Virgen del sol

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nacer, cultivar, trabajar, servir, procrear y morir. ¿Qué necesidad de inmortalidad podían tener? Él, sin embargo, tan pronto arribara al templo, tendría la oportunidad de seguir aprendiendo de la niña. Desde su marcha no había dejado de pensar en ella, la imaginaba sentadita en su cámara secreta, donde se vio obligado a dejarla, a salvo de miradas curiosas o de indiscretos personajes que no habían dejado de atosigarlo en su permanente y estéril vigilancia, pobres idiotas, qué lejos estaban de entender nada acerca de sus planes ni de los poderes de Tinkana Warma. Aunque por más que pensaba todavía no había conseguido desentramar la capacidad de la niña para robar instantes de tiempo, estaba seguro de que más temprano que tarde lo conseguiría. Para ello la niña tenía que entender, tenía que aceptar su poder, la fuerza para hacerlo, y más le valdría haberlo hecho ya, porque su única posibilidad de sobrevivir habría sido detener el tiempo también para ella. Bajaba por la calle de los artesanos a pie, cobijado entre las sombras y los olores de los productos químicos para bruñir el metal que allí se trabajaba. Había sufrido mucho para llegar hasta allí utilizando vías seguras controladas por sus fieles, de los que había conseguido librarse con el pretexto de realizar una purificación interna por espacio de dos noches. Necesitaba tiempo para hablar con Tinkana Warma a solas y aprender bien todo lo que la niña había vivido. Después volvería e iniciarían el regreso público al Qosqo. Haber-lo enviado a conectar los templos del Chinchasuyu con el nuevo Qoricancha había sido una estupidez que el Inca pagaría a manos del verdugo más cobarde de la existencia, el asesino implacable que mataba en silencio, pronto su nuevo aliado. Por sus contactos estaba enterado de la ceremonia en Sacsayhuamán y del regreso de Tupac Yupanqui. Estaba al corriente de casi todo lo que había acontecido en la ciudad y también de la construcción del nuevo templo junto al de Pachacamac. Pero la noticia que de verdad le había irritado era la elección de un nuevo Villaq Uma sin haber muerto él. Era cierto que no se había realizado la ceremonia oficial de sucesión, ni la de exequias, ni mucho menos la de presentación a los dioses, pero a todos los efectos ese sacerdote colado a última hora entre los suyos lo había humillado. Él por lo menos había honrado con una muerte digna a su antecesor y se había preocupado de que su momia descansase en un perfecto cesto líber acompañado de sus más valiosas pertenencias. El murmullo de las fuentes en los jardines del templo lo apartó de sus cavilaciones y le recordó que tras aquella pared oculta al mundo lo esperaba la inmortalidad. Accedió al recinto por una puerta lateral justo al final del muro


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