Libro de las cartas de paco moral (ilustración Paco Ibáñez)

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I Cuaderno de las canciones

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No creo en más infierno que tu ausencia, paraíso sin ti yo lo rechazo, que ningún juez declare mi inocencia. Porque en este proceso a largo plazo, buscaré solamente la sentencia a cadena perpetua de tu abrazo.

Antonio Vega

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Canción para un náufrago

Febrero. Por más señas finales de febrero entre tus ojos. El quicio de las puertas, la luz, siempre la luz, esa luz que nos deja a caballo de inviernos sin palacios y reverberaciones del sol (del duro sol de invierno sobre tus manos frías.) ¿Qué me quieres, amor? Hay un náufrago de labios y sostenes y la boca de todas las fieras viene a posarse sobre su barba imaginaria. ¿A qué tanto dolor? ¿Se debe a que quizás nos escondamos de los ojos terribles de la noche? ¿Te conté que hubo un náufrago en el banco de un parque? Yo lo vi. Y tú también lo viste. Es por eso. Seguro que es por eso que viniste a salvarlo.

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Canción en medio del mar

Déjame que construya un universo de líneas imaginarias que se curven, cóncavas o convexas, imposibles, como la sombra del sol en el arco de tus lágrimas (esas lágrimas que sólo yo conozco) al resbalar sobre tu cara. Guárdame para nunca en el cajón de tus cosas no poseídas para tenerme siempre, siempre cerca de ti cuando respires y huelas a mí y quieras esconderte de todo, de todos, de ninguno. En especial si quieres protegerte de ti y no encuentras cómo. Y en mi universo, sólo ese que me has dejado delinear, construir para ti, palancas serán soles, pedales serán estrellas, paquetes de tabaco, agujeros negros como el humo (cómo voy a besarte si enciendo otro cigarro, me preguntas).

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Canción para tu boca en medio de la nada

Intentaré besarte como un juego iniciático, con la voracidad de los peces antes de que se tense el hilo del sedal de la caña de la muerte de no verte. Y no preguntes nada, no me digas nada, ni siquiera me hagas nada más que ahogarme en tu saliva, mirarme a los ojos sin preguntas ni respuestas ni reproches, y quererme sin más porque tú quieres, o quererme sin más porque yo quiero y amarnos hasta el fin de las caricias, hasta que se agrieten nuestras manos de tanto acariciarnos. Fisuras-hendidura del amor, simas donde escondernos, país de las presencias.

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Canción de la avaricia

Déjame que dibuje la sombra de esos ojos a menudo tan tristes y con tantas preguntas, que me beba tu llanto como la copa amarga cargada de cicuta que bebiera un suicida. Deja que elija ahogarme en tu dolor antiguo, que prefiera el camino difícil de tus dudas a la simple certeza de no haberte tenido en mis brazos, pegada como el musgo a una roca. Concede que acaricie la verdad que nos duele, que me pierda en tus labios de diosa evanescente, que me vierta en tu pecho, frontera de infinitas presencias que eran mías desde el fin de los tiempos. Mírame, en fin, y dime si era hierba en tu boca la pradera de sueños

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que he besado esta tarde, y si es verdad que habĂ­a alguien mĂĄs en el mundo o todo el orbe estaba debajo de tus pĂĄrpados.

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Canción de las palabra y de las mentiras

Escóndeme en las cuencas de tus ojos o en la insolente gruta de tu boca. Cobíjame si aún puedes, pero nunca me indultes de tu verbo estremecido. Dame la mano, finge que me adoras, arráncame la piel, que se deshaga en el hueco imposible de tu mano como un fino papel entre las brasas. Agárrate a mi pecho como a un mundo de imposibles presencias presentidas, o arrójame al vacío, pero nunca me indultes de tu verbo estremecido. Que tu mentira sea, en fin, un bálsamo, una deuda de amor correspondida: ahógame en tu sudor, en tu saliva, que me sangren los labios de besarte, de abrasarme en el fuego de tus muslos. Miénteme, amor, y di que me deseas fundido en ti, infinito, pero nunca me indultes de tu verbo estremecido.

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Canción para cuando llegue el desgaste

Cuando este amor se desgaste, como las velas por el viento, como las jarcias tras el roce del viento traicionero, guardaré para mí el recuerdo de playas habitadas tan solo por nosotros, de arenas que hollaron nuestros pies solamente, y las huellas de tus pies sobre la playa habrán de ser la rosa de los vientos (de mis vientos), habrán de ser mi guía en el silencio, serán mi consuelo en la derrota, las pintaré en el cuaderno de bitácora de mi nave corsaria. Hasta que llegue ese día, que llegará, Penélope, me dices, más temprano que tarde llegará, Ulises, escribes, hasta que llegue el día de la última partida ayúdame a llevar el timón, que el viento es fuerte y hay lotófagos por todas las islas (se esconden en todas las esquinas y reptan por todas las aceras). Y tu boca sin ti me sabe a nada, y tu cuerpo sin mí es un espejismo

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en medio del desierto de las dudas. Pero no ha de ser hoy, ni siquiera ma単ana.

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II Cuaderno de las cartas de Ayala

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Si he de vivir sin ti, que sea duro y cruento: la sopa fría, los zapatos rotos. Julio Cortázar

A tu abandono opongo la elevada torre de mi divino pensamiento. Subido en ella, el corazón sangriento verá la mar, por él empurpurada. Juan Ramón Jiménez

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Carta 1, 1978

No pido mucho, sólo un pedazo de suelo rodeado de aire, zapatos de colores al lado de los míos, el ruido de tus pasos por los parques. La furtiva presencia que me encoge el yo más mío cuando estás callada. Si acaso (pero sólo si acaso, no vayas a decirme que pido demasiado) un rato de silencio entre cuatro paredes, el metal de tu boca cuando me haces reproches, o tu brillo de labios, los huesos de tus manos, tal vez ese sapito del que hablaba Cortázar, tenerlo, así, dormido dentro de mi deseo. Y acariciarlo siempre que me asalten las ganas, pasándole mis manos por el hueco redondo que divide la cabeza y la espalda. Y que no se despierte hasta que tú me ames.

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Carta 2, 1978

Hoy no voy a engañarte. Ni hoy ni nunca. Si además del sapito de tus manos tuviera la mazorca de tus muslos, la irreverencia agreste de tu ombligo, la autopista infinita de tu boca, tus pestañas de nube, el angosto camino que separa la derecha y la izquierda de tu pecho... Al menos no será que no lo intento, que no pongo los medios (incluso los enteros materiales) para que vuelva la sonrisa, ese animal furtivo, desvalido y extraño a mi cara de preso, herido de mil muertes pero siempre insurrecto.

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Carta 3, 1978

Si me dices que no, no voy a odiarte. Seguro ha de quedarme un ligero regusto, un mal sabor de estómago y de pecho. Pero sólo ha de durarme un rato. Ese pequeño lapso entre que te vas y estás de nuevo cerca de mí, callada, militante de la logia secreta que has fundado para que nadie sepa que te quiero, para que nadie sepa que también tú podrías quererme de otro modo.

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Carta 4, 1979

Este amor siempre ha sido un niño que nació difícilmente, contra toda esperanza. La certeza de buscarte en labios extranjeros, el salir a la calle sin otras manos a las que asirme, ha sido el chaval que pedía chocolate con pan, pero en su casa sólo había manteca por merienda. Para comer me basta con oírte y saborear tu nombre, dejar que invada lento mis papilas, mi lengua, el lugar de mi boca donde lo escondo siempre para no devorarlo, para que dure mientras te pierdes en las calles y el eco de tus letras me persigue.

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Carta 5, 1979

Y tener que olvidarte. A cada poco andar con ese miedo de no volverte a ver, de tener que pedirte que me abras una ventana para ver la vida, un pequeño agujero al que asomarme a todas las estrellas que se fueron colgando del humo de tu amor. Y ver cómo la noche va muriendo y el lucero del alba me dice que seguro dentro de un rato estarás ante mí y otra vez será el día de tus ojos.

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Carta 6, 1980

Porque tu amor ha sido un poco más que humo, una delgada nube densa, sí, pero pequeña e imposible, tan lejana de mí, de ti, y de todo. Tan sólo una nostalgia de palabras que nunca te dijeron, que no honraron más labios que los míos. Patria de las palabras, fueron para tu boca un tulipán de marzo rodeado de nieves.

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Carta 7, 1980

Ese espejismo de tu boca cuando dentro del ascensor te bebiste la mía... Y ese otro de tu pecho (¿lo sientes cómo late, su cadencia obstinada de ochenta pulsaciones?) cercado por mil telas, por mil jerséis de lana. Ese muro textil infranqueable para mi mano torpe, muñón de las quimeras.

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Carta 8, 1980

Qué tengo yo de ti, no sé, algo que pueda decir que lo poseo, que es nada más que mío. Un territorio azul y transparente donde reconocernos, también donde buscarnos en silencio… Pero sólo palabras... Tal vez, de rato en rato, un apretón de manos, algún leve rozar en las mejillas por quitar una miga, un pelo del abrigo y algunas otras veces mis labios temblorosos en los tuyos antes de musitar que no es posible, y quítate el carmín, que nadie sepa. Y tantas, tantas noches mi boca resbalando por tus muslos.

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Carta 9, 1981

Hubiera preferido, verás, cómo decirte, hubiera preferido algún proyecto de cenas frías, domingos con periódico y paseo resguardados de algún rabo de nube que amenazara lluvia. Hubiera preferido alguna madrugada batallando por cosas importantes, proyectos rotos, cosas que discutir como el resto del mundo. Pero este desamor (o este amor diferente que propones) no es otra cosa que un gorrión sin plumas, metido en una fuente que se secó hace tiempo, y al que algún niño (como los que nosotros ya no tendremos nunca) dejó desparramar el bocadillo que su madre le puso en la cartera para llenarse el buche con las pocas migajas que regala el invierno. No era esto, amor, mi amor, no tan distinto a como lo soñaba desde antes de los tiempos, al principio de todo.

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Carta 10, 1982

Tendré que resignarme a agarrarme sin ti a los pasamanos de escaleras eléctricas de grandes almacenes o del metro, ir a comprar colonia, cuchillas de afeitar, medicamentos que alivien el exceso de tensión arterial o la otra (esta tensión que tengo cuando faltas, cuando estoy más de un siglo sin saber de tu vida aunque a ti te parezca que ha pasado un minuto). Ya sé, ya sé, tendré que acostumbrarme a esa forma que tienes de besarme tan exiliada siempre de mi boca.

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Carta 11, 1983

Habré de resignarme también a la sorpresa de algún beso furtivo, inesperado, en los lugares menos convenientes (cuando nadie te pide que me quieras y apareces de pronto en un pasillo, en un andén en medio de la gente, bajo una marquesina en la parada de aquel triste autobús abarrotado) y me arrancas los labios y me regalas parte de la vida que yo ya había vivido, el tiempo caducado que regresa, la letra ya vencida que volveré a cobrarme de tu boca.

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Carta 12, 1984

Pájaros en el parque. Junto a tu banco, pájaros. Si estuvieras aquí (canto I wish you were here y cada nota se queda alrededor de mí, esperando que llegues para abrazar tu oído, para dormirse dentro) seguro que vendrían a tu lado, como aquél, ¿no recuerdas, en la cafetería, tomando el desayuno, se subía a tu mesa y se llenaba el pico de pan con mantequilla? Aquel pequeño pájaro seguro que te tuvo más cerca de sus plumas que lo que yo te tengo esta tarde de otoño que amenaza imposibles distancias y corazones rotos. De mis pasos, mi voz, de mi deseo, de esa manera áspera y angustiada que tengo de quererte, de dejar que me quieras a tu modo.

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Carta 13, 1984 No es nada, es un suspiro pero nunca sació nadie esa nada ni nadie supo nunca de qué alta roca nace.

Luis Cernuda No te convengo, amor, no me convienes. Pero, entonces… ¿qué es este amor sino soplar ligero contra rocas gigantes? Es apenas las hojas de un árbol moribundo, la vía de un tren que no tiene paradas. Dime, qué es esto, adónde va el sentido de las cosas, porqué cuándo te digo que te quiero apenas si sonríes, me miras a los ojos, te preguntas si yo espero respuesta y te das media vuelta con sólo un hasta luego por toda certidumbre. ¿Por qué entonces hubiste de besarme la otra tarde en mi coche si yo no te besé, si fui no más que el eco de tu boca, esa repetición concupiscente que interroga tu vida pero deja la mía alborotada? 37


Carta 14, 1984

Este andar clandestino, este esconderse, este mirar debajo de las puertas por ver si alguien escucha, por ver si heraldos negros nos hubieran cercado... Esta forma de vernos sin siquiera mirarnos, rehĂŠn de las preguntas, viudo de las respuestas... Este buscarte insano cuando te das la vuelta con un ojo en tu espalda y otro en las barricadas enemigas de enfrente... Esta forma de andar por terreno minado con la bandera blanca del cielo de tus ojos por toda protecciĂłn, sin mĂĄs yelmo ni escudo... Este verte entre el humo denso de mi tabaco con los ojos nublados por un litro de absenta...

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Carta 15, 1985

Hablar contigo, sentir que estás al lado. Cerrar los ojos, imaginarte cerca... Y notar el mohín que a veces me desgarra, esa manera tuya, tan insolente a veces, de no tomarte en serio casi nada. Y sin embargo, amor, ¡cómo te extraño! Qué tristes las camisas planchadas, las arrugas perpendiculares en mis pantalones, la barba de cien días, la vis a veces cómica con que levanto un vaso, cargado de ginebra hasta la misma línea del cielo de cristal redondo que limita el principio del fin.

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Carta 16, 1986

Ese quererte tanto que a veces me sorprende al ver en el espejo alguien que no conozco, una cara amistosa surcada de mil dudas, y alguna certidumbre dibujada en las cejas. Lágrimas del amor, no saber si llamarte otra vez por teléfono o dejar que te bebas un mundo que no es mío, que no me pertenece, al que no fui invitado más que a ratos perdidos, cuando nada reclama tu atención. Son saladas estas lágrimas, digo, son saladas y tienen un sabor a caballo entre el odio y el muérdago y resbalan ligeras como el agua de lluvia por sobre los raíles de tranvías perdidos en ciudades lejanas a las que nunca iremos.

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Carta 17, 1987

No tardes tanto, amor. El filo de tu nombre está clavado en mis pupilas, en mis ojos rojos de tanto insomnio ausente, y sólo duerme en mí esta razón esquiva, ese ruido de abejas que me zumban detrás de la conciencia, junto al árbol caído donde voy amarrando uno a uno mis naufragios. Qué absurdo, amor! Tardarás lo que quieras, pondrás alguna excusa, habrás de demorarte como en todo, igual que te detienes al besarme cuando estás a mi lado y nada importa que tu lengua se funda con la mía apenas el segundo infinito que dura lo que tarda una estrella en nacer y enfriarse.

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Carta 18, 1987

Gioconda, lo confieso, me da miedo tu risa. Me parece como si algún extraño anduviera en tu espalda, hurgando por debajo de tu blusa el ángulo imposible de la escápula, y a ti te hiciera gracia. Como si una hormiguita se te hubiera metido en el zapato y moviera jugando sus antenas contra tus pies desnudos, y a ti te hiciera gracia. Gioconda, lo confieso, me da miedo tu risa. Por eso te pregunto tantas veces si es de mí que te ríes, amor, si ríes de todos, o sólo es tu manera de esconderte, esa forma nerviosa de que nadie conozca tu dolor, de que nadie te llame cagalástimas. A ti, tan orgullosa.

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Carta 19, 1988 Pedir a nuestra vida algo más que la vida. Álvaro Salvador

Hay instantes, amor. Como cenizas, suben si algún viento caliente las empuja. Pasajeros momentos de sueños imposibles con palabras silentes como cuevas abiertas. Hay instantes, amor... cuando te abrazas a mi cuerpo y te pegas y nadie te separa y acaricias mi espalda y te beso los párpados y navego tu cuerpo mientras busca tu boca la ladera que baja de mi nuez hasta el cuello. De repente te paras fundida en mí, y parece que ya te hubieras ido, nunca hubieras estado. Hay instantes, amor, que quisiera morirme con mi boca en la tuya.

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Carta 20, 1989

Recuerdo, hace mil años (¿cuántos, amor, acaso veinte?) recuerdo que dijiste: ¿Te imaginas tener una varita para parar el mundo, para que todo el mundo se quedara parado en el lugar que ocupa, solamente tú y yo en medio de la gente sin que nadie nos viera, vivir en unos grandes almacenes y no esperar factura, y poder desgastarles todos los colchones de muelles que tuvieran? Tampoco mucho tiempo, digamos que una vida. ¿Lo recuerdas, amor? Yo sí, y también recuerdo, paseando por el parque un mediodía; te quedaste mirando los almendros y como un navajazo me soltaste: ojalá que tuviera dos vidas para darte una entera. La primera, supongo, aunque tú me lo escondas, me la ha robado alguien.

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Carta 21, 1990

El vacío que queda tras tu espalda cuando te das la vuelta para irte, el pozo de no ser, de no sentirte, la nada de mi asiento sin tu falda. El todo de tu pecho entre mis labios, de tu boca en la mía, de tu aliento trazándome en el aire, y el tormento de no tener tus dedos (esos sabios arpones que me crispan si se funden con la piel de mi vientre, con mi sexo y desbaratan todo cuando se hunden en medio de mi vida). Me he perdido y no me encuentro ya si estás ausente, si no encuentra mi pulso tu latido.

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Carta 22, 1990

Qué curioso el orden de las letras del teclado, su vida propia, ellas que parecen inertes. Me decido a escribirte. Dispongo las dos manos paralelas y sólo lanzo un dedo sobre la misma tecla. Será por un extraño sortilegio pero se van cambiando de lugar cada vez más deprisa, como si ya tuvieran decidido el lugar de salida, el papel que le toca a cada una. Son siempre las vocales las más activas, siempre reclaman más y más apariciones. Las vocales y algunas consonantes como la eme o la erre. Por eso, amor, te escribo tantas veces. No es culpa mía, será del alfabeto y del talante juguetón y anarquista de mi vieja Olivetti.

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Carta 23, 1991

Qué tristes estas manos cuando te has ido, cuando tu cuerpo se ha exiliado y no encuentran pezones, poros de piel, espaldas, humedades, y no pueden pintarte en la piel transparente de los muslos. Qué tristes estas manos y qué ágiles para buscar rincones en mi cuerpo, jirones de epidermis, alquimias, laberintos en donde dibujarte, apenas breves trazos en el aire para acabar el cuadro y volver a pintarte hasta agotar los lienzos, hasta sangrar de ausencia.

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Carta 24, 1992

El autobús me ha dejado a la puerta de tu casa. El autobús no puede recorrer otra distancia. El autobús no sabe lo que pasa entre nosotros ni yo ni tú.

Javier Egea

Recorrer la ciudad de punta a punta sólo para verte, sólo para ese espacio de tiempo de apenas diez minutos cercado de autobuses, de paradas de metro, de escaparates llenos de artículos de saldo, de gente que pasea su dolor o su tedio, ese olor a ciudad apenas presentido es, sin embargo, amor, más nuestro que el olor de nuestros cuerpos, el tuyo y el mío que casi ni se rozan, que no se han dibujado sino en el aire, apenas trazados en silencio cuando el mundo se duerme. Debí besarte ayer. Para variar era yo quien tenía que haber hecho jirones con tu ropa, con tu vida, con tu sudor vapor de agua. Debí comerme el nido de tu vientre

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en vez de acompañarte hasta tu casa, verte sobrepasar las marquesinas, entrar en tu portal para perderte entre la nada, en ese oscuro túnel que nos separa casi a cada rato. Claro, debí besarte y no llevarme a cuestas tanto deseo, tanto desasosiego como cargo encima cuando tu boca no me sabe a fruta sino a derrota. Debí de hacerlo, aunque tú no quisieras.

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Carta 25, 1993

Habrá que acostumbrarse a las pequeñas cosas, a algún leve rozar por la escalera, detrás de aquella puerta o en algún ascensor camino de tus ojos. Saber que quieres té por las mañanas y por las tardes, dependiendo del día (hay días que no estamos para nadie), tal vez una calada de un cigarro, un mirarte a los ojos y ver cómo se encienden las paredes, cómo vas absorbiendo de ese modo tan tuyo el mundo, hasta esconderlo debajo de mi brazo, en tu cabeza.

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Carta 26, 1993

Acostumbrarse, digo, a la dura verdad de los relojes, a que se pase el tiempo, desgastado un segundo después de empezar a besarnos, piel contra piel, incendio contra incendio. Y verte en cada rostro de mujer que me cruza, y que cada semáforo sean tus ojos en verde. Saber que esto no existe mas que para nosotros, que el mundo ancho y ajeno lo estamos construyendo a cada rato. Y cada cosa que te toca es mía, Supongamos, un perro que acaricias, algún gato que escapa de la lluvia o la triste y rugosa textura de adoquines por las que vas flotando cada vez que te alejas dejándome un silencio espeso como lava, sordo como el sonido del agua golpeando las ventanas… Aquella habitación donde te desnudabas mientras yo iba naciendo…

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Carta 27, 1995

IndĂşltame, mi amor, tu dulce boca, el temblor encendido de tus besos, la seda de tu cuello y esa loca manera de abrazarme hasta los huesos. Dame tu verbo libre, la bendita manera de callarte que me quieres y ese rubor de gata que te habita, pero dĂŠjame libre de tu cuerpo.

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Carta 28, 1996

Has sido la caricia, la secreta alcoba, el viento que movía antenas de insectos invisibles que resbalaban tercos por la cara interna de mis muslos. Fuiste la fuente, el pozo con su brocal de piedra, ese bichito esquivo, huidizo y tímido cuando cogías mi sexo y me decías qué distinto a como lo recuerdo. Piel de un animal huraño, piel antes imposible paseando por mi nuca y aquel húmedo abismo de ternura donde perder mis dedos. Animalito de caricia y de pozo, de misterio salobre, lugares del amor, abismo, cielo...

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Carta 29, 1998

A la tibia liturgia del pecado han pasado tus manos tras las mías y te enredas, y palpas y porfías al tacto de mi cuerpo abandonado. En la suave penumbra de la estancia donde tu amor me tiene y me sostiene, mi corazón se teje y se entretiene en tu pozo de plata, en su abundancia… Tápame con la manta, que no veas asomar una lágrima en mis ojos incendiados quizás de nada y todo: nada de no tenerte, y que no seas quien de vida otra vez a mis rastrojos; todo, de que me quieras a tu modo.

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Carta 30, 1998

Convócame en tu vientre a la tibia liturgia del pecado, a los besos urgentes que nunca imaginábamos, que estaban esperando nuestras bocas como espera la tierra la lluvia de un abril envuelto en llamas… Convócame a tu piel, a incendiar cada poro de tu cuerpo, a beber tu sudor en el aljibe que se forma en tu pecho mecido entre mis manos, suspendido en mis ojos igual que el colibrí sobre un riachuelo… Convócame a un te quiero que deberás decir cuando tú quieras, a faldas por los suelos, a piel sobre sillones, a labios que me buscan y me encuentran, a dedos que me abrasan, a mi mano nadando entre tus piernas… Convócame, amor mío, a la suave dulzura del silencio, a tus ojos cerrados, a tu lengua insistente que persigue esconderse en la mía, a tus centros más húmedos,

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al placer más hermoso y más callado… Convócame a no verte en muchas horas, a no volverme a amar hasta mañana, a no saber de ti, a urdir las más banales intendencias, a bucear en mi memoria persiguiendo la tuya, a dibujar en el aire tus piernas infinitas… Pero no me condenes a tu ausencia.

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III Nueve canciones de Karen

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Yo no sé lo que busco eternamente en la tierra, en el aire y en el cielo; yo no sé lo que busco; pero es algo que perdí no sé cuándo y que no encuentro, aun cuando sueñe que invisible habita en todo cuanto toco y cuanto veo.

Rosalía de Castro

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I

No he de buscar palabras… Hoy mi cuerpo halla el filo de tu boca prendida a un poema infinito. El viento me atesora, (me causa escalofríos el roce de tus dedos corriendo detrás mío). Nunca fue un niño muerto tu corazón en vilo, tu pecho de tormenta, tu voz de trueno herido. Pues eres de mi boca como yo de tu hechizo, como tú de mi falda, como yo de mi espino.

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II

Me tocaste la nuca, suave, por la escalera, y pensé que tendrías para siempre algo nuestro, apenas la mitad del todo que me pides, más del doble, amor, más del latir de un silencio. No quiero decir nada. Otros hombres vendrán y habrán de poseer la nada de tu cuerpo… Más ninguno tendrá la línea que trazaba tu dedo al dibujar te quiero en mi cuaderno.

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III

Frรกgiles telas, ยกQue tus manos las salten! ยกQue busquen en mis centros el contacto del aire, tu piel contra mi piel rodeados de nadie!

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IV

Te preguntas qué tienes, de mí, que puedas decir que lo posees, poder hacerlo tuyo… ¿Es poco, un corazón que se mueve a tu lado esos cinco minutos de amor a pesar suyo?

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V

¿También a ti, amor mío, te parece que tardo, que siempre me demoro más de lo conveniente, que mi boca se exilia continua de la tuya? No es un exilio, ni siquiera es un viaje, es que debe volver, como los presos después de un vis a vis a esperar la siguiente visita de tus labios.

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VI

Mi beso es un cura-sana, te beso por los pasillos en todas tus cicatrices, en tus labios infinitos. Y te beso en las paradas, y te busco en las esquinas, bajo las luces dolientes de todas las oficinas. Me pierdo en los autobuses abarrotados de nada, sin hombres que los ocupen, sin novias agazapadas, sin conductor, sin billetes, sin sillas donde sentarme, sin barras a las que asirme, sin brazos para abrazarme.

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VII

Andarán los gorriones sometidos a los vaivenes de las estaciones igual que anda mi oído a tus canciones abandonado, tibio, entretejido. No han de buscar mis manos otro nido que el que en mi vientre encuentran las pasiones. Mis dedos hallarán, en mis rincones, lo que hay después de ti cuando te has ido. El hueco del sofá donde prendido quedó mi olor a mar… Habitaciones tan distantes de ti, de tu perdido aliento, semen, piel, tacto… Oraciones –como en invierno el pájaro aterido– elevo ante mi falta de razones.

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VIII

Devoras mis palabras… Las divides, interpretas, consumes con la misma avaricia que el carmín de mi boca. Déjalas reposar hasta después de todo, hasta el final de los días felices. Tendré entonces, amor, la certidumbre de que comprendes bien lo que te digo: no te besaba yo, era una estatua que tú habías incendiado en otra vida y en esta tomó cuerpo, se hizo sangre para teñir de rosa el blanco y el añil de tus pupilas.

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IX

Me escondo por los paseos de los bárbaros que vienen a devorarme. Mi locura se cierne alrededor del hilo de mi vida y encuentro las respuestas cuando no me pregunto. También miran mis ojos (cuando no te das cuenta) el final de tu espalda, la cinturilla de tus pantalones, e incluso más abajo te dan vuelta e intentan recordar cómo era aquello que dio en poner en llamas la trasera del canto de mis manos con apenas rozarlo.

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