Samuel: El Profeta de Dios

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Por eso, era necesario introducir un nuevo orden de cosas. La tarea requería un hombre predominantemente fuerte; y esa persona por excelencia, como veremos, fue el profeta Samuel, quien condujo a su pueblo de una época a otra sin una sola revolución y casi sin el disturbio que acompaña naturalmente a un cambio tan grande. A unos pocos kilómetros al norte de Jerusalén, en los confines de los territorios de Efraín y Benjamín, estaba situada la aldea de Ramataim de Zofim. Era también conocida como Ramá, y ha pasado a la historia del Nuevo Testamento como Arimatea, el pueblo de donde vino José, el que reclamó a Pilato el cuerpo del Señor. Ramataim significa «las dos Ramaes», pues pudo haber una superior y otra inferior. Zofim recuerda a un ancestro de Elcana, llamado Zuf, quien parece haber sido un hombre de considerable importancia (véase 1 Cr. 6:35; 1 S. 9:5). En esta ciudad de las montanas nació un niño que habría de darle interés e importancia, no sólo durante su vida, cuando el pueblo fue el foco de la vida nacional, sino por centenares de años. Hacia los fines de la carrera de Sansón en el sur de Judá, residía en Ramá una familia que constaba de Elcana, levita, y sus dos esposas: Ana («gracia») y Penina («perla» o «margarita»). Antes había vivido en Efraín, y por eso se le consideraba como perteneciente a esa tribu (véase Jos. 21:20). Tener dos esposas no era una violación de las leyes levíticas, que no prohibían la poligamia aunque regulaban con cuidado las leyes matrimoniales. Se supone que Elcana llevó a su hogar una segunda esposa debido a la esterilidad de Ana; pero, cualquiera que haya sido la razón, esa decisión no le trajo sino miseria. La casa de Ramá se llenó de altercados y disgustos, que aumentaban con la fertilidad de Penina que daba a luz niños, mientras Ana permanecía estéril. Aparte de todo eso, su desolada condición era una aflicción casi intolerable. Pero el estar sujeta a las burlas y el sarcasmo punzante aumentaba mucho más su tristeza; era como si la espada del Señor atravesara su alma, y la arrastrara casi a la tumba, ni siquiera el afecto de Elcana podía calmar el deseo de su espíritu (véase 1 S. 1: 5, 8; 2:5-8). Con todo, de todo su sufrimiento nacería el salvador de su país y el gozo de su existencia. En otras palabras, antes de poder entregar a Samuel a su pueblo, Ana tuvo que ser una mujer de espíritu acongojado. Acaso los grandes dones de Dios para los hombres vienen a través de las dificultades... 5


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