Moisés: El Siervo de Dios

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Faraón, por sugestión de sus servidores, propuso un arreglo. Estaba dispuesto a dejar ir a los varones, y los amenazó con algo malo si no aceptaban su proposición. Pero los hermanos no vacilaron ni un momento en rehusarla; no podía ser. Los jóvenes y los ancianos, los hijos y las hijas, los rebaños y vacadas: todos. Ninguno debía estar ausente en aquella gran convocación, que había de reunirse en alguna parte del desierto para hacer una fiesta a Jehová. La corte nunca había oído que alguien se dirigiera así a Faraón; ni podía él soportar aquel discurso atrevido; y así, en obediencia a una señal hecha por él, fueron arrojados de su presencia. Pero las langostas llegaron con un viento oriental, que, viniendo directamente del desierto, había soplado todo un día y una noche: «Y cuando vino la mañana, el viento oriental trajo la langosta». Sus escuadrones llenaron el aire y literalmente cubrieron la tierra. La superficie verde quedó oscurecida por sus cuerpos cafés; y todo vestigio de verdura en los campos, en los árboles frutales y entre las hierbas abundantes, que gustaban tanto a los egipcios, desapareció instantáneamente. No hubo botón, ni flor, ni brote, ni hoja, dejado en ninguna parte «en toda la tierra de Egipto» (Éx. 10:15). Los animales habían perecido y ahora los productos de la tierra. Seguramente la siguiente visitación barrería toda vida humana. Sobrecogido de pánico, el rey mandó llamar a los hombres a quienes poco antes había echado de su presencia; confesó que no sólo había pecado en contra de Jehová, quien por ahora había llegado a ser una personalidad evidente a su conciencia, sino en contra de ellos y rogó que esta muerte le fuese apartada. ¡Cuán bondadoso y longánime es Dios! En respuesta a la intercesión de Moisés, «Jehová hizo tornar un viento occidental muy fuerte, que alzando la langosta, la echó en el Mar Rojo; y no quedó ni una langosta en todos los términos de Egipto» (vs. 19). Pero de nuevo Faraón faltó a su palabra... Sin ser anunciadas, las tinieblas cayeron sobre la tierra: «tinieblas tales que podían palparse». Hay viajeros que nos dicen de tinieblas causadas por tempestades de arena, tan densas, que era imposible verse la mano puesta cerca de la cara. Sea cual fuera la causa, las tinieblas de esta plaga deben haber sido de esta misma clase: «Y no se vieron los unos a los otros, ni nadie se levantó de su puesto durante tres días».

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