Virgen del sol

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que no habían superado la noche, al único que no recogieron fue a mi amigo. Cuando se lo llevaban con otros heridos a Pukapukara, entreabrió un poco los ojos y nos miramos. —Todo saldrá bien, ya lo verás. Salvado el uniforme de Jaramucap, me dieron otro de alguien que no tuvo tanta suerte, y ese mismo día comencé una instrucción militar basada en la disciplina, la fuerza y las ansias de dominar a pedradas. Pero el incidente de esa noche no pasó desapercibido y corrió la voz más rápido que el aleteo de un colibrí. Los compañeros de escuadra con los que afinaba mi puntería en carrera con la honda, me miraban con una mezcla de extrañeza y miedo. Incluso el jefe de la escuadra, Kari Huillca, me trataba con un punto de respeto superior a los demás, gritando mi nombre en lugar de insultarme. No tardaron en dar un paso adelante y cada hombre que se accidentaba o sufría cualquier indisposición corría a tocarme, con la esperanza de solucionar todos sus problemas en un toque milagroso. Algunos de esos pobres consiguieron después de tocarme una rápida sanación, pero en todos los casos eran pequeñas tonterías que se habrían solucionado igualmente si no me hubiesen conocido jamás. Por supuesto, ellos lo atribuían a mi condición de sanador milagroso. Esta situación que pensé sería algo pasajero, lejos de remitir, cada vez cogía visos mayores y ya no llegaban a mí sólo los hombres de mi escuadra y mi batallón, sino que cuando regresaba por la noche a la cabaña, decenas de hombres esperaban un gesto por mi parte para curar torceduras, aplastamientos, golpes, cansancio, enfermedades que los consumían, incluso males de amores y mensajes cifrados para sus mujeres, que los esperaban en remotas aldeas. Yo no sabía qué hacer y me limitaba a sonreírles, abrazar a los que me parecía oportuno y decirles que todo saldría bien, que estuviesen tranquilos. Para mí era una situación muy desagradable, pues al enorme trabajo que me suponía mantenerme vivo después de horas y horas de andar por la montaña, tirando y esquivando piedras, debía añadir además desgracias y males que apenas me importaban y que encima apartaban mi mente de los míos. Sin embargo, la sorpresa mayúscula se produjo cuando una mañana, antes incluso de nuestra oración a Inti y los Apus de la montaña, donde apedreábamos a todo lo que se movía, unos soldados de la escuadra del comandante Ollanta me despertaron y me escoltaron hasta la tienda que dominaba todo el cuartel desde la colina de Toq’ruchai. —Vaya, a ti te conozco —me dijo el comandante. Por supuesto, yo también lo reconocí como el hombre del chullo de plumas


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