Samuel: El Profeta de Dios

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Es un gran honor que una persona sea llamada a compartir con Dios el dolor y la tristeza terribles que ponemos sobre su tierno y santo Espíritu. Ninguno debe considerar extravagancia el atribuir sufrimiento a Dios, por causa del rechazo de los corazones humanos, que rehúsan su Reino y tienen en poco el Espíritu de su gracia. Cristo nos enseñó que Dios no es impasible. El anhela, sufre, ama, como los padres humanos, solamente con intensidad divina, que es más profunda y elevada. El profeta dice que Dios estaba oprimido por la carga del pecado y la rebelión del hombre, como la carreta que chirrea bajo su carga. Sin duda alguna, la petición del pueblo de un rey tenía como fundamento parcial Deuteronomio 17:14, que parecía anticipar la crisis que ahora se presentaba. Pero la petición se le había hecho a Samuel prematuramente. En vez de tratar de entender el pensamiento de Dios, el pueblo había tomado su propia decisión; en vez de consultar al anciano profeta, dictaron ellos mismos las normas que ya habían decidido. Bajo estas circunstancias, y por instrucción directa de Dios, Samuel protestó solemnemente a la embajada de ancianos -y por medio de ellos a todo el pueblo-, haciéndoles saber la clase de rey que tendrían. Era imposible que el rey exigido con un espíritu tal como mostraba el pueblo pudiera ser un hombre según el corazón de Dios. Ellos querían un rey que, en su estatura y comportamiento, en sus hazañas y hechos bélicos, fuera digno de comparación con los monarcas vecinos. Esto era de mucho más valor para ellos que el carácter, la obediencia a Dios, o la lealtad al código mosaico. Y como ellos querían, así se hizo. A menudo sucede que Dios nos da según nuestra petición, pero pone desconsuelo en nuestras almas (Sal. 106:15). Toda la extravagancia y prodigalidad de la vida humana, que eran las compañeras comunes de la realeza en los países vecinos, estaban destinadas a aparecer en la corte de los reyes de Israel. Obligarían a los jóvenes a hacer sus armas, pelear sus batallas y servir en su propiedad real. Obligarían al pueblo a trabajar gratis la labranza de su tierra. De las hijas y esposas del pueblo exigirían perfumadoras y panaderas y otros lujos exquisitos del gusto real. Confiscarían a su gusto viñas y olivares, las fincas y las tierras. Un pesado sistema tributario se impondría al producto de la tierra y del ganado que cubría los pastizales, mientras que el pueblo tendría que contentarse con ver solamente que su dinero, ganado con el sudor de sus frentes, se malgastaba en los placeres y excesos sensuales del palacio. 30


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