posible para recuperarlo.

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Pues esta era más o menos mi situación. Llegado al mundo con un estilo cognitivo que no era el adecuado para lo que me rodeaba, cuando descubría algún pequeño espacio de orden me aferraba a él obsesivamente. Mientras permanecía allí, dejaba fuera todo el desorden y el ruido, me olvidaba de todo, y simplemente fluía. Podía ser algo tan sencillo como recortar y coleccionar letras de los periódicos, de diversos tipos, y juntarlas formando nuevos textos. O más adelante, cualquiera de las aficiones tecnológicas que me han ido ocupando. Necesito la continuidad, el orden, tener las cosas programadas. Cualquier imprevisto me preocupa (incluso a veces los imprevistos favorables). Me gusta la rutina, el método, hacer las cosas siguiendo siempre el mismo procedimiento. Tal vez por esto, el mundo de la programación me fascinó de inmediato. Empecé en 1977 con una pequeña calculadora programable que fui cambiando por un modelo más potente y más tarde por sucesivos ordenadores personales. Estudiaba obsesivamente. Cuando programaba olvidaba el mundo. Conseguir un algoritmo elegante me producía la misma sensación que supongo debe producirle a un compositor crear una pieza musical. Incluso, a pesar de mi reticencia social, asistía cada semana a unas reuniones de usuarios, en las que empecé a repartir unas hojas hechas a mano y fotocopiadas, con programas, ideas y trucos informáticos, que tenían mucha aceptación. Más adelante conseguí descifrar el código interno de cierto ordenador personal y escribí un libro sobre ello que se difundió a través de una tienda de informática Aquel autoaprendizaje fue el que me sirvió unos años más tarde, para convertir mi afición en mi trabajo. En 1986 empecé a trabajar como programador informático en una gran empresa (en la que permanecería hasta el año 2010). El cambio resultó altamente favorable: la programación era el tipo de trabajo que me resultaba más adecuado. Me permitía concentrarme durante largos períodos de tiempo en la tarea que me resultaba más agradable: la programación. No me limitaba a que el programa cumpliera el objetivo que me habían marcado, sino que intentaba utilizar el algoritmo óptimo y el más elegante, protegerlo al máximo contra errores humanos, modularlo de manera que fuera fácilmente adaptable a ampliaciones posteriores, y emplear todas las posibilidades que ofrecía el sistema.

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También me favorecía el ambiente laboral, formado entonces en su mayoría por jóvenes informáticos ilusionados, que valoraban mi trabajo positivamente, y a los que no extrañaba demasiado mi manera de ser (al fin y al cabo a todos los informáticos se nos consideraba un poco raros).

Tras la máscara

Las circunstancias habían mejorado. Mi esposa, mi hija y el nuevo trabajo me aportaban una ayuda y un soporte estables que me permitían olvidar en parte mis déficits. Pero éstos continuaban, y había muchas situaciones en las que afloraban. En estos casos recurría a una técnica que había empezado a utilizar intuitivamente desde muy pequeño: la de simular ser normal. Aquel niño que yo había sido se había dado cuenta que no era como los demás, que había unos estándares que se esperaban de él pero que él no podía cumplir, y que esto no estaba bien. A menudo pensaba que era culpa suya, que no se esforzaba bastante, que le faltaba voluntad, valentía, interés… Intentaba transformarse, pero sus esfuerzos eran en vano. Debía buscar otra solución. Si no podía ser como los demás, quizás podía intentar simular ser como los demás. Supongo que no fue una decisión consciente, sino algo que fue generándose intuitivamente en situaciones puntuales para ir siendo cada vez más frecuente. Era como llevar puesta una máscara que ocultaba su auténtica manera de ser. Como estar actuando en un escenario en el que se representa una obra del teatro del absurdo. Pero la actuación era continua, y la máscara se iba pegando a la piel hasta formar parte de ella. Del mismo modo que algunos actores que se introducen mucho en su papel acaban adoptando actitudes propias de su personaje, yo también iba negando partes de mi interior. Decía aquello que los demás esperaban que dijera, actuaba como les veía actuar, hacía lo que se suponía que tenía que hacer, y al final dudaba si realmente quería lo que yo quería y me gustaba lo que me gustaba, o también en esto estaba solo copiando un modelo. El precio para ser aceptado era perder mi identidad.

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Aunque la táctica de esconderme tras la máscara ha sido la más usual, también he utilizado otras: Prever y tratar de evitar aquellas situaciones en las que sé que puedo tener problemas. Esto requiere una atención constante a la posible evolución de los acontecimientos y el estudio de las posibles maneras de desviarlos (lo que ocasiona a veces actuaciones que pueden ser consideradas extrañas, absurdas, o incomprensibles). Utilizar vías alternativas para llevar a cabo aquello que no puedo hacer del mismo modo que otras personas. Por ejemplo, para las tareas que los neurotípicos realizan de manera intuitiva. Sobrepotenciar las habilidades personales, como la informática, para compensar mis déficits en otras áreas. Con los años he llegado a adquirir, aunque sólo parcialmente, algunas de las habilidades que me faltaban. En este proceso yo he cambiado como cambia todo lo largo de su vida, pero también más o menos como todos, he mantenido mi esencia, lo más íntimo que hay dentro de mí. Sigo siendo yo, aunque mi caja de herramientas esté un poco más llena. Las herramientas que he ido añadiendo a la caja son las que he ido encontrando por mi cuenta, y es evidente que habría muchas más, y serían más idóneas para el trabajo que se espera de ellas, si alguien se hubiese dado cuenta de que me faltaban y me hubiera ayudado a encontrarlas. Por eso el diagnóstico, intervención y soporte a las personas con TEA tiene una repercusión decisiva en su futuro. No soy quién para proponer ningún criterio para esta intervención, pero dejadme exponer mi punto de vista personal. El objetivo debe ser facilitar a la persona las habilidades que le faltan, o cuando esto no es posible, dotarlo de los medios alternativos más útiles. Pero no se trata de cambiar a las personas, no se debe hacer como aquella educación que convertía a los zurdos en diestros, para que fueran "normales". Me valdré de un fragmento del artículo "TEA y talento: una doble excepcionalidad en el espectro autista" de Corin Barsily Goodwin y Mika Gustavson, publicado en febrero de 2011, que me llamó la atención, además de su contenido, por el hecho de que utilizara la misma metáfora visual que yo había diseñado para la portada de mi libro: Es importante valorar a nuestros niños y niñas como individuos, aunque no sean los niños y niñas que nosotros esperábamos que fueran. La tragedia de

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nuestra sociedad es la precipitación hacia servicios que están dirigidos específicamente a la inculcación de la conformidad en lugar de ayudar al niño a irse convirtiendo en el adulto único que algún día será. Olvidamos fácilmente que el objetivo no es un niño que se comporte bien, sino un adulto independiente, exitoso y feliz. Se suele considerar que una intervención ha sido satisfactoria cuando el niño parece comportarse como los demás, pero no se para mucha atención al objetivo a largo plazo ni a las consecuencias de querer hacer entrar clavijas cuadradas en agujeros redondos.

Inflexión negativa

El Principio de Peter dice que “en las empresas, los empleados tienden a ascender hasta alcanzar su nivel de incompetencia”. Una de las aplicaciones de este principio que se da en bastantes ocasiones es que cuando un técnico realiza su labor excelentemente se le asciende a un puesto que requiere habilidades de gestión personal que quizás no posee. Así me sucedió. Sucesivas promociones me apartaron progresivamente del trabajo que mejor realizaba y en el que mejor me sentía (la programación) hasta que me encontré dedicado íntegramente a tareas de gestión con gran responsabilidad, lo que aumentaba mi ansiedad y requería intensa interacción personal. Mi reacción inicial fue la misma que adoptaba con mis otras dificultades: por un lado intentar esconder mis problemas bajo una máscara de normalidad, y por otra parte dedicar a fondo los recursos de que disponía para resolver por otras vías los problemas que me presentaban. Exteriormente, el resultado era satisfactorio: conseguía los objetivos propuestos. Pero interiormente el coste emocional iba aumentando. Mis miedos eternos eran cada vez más constantes, y llegaban a convertirse en un ruido continuo que lo cubría todo. Frecuentemente en público me sentía inseguro, como si fuera a perder el equilibrio. Disimulaba buscando un apoyo. Tenía crisis de ansiedad nocturnas.

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Finalmente, a finales de octubre de 2007, tuve una crisis en la empresa, que desencadenó un trastorno de ansiedad generalizado con agorafobia que me tuvo apartado inicialmente 15 meses del trabajo, bajo tratamiento psicológico y farmacológico (ansiolíticos y antidepresivos). Cuando volví al trabajo, ya no pude desempeñar la misma labor.

El descubrimiento

Nos acercamos ya a aquel suceso al que me refería al principio, el descubrimiento que ha permitido conocerme, y con ello me ha cambiado profundamente. La terapia psicológica cognitivo-conductual incluía una exposición gradual a algunas de las situaciones que me provocaban ansiedad, una de las cuales era la altura (que al inicio de la crisis era tan grave que no podía ni tan siquiera ponerme de pie encima de una silla). Cada intento empezaba con una sesión de relajamiento para afrontar el ascenso en un estado de tranquilidad total, y luego ir subiendo lentamente hasta el punto previo al umbral de ansiedad (que había aprendido a identificar). Una vez allí, contemplaba mi situación asociándola con el estado de relativa calma que aún conservaba. Cada semana acudía al sitio que había escogido por su idoneidad (una rampa helicoidal de cinco pisos en el CosmoCaixa de Barcelona), y repetía la operación, consiguiendo llegar cada vez un poco más arriba. La primera vez apenas ascendí poco más de un metro, pero al cabo de dos meses superaba ya los dos pisos de altura. Fue entonces cuando sucedió algo que me llamó extraordinariamente la atención: una de esas epifanías o momentos "eureka" en los que descubres algo nuevo. Al llegar allí, apenas me acercaba al banco en el que cada vez hacía los ejercicios de relajación iniciales, sentí de repente que, sin hacer nada, empezaba a notar ya un estado de relajación, de tranquilidad, incluso diría que de bienestar, de que no tenía nada que me preocupara. ¿Qué había pasado? Mi cerebro se había acostumbrado tanto a asociar aquel banco al estado de calma, que su sola presencia era capaz de reproducir la sensación, sin ninguna acción por mi parte. Asperger: mi Vida, mi Visión

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Hasta entonces yo siempre había distinguido el mundo físico (que consideraba riguroso, lógico, comprensible) del mundo mental (responsable del extraño e imprevisible comportamiento humano). Pero aquel hecho me enseñó que el cerebro responde también a una lógica, un orden, un método, en suma, que se puede estudiar y se puede intervenir. Se me hacía así accesible un área que hasta entonces me parecía fuera de mi alcance. El descubrimiento me apasionó, y empecé a interesarme por él. A fines de enero del 2009 me reincorporé al trabajo después de mi baja laboral. Para tranquilizarme y aprovechar el tiempo durante las dos horas diarias, o más, que empleaba entre la ida y la vuelta, durante los viajes escuchaba grabaciones de temas científicos (que siempre me habían interesado) y del cerebro (que cada vez me interesaban más). Una de estas grabaciones fue un audiolibro que me había llamado la atención por ser la autobiografía de una persona con habilidades savantistas, que en 2004 había sido capaz de aprender y recitar de memoria las 22.514 primeras cifras decimales del número π. Se trataba de “Born on a Blue Day” (Nacido en un día azul) de Daniel Tammet. Cuando empecé a escuchar la descripción que Tammet hacía de su infancia, fue como si le oyera narrar la mía. Había muchos fragmentos que describían al pie de la letra lo que yo había vivido. Estos son algunos de ellos: "... Era un solitario, no me mezclaba con los otros niños,... estaba absorbido en mi propio mundo." "... ¿Los otros niños...? No sé, porque no tengo ninguna memoria de ellos. Para mí eran el fondo de mis experiencias visuales y táctiles." "Odiaba los globos y me escondía si veía a alguien que llevaba uno. Me daba miedo que explotara de pronto e hiciera un ruido fuerte y violento." "Lentamente me fue llenando el sentimiento que yo era diferentes de los otros niños." "La fiesta deportiva anual era una fuente de considerables preocupaciones. No tenía ningún interés en participar en ella ni en los deportes." "Los niños eran ruidosos y se movían rápidamente, chocando y empujándose entre ellos. Yo tenía miedo todo el tiempo de ser golpeado por una de las pelotas que continuamente eran lanzadas en todas direcciones…"

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Pero la auténtica sorpresa no fue esa coincidencia, sino que Tammet explicaba que la causa de esta forma de ser era un trastorno mental llamado Asperger. Me resulta difícil explicar lo que sentí en aquel momento dentro del coche, porque quedé sometido a un caudal de emociones mezcladas con preguntas, pero creo que ya intuí que aquel hallazgo podía marcar un punto de inflexión en mi vida (lo que se acostumbra a llamar el punto que marca un antes y un después). Había descubierto el Asperger.

Estudio obsesivo

A partir de ahí comenzó una obsesión total por averiguar todo lo que pudiera sobre el Asperger. En la empresa me había acostumbrado a obtener todo tipo de información a través de internet (mis compañeros preferían obtenerla de sus contactos e intercambios de experiencias, métodos que a mí no me servían). Tenía práctica en encontrar información sobre cualquier tema y lo que es más importante, verificar su fiabilidad. Así conseguí dos cosas:  Libros y artículos académicos y de investigación (de los que finalmente llegué a seleccionar unos 2000).  La posibilidad de entrar en contacto —con la distancia y flexibilidad que permite Internet— con cantidad de aspis de todo el mundo, a través de múltiples foros, blogs y páginas web. Pasaba de ser un solitario, diferente a todos, a sentirme formar parte de una comunidad. Completaba esta información con libros que conseguía vía Amazon y posteriormente BookDepository (cuando descubrí que no cobra gastos de envío). Pronto sentí la necesidad de estructurar toda la información que iba recogiendo, a fin de extraer de ella el sentido básico, confrontar teorías y opiniones, validar o rechazar lo que iba encontrando. Para ello empecé a preparar un documento en el que incluía todo lo que me parecía tener una aceptación general entre los expertos.

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Mientras lo escribía, me di cuenta de que podía cumplir también otros dos objetivos:  Explicar a la gente de mi alrededor qué era lo que me pasaba, para que también ellos pudieran conocerme mejor.  Poder ayudar a otras personas que se encontraran en una situación parecida. Así pues, le di forma de libro, y lo hice público en mi web. La buena acogida, y sobre todo el refrendo del Dr. Josep Artigas, que me escribió un elogioso prólogo, hizo que la Editorial Psylicom me pidiera distribuirlo también en formato tradicional de papel por vía comercial.

Momento actual

Los problemas antes descritos precipitaron el fin de mi vida laboral a finales de 2010. En la actualidad, mis intereses son muy distintos de los que me habían atraído durante la mayor parte de mi vida. De pequeño me gustaban juegos como el “Meccano”, con el que construía ascensores, grúas, teleféricos y otros artilugios con motores eléctricos. Pasé luego al mundo de la electrónica, diseñando y montando circuitos diversos o receptores y emisores de radio. Finalmente, como ya he comentado, me introduje en la informática que llegaría a ser mi actividad principal durante un cuarto de siglo. Pero recordando la ya citada frase de Thomas Mann: “Nadie continua siendo el que era cuando se conoce a sí mismo”. Así que desde mi descubrimiento del Asperger mis aficiones han cambiado radicalmente. No solo han pasado, como antes, de un área tecnológica a otra, sino que ahora han abandonado el mundo técnico —exacto, previsible, sometido a reglas fijas y explícitas— para aventurarme en el complejo, imprevisible y maravilloso mundo de la mente. En cierta manera parece que, al liberarme de la máscara que me protegía pero que también me aislaba del mundo exterior, me he liberado asimismo del temor que sentía a acercarme a un terreno que siempre se me había vedado, que se me aparecía como algo extraño, ignoto, e inaccesible.

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En el área concreta del Asperger, la difusión del libro me ha puesto en contacto con muchas personas de España y Sudamérica (afectados, familiares, asociaciones, y algunos especialistas). También he tenido la oportunidad de narrar mis vivencias en las tres últimas ediciones de los cursos de postgrado que la Dra. Isabel Paula dirige en la Universidad de Barcelona. Pero ya hace dos años que mi dedicación principal es para el estudio de la mente en general. Como en el caso del Asperger, mi idea es que la mejor manera de conocer y comprender un fenómeno es plantearlo como si tuviera que explicarlo a otras personas, de modo que también lo estoy plasmando en un libro. Comprende tres partes: la central analiza la mente en sí misma —lo que es, cómo funciona— y las otras dos investigan los dos aspectos del entorno en el que trabaja la mente: la realidad física y la sociedad. Me gustaría creer que algún día pueda ser también útil, como una ayuda en esta nuestra navegación a través de la incertidumbre de la existencia.

Liberación

Si al terminar la primera parte de esta charla he reflexionado sobre la palabra normal, ahora quiero concluir la segunda expresando también en una palabra lo que ha significado para mí el descubrimiento del Asperger. Esta palabra es liberación. Sé que no soy muy original, porque es lo mismo que han dicho muchas otras personas en esta situación, pero es así. Liberación porque por fin he podido desprenderme de la máscara que siempre había tenido que llevar, y ahora puedo mostrarme al mundo tal como soy. Liberación porque dentro de mí se han despertado posibilidades que habían permanecido escondidas. Liberación porque tengo nuevas ilusiones. Liberación porque por fin sé quién soy, y porque puedo serlo, y porque puedo sentirme orgulloso de serlo.

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Mi visión del Asperger

En esta tercera y última parte, intentaré transmitirles mi visión de lo que a mi parecer constituye el núcleo del Asperger. El corto tiempo disponible solo me permite exponer la idea básica, pero si alguno de ustedes siente curiosidad por los detalles, podrá encontrar el desarrollo completo en mi web.

Diversidad y unidad Empezaré mi argumento con una reflexión sobre los conceptos que sirven de base a mi idea. Cuando ahora, a mis 62 años, contemplo aquel niño que fui, le veo como alguien tan distante y tan distinto que casi me resulta imposible creer que seamos la misma persona. Si a la persona la define el conjunto de sus intereses, sus valores, sus objetivos, su carácter o manera de ser, sus creencias, sus emociones, sus recuerdos, su experiencia y conocimientos acumulados, sus habilidades, sus relaciones, su capacidad de dar y recibir amor, la conciencia de sí mismo… entonces aquel niño y yo no tenemos nada en común. Cierto es que todas las personas muestran una variación —mayor o menor— a lo largo de su vida, y especialmente —como es lógico— en lo que se refiere a su experiencia y conocimientos. Sin embargo, en todas ellas se encuentra un hilo común que enhebra las distintas etapas de la vida, que les confiere su unidad identitaria dentro de la diversidad temporal. Esto me llevó a plantearme la pregunta, ¿cuál es mi unidad? ¿Qué es aquello que me une a aquel niño?

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Una duda parecida surge cuando se contempla la diversidad del espectro autista. Dos personas dentro del espectro pueden ser tan distintas una de otra como puedan serlo entre sí dos personas neurotípicas. Y sin embargo, los especialistas expertos en estos trastornos intuyen —citando las palabras de Uta Frith, pionera en la investigación del autismo— (intuyen digo) “la existencia de algo único y ubicuo en el autismo, que debe hallarse a nivel cognitivo”. Es decir, también en el espectro se da la unidad esencial dentro de la diversidad personal. Pero, ¿cuál es esta unidad? ¿Cuál es el núcleo común que comparten todas las personas con algún trastorno del espectro autista, el núcleo que debería explicar todas las manifestaciones comúnmente observadas? Esta misma unidad dentro de la diversidad es también la característica esencial del fenómeno de la vida en general. Aquello que diferencia a un ser vivo de un objeto inanimado es que, a pesar de estar compuesto de multitud de partes con estructuras, funciones, y materiales muy diferentes, en su conjunto constituye un sistema único con entidad propia. Cada animal, cada persona, es único, aunque a lo largo de su vida cambie su forma, su comportamiento, o los componentes que lo forman (así, los humanos renovamos cada año el 98 % de todos los átomos del cuerpo, en seis semanas toda la piel, en dos meses la totalidad del hígado, y en tan solo una semana el recubrimiento interior del estómago). Un conjunto formado por distintas partes posee tanta más unidad cuanto mayor orden (u organización) exista entre las mismas. Así por ejemplo, un cristal en el que cada molécula ocupa la posición exacta que le corresponde dentro de una retícula regular, posee un elevado nivel de orden. En el extremo opuesto, un gas en el que las moléculas se mueven sin cesar en todas direcciones es un ejemplo de gran desorden. No podemos imaginar que ni un cristal ni un volumen de gas puedan constituir un ser vivo. Y es que un ser vivo no puede serlo en la unidad completa o en la diversidad total. Para que sea capaz de desarrollar sus funciones necesita combinar la diversidad

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de sus componentes con la unidad que le confiere una determinada estructura interna. Y no en cualquier proporción, sino sólo dentro de una estrecha franja de equilibrio entre el orden y el desorden.

¿Pero cómo podemos medir cuánta unidad (u orden) y cuánta diversidad (o desorden) hay en un objeto o en un organismo? Desde hace poco más de siglo y medio disponemos del concepto de la entropía, que aunque nació en el campo de la termodinámica, ha ido invadiendo posteriormente ámbitos muy diversos. De forma simplificada, podemos decir que la entropía es la medida del desorden: una elevada entropía corresponde a un gran desorden, y, a la inversa, una baja entropía indica un elevado orden. Los sistemas vivos, por tanto, sólo pueden trabajar en ciertos niveles de entropía (la franja de trabajo citada antes). Fuera de estos niveles pierden su funcionalidad. Así por ejemplo, el análisis de la entropía multi-escala de los datos electrocardiográficos muestra cómo las anomalías cardíacas (por enfermedad o por la edad) están relacionadas con valores de la entropía que se apartan de los normales.

También el cerebro humano, como sistema vivo, está compuesto de diversas áreas con funciones específicas que se coordinan mediante una compleja arquitectura conectiva para formar la identidad personal, situando al conjunto en esta franja de trabajo que le permite llevar a cabo sus funciones cognitivas.

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Las capacidades y facultades específicas de la persona en cada uno de los distintos ámbitos (verbal, lógico, matemático, espacial, cenestésico, etc.) vienen determinadas por la estructura y dinamismo de las correspondientes áreas (o módulos) cerebrales. Pero más allá de estas características concretas, la magnitud de la entropía cerebral define algo más profundo, un estilo cognitivo que subyace en todos los módulos y que orienta la manera de ser de la persona. Cuando Aristóteles hace más de 2300 años decía que los seres humanos somos animales racionales, estaba exponiendo nuestra doble naturaleza. Una parte de nosotros es intuitiva, emocional, pasional incluso; y la otra es reflexiva, lógica, racional. Pues bien, en las últimas décadas, algunos científicos cognitivos han llegado a la conclusión de que realmente en nuestro cerebro existen dos sistemas con características muy distintas —generalmente opuestas—, que han venido en llamar Sistema 1 y Sistema 2. Cada uno tiene sus aplicaciones concretas, y es precisamente su combinación lo que confiere a la especie humana sus cualidades únicas. El Sistema 1 es intuitivo, instintivo, automático, rápido, implícito, a veces inconsciente, multitarea. El Sistema 2, en cambio, es racional, sistemático, lógico, reflexivo, secuencial, lento, explícito, monotarea. Si quisiéramos asignarles un símil aproximado, podríamos decir que el Sistema 1 es el de los animales, y el Sistema 2 el de los robots u ordenadores. Sistema 1

Sistema 2

Universal, similar al del resto de animales, evolutivamente antiguo1

Casi exclusivamente humano, relativamente reciente (nace con el Homo Sapiens)

Heurístico, asociativo, intuitivo, instintivo, global, derivado de la experiencia, procede según el resultado obtenido en casos anteriores parecidos

Racional, analítico, sistemático, basado en reglas, algorítmico, lógico, razonamiento abstracto e hipotético (simulación de posibilidades futuras)

Automático, implícito, necesitando poca o nula atención, generalmente solo el resultado es consciente (no el proceso)

Reflexivo, explícito, requiere control y atención consciente y exclusiva

Obtiene siempre resultados, aunque a menudo sean solo aproximados e incluso erróneos

Procede buscando el resultado correcto, por lo que en ocasiones no llega a ninguna solución

1

El Sistema 1 evolucionó con estas características porque así resuelve los problemas de supervivencia de la especie (alimentación, reproducción, detección y evitación de peligros, etc.), utilizando los mínimos recursos necesarios para cada tipo de animal (pensemos en la gran diferencia de tamaño entre el cerebro de una hormiga y el de un elefante).

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Multitarea, formado por diversos módulos que trabajan en paralelo

Monotarea, tiene lugar secuencialmente, paso a paso

Rápido

Lento

Poco o nulo esfuerzo mental, independiente del nivel de inteligencia general, pocas diferencias individuales

Cierto grado de esfuerzo mental, costoso en recursos cognitivos, limitado por la capacidad de la memoria de trabajo y el nivel de inteligencia de cada persona

Para tareas ya aprendidas y rutinarias (la mayoría de actividades cotidianas)

Para tareas en proceso de aprendizaje, situaciones o problemas nuevos

El cerebro humano combina ambos sistemas en una proporción más o menos equilibrada, que depende de cada persona. Así, todos conocemos personas que son más impulsivas e intuitivas (que tienen mayor proporción de Sistema 1), y otras que son más metódicas y racionales (en las que predomina el Sistema 2).

Hipótesis personal

Paso ahora a exponer mi hipótesis personal. En el gráfico represento la franja de trabajo en la que un sistema cognitivo puede desarrollar su labor. Cuanta mayor es la entropía de este sistema (más a la izquierda), mayor es también la proporción del Sistema 1 (representado en color naranja). En el otro extremo, cuanta menor es la entropía (más a la derecha), más predomina el Sistema 2 (en color verde) Como vemos, dentro de esta franja los animales ocupan el límite de mayor entropía (casi 100% de Sistema 1) y los robots el de menor entropía (100% Sistema 2). Las personas nos distribuimos en una más amplia zona intermedia.

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El nivel de entropía concreto de cada persona dentro de esta zona determina su proporción de los Sistemas 1 y 2, y con ello su estilo cognitivo. Pero cuando nos acercamos a los extremos de la zona, lo que hasta aquel punto se consideraba como una manera de ser más o menos peculiar, pasa a ser denominado un trastorno. Según esta hipótesis, los Trastornos del Espectro Autista, y por tanto el Asperger, corresponden a los niveles de entropía más bajos, con un elevado predominio del Sistema 2 sobre el Sistema 1. El extremo opuesto, de alta entropía, correspondería a otro tipo de trastornos simétricos, quizás los trastornos psicóticos y del espectro de la esquizofrenia. En los artículos de mi web justifico cómo esta hipótesis puede explicar toda la diversidad de características observadas, cosa que hasta ahora ninguna teoría había conseguido hacer en su totalidad. También razono que, aunque una visión superficial de esta hipótesis podría relacionarla con la teoría de empatización/sistematización de Simon Baron-Cohen, en realidad son distintas.

Concluyo la descripción de mi hipótesis con este diagrama en el que están representados de abajo a arriba los diversos niveles de estudio de los TEA. En él quiero mostrar cómo las diversas causas genéticas (nivel inferior) ocasionan ciertas alteraciones en la biología del cerebro (segundo nivel) que alteran la dinámica del mismo, disminuyendo su entropía (mi hipótesis, en el nivel central).

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Ello tiene varias repercusiones cognitivas, cada una de las cuales ha intentado ser explicada con una de las principales teorías existentes (teoría de la mente, coherencia central débil, disfunción ejecutiva, empatización / sistematización; en el cuarto nivel), y que se traducen en los distintos grupos de manifestaciones observadas en el nivel superior. De esta manera, la hipótesis constituiría el núcleo central, aquél “algo único y ubicuo en el autismo” del que hablaba Uta Frith.

Conclusión Agradecimientos

Ayuda y comprensión son dos términos poco valorados en una sociedad como la nuestra que promueve el espíritu competitivo y el menosprecio de los que no son como nosotros. Pero ayuda y comprensión es lo que más necesita una persona con Asperger. Por ello no quiero concluir sin manifestar públicamente mi infinito reconocimiento y gratitud a mi esposa, que fue el impulso inicial que cambió el rumbo de mi vida, mi soporte en los momentos difíciles, mi guía en los decisivos, y la fuerza para superar las contrariedades. Asimismo a mi hija, que con mi esposa ha formado el núcleo permanente de estabilidad, confianza, comprensión, afecto e ilusión, que me ha permitido llegar hasta aquí. En otra vertiente, quiero agradecer al Dr. Josep Artigas y a la Dra. Isabel Paula su ayuda, su paciencia y su aliento en estos tres últimos años. Mi agradecimiento también a la Asociación Asperger Alicante, organizadora de esta jornada, y especialmente a su Presidenta, la Sra. Ezkarne Carazo, por darme la oportunidad de expresarme hoy aquí. Poder exponer abiertamente lo que había tenido que mantener siempre oculto, y además pensar que hacerlo puede de algún modo

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servir de ayuda a otras personas me compensa en parte de mi sentimiento de culpa durante tantos años por no saber ser como los demás. Y a todos ustedes, muchas gracias también por su atención.

Ramon Cererols correo: rcererols@gmail.com web: http://pairal.net/

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