misery

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Tal vez podría, si éste fuese uno de sus relatos. Y no lo es. No puedo dejarle aquí..., pero podría irme con usted. De pronto, por un solo instante, pensó responder: Está bien, Annie, hágalo. Acabemos de una vez con todo esto. Pero entonces su necesidad y su deseo de vivir, aún le quedaba mucho de ambas cosas, se alzaron ahuyentando aquella debilidad momentánea. Eso era debilidad. Debilidad y cobardía. Afortunada o desafortunadamente, él no podía ampararse en la excusa de una enfermedad mental. -Gracias -le dijo-; pero quiero terminar lo que he empezado. Ella suspiró y se levantó. -Está bien. Sabía lo que iba a contestarme porque, como ve, le traje algunas cápsulas, aunque no recuerdo haberlo hecho. -Rió, una risa corta y demente que pareció salir de aquella cara inmóvil como por arte de un ventrílocuo-. Tengo que marcharme por un tiempo. Si no lo hago, no importará lo que queramos ni usted ni yo. Porque hago cosas. Tengo un lugar al que voy cuando me siento así. Un lugar en las montañas. ¿Ha leído los cuentos del tío Remus, Paul? Asintió. -¿Recuerda que Brer Conejo le explicaba a Brer Zorra lo de su Casa de la Risa? -Lo recuerdo. -Así llamo yo a mi lugar en las montañas. Mi Lugar de la Risa. ¿Se acuerda de que le dije que venía de Sidewinder cuando lo encontré? Asintió. -Bueno, era una mentirilla. Mentí porque entonces aún no le conocía bien. Realmente volvía de mi Lugar de la Risa. Tiene un letrero sobre la puerta que dice eso: CASA DE LA RISA DE ANNIE. Algunas veces sí que me río cuando voy allá arriba. Pero casi siempre lo que hago es gritar. -¿Cuánto tiempo estará fuera, Annie? Ahora se alejaba hacia la puerta como flotando en un sueño. -No puedo decirlo. Le he traído sus cápsulas. No le pasará nada. Tómese dos cada seis horas o seis cada cuatro horas. O todas a la vez. ¿Y qué voy a comer?, estuvo a punto de preguntarle, pero no lo hizo. No deseaba volver a llamar su atención... en absoluto. Quería que se fuera. Estar allí con ella era como estar con el Ángel de la Muerte. Se quedó tenso en la cama durante mucho rato escuchando sus movimientos, primero arriba; luego, en la escalera; después, en la cocina. Temía de veras que cambiase de opinión y entrara después de todo con un arma. Ni siquiera se relajó cuando oyó una puerta que se cerraba y luego una llave y sus pasos chapoteando en el exterior. El arma podía estar en el "Cherokee". El motor de la vieja Bessie zumbó y se encendió. Annie arrancó con furia. Un abanico de luces se aproximó iluminando una brillante cortina plateada de lluvia. Las luces empezaron a retirar-se por el camino, bailaron alrededor, se fueron apagando y


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