Dulce Hogar

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Autores varios


Hogar… dulce hogar es una recopilación de cuentos que dedican su tema principal a la casa, a los momentos que pasamos en ella que son la mayoría de anécdotas que ocurren a lo largo de nuestra vida; además de ser el lugar encontramos seguridad y refugio para cualquier dificultad. Algunos autores que encontraran son: Oscar A. Tobar, Luis Bermer, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, entre otros.




Autores varios


Johanna Orjuela, 2011 Editorial Silueta, Colombia Calle 24 c no. 84 – 85 Bogotá d.c. www.editorialsilueta.com.co Proyecto y dirección editorial: Oscar Velásquez Ilustración, diagramación, edición y encuadernación: Daniela Almonacid Guzmán ISBN: 958-42-1113-7 Impresión Impreso en Colombia Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.


Quizás solo sea posible escribir sobre ciertas cosas, cuando ya apenas puedan herirnos y hemos dejado de soñar con ellas, cuando estamos tan lejos, en el espacio y en el tiempo, que casi daría igual que no hubieran sucedido. Antonio Muñoz Molina Agradezco a todos aquellos que me ayudaron a que este libro se hiciera realidad.



Contenido La casa inolvidable 13 Oscar A. Tobar

La casa de muñecas 17 Luis Bermer

La casa de Asterión 21 Jorge Luis Borges

Casa Tomada 25 Julio Cortázar

La casa del Mono 31 Gerardo De La Torre

La caída 41 de la casa Usher Edgar Alan poe

La casa del Juez 59 Bram Stoker



Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia. Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Casa Tomada Julio Cortázar Con el propósito de abarcar un tema diferente e innovador, que por esencia nos concierne a todos por obligación, el libro HOGAR… DULCE HOGAR hace una recopilación de cuentos que tienen como tema principal la casa. Desde cuentos infantiles hasta de terror, con la intención de incluir gran variedad de temas, para que el lector disfrute el libro y al mismo tiempo se sienta identificado en muchas circunstancias que se observaran en este. Experiencias que solo vivimos en el hogar, a lo largo de toda nuestra vida, momentos que nos marcan y nos definen como persona, y que fijan nuestras acciones desde la infancia hasta la vejez son los que hallaremos en este libro, con autores como Luis Bermer con La casa de Muñecas, Julio Cortázar con Casa Tomada y La caída de la casa Usher de Edgar Allan Poe. Con esto, espero que los lectores disfruten desde la primera hasta la ultima palabra de este hermoso libro, y que al mismo tiempo gocen de recordar anécdotas pasadas, travesuras de su infancia y juventud, fiascos o “desencantos” en su vida madura; o que sueñen con deseos que todavía pueden alcanzar.



La casa inolvidable Oscar A. Tobar


La casa inolvidable Mi abuelo materno era una piedra fría, lleno de paciencia y silencio, a golpe de ternura su paso se hizo lento. De este abuelo recuerdo, al menos, dos incidentes. Cuando yo tenía ocho años, íbamos sobre una mula hasta un pueblo llamado Jute, el abuelo compraba bestias de carga cada cuatro o cinco años. Eran tiempos de feria. Cruzamos muchas cercas que formaban parcelas, en una región cuajada de piedras afiladas; a paso lento y pujando, la mula subió hasta el altiplano donde estaba aquel pueblo. Entre sombras nocturnas y amarillentas luces, abordamos un extremo de Jute, donde nacía la calle principal para llegar a casa de don Teódulo, un viudo amable rodeado de nietos. Llegaron tres hijas y Don Teódulo mandó a preparar para nosotros una rápida cena. Minutos después con espumosas tazas de chicha, y fumando, el abuelo y don Teódulo se aislaron de la familia para platicar de sus tiempos. Ellos se conocieron en el cuartel, entre trago y trago de chicha, don Teódulo habló del teniente Carmelo Martínez, y dijo que aquel militar estaba sepultado, allí, en Jute. Mi abuelo al escuchar este nombre se estremeció y hasta la silla tronó. Elevó el tono al preguntar —¿Dónde se encuentra? —Don Teódulo, indicó que estaba enterrado en la esquina sur del cementerio local. Siguieron hablando de aventuras juveniles y adivinanzas del cine mudo. Al día siguiente, antes del desayuno, mi abuelo se levantó muy temprano, como lo hacía siempre. Pero, esta vez, su expresión bonachona me pareció sospechosa porque despertó con oídos desafinados. Muy indispuesto, me dijo: —Aquí quédate que pronto regresaré —un segundo después cambió de actitud— Ven conmigo pues, pero camina rápido. Recorrimos una orilla del pueblo para llegar al cementerio de Jute. Con los primeros claros del día, anduvo buscando nombres en cada cruz hasta encontrar una desteñida y podrida; se lanzó furioso sobre ella con tanto desprecio, que no paró, hasta que con su machete la hizo pedacitos. Ya cansado por el esfuerzo y la ira le brotó una risita entre enfermiza y triunfal cuando dijo: —Maldito teniente, me hizo la vida dura en el cuartel. Mi abuelo regresó del cementerio amigable y rejuvenecido. Ya en casa don Teódulo, dijo: —Ni sentí cuando ustedes salieron. —Mi abuelo no dio ninguna explicación. Desayunamos juntos, y luego, ellos se fueron a la feria para negociar la compra de bestias de carga. Mi abuelo compraba bestias jóvenes, mientras que, don Teódulo buscó bestias viejas para revender al zoológico de la capital como carne viva para los leones. En ese grupo se llevaron a la mula del abuelo. Se me humedecieron los ojos, al mirar por última vez, aquella mula vieja de ojos grandes y tristes El abuelo compró un caballo en el cual regresamos a casa, y también, trajimos una yegua barata que cojeaba de una pata delantera, y detrás en fila india venía su cría, un enclenque


15 Oscar A. Tobar potrillo que tímidamente, caminaba como que iba en medio de una vereda de púas. Pasaron dos semanas después de la compra. La yegua ya no cojeaba y la probaron con una carga de leña. Mi abuelo siempre madrugaba para hacer sus faenas agrícolas, apenas paraba cuando las nubes alargaban una tormenta, él regresaba hablando con la luna o pensando en ella. Por eso, desconocía lo que pasaba en su casa. Una noche, la abuela le contó mi última hazaña yo había encontrado un manojo de cohetes que el viejito guardaba para reventarlos en tiempo de fiesta. Encendí uno y el cohete salió disparado como un misil quebrando tejas. El abuelo, al saberlo, me miró de cuerpo entero. —¡Aja! Con que esas tienes cabezón, —ya se había lavado las manos para sentarse a cenar, y antes de comer se las secó en mi cabeza y agregó— pues mañana vendrás conmigo. Y nuevamente, antes que saliera el sol, iba yo montado esta vez en la yegua; no corrimos a galope tendido porque la cría podía quedarse muy atrás y perderse. Llegamos a la cumbre de sus terrenos, desde donde se miraba cómo el viento regaba una alfombra de hojas secas. Mirando la lejanía expandirse en colores plomizos, me atreví a preguntarle si conocía los desiertos. —Nunca fui a conocer un desierto —respondió—, pero los puedo hacer cuando quemo basura antes de sembrar en esta tierra. Entonces me dio un machete pequeño. —Úsalo —me dijo— hasta que se te revienten las ampollas que te brotarán en esas manos traviesas; lo que quiero es que bajes a cortar ramas secas, tan largas como puedas cargarlas. Me mantuvo en ese trajín de cortar, llevar y amontonar madera en la cumbre hasta que después de tres horas yo estaba sudando y cansado. Dejó que me sentara un momento, nunca bajo la sombra, porque podría dormirme. Minutos después, continuamos trabajando hasta llegar la hora del almuerzo. Sacamos de un bolsón panes duros y una botella de agua, rápidamente, comimos y seguimos construyendo una casita. Antes que el sol se escondiera, sólo faltaba el techo. El viejo bajó por un puñado de hojas secas; y de esa forma, ya habíamos echo una casa pequeña. Me pidió los fósforos que me había dado a guardar desde que salimos de su casa. Y fríamente, quemó la casita. Me estremecí porque me dolían las manos. Como yo observaba todo sin preguntar, me miró a los ojos, y dijo: —Ahora ya sabes lo que es un desierto y lo mucho que cuesta hacer una casa.


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La casa de mu単ecas Luis Bermer


La casa de Muñecas La casa de muñecas estaba situada en la mesa más alta, junto a la ventana; el lugar más resplandeciente de toda la habitación. Allí, en su interior de lujoso ensueño, convivían en eterna armonía unas preciosas muñequitas de porcelana, vestidas con maravillosos trajes de fantasía, cuyos colores creaban destellos de ilusión a su alrededor al tiempo que realzaban la encantadora palidez de aquellos rostros cincelados y sonrientes. Aunque el increíble atractivo de cada una de ellas estaba fuera de toda duda, la singular belleza de Celine superaba cualquier prodigio surgido de las fuentes de la divinidad. Así era conocido y reconocido por todos los juguetes de la habitación que, en su gran mayoría, profesaban por Celine una profunda devoción. Un regimiento de soldados de plomo marchaba siempre alrededor de la casa de muñecas, protegiendo su tranquilidad del posible —aunque poco probable— ataque de algún juguete malévolo. Formaba parte de este regimiento un soldado diferente, muy diferente a los demás, aunque sólo él era consciente de ello, pues su apariencia era idéntica a la del resto de sus compañeros. Sólo este soldado sin nombre sintió por Celine lo que nadie sentía, sólo él pudo ver en Celine lo que nadie veía, más allá de la insondable barrera de su belleza infinita. Un día de primavera, el soldadito de plomo, buscando el momento oportuno y armándose de valor (más del que necesitó en todas las batallas del pasado juntas), se acercó a Celine, que paseaba distraídamente por los jardines de la casa de muñecas. Debía comunicarle todo lo que sólo él sabía. —¡Hola Celine! —dijo nerviosamente. —¡Hola soldado! —contestó ella, siempre sonriente —¿Qué deseas? —Yo...yo sólo quería que...que...—sus torpes palabras se ahogaron en un mar de confusión—. Celine lo miró con expresión entre divertida y sorprendida. El soldadito, víctima de un miedo que jamás había sentido antes —el miedo a la incomprensión—, balbuceó, con sus ojos de pintura fijos en el suelo, las siguientes palabras: —Sólo...sólo quiero que aceptes este...regalo. Y le entregó su pequeño corazón de plomo. —¡Gracias! —dijo Celine, recogiéndolo entre sus blancas manos. Y con un fugaz movimiento, besó al soldadito en una de sus mejillas, para alejarse después saltando alegremente entre las doradas flores del jardín. El soldadito de plomo notó que enrojecía por dentro, y se sintió feliz. Pasaron los días, y comprendió que su agridulce fracaso a la hora de comunicarse con Celine le había afectado profundamente. Sabía que jamás podría expresar con palabras la complejidad de sus pensamientos ni la hondura de sus sentimientos; y la evidencia de esta incapacidad le hacía sufrir de una forma indescriptible. Comenzó a desfilar descompasada-


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mente, su mirada estaba siempre perdida, e incluso llegó a extraviar su fusil. Sus superiores lo recriminaban constantemente por su actitud y sus compañeros de regimiento empezaron a pensar que se había estropeado por dentro. Su última esperanza estaba depositada en el fondo de su corazón. Sólo esperaba que Celine pudiese interpretar lo que en su interior, sin duda, estaba escrito. El eco de sus oscuros pensamientos pronto se tornó insoportable en su interior. Sin poderlo evitar, dejó la formación y corrió en busca de Celine hasta encontrarla: —Celine, tienes que darme una respuesta, algo con lo que llenar mi cuerpo vacío. —¿Acaso no es suficiente uno de mis besos? —preguntó Celine inocentemente extrañada. —Podemos dar mil besos, pero sólo un corazón —respondió el soldadito con tristeza. —En ese caso —dijo Celine— espérame aquí un momento, te devolveré tu corazón. —¿No...no lo llevas contigo? —consiguió decir con un hilo de voz apenas audible. —¡Oh no, no podría con todos! —contestó Celine ilusionada—¡guardo juntos todos los corazones que los soldaditos me regalan! Espero poder encontrar el tuyo, aunque no te preocupes, no importa, ¡son todos iguales! —Sí...todos iguales...—repitió mecánicamente el soldadito sin nombre mientras volvía a su puesto arrastrando su alma hecha jirones. Aquel soldado de plomo luchó en mil batallas, ganó cientos de reconocimientos y honores, y su valentía y ferocidad en combate no tuvieron parangón. Llegó a ser con el tiempo un héroe legendario, aclamado, temido y respetado por todos. Sin embargo, nunca dejó de sentir un profundo vacío, una extraña aflicción dentro de su pecho cubierto de medallas, cada vez que levantaba su mirada hacia arriba, hacia la resplandeciente casa de muñecas.


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La casa de Asteri贸n Jorge Luis Borges


La casa de Asterión Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la Tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el Sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera. El hecho es que soy único. no me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos. Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. ( A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el del otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos. No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Esto no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos.


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Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado Sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo. Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá que me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo? El Sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba un vestigio de sangre. —¿Lo creerás, Ariadna?— dijo Teseo —. El minotauro apenas se defendió.


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Casa Tomada Julio Cortรกzar


Casa Tomada Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia. Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las ultimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde. Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina. Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene que pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso. Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala


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con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos. Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad. Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene: —Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados. —¿Estás seguro? Asentí. —Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado. Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco. Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban


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Casa Tomada

todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza. —No está aquí. Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa. Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre. Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía: —Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol? Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar. (Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios. Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.) Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acos-


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tarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro. No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada. —Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo. —¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente. —No, nada. Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora. Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.


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La casa del Mono Gerardo De La Torre


La casa del Mono Como todos los días, esa mañana de mayo me dirigí al puesto de periódicos a comprar el diario habitual, un tabloide especializado en crímenes y otros asuntos desagradables, como la política. Poco me interesaban las noticias políticas, a no ser que se tratara de unas elecciones limpias y sin impugnaciones de los partidos de oposición o del imposible anuncio de un presidente o un miembro del gabinete encarcelado por fraude. En casa, frente a una taza del mejor café, buscaba en las páginas deportivas los resultados del beisbol y el futbol y luego me concentraba en la nota roja, que en las últimas semanas estaba resultando decepcionante: asaltos a mano armada, homicidios pasionales, secuestros de millonarios, pero ningún asunto que despertara el apetito de un voraz buscador de crímenes inquietantes, de casos misteriosos y espeluznantes que exigieran la intervención de un buen detective privado. Esa mañana, mientras apuraba los primeros sorbos de café y me había colocado en los labios el primero de los treinta o cuarenta cigarrillos que fumaba al día, hallé al fin una noticia que me interesó. Breve, escueta, de apariencia intrascendente. Jugando en un baldío de los suburbios, dos niños habían hallado el cadáver de un desconocido despojado de ciertos órganos. La nota no mencionaba qué órganos, pero me instalé frente a la computadora, abrí un expediente titulado Órganos y transcribí íntegro el reporte, con fecha y fuente. Después hice varias llamadas hasta que logré localizar a Patricia Ocampo, responsable de la sección policiaca en el tabloide. —¿Qué sabes del desconocido de Huayamilpas? —Eso mismo. Que hasta el momento sigue siendo un completo desconocido. Le faltan los ojos y un riñón. El cuerpo no ha sido reclamado. —¿A quién le encargaron el caso? —Al comandante Urquiza. Ya sabes, autopsia, unas cuantas preguntas en la zona y si no hay escándalo cierran el archivo. —¿Y si hay escándalo? —Se lo quitan a Urquiza y se lo dan a cualquier otro. —Pobre viejo. —Tiene tu edad, Federico. —Por ahí andamos, pero quítale el ímpetu que me sobra y el brillo juvenil de mi mirada. ¿Quieres que comamos hoy? —Si tú invitas. —A las tres, en el Tampico. A ver qué encuentras sobre despojo de órganos. Antes de la cita con la reportera pasé a ver al comandante Urquiza. Era un hombre delgado, seco, de oscuros ojos hundidos que mostraban fiereza en el fondo de la caverna. Fumaba unos puros baratos cuyo olor mantenía permanentemente infestado el despacho pequeño y lóbrego que ocupaba en la jefatura. No era un buen policía y todo el tiempo se quejaba de que lo relegaban. Tenía una secretaria y un par de hombres bajo su mando y siempre le asignaban casos perdidos, sin importancia. Estaba a punto de cumplir los 60 años y lo único


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que deseaba era retirarse con una pensión decente. —Comandante —saludé—, del que le gusta. Y deposite en el escritorio una botella de ron jamaiquino envuelta en una bolsa de papel de estraza. Urquiza metió el bulto en un cajón del escritorio. —Va contra la ley sobornar a los policías —dijo. —Pero no hacerle regalos a los amigos. —¿Qué quieres? ¿Qué andas buscando? Me había acomodado en una de las dos sillas toscas que estaban frente al escritorio y eché una mirada en torno. En el gran tablero de corcho que se hallaba detrás del comandante había oficios, memoranda, recortes de periódicos, fotos y algún retrato hablado clavados con chinches. —Me interesa un caso —dije tras la inspección—. El muertito al que le extirparon un ojo. Una chispa pareció brillar en el fondo de los ojos hundidos. —Los dos ojos y un riñón. Limpiamente. Diría que es trabajo de un cirujano. —¿Identificaron al difunto? Urquiza negó. La chispa se había apagado. Tomó uno de los expedientes que se amontonaban en un extremo del escritorio y me lo acercó. Contenía el acta de levantamiento del cadáver, inútiles declaraciones de los niños, oficio turnado al C. Jefe de Grupo etcétera etcétera, informe del forense. “Sujeto del sexo masculino, unos treinta y cinco años de edad... evidencias de alcoholismo y desnutrición... sin huellas de violencia... signos residuales de anestésicos... posible paro cardiaco etcétera etcétera”. —Qué más violencia quieren que sacarle los ojos y el riñón. —Se les pudo haber muerto en uno de esos hospitales de caridad —dijo Urquiza—. Pusieron a practicar a un estudiante y se le quedó en la plancha. —¿Y por qué los ojos? Que yo sepa, no hay carrera de sacaojos —afirmé. Urquiza se encogió de hombros y echó mano a la botella del cajón. Sirvió en un par de tazas y me ofreció una. Bebimos. —De este asunto no vas a sacar ni un centavo —dijo—. Se trata de un pobrete sin padre ni madre ni perrito que le ladre. —De todos modos me interesa. En una de ésas resulta que tiene parientes ricos que quieren saber qué ocurrió. El comandante volvió a encogerse de hombros y entendí que no tenía nada que agregar. Le pedí que de surgir algún dato me lo comunicara y abandoné el despacho con la sensación de que para Urquiza el caso estaba tan muerto como el desconocido. Era improbable que apareciera algún familiar acomodado dispuesto a invertir en beneficio de mi agencia —la agencia soy yo, Santos, Detectives Privados, Dinamismo Seguridad Discreción, aunque a veces contrato ayudantes temporales—, pero el caso del mutilado me atraía. No por afanes filantrópicos sino más bien para evitar el óxido. Y porque nunca está de más dar con una buena pista y congratularse con las autoridades.


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En el Tampico Club, a las tres en punto pedí el primer martini seco. Diez minutos después llegó Patricia, morena cuarentona de vivarachos ojos negros, larga cabellera acairelada y caderas firmes, infinitas. Le ofrecí un aperitivo y aceptó un martini. —¿Hallaste algo? Había conocido a Patricia unos quince años atrás —los buenos tiempos en que estaba yo al frente de los judiciales—, cuando era una jovencita impulsiva y entusiasta que soñaba con ascender a reportera de políticas. Tan buena resultó para la nota roja, que se empeñaron en retenerla allí y al cabo le ofrecieron la jefatura. La amé sin pasiones excesivas y jamás me correspondió. Cero jits cero carreras ceros errores. A estas alturas de la vida más vale no amargarse por amores perdidos. Antes de acometer los pulpos con arroz y los filetes de robalo, ya me había referido Patricia la historia del Charifas. Un teporocho sin oficio que cosa de un par de años antes había caído en un hospital, le extirparon un ojo y logró escapar. Por extrañas razones se había presentado en el periódico y mi amiga escribió un relato del caso. —Allí anda por la vida, tuerto y siempre en el trago —acotó la reportera sin mostrar emoción. —¿En qué hospital estuvo? —Nunca lo supo. Salió de madrugada por una ventana, corrió por las calles y al día siguiente ni idea. —¿Acudieron a la policía? —El Charifas es un ladronzuelo y no hay ratero que quiera tratos con la tirana. —¿Sabes dónde encontrarlo? —Ahí ha de andar, en cualquier piquera del norte de la ciudad. Esa noche llamé a Juanito Lara y le pedí que se pusiera a averiguar direcciones de tabernas y pulquerías. Me trajo una relación la noche siguiente y la mañana del tercer día comenzamos la búsqueda. A las nueve de la noche ya habíamos visitado casi todos los antros de Tepito y la colonia Morelos preguntando por el tuerto, sin que nadie aportara el menor dato. Al día siguiente, un sábado, al caer la tarde hallamos al Charifas en “El bucle de oro”, una cantinucha en Canal del Norte. De la aventura de dos años atrás el teporocho sólo recordaba la carrera desesperada por las calles. Sin pensarlo mucho tomé una decisión. —Te invito a mi casa, Charifas. Hay güisqui, coñac, vodka, lo que quieras. El Charifas mostró al principio cierta desconfianza, pero cuando agregué unos billetes a la oferta, aceptó. —Vamos a tener que fumigarlo —le dije a Juanito en un aparte.


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Lo llevamos a mi departamento en el Eje Cuatro Sur. Juanito logró convencer al invitado de que se diera un baño y se afeitara. Echamos a la basura la ropa sucia y maloliente del tuerto y le pusimos camisa, pantalones y mis pantuflas viejas. Así ataviado, y con un televisor portátil y la cafetera eléctrica, el Charifas desapareció por la mañana. Pero la noche anterior habíamos conseguido sacarle un dato que resultó de valor. El Charifas se había bebido media botella de güisqui y era incapaz de recordar. Recurrí entonces a mi mejor coñac, una botella cerrada que puse frente al tuerto, pero lejos de su alcance. —Toda para ti, Charifas, y el dinero prometido, pero tienes que acordarte del hospital. Necesitamos saber dónde está ese hospital. —No, jefecito, no puedo, por Dios que no... A la mejor si me da otro vasito. —No, Charifas. Si no recuerdas, no ganas nada. El Charifas se llevó las manos a la cabeza y la mantuvo inclinada unos instantes. Luego me dirigió su mirada suplicante. —Un vasito, jefe. —Ándale, haz un esfuerzo. Mira qué magnífico alcohol —le dije acariciando la etiqueta. Destapé la botella, aspiré el aroma y acerqué la boca del frasco a la nariz del tuerto. —Es que se me olvidó, deveras que no sé —dijo con desesperación—. ¿Para qué iba yo a querer engañarlo, jefe? Deme una probadita nada más y seguro que me acuerdo. El ojo mortecino del Charifas lagrimeaba. —Déjalo, comandante —aconsejó Juanito—. Éste no se acuerda ni de cómo se llama. —Ni de eso, jefe, ni de eso. —Mala suerte, Charifas, no hay trato. Pero al cabo, sometido a esa forma pavorosa de tortura, el Charifas comenzó a recordar. —Había un lugar, jefe. Era una casa y arriba de la puerta tenía un mono de piedra, muy feo. Allí nos dejaban dormir. Una viejita nos daba de comer y nos dejaba dormir. Buena gente la viejita, creo que se llamaba doña Ulalia. Y si no me equivoco, una de esas noches fui a dormirme allí y luego no supe qué paso y luego andaba yo en las calles y ya había perdido mi ojo. No estoy muy seguro, jefe, pero arriba de la puerta tenía ese mono que le digo, muy feo, con cuernos, jorobado. —Caray, patrón, no sea malo, deme aunque sea una copita —suplicó al final. Antes de continuar el interrogatorio le dimos un poco de coñac que bebió de un golpe, ávido, con ansiedad, y tendió de nuevo la copa. —¿Dónde queda la casa? —pregunté con dureza, exasperado ya por aquel juego ocioso al que no concedía esperanzas. —Eso sí no lo sé —dijo el Charifas. Pero al cabo de quince minutos de abstinencia reveló que podía encontrarse en Tacuba, en Santa Julia. Por ahí.


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Fue lo más que pudimos sacarle y a eso de la medianoche, exhausta la botella de coñac, lo dejamos durmiendo en el cuarto de servicio, con intención de que al día siguiente nos acompañara para identificar la casa si dábamos con ella. Pero ya he contado que la paloma voló. Juanito y yo nos echamos a buscar y dos días después hallamos la casa del mono en la colonia Pensil. Era un caserón antiguo y grande, ruinoso, con fachada de piedra gris. Sobre la puerta, en un nicho, descansaba una gárgola. Un ente acuclillado, efectivamente cornudo y contrahecho. Esa misma noche comenzamos a vigilar la casa y pasadas las nueve un tipo con aspecto de pordiosero se acercó a la puerta, hizo sonar el aldabón una vez, otra. A la luz amarilla de un farol cercano logramos ver que abrió la puerta una anciana de apariencia inofensiva. El pobretón entró. —Ésa debe ser la casa y la mujer doña Eulalia —dije—, pero será mejor que nos cercioremos. No tuvimos que esperar mucho tiempo. Antes de las diez ya habían entrado otros dos miserables y entonces nos fuimos a un café de chinos a trazar el plan de ataque. —Lo primero —dije ante un vaso de café con leche—, es averiguar qué sucede dentro de la casa. Juan Lara sugirió que me presentara a pedir asilo vestido de pordiosero, pero se me ocurrió una idea mejor. Él sería el pobrete y yo su ángel guardián. De nada sirvieron sus protestas. La tarde del día previsto para la primera incursión había llamado yo a Patricia. “Tienes que venir con nosotros”, le dije, “puede salirte un reportajazo”. De manera que al anochecer estábamos en mi casa supervisando el disfraz de Juanito. Se había conseguido unas ropas muy sucias y desgarradas y un costal de pepenador relleno de papeles viejos y latas oxidadas, le frotamos el rostro con hollín y la cabellera con aceite quemado. Su aspecto era de veras repugnante. —¿Qué te parece? —pregunté a Patricia. —Perfecto. Seguro que va a funcionar. A las once de la noche nuestro miserable tocó a la puerta de la casa del mono y le abrió la anciana de siempre. Buena parte de los acontecimientos que en seguida refiero se apegan al relato de Juan Lara. —No tengo dónde pasar la noche —dijo Juan suplicante. En la actitud de la dulce anciana no hubo sombra de suspicacia. —Entra, hijo, entra —dijo con voz muy suave, de madre amorosa—. Aquí encontrarás un hogar, nada te faltará. Doña Eulalia condujo a Juan por un largo y desnudo pasillo y desembocaron en un salón amplio, con muebles antiguos y descuidados, rotos aquí y allá, los sucios sillones con los resortes al descubierto.


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—¿Tienes hambre? ¿Quieres comer algo? El falso pordiosero, aunque poco antes había ingerido media docena de tacos al pastor, dijo que sí. La buena señora, entonces, repetidas veces le preguntó si tenía parientes, si no existía en el mundo alguien que lo socorriera. Y en otras tantas ocasiones Juan ofreció la misma respuesta. —No, señora, no tengo a nadie en la vida. Ni familia ni amigos ni nada. Convencida, la dama le sirvió sopa tibia, un plato de carne escasa con frijoles de la olla, un vaso de plástico con agua de tamarindo. El agua contenía sin duda un somnífero. Juanito detectó el sabor intruso desde el primer sorbo y en cualquier descuido arrojó el agua a un macetón con resecos restos de plantas. La vieja lo llevó luego a una habitación inmensa, con una docena de camastros en los que reposaban varios hombres de aviesa catadura. Las grandes ventanas, observó Juan, habían sido clausuradas con tablones. —No me explico cómo alguien podía dormir allí, entre ese escándalo de pedos, ronquidos, eructos y un olor infernal —relató Juan Lara y tomó nota Patricia—. Por suerte yo no deseaba pegar los ojos. Como era mi intención, permanecí alerta, y de madrugada escuché ruidos extraños en el pasillo. Entreabrí apenas la puerta de la habitación, con mucho tiento. Dos hombres transportaban a alguien en una camilla y doña Eulalia iluminaba el trayecto con una lámpara. Corrí a la ventana y por una juntura de los tablones pude ver cómo subían la camilla a una ambulancia. —¿De dónde era la ambulancia? ¿Qué señas tenía? —preguntó la reportera. —Estaba muy oscuro. Sólo distinguí la forma del vehículo y unas grandes cruces rojas sobre fondo blanco. —Eso no ayuda. Por la mañana Juanito había contado a doña Eulalia, como si los hubiera soñado, ciertos hechos de la noche. La presencia de unos camilleros vestidos de rojo, sin duda demonios, que se llevaban a un hombre. —Sueños, hijo mío, pesadillas. Es tu alma atormentada. Pidió Juanito permiso para volver esa misma noche y la anciana, maternal, bondadosa, lo concedió. —Esta noche y todas las que quieras, hijo. Fue la siguiente una noche de neblina baja. En el cielo las nubes ocultaban la luna y de pronto un desgarrón la descubría. Juanito retomó el disfraz y alrededor de las once compareció en la casa del mono. Le dieron sopa tibia, la carne escasa y agua de sandía. Frente a la anciana, que esta vez no lo perdió de vista, se las arregló para que el agua se le derramara por la barbilla y bañara la camisa cubierta por un abrigo viejo y muy sucio. Al final tuvo que beber los restos del líquido porque doña Eulalia, amorosa y firme, así lo exigía. Pensando en diluir posibles sospechas, Juan pidió un segundo vaso para llevárselo a la cama. Esa segunda no-


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che le dieron una habitación para él solo, un pequeño cuarto con un camastro y sin ventanas. —Te aseguro que hoy no vas a tener pesadillas, hijo. “Afuera —escribió Patricia en su reportaje—, desde el Topaz negro del detective Santos, vigilábamos el comandante Urquiza, Federico y yo. La espera fue larga, tediosa, angustiante, y al fin, a eso de las tres de la mañana, una ambulancia se detuvo frente a la casa de la gárgola. Bajaron dos hombres portando una camilla y entraron a la casa. Quince minutos después la abandonaron llevando en la camilla un hombre cubierto. Estábamos seguros de que se trataba de Juan Lara”. —Hay que caerles, comandante —sugirió Patricia. —No, muchacha, paciencia —dije Urquiza terminante—. Vamos a seguirlos, tenemos que dar con su centro de operaciones. —¿Y Juan? ¿Qué va a pasar con Juanito? —Soy un viejo zorro. Tienes que tenerme confianza. Patricia conducía el Topaz. Urquiza le indicó que siguiera a la ambulancia sin encender los faros y ella obedeció. Pero algo hizo que los maleantes sospecharan y emprendieran una acelerada huida. —Se dieron cuenta —grité—. ¡Vamos, muchacha, acelera! Enciende los faros, lo que quieras, pero no los pierdas de vista. “Volábamos por Ejército Nacional —escribió Patricia—, por Mariano Escobedo. De pronto, a la altura del Deportivo Chapultepec, se abrieron las puertas traseras de la ambulancia y vimos caer un cuerpo que rodó por el asfalto”. —¡Detente! —exclamó Urquiza. “Logré esquivar aquel cuerpo envuelto en una sábana y apliqué los frenos. Bajamos del Topaz, nos acercamos al caído y Federico Santos le descubrió el rostro. Era en efecto Juanito, que adormilado y víctima de terribles dolores, heroicamente pidió que continuáramos la persecución”. —Los perdimos, Juan, escaparon —dijo exasperado el comandante Urquiza, y para tranquilizarlo agregó—: pero nos volveremos a encontrar. Antes del amanecer, los agentes de Urquiza allanaron la casa del mono. Doña Eulalia fue detenida y trasladada a la jefatura. En la casa fueron hallados también cuatro miserables que, tras un interrogatorio que no condujo a nada, fueron puestos en libertad. En el jardín dieron con un cementerio clandestino y exhumaron los restos de media docena de desconocidos. “La anciana capturada declaró llamarse Eulalia Díaz Barreiro, de 73 años de edad. Afirmó que la casa de la gárgola era de su propiedad y a pesar del severo interrogatorio se negó a ofrecer mayores datos sobre sus cómplices. Doce horas después de su detención en los separos de la jefatura sufrió un síncope cardiaco del cual no logró recuperarse”. Juanito tuvo suerte. Resultó con fractura descubierta del cúbito y el radio, fractura simple del ilíaco y múltiples raspones. Nada más, pero tendría que guardar cama seis semanas.


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—Mes y medio sin trabajar —me dijo—. ¿De qué voy a vivir? ¿De la caridad? —Tu mujer es alma caritativa —respondí—, no tendrá inconveniente en mantenerte. —La pobre Carla anda quebrada, comandante. ¿Puedes hacerme mientras un préstamo? Llevaba yo preparada la chequera.


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La caída de la Casa Usher Durante todo un día de otoño, triste, oscuro, silencioso, cuando las nubes se cernían bajas y pesadas en el cielo, crucé solo, a caballo, una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse las sombras de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher. No sé cómo fue, pero a la primera mirada que eché al edificio invadió mi espíritu un sentimiento de insoportable tristeza. Digo insoportable porque no lo atemperaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los cuales recibe el espíritu aun las más austeras imágenes naturales de lo desolado o lo terrible. Miré el escenario que tenía delante —la casa y el sencillo paisaje del dominio, las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos, y los escasos troncos de árboles agostados— con una fuerte depresión de ánimo únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un abatimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia forma alguna de lo sublime. ¿Qué era —me detuve a pensar—, qué era lo que así me desalentaba en la contemplación de la Casa Usher? Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se congregaban a mi alrededor mientras reflexionaba. Me vi obligado a incurrir en la insatisfactoria conclusión de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simplísimos objetos naturales que tienen el poder de afectarnos así, el análisis de este poder se encuentra aún entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, reflexioné, que una simple disposición diferente de los elementos de la escena, de los detalles del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo de acuerdo con esta idea, empujé mi caballo a la escarpada orilla de un estanque negro y fantástico que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; pero con un estremecimiento aún más sobrecogedor que antes contemplé la imagen reflejada e invertida de los juncos grises, y los espectrales troncos, y las vacías ventanas como ojos. En esa mansión de melancolía, sin embargo, proyectaba pasar algunas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis alegres compañeros de adolescencia; pero muchos años habían transcurrido desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en una región distinta del país —una carta suya—, la cual, por su tono exasperadamente apremiante, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba agitación nerviosa. El autor hablaba de una enfermedad física aguda, de un desorden mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo personal, con el propósito de lograr, gracias a la jovialidad de mi compañía, algún alivio a su mal. La manera en que se decía esto y mucho más, este pedido hecho de todo corazón, no me permitieron vacilar y, en consecuencia, obedecí de inmediato al que, no obstante, consideraba un requerimiento singularísimo. Aunque de muchachos habíamos sido camaradas íntimos, en realidad poco sabía de mi amigo. Siempre se había mostrado excesivamente reservado. Yo sabía, sin embargo, que su antiquísima familia se había destacado desde tiempos inmemoriales por una peculiar sensibilidad de temperamento desplegada, a lo largo de mu-


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chos años, en numerosas y elevadas concepciones artísticas y manifestada, recientemente, en repetidas obras de caridad generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocía también el hecho notabilísimo de que la estirpe de los Usher, siempre venerable, no había producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban, la familia y la mansión familiar. He dicho que el solo efecto de mi experimento un tanto infantil —el de mirar en el estanque— había ahondado la primera y singular impresión. No cabe duda de que la conciencia del rápido crecimiento de mi superstición —pues, ¿por qué no he de darle este nombre?— servía especialmente para acelerar su crecimiento mismo. Tal es, lo sé de antiguo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror. Y debe de haber sido por esta sola razón que, cuando de nuevo alcé los ojos hacia la casa desde su imagen en el estanque, surgió en mi mente una extraña fantasía, fantasía tan ridícula, en verdad, que sólo la menciono para mostrar la vívida fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación estaba excitada al punto de convencerme de que se cernía sobre toda la casa y el dominio una atmósfera propia de ambos y de su inmediata vecindad, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, exhalada por los árboles marchitos, por los muros grises, por el estanque silencioso, un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo. Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo. Menudos hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra. Esto me recordaba mucho la aparente integridad de ciertos maderajes que se han podrido largo tiempo en alguna cripta descuidada, sin que intervenga el soplo del aire exterior. Aparte de este indicio de ruina general la fábrica daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador minucioso hubiera podido descubrir una fisura apenas perceptible que, extendiéndose desde el tejado del edificio, en el frente, se


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abría camino pared abajo, en zig—zag, hasta perderse en las sombrías aguas del estanque. Mientras observaba estas cosas cabalgué por una breve calzada hasta la casa. Un sirviente que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso furtivo me condujo desde allí, en silencio, a través de varios pasadizos oscuros e intrincados, hacia el gabinete de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los vagos sentimientos de los cuales he hablado ya. Mientras los objetos circundantes —los relieves de los cielorrasos, los oscuros tapices de las paredes, el ébano negro de los pisos y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban a mi paso— eran cosas a las cuales, o a sus semejantes, estaba acostumbrado desde la infancia, mientras cavilaba en reconocer lo familiar que era todo aquello, me asombraban por lo insólitas las fantasías que esas imágenes no habituales provocaban en mí. En una de las escaleras encontré al médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de baja astucia y de perplejidad. El criado abrió entonces una puerta y me dejó en presencia de su amo. La habitación donde me hallaba era muy amplia y alta. Tenía ventanas largas, estrechas y puntiagudas, y a distancia tan grande del piso de roble negro, que resultaban absolutamente inaccesibles desde dentro. Débiles fulgores de luz carmesí se abrían paso a través de los cristales enrejados y servían para diferenciar suficientemente los principales objetos; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los más remotos ángulos del aposento, a los huecos del techo abovedado y esculpido. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El moblaje general era profuso, incómodo, antiguo y destartalado. Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden, que no lograban dar ninguna vitalidad a la escena. Sentí que respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y penetraba todo. A mi entrada, Usher se incorporó de un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me recibió con calurosa vivacidad, que mucho tenía, pensé al principio, de cordialidad excesiva, del esfuerzo obligado del hombre de mundo ennuyé. Pero una mirada a su semblante me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto. ¡Seguramente hombre alguno hasta entonces había cambiado tan terriblemente, en un periodo tan breve, como Roderick Usher! A duras penas pude llegar a admitir la identidad del ser exangüe que tenía ante mí, con el compañero de mi adolescencia. Sin embargo, el carácter de su rostro había sido siempre notable. La tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, pero de una curva extraordinariamente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero de ventanillas más abiertas de lo que es habitual en ellas; el mentón, finamente modelado, revelador, en su falta de prominencia, de una falta de energía moral; los cabellos, más suaves y más tenues que tela de araña: estos rasgos y el excesivo desarrollo de la región frontal constituían una fisonomía difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter dominante de esas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que dudé de la persona con quien estaba hablando. La palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de los ojos, por sobre todas


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las cosas me sobresaltaron y aun me aterraron. El sedoso cabello, además, había crecido al descuido y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del rostro, me era imposible, aun haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con idea alguna de simple humanidad. En las maneras de mi amigo me sorprendió encontrar incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivada por una serie de débiles y fútiles intentos de vencer un azoramiento habitual, una excesiva agitación nerviosa. A decir verdad, ya estaba preparado para algo de esta naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía en completa latencia) a esa especie de concisión enérgica, esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada que puede observarse en el borracho perdido o en el opiómano incorregible durante los periodos de mayor excitación. Así me habló del objeto de mi visita, de su vehemente deseo de verme y del solaz que aguardaba de mí. Abordó con cierta extensión lo que él consideraba la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, y desesperaba de hallarle remedio; una simple afección nerviosa, añadió de inmediato, que indudablemente pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de ellas, cuando las detalló, me interesaron y me desconcertaron, aunque sin duda tuvieron importancia los términos y el estilo general del relato. Padecía mucho de una acuidad mórbida de los sentidos; apenas soportaba los alimentos más insípidos; no podía vestir sino ropas de cierta textura; los perfumes de todas las flores le eran opresivos; aun la luz más débil torturaba sus ojos, y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror. Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror. “Moriré —dijo—, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otro modo me perderé. Temo los sucesos del futuro, no por sí mismos, sino por sus resultados. Me estremezco pensando en cualquier incidente, aun el más trivial, que pueda actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, como no sea por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en esta lamentable condición, siento que tarde o temprano llegará el periodo en que deba abandonar vida y razón a un tiempo, en alguna lucha con el torvo fantasma: el miedo.” Conocí además por intervalos, y a través de insinuaciones interrumpidas y ambiguas, otro rasgo singular de su condición mental. Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la morada que ocupaba y de donde, durante muchos años, nunca se había aventurado a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía fue descrita en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de la casa familiar habían ejercido sobre su espíritu, decía, a


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fuerza de soportarlas largo tiempo; efecto que el aspecto físico de los muros y las torrecillas grises y el oscuro estanque en el cual éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral de su existencia. Admitía, sin embargo, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen más natural y más palpable a mucho de la peculiar melancolía que así lo afectaba: la cruel y prolongada enfermedad, la disolución evidentemente próxima de una hermana tiernamente querida, su única compañía durante muchos años, su último y solo pariente sobre la tierra. “Su muerte —decía con una amargura que nunca podré olvidar— hará de mí (de mí, el desesperado, el frágil) el último de la antigua raza de los Usher.” Mientras hablaba, Madeline (que así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado del aposento y, sin notar mi presencia, desapareció. La miré con extremado asombro, no desprovisto de temor, y sin embargo me es imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras seguía con la mirada sus pasos que se alejaban. Cuando por fin una puerta se cerró tras ella, mis ojos buscaron instintiva y ansiosamente el semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos y sólo pude percibir que una palidez mayor que la habitual se extendía en los dedos descarnados, por entre los cuales se filtraban apasionadas lágrimas. La enfermedad de Madeline había burlado durante mucho tiempo la ciencia de sus médicos. Una apatía permanente, un agotamiento gradual de su persona y frecuentes aunque transitorios accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el diagnóstico insólito. Hasta entonces había soportado con firmeza la carga de su enfermedad, negándose a guardar cama; pero, al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como me lo dijo esa noche su hermano con inexpresable agitación) al poder aplastante del destructor, y supe que la breve visión que yo había tenido de su persona sería probablemente la última para mí, que nunca más vería a Madeline, por lo menos en vida. En los varios días posteriores, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y durante este periodo me entregué a vehementes esfuerzos para aliviar la melancolía de mi amigo. Pintábamos y leíamos juntos; o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su elocuente guitarra. Y así, a medida que una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reserva en lo más recóndito de su alma, iba advirtiendo con amargura la futileza de todo intento de alegrar un espíritu cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral, en una incesante irradiación de tinieblas. Siempre tendré presente el recuerdo de las muchas horas solemnes que pasé a solas con el amo de la Casa Usher. Sin embargo, fracasaría en todo intento de dar una idea sobre el exacto carácter de los estudios o las ocupaciones a los cuales me inducía o cuyo camino me mostraba. Una idealidad exaltada, enfermiza, arrojaba un fulgor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta singular perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber.


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De las pinturas que nutrían su laboriosa imaginación y cuya vaguedad crecía a cada pincelada, vaguedad que me causaba un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (tan vívidas que aún tengo sus imágenes ante mí) sería inútil mi intento de presentar algo más que la pequeña porción comprendida en los límites de las meras palabras escritas. Por su extremada simplicidad, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si jamás un mortal pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos —en las circunstancias que entonces me rodeaban—, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba proyectar en la tela, una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera en la contemplación de las fantasías de Fuseli, resplandecientes, por cierto, pero demasiado concretas. Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser vagamente esbozada, aunque de una manera indecisa, débil, en palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel inmensamente largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un esplendor inadecuado y espectral. He hablado ya de ese estado mórbido del nervio auditivo que hacía intolerable al paciente toda música, con excepción de ciertos efectos de instrumentos de cuerda. Quizá los estrechos límites en los cuales se había confinado con la guitarra fueron los que originaron, en gran medida, el carácter fantástico de sus obras. Pero no es posible explicar de la misma manera la fogosa facilidad de sus impromptus. Debían de ser —y lo eran, tanto las notas como las palabras de sus extrañas fantasías (pues no pocas veces se acompañaba con improvisaciones verbales rimadas)—, debían de ser los resultados de ese intenso recogimiento y concentración mental a los cuales he aludido antes y que eran observables sólo en ciertos momentos de la más alta excitación mental. Recuerdo fácilmente las palabras de una de esas rapsodias. Quizá fue la que me impresionó con más fuerza cuando la dijo, porque en la corriente interna o mística de su sentido creí percibir, y por primera vez, una acabada conciencia por parte de Usher de que su encumbrada razón vacilaba sobre su trono. Los versos, que él tituló El palacio encantado, decían poco más o menos así: En el más verde de los valles que habitan ángeles benéficos, erguíase un palacio lleno de majestad y hermosura. ¡Dominio del rey Pensamiento,


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La caída de la Casa Usher allí se alzaba! Y nunca un serafín batió sus alas sobre cosa tan bella. Amarillos pendones, sobre el techo flotaban, áureos y gloriosos (todo eso fue hace mucho, en los más viejos tiempos); y con la brisa que jugaba en tan gozosos días, por las almenas se expandía una fragancia alada. Y los que erraban en el valle, por dos ventanas luminosas a los espíritus veían danzar al ritmo de laúdes, en torno al trono donde (¡porfirogéneto!) envuelto en merecida pompa, sentábase el señor del reino. Y de rubíes y de perlas era la puerta del palacio, de donde como un río fluían, fluían centelleando, los Ecos, de gentil tarea: la de cantar con altas voces el genio y el ingenio de su rey soberano. Mas criaturas malignas invadieron, vestidas de tristeza, aquel dominio. (¡Ah, duelo y luto! ¡Nunca más nacerá otra alborada!) Y en torno del palacio, la hermosura que antaño florecía entre rubores, es sólo una olvidada historia sepulta en viejos tiempos. Y los viajeros, desde el valle, por las ventanas ahora rojas,


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ven vastas formas que se mueven en fantasmales discordancias, mientras, cual espectral torrente, por la pálida puerta sale una horrenda multitud que ríe... pues la sonrisa ha muerto.

Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión. La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia —la evidencia de esa sensibilidad— podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno. Nuestros libros —los libros que durante años constituyeran no pequeña parte de la existencia intelectual del enfermo— estaban, como puede suponerse, en estricto acuerdo con este carácter espectral. Estudiábamos juntos obras tales como el Verver et Chartreuse, de Gresset; el Belfegor, de Maquiavelo; Del cielo y del infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo de Nicolás Klim, de Holberg; la Quiromancia de Robert Flud, de Jean D’Indaginé y De la Chambre; el Viaje a la distancia azul, de Tieck; y La ciudad del sol, de Campanella. Nuestro libro favorito era un pequeño volumen en octavo del Directorium Inquisitorium, del dominico Eymeric de Gironne, y había pasajes de Pomponius Mela sobre los viejos sátiros africanos y egibanos, con los cuales Usher soñaba horas enteras. Pero encontraba su principal deleite en la lectura cuidadosa de un rarísimo y curioso libro gótico en cuarto —el manual de una iglesia olvidada—, las Vigiliæ Mortuorum Chorum Eclesiæ Maguntiæ. No podía dejar de pensar en el extraño ritual de esa obra y en su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando una noche, tras informarme bruscamente que Madeline había dejado de existir, declaró su intención de preservar su cuerpo durante quince días (antes de su inhumación definitiva) en una de las numerosas criptas del edificio. El humano motivo que alegaba para justificar esta singular conducta no me dejó en liber-


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tad de discutir. El hermano había llegado a esta decisión (así me dijo) considerando el carácter insólito de la enfermedad de la difunta, ciertas importunas y ansiosas averiguaciones por parte de sus médicos, la remota y expuesta situación del cementerio familiar. No he de negar que, cuando evoqué el siniestro aspecto de la persona con quien me cruzara en la escalera el día de mi llegada a la casa, no tuve deseo de oponerme a lo que consideré una precaución inofensiva y en modo alguno extraña. A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito. Una vez depositada la fúnebre carga sobre los caballetes, en aquella región de horror, retiramos parcialmente hacia un lado la tapa todavía suelta del ataúd, y miramos la cara de su ocupante. Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido siempre simpatías casi inexplicables. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte. Volvimos la tapa a su sitio, la atornillamos y, asegurada la puerta de hierro, emprendimos camino, con fatiga, hacia los aposentos apenas menos lúgubres de la parte superior de la casa. Y entonces, transcurridos algunos días de amarga pena, sobrevino un cambio visible en las características del desorden mental de mi amigo. Sus maneras habituales habían desaparecido. Descuidaba u olvidaba sus ocupaciones comunes. Erraba de aposento en aposento con paso presuroso, desigual, sin rumbo. La palidez de su semblante había adquirido, si era posible tal cosa, un tinte más espectral, pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por completo. El tono a veces ronco de su voz ya no se oía, y una vacilación trémula, como en el colmo del terror, caracterizaba ahora su pronunciación. Por momentos, en verdad, pensé que algún secreto opresivo dominaba su mente agitada sin descanso, y que luchaba por conseguir valor suficiente para divulgarlo. Otras veces, en cambio, me veía obligado a


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reducirlo todo a las meras e inexplicables divagaciones de la locura, pues lo veía contemplar el vacío horas enteras, en actitud de profundísima atención, como si escuchara algún sonido imaginario. No es de extrañarse que su estado me aterrara, que me inficionara. Sentía que a mi alrededor, a pasos lentos pero seguros, se deslizaban las extrañas influencias de sus supersticiones fantásticas y contagiosas. Al retirarme a mi dormitorio la noche del séptimo u octavo día después de que Madeline fuera depositada en la mazmorra, y siendo ya muy tarde, experimenté de manera especial y con toda su fuerza esos sentimientos. El sueño no se acercaba a mi lecho y las horas pasaban y pasaban. Luché por racionalizar la nerviosidad que me dominaba. Traté de convencerme de que mucho, si no todo lo que sentía, era causado por la desconcertante influencia del lúgubre moblaje de la habitación, de los tapices oscuros y raídos que, atormentados por el soplo de una tempestad incipiente, se balanceaban espasmódicos de aquí para allá sobre los muros y crujían desagradablemente alrededor de los adornos del lecho. Pero mis esfuerzos eran infructuosos. Un temblor incontenible fue invadiendo gradualmente mi cuerpo, y al fin se instaló sobre mi propio corazón un íncubo, el peso de una alarma por completo inmotivada. Lo sacudí, jadeando, luchando, me incorporé sobre las almohadas y, mientras miraba ansiosamente en la intensa oscuridad del aposento, presté atención —ignoro por qué, salvo que me impulsó una fuerza instintiva— a ciertos sonidos ahogados, indefinidos, que llegaban en las pausas de la tormenta, con largos intervalos, no sé de dónde. Dominado por un intenso sentimiento de horror, inexplicable pero insoportable, me vestí aprisa (pues sabía que no iba a dormir más durante la noche) e intenté salir de la lamentable condición en que había caído, recorriendo rápidamente la habitación de un extremo al otro. Había dado unas pocas vueltas, cuando un ligero paso en una escalera contigua atrajo mi atención. Reconocí entonces el paso de Usher. Un instante después llamaba con un toque suave a mi puerta y entraba con una lámpara. Su semblante tenía, como de costumbre, una palidez cadavérica, pero además había en sus ojos una especie de loca hilaridad, una histeria evidentemente reprimida en toda su actitud. Su aire me espantó, pero todo era preferible a la soledad que había soportado tanto tiempo, y hasta acogí su presencia con alivio. —¿No lo has visto? —dijo bruscamente, después de echar una mirada a su alrededor, en silencio—. ¿No lo has visto? Pues aguarda, lo verás —y diciendo esto protegió cuidadosamente la lámpara, se precipitó a una de las ventanas y la abrió de par en par a la tormenta. La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo. Era, en verdad, una noche tempestuosa, pero de una belleza severa, extrañamente singular en su terror y en su hermosura. Al parecer, un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes y violentos cambios en la dirección del viento; y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas que oprimían casi las torrecillas de la casa) no nos impedía advertir la viviente velocidad con que acudían de todos los puntos, mezclándose unas con otras sin


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alejarse. Digo que aun su excesiva densidad no nos impedía advertirlo, y sin embargo no nos llegaba ni un atisbo de la luna o de las estrellas, ni se veía el brillo de un relámpago. Pero las superficies inferiores de las grandes masas de agitado vapor, así como todos los objetos terrestres que nos rodeaban, resplandecían en la luz extranatural de una exhalación gaseosa, apenas luminosa y claramente visible, que se cernía sobre la casa y la amortajaba. —¡No debes mirar, no mirarás eso! —dije, estremeciéndome, mientras con suave violencia apartaba a Usher de la ventana para conducirlo a un asiento—. Estos espectáculos, que te confunden, son simples fenómenos eléctricos nada extraños, o quizá tengan su horrible origen en el miasma corrupto del estanque. Cerremos esta ventana; el aire está frío y es peligroso para tu salud. Aquí tienes una de tus novelas favoritas. Yo leeré y me escucharás, y así pasaremos juntos esta noche terrible. El antiguo volumen que había tomado era Mad Trist, de Launcelot Canning; pero lo había calificado de favorito de Usher más por triste broma que en serio, pues poco había en su prolijidad tosca, sin imaginación, que pudiera interesar a la elevada e ideal espiritualidad de mi amigo. Pero era el único libro que tenía a mano, y alimenté la vaga esperanza de que la excitación que en ese momento agitaba al hipocondríaco pudiera hallar alivio (pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes) aun en la exageración de la locura que yo iba a leerle. De haber juzgado, a decir verdad, por la extraña y tensa vivacidad con que escuchaba o parecía escuchar las palabras de la historia, me hubiera felicitado por el éxito de mi idea. Había llegado a esa parte bien conocida de la historia en que Ethelred, el héroe del Trist, después de sus vanos intentos de introducirse por las buenas en la morada del eremita, procede a entrar por la fuerza. Aquí, se recordará, las palabras del relator son las siguientes: “Y Ethelred, que era por naturaleza un corazón valeroso, y fortalecido, además, gracias al poder del vino que había bebido, no aguardó el momento de parlamentar con el eremita, quien, en realidad, era de índole obstinada y maligna; mas sintiendo la lluvia sobre sus hombros, y temiendo el estallido de la tempestad, alzó resueltamente su maza y a golpes abrió un rápido camino en las tablas de la puerta para su mano con guantelete, y, tirando con fuerza hacia sí, rajó, rompió, lo destrozó todo en tal forma que el ruido de la madera seca y hueca retumbó en el bosque y lo llenó de alarma.” Al terminar esta frase me sobresalté y por un momento me detuve, pues me pareció (aunque en seguida concluí que mi excitada imaginación me había engañado), me pareció que, de alguna remotísima parte de la mansión, llegaba confusamente a mis oídos algo que podía ser, por su exacta similitud, el eco (aunque sofocado y sordo, por cierto) del mismo ruido de rotura, de destrozo que Launcelot había descrito con tanto detalle. Fue, sin duda alguna, la coincidencia lo que atrajo mi atención pues, entre el crujir de los bastidores de las ventanas y los mezclados ruidos habituales de la tormenta creciente, el sonido en sí mismo nada tenía, a buen seguro, que pudiera interesarme o distraerme. Continué el relato:


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“Pero el buen campeón Ethelred pasó la puerta y quedó muy furioso y sorprendido al no percibir señales del maligno eremita y encontrar, en cambio, un dragón prodigioso, cubierto de escamas, con lengua de fuego, sentado en guardia delante de un palacio de oro con piso de plata, y del muro colgaba un escudo de bronce reluciente con esta leyenda: “Y Ethelred levantó su maza y golpeó la cabeza del dragón, que cayó a sus pies y lanzó su apestado aliento con un rugido tan hórrido y bronco y además tan penetrante que Ethelred se tapó de buena gana los oídos con las manos para no escuchar el horrible ruido, tal como jamás se había oído hasta entonces.” Aquí me detuve otra vez bruscamente, y ahora con un sentimiento de violento asombro, pues no podía dudar de que en esta oportunidad había escuchado realmente (aunque me resultaba imposible decir de qué dirección procedía) un grito insólito, un sonido chirriante, sofocado y aparentemente lejano, pero áspero, prolongado, la exacta réplica de lo que mi imaginación atribuyera al extranatural alarido del dragón, tal como lo describía el novelista. Oprimido, como por cierto lo estaba desde la segunda y más extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, en las cuales predominaban el asombro y un extremado terror, conservé, sin embargo, suficiente presencia de ánimo para no excitar con ninguna observación la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No era nada seguro que hubiese advertido los sonidos en cuestión, aunque se había producido durante los últimos minutos una evidente y extraña alteración en su apariencia. Desde su posición frente a mí había hecho girar gradualmente su silla, de modo que estaba sentado mirando hacia la puerta de la habitación, y así sólo en parte podía ver yo sus facciones, aunque percibía sus labios temblorosos, como si murmuraran algo inaudible. Tenía la cabeza caída sobre el pecho, pero supe que no estaba dormido por los ojos muy abiertos, fijos, que vi al echarle una mirada de perfil. El movimiento del cuerpo contradecía también esta idea, pues se mecía de un lado a otro con un balanceo suave, pero constante y uniforme. Luego de advertir rápidamente todo esto, proseguí el relato de Launcelot, que decía así: “Y entonces el campeón, después de escapar a la terrible furia del dragón, se acordó del escudo de bronce y del encantamiento roto, apartó el cuerpo muerto de su camino y avanzó valerosamente sobre el argentado pavimento del castillo hasta donde colgaba del muro el escudo, el cual, entonces, no esperó su llegada, sino que cayó a sus pies sobre el piso de plata con grandísimo y terrible fragor.” Apenas habían salido de mis labios estas palabras, cuando —como si realmente un escudo de bronce, en ese momento, hubiera caído con todo su peso sobre un pavimento de plata— percibí un eco claro, profundo, metálico y resonante, aunque en apariencia sofocado. Incapaz de dominar mis nervios, me puse en pie de un salto; pero el acompasado movimiento de Usher no se interrumpió. Me precipité al sillón donde estaba sentado. Sus ojos miraban fijos hacia adelante y dominaba su persona una rigidez pétrea. Pero, cuando posé mi mano sobre su hombro, un fuerte estremecimiento recorrió su cuerpo; una sonrisa malsana tembló


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en sus labios, y vi que hablaba con un murmullo bajo, apresurado, ininteligible, como si no advirtiera mi presencia. Inclinándome sobre él, muy cerca, bebí, por fin, el horrible significado de sus palabras: —¿No lo oyes? Sí, yo lo oigo y lo he oído. Mucho, mucho, mucho tiempo... muchos minutos, muchas horas, muchos días lo he oído, pero no me atrevía... ¡Ah, compadéceme, mísero de mí, desventurado! ¡No me atrevía... no me atrevía a hablar! ¡La encerramos viva en la tumba! ¿No dije que mis sentidos eran agudos? Ahora te digo que oí sus primeros movimientos, débiles, en el fondo del ataúd. Los oí hace muchos, muchos días, y no me atreví, ¡no me atrevía hablar! ¡Y ahora, esta noche, Ethelred, ja, ja! ¡La puerta rota del eremita, y el grito de muerte del dragón, y el estruendo del escudo!... ¡Di, mejor, el ruido del ataúd al rajarse, y el chirriar de los férreos goznes de su prisión, y sus luchas dentro de la cripta, por el pasillo abovedado, revestido de cobre! ¡Oh! ¿Adónde huiré? ¿No estará aquí pronto? ¿No se precipita a reprocharme mi prisa? ¿No he oído sus pasos en la escalera? ¿No distingo el pesado y horrible latido de su corazón? ¡Insensato! —y aquí, furioso, de un salto, se puso de pie y gritó estas palabras, como si en ese esfuerzo entregara su alma—: ¡insensato! ¡te digo que está del otro lado de la puerta! Como si la sobrehumana energía de su voz tuviera la fuerza de un sortilegio, los enormes y antiguos batientes que Usher señalaba abrieron lentamente, en ese momento, sus pesadas mandíbulas de ébano. Era obra de la violenta ráfaga, pero allí, del otro lado de la puerta, Estaba la alta y amortajada figura de Madeline Usher. Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado. De aquel aposento, de aquella mansión huí aterrado. Afuera seguía la tormenta en toda su ira cuando me encontré cruzando la vieja avenida. De pronto surgió en el sendero una luz extraña y me volví para ver de dónde podía salir fulgor tan insólito, pues la vasta casa y sus sombras quedaban solas a mis espaldas. El resplandor venía de la luna llena, roja como la sangre, que brillaba ahora a través de aquella fisura casi imperceptible dibujada en zig—zag desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la contemplaba, la figura se ensanchó rápidamente, pasó un furioso soplo del torbellino, todo el disco del satélite irrumpió de pronto ante mis ojos y mi espíritu vaciló al ver desmoronarse los poderosos muros, y hubo un largo y tumultuoso clamor como la voz de mil torrentes, y a mis pies el profundo y corrompido estanque se cerró sombrío, silencioso, sobre los restos de la Casa Usher.


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La casa del Juez Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún lugar solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las playas por su atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural, pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era un pueblecito sin pretensiones donde nada le distrajera del estudio. Refrenó sus deseos de pedir consejo a algún amigo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya conocido donde, indudablemente, tendría amigos. Malcolmson deseaba evitar las amistades, y todavía tenía menos deseos de establecer contacto con los amigos de los amigos. Así que decidió buscar por sí mismo el lugar. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos los libros que necesitaba, y compró un billete para el primer nombre desconocido que vio en los itinerarios de los trenes de cercanías. Cuando al cabo de tres horas de viaje se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato a la única fonda del pequeño y soñoliento lugar, y tomó una habitación para la noche. Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que pueda tener un desierto. Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más aislada y apacible que una fonda tan tranquila como El Buen Viajero. Sólo encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra más apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía transmitir una cierta idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas, más pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le gustaba a Malcolmson. «He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y sólo si lo consigo me sentiré feliz. » Su alegría aumentó cuando se dio cuenta de que estaba sin alquilar en aquel momento. En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se sorprendió mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja casona. El señor Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer que le producía el que alguien desease alquilar la casa. —A decir verdad —señaló—, me alegraría mucho, por los dueños, naturalmente, que alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio absurdo a su alrededor, y la mejor manera de


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acabar con él es ocuparla.... aunque sólo sea —añadió, alzando una astuta mirada hacia Malcolmson— por un estudiante como usted, que desea quietud durante algún tiempo. Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del «absurdo prejuicio»; sabía que sobre aquel terna podría conseguir más información en cualquier otro lugar. Pagó pues por adelantado el alquiler de tres meses, se guardó el recibo y el nombre de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él, y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le dijo dónde pensaba alojarse. —¡En la Casa del Juez no! —exclamó, palideciendo. Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó: —¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda de que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez. Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y qué tenía ella en contra. La mujer le contó que en el pueblo la llamaban asi porque hacía muchos años (no podía decir exactamente cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían de ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de sus sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la supo informar. De todos modos, el sentimiento general era de que allí había algo, y ella Por su parte no aceptaría ni todo el dinero del Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la posibilidad de que sus palabras pudieran preocuparle. —Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted allí ni una noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y hacer sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado. La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió: —Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores, tiene demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno de esos misteriosos «algos»; por otra parte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica las permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!


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La señora Witham se encargó amablemente de su ministrarle provisiones, y fue en busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de él». Cuando, al cabo de unas dos horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se encontró con la señora Witham, que le esperaba en persona, junto con varios hombres y chiquillos portadores de diversos paquetes, e incluso de una cama que habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque era posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio de huesos jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por lo menos cincuenta años. La buena mujer sentía todas luces curiosidad por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a manifestarse tan temerosa de los «algos» que al menor ruido se aferraba a Malcolmson, del cual no se separó ni un solo instante. Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el gran comedor, que era lo suficientemente espacioso corno para satisfacer todas sus necesidades; y la señora Witham, con ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas. Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con mucha y bondadosa previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina provisiones suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir: —Quizá, señor, puesto que la habitación es grande y con muchas corrientes de aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes alrededor de la cama por la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me moriría de miedo si tuviera que quedarme aquí encerrada con toda esa clase de.... ¡de «cosas» que asomarán sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a mirarme! La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó precipitadamente. La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó un despectivo resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto inclinada a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo. —Le diré a usted lo que pasa, señor —dijo—. Los duendes son toda clase de cosas... ¡menos duendes! Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y luego se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la habitación! ¡Es viejo..., tiene cientos de años ! ¿Cree usted que no va a haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿E imagina usted que no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas.... ¡y no crea otra cosa! —Señora Dempster —dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación de cabeza—, ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame decirle que, en señal de mi estima hacia su indudable salud mental, cuando me vaya le daré la posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí usted sola durante los dos últimos meses de mi


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alquiler, puesto que las cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos. —¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! —respondió ella—. Pero no puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de Caridad Greenhow y si pasara una sola noche fuera de mis habitaciones perdería todo los derechos de seguir viviendo allí. La reglas son muy estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me decida a correr e menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia. —Mi buena señora —dijo apresuradamente Malcolmson—, he venido aquí con el propósito de estar so lo, y créame que le estoy profundamente agradecido a difunto señor Greenhow por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan admirable que m vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más rígido al respecto! La vieja se rió secamente. —¡Ah! —dijo—, ustedes los señoritos jóvenes asustan de nada. Puede estar seguro de que encontrar aquí toda la soledad que desea. Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochece cuando Malcolmson regresó de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros para estudiar mientras paseaba) se encontró con la habitación barrida y aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena con las excelentes provisiones de la señora Witham. —¡Esto sí es comodidad! —dijo mientras se frotaba las manos. Tras terminar dé cenar y poner la bandeja con los restos de la cena al otro extremo de la gran mesa de roble, volvió a sus libros: echó más leña al fuego, despabiló la lámpara y se sumergió en su duro trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el fuego y despabilar de nuevo la lámpara y hacerse una taza de té. Siempre había sido muy aficionado al té; durante toda su vida universitaria solía quedarse estudiando hasta muy tarde, y siempre tomaba té y más té hasta que dejaba de estudiar. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una sensación de delicioso, voluptuoso desahogo. El fuego reavivado saltó y chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la vasta y antigua habitación y, mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez el ruido que hacían las ratas. «Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado estudiando —pensó—. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta!» Luego, mientras el ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos rumores eran realmente nuevos. Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la presencia de un extraño y por la luz del fuego y de la lámpara, pero a medida que transcurría el tiempo se habían ido volviendo más atrevidas, y ya se hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.


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¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás del zócalo que revestía la pared, por encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían, bullían, roían y arañaban! Malcolmson sonrió al recordar las palabras de la señora Dempster: «los duendes son las ratas y las ratas son los duendes». El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios e intelecto, y el estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el largo hechizo del estudio antes de que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de comodidad que se permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación. Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose por qué una casa tan original y hermosa como aquélla había permanecido abandonada durante tanto tiempo. Los panel de roble que recubrían las paredes estaban finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ven ana era hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes, pero estaban tan densamente cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir ningún detalle a pesar de que levantó la lámpara todo lo posible para iluminarlos. Aquí y allá, en su recorrido topó con alguna grieta o agujero bloqueados por u momento por la cabeza de una rata, cuyos brillante ojos relucían a la luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor de huida. Sin embargo, lo que más intrigó a Malcolmson fue la cuerda de la gran campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a la derecha de la chimenea Arrastró hasta cerca del fuego una gran silla de roble tallado y respaldo alto y se sentó para tomar su última taza de té. Cuando hubo terminado, avivó el fuego volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la mes con el fuego a su izquierda. Durante un buen rato las ratas perturbaron su estudio con su continuo rebullir pero acabó por acostumbrarse al ruido, del mismo m do que uno se acostumbra al tic—tac de un reloj o al rumor de un torrente; y así se sumergió de tal forma en trabajo que nada en el mundo, excepto el problema q estaba intentando resolver, hubiera sido capaz de hacer mella en él. Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo aún levantó la cabeza: en el aire notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión de que había cesado hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este repentino silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sang froid, sufrió un sobresalto. Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de la chimenea, había una enorme rata que le miraba fijamente con sus tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla, pero la rata no se movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió, sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza. Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió hacia la rata para


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matarla. Pero antes de que pudiera golpearla ésta, con un chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y, trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó. Esta vez Malcolmson no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando el gallo cantó afuera anunciando la llegada del alba, se fue a la cama a descansar. Durmió tan profundamente que ni siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para arreglar la habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la cama. Aún se sentía un Poco cansado de su duro trabajo nocturno, pero una cargada taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro, salió a dar su paseo matutino, llevándose consigo “’los bocadillos por si no le apetecía volver hasta la hora de la cena. Encontró un sendero apacible entre los olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace. A su regreso pasó a saludar a la señora Witham a darle las gracias por su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de su sanctasanctórum emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a calle a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, miró inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo que decía: —No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana es usted más pálido que otras veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro para el cerebro no bueno para nadie. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora Dempster me dijo esta mañana que había encontrado tan profundamente dormido cuando llegó! —Oh, sí, todo ha sido estupendo —repuso él con una sonrisa—; todavía no me han molestado los «algos». Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico un circo por todo el lugar. Había una, de aspecto diabólico, que hasta se atrevió a subirse a mi propia silla, junto al fuego, y se habría marchado de no haberla yo amenazado con atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana alarma y desapareció allá arriba, por encima de las p redes o el techo; no pude verlo bien debido a la oscuridad. —¡Dios nos asista! —exclamó la señora Witham ¡Un viejo diablo, y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas que se dicen en broma. —¿Qué quiere usted decir? Palabra que no la comprendo. —¡Un viejo diablo! El viejo diablo, quizá. ¡Oh, señor no se ría usted! —pues Malcolmson había estallado una franca carcajada—. Ustedes, la gente joven, cree que es muy fácil reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa, señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo¡ Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus temores.


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—¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es que la cosa me ha hecho gracia.... eso de que el viejo diablo en persona estaba anoche sentado en mi silla... Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar. Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda seguridad se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse unos momentos mientras les duró el susto causado por su imprevista llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a fumar y, tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante, habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón. A menudo, las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las molduras de la pared. Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle demasiado, Malcolrnson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen inmediatamente a sus escondrijos. Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido, Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio. De repente, alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación de silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar. Era un silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso la noche anterior, e instintivamente miró a la silla que había junto a la chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo. Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de respaldo alto, estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos ojillos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía más al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se 1 arrojó. El libro fue mal dirigido y la rata ni se movió; a que tuvo que repetir la escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse estrechamente ce cada, huyó trepando por la cuerda de la campana alarma. También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida inmediatamente por la reanudación d ruido de la comunidad. En esta ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de estancia desapareció el animal, pues la pantalla de lámpara dejaba en sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba mortecino. Miró su reloj y observó que era casi medianoche no descontento del divertissement, avivó el fuego y preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente sumergido en el hechizo del estudio y se creyó merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla d roble tallado


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junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía, empezó a pensar que le gusta saber por dónde lograba meterse el animal, ya que empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello, encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos al animal si llegaba el caso. Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible que era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin usar. «Se podría colgar a un hombre de ella», pensó para sí. Terminados sus preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho: —¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez! Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido que hacían las ratas, pronto se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas. De nuevo fue reclamado de pronto por su alrededor. Esta vez no fue sólo el repentino silencio lo que llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó un libro con la mano derecha y, apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin éxito. Por fin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro, la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó más aún su deseo de dar en el blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a su perseguidor una mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a caerse. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad. —Mañana le echaré una ojeada a la vivienda de mi amiga —dijo en voz alta el estudiante, mientras recogía los volúmenes tirados por el suelo—. El tercer cuadro partir de la chimenea: no lo olvidaré. —Cogió los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras iba leyendo sus títulos—. Secciones cónicas ni lo rozó, ni tampoco Oscilaciones cicloideas,. ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! —Malcolmson lo tomó del suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció levemente mientras murmuraba para sí—: ¡La Biblia que me dio mi madre! ¡Qué extraña coincidencia!


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Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas de zócalo volvieron a sus cabriolas. Sin embargo, ahora le molestaban; al contrario, su presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no pudo concentrarse en el estudio y, después de intentar inútil mente dominar el tema que tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la ventana que daba al este. Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho cuando le despertó la señora Dempster, ya muy entrada la mañana, su aspecto era de haber descansado mal, durante algunos minutos no pareció darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió bastante a la criada. —Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que coja la escalera, saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros.... especialmente el tercero a partir de la chimenea. Quiero ver qué hay en ellos. Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcolinson estudiando a la sombra de los árboles; a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones mejoraban progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día anterior. Ya había conseguido solucionar satisfactoriamente todos los problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba en un estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en El Buen Viajero. La encontró en su confortable cuarto de estar, acompañada por un desconocido que le fue presentado como el doctor Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto, unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era casual, así que dijo sin ambages: —Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo. El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento: —,¡De acuerdo! ¿De qué se trata? —¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme? El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin embargo, el doctor era un hombre sincero e inteligente y no dudó en contestar con franqueza: —Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que han sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar. Pero en fin, lo que me dijo fue que no le gustaba la idea de que estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen estudiante en mis tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.


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Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa. —¡Choque esos cinco!, como dicen en América —exclamó—. Le agradezco muchísimo su interés, y también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la misma moneda. Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta que usted me autorice Y esta noche me iré a la cama a la una de la madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo? —Estupendo —dijo el médico—., Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón. Malcolmson relató con todo detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido de vez en cuando por las exclamaciones de la señora Witham hasta que finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida de la mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le administró un buen vaso de coñac con agua no se repuso. El doctor Thornhill lo escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó: —¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma? —Sí, siempre. —Supongo que ya sabrá usted —dijo el doctor tras una pausa— qué es esa cuerda. —¡No! —Es —dijo el doctor lentamente— la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez. Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la señora Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que volviera a recobrarse. Malcolmson tras consultar su reloj, observó que ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto corno ella se hubo recobrado. cuando la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de qué pretendía metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven. El doctor Thornhill respondió: —¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija allí. Es posible que se halle en un estado de gran sobreexcitación, por haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas formas me veo obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y corporalmente como el que más. Pero luego están las ratas..., y esa sugerencia del diablo... —El doctor agitó la cabeza y prosiguió—: Me habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro de que eso le hubiera humillado. Parece que por la noche sufre algún tipo de extraño terror o alucinación, y de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo, eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy tarde y tendré los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si


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Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana. —Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir? —Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez. Y el doctor hizo un mutis tan efectista como cabía esperar. —Ya tiene allí demasiadas preocupaciones —añadió. Cuando Malcolmson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que de costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas de la Casa de Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró muucho de ver que el lugar estaba limpio y reluciente, alegre fuego ardía en la chimenea y la lámpara esta bien despabilada. La tarde era muy fría para el mes abril, y soplaba un pesado viento con una violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a acostumbrar a su presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse acompañado. Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho de que las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata (la gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena. Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y agradable por el pavimento, brillaba sobre el blanco mantel que cubría la mesa. Malcolmson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu alegre. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a su trabajo, decidido a que nada le distrajese pues recordaba la promesa hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo de que disponía. Durante más de una hora trabajó sin problemas, luego sus pensamientos empezaron a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta. Las actuales circunstancias en las que se hallaba y la llamada de atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera despreciar. Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran campana de alarma del tejado debía de estar sufriendo los embates del viento, pues la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba el suelo de roble con un ruido duro y hueco. Al escucharlo, Malcolmson recordó las palabras del doctor: «Es la cuerda que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.» Se acercó al rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla. Parecía sentir como una especie de morboso


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interés por ella, y mientras la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras permanecía allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella. Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente, bajaba hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con brusquedad, mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio cuenta de que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento, volvía a comenzar. Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado la madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer. Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior. A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez desempolvado y limpio era ya claramente distinguible. Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era fuerte y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y una nariz ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna. Contemplándolos, Malcolmson sintió frío, pues en ellos vio una réplica exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó examinando la pintura. El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo alto, a la derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba desde el techo una cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en el suelo. Con una sensación de horror, Malcolmson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora, y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que formaba la chimenea lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara que llevaba en la mano. Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que éste, ahora diabólicamente intensa.


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Excepto el ulular de la tormenta, todo mantenía un completo silencio. La lámpara caída hizo que Malcolmson volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y meditó un momento. —Esto no puede ser —se dijo en voz alta—. Si sigo así voy a volverme loco. ¡Basta ya! Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Es curioso que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio. Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para proseguir su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo. Malcolmson escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y el estudiante pensó que debía de producirlo el roce de la cuerda contra el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por entero; se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la tarea quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada, como una monsruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a balancearse a uno y otro lado. Malcolmson sintió por un momento otra oleada brusca de terror al darse cuenta de que la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido, pero antes de que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer y aten—izó en el suelo con un blando ruido. MalcoImson se abalanzó al instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las sombras de la estancia. Malcolmson comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas. Retiró la pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron limpiamente. Desde donde estaba MalcoImson pudo ver, justo frente a él, el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y luego un gran miedo empezó a invadirle.


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En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes, con la silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez había desaparecido. Malcolmson estremecido de terror, fue girando lentamente, y entonces empezó a estremecerse y a temblar como afectado por un ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar. Sólo podía ver y oír. Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo, estaba sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete. Malcolmson notó que la .sangre huía de su corazón, como lo que se siente en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y, atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como una estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror. A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo en la cara del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza. Lenta, deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto le produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos. Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que alzó en su mano. Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el lado opuesto a donde se encontraba Malcolmson, con la mirada fija en él, hasta que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante la puerta. Malcolmson empezó a darse cuenta en ese momento de que había caído en una trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada Malcolmson se veía forzado a sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejar de mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo arrojaba en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo. Esto se repitió muchas veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre de su desesperación, MalcoImson arrojó una rápida mirada a su alrededor. La lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la estancia. En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo vio los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó un destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta de que la cuerda de la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro


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La casa del Juez

estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del pequeño agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su peso, la campana empezaba a oscilar. Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue, pero apenas había comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la potencia del tañido. Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcolmson, los levantó, y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos relucieron como carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie, haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el juez volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante pareció irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcolmson, permaneció rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos del juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó, colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su mano y cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma. Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcolmson, lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de nuevo al suelo, quitó la silla. Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó de inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y, silenciosamente, la multitud se encaminó presurosa hacia allí. Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió. Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba a la cabeza de todos. El cuerpo del estudiante se balanceaba del extremo de la cuerda de la gran campana de alarma; en el cuadro, el rostro del juez mostraba una sonrisa maligna.


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Imprenta: Zarate JosĂŠ Luis Quintero Carrera 28 No. 9-42 12 de Octubre de 2011


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