ojodepez#12

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Amy Stein

Domesticados Mis fotografías exploran nuestra paradójica relación con lo «salvaje» y cómo nuestros conflictivos impulsos continúan evolucionando y modifican el comportamiento tanto de los seres humanos como de los animales. Buscamos enseguida una conexión con el misterio y la libertad del mundo natural pero nos esforzamos de continuo por domesticar la faceta salvaje de nuestro entorno y controlar de manera compulsiva la de nuestra propia naturaleza. En mi trabajo examino cuestiones atávicas como el miedo y la comodidad, la dependencia y la determinación, la sumisión y la dominación. Todas ellas interactúan en los ecotonos físicos y psicológicos que se establecen entre el hombre y la Naturaleza. Las fotografías de esta serie tienen como base historias reales extraídas de la prensa local y relatos orales que narran interacciones intencionadas o azarosas entre seres humanos y animales. El escenario es Matamoras, un pequeño pueblo del noreste de Pensilvania situado en las lindes de un bosque protegido.

Domesticated My photographs explore our paradoxical relationship with the “wild” and how our conflicting impulses continue to evolve and alter the behavior of both humans and animals. We at once seek connection with the mystery and freedom of the natural world, yet we continually strive to tame the wild around us and compulsively control the wild within our own nature. Within my work I examine the primal issues of comfort and fear, dependence and determination, submission and dominance that play out in the physical and psychological ecotones between man and the natural world. The photographs in this series are based on real stories from local newspapers and oral histories of intentional and random interactions between humans and animals. The narratives are set in and around Matamoras, a small town in Northeast Pennsylvania that borders a state forest.

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Abrevadero Watering Hole Amy Stein Domesticated 77


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Vivero Nursery

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Comedores de basura The trasheaters

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Aullido Howl

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Comida rรกpida Fast Food

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Casa rota Broken Home

Apret贸n Grasp

Malas hierbas Cuttings 84 Domesticados Amy Stein


Amenaza Threat

Pila para pájaros Birdbath

Jardín Backyard Amy Stein Domesticated 85


Domesticados

Domesticated

CLAUDIO GERVASONI vive en una vieja casa lejos de la civilización con Cristina, su hijo Tito y sus dos perros, Susi y Diana. Ha escrito para World Music Magazine, Lo Specchio della Stampa, Men’s Health y el Touring Club Italiano, además de para In Viaggio y Mtv.it. En el cajón tiene una licenciatura en Historia del Arte Contemporáneo y cuando puede se interesa por el arte electrónico y digital.

CLAUDIO GERVASONI lives in a house far removed from civilization with Cristina, his son Tito and his two dogs, Susi and Diana. He has written for World Music Magazine, Lo Specchio della Stampa, Men’s Health and the Touring Club Italiano, as well as for In Viaggio and Mtv.it. He also has a degree in Contemporary Art History under his belt and in his free time is interested in electronic and digital art.

Lo peor es el hocico húmedo, esa nariz que indaga y se acerca en la noche, cuando el sueño está en su fase más profunda: ahora ya lo advierto incluso a distancia, aun antes de que empiece a inspeccionar milimétricamente mi cara. Debe de tratarse de una cuestión higrométrica, una variación de la humedad relativa de la atmósfera: es la señal de partida de nuestra personal y cotidiana «batalla del Marne», un cuerpo a cuerpo entre bípedos y cuadrúpedos que no acabará hasta que nuestros perros no hayan conquistado lo que quieren, un lugar en la cama. Ellas son Susi y Diana, nuestras sétter hembras de once años, parte integrante de la familia: las hijas de Don Ambo del Varo y de Doña Diba del Galeazzo han llegado a la poco noble conclusión de que el sofá --o uno de los sillones, o el futón, o la cama de repuesto o cualquier otro lugar que se pueda convertir en una cama y sea blando-- ya no les gusta y quieren dormir precisamente ahí, en nuestras almohadas. Pasa todas las noches: una ineludible liturgia legada a la teoría del grupo que se renueva en cuanto las primeras luces del alba se filtran por las ventanas: la nariz que se acerca y olisquea el aire, una pata que se apoya cautelosa en el colchón para tantear el terreno y finalmente el movimiento obsesivo y feliz del rabo que sacude toda la cama con efecto telúrico. La «guerra de posiciones» termina sólo cuando obtienen vía libre para acurrucarse a nuestros pies, con lo que nos conceden todavía un poco más de sueño. Qualis pater, talis canem: dicen que los perros se parecen a los dueños. Es más, Nicholas Christenfeld y su equipo de psicólogos de la Universidad de California, de San Diego, han intentado demostrarlo con un método experimental: cuarenta y cinco perros, de los cuales veinticinco son de raza y veinte cruzados, y sus dueños; a todos se les fotografió por separado y se mostraron las imágenes a un jurado que no los conocía. La comparación fue inexorable: el parecido entre perros de raza y dueños apareció en la gran mayoría de los casos. «Es un programa que queríamos llevar a cabo desde hace tiempo: más que una semejanza que se construye con el tiempo parece que las personas aspiran a poseer una criatura similar a ellas»; éstas son las conclusiones publicadas en Psychological Science, la revista de la American Psychological Society. No sé si es cierto o no, las leyendas urbanas contemporáneas se alimentan de autosugestiones, pero lo que sí sé es que, incluso sin consecuencias fisiognómicas, vivir bajo el mismo techo con un animal significa entrar literalmente en simbiosis, precipitarse en un ritual de pequeños gestos pavlovianos que se perpetúan siempre iguales día tras día. Cada mañana veo a esos dueños que se dejan llevar de paseo por los propios perros en los prados y en los bosques cerca de casa: una procesión humana y canina a la vez, un vía crucis de necesidades cumplidas y de olisqueos cautelosos, emboscadas y huidas hacia adelante, vueltas al orden y actos de desobediencia. Todos nosotros querríamos que nuestros animales nos comprendieran como quien comparte con nosotros la misma cama, pero basta con un olor nuevo, una liebre que se retrasa en la tibieza de la mañana o un gorrión más temerario que los demás para reavivar en nuestro cuadrúpedo civilizado los instintos más crueles y frustrar nuestros esfuerzos para hacerlo vivir a nuestra imagen y semejanza. ¿Entonces es verdad que el perro nace y el dueño se hace? Teoriza sobre ello el afortunado libro El hombre y el perro, de Patrick Pageat, gurú francés de la etología que está recorriendo el mundo para advertir a los dueños de los peligros de un exceso de «antropización» de sus animales. Según el autor de Patología del comportamiento del perro, se trata del mecanismo clásico de la proyección y del reflejo: «La función social del animal de compañía está ya asociada a la del dueño, el animal doméstico demuestra lo que soy»; es su teoría, a la que aporta como pruebas la imprevista invasión de razas exóticas en Berlín tras la caída del muro o la de los dálmatas -más pop- después de la célebre película de Disney 101 dálmatas. ¿Cómo decirles que están equivocados si en Bucknell, en el Shropshire inglés, la señora Jacqueline Cook da masajes shiatsu a perros problemáticos (y otros animales, incluidos caballos) por el módico precio de 185 libras por sesión?

The worst is that moist snout, that snooping nose that approaches during the night when you’ve finally entered a deep sleep. By now I can sense it coming from a distance, well before it starts to inspect every millimetre of my face. It must be a matter of hygrometrics, a change in the relative humidity of the atmosphere. It’s the starting point of our own nightly “Battle of the Marne,” a hand to hand fight between two-legged and four-legged beasts that doesn’t end until our dogs have gotten what they want: a place in our bed. The dogs are Susi and Diana, eleven-year-old female setters who form an integral part of our family. These daughters of Lord Ambo del Varo and Lady Diba del Galeazzo have reached the conclusion that they don’t like the couch, or the chairs, or the futon or the spare bed or any other soft place that can be made into a bed. They want to sleep right there, on our pillows. It happens every night, like an inevitable liturgy bequeathed from the theory of the group that is renewed as soon as the first rays of dawn filter through the windows: the nose that stretches out and sniffs the air, a paw that steps cautiously on the mattress to sound out the turf, and finally the happy, obsessive wagging of the tail that telluricly shakes the entire bed. The “war of positions” will only reach its end once they have free range to curl up at our feet and let us have just a bit more sleep. Qualis pater, talis canem: They say that dogs look like their owners. In fact, Nicholas Christenfeld and his team of psychologists at the University of California, San Diego, tried to prove this with an experimental study. Forty-five dogs – 25 purebreds and 20 mixed breeds — and their owners were separately photographed and shown to judges who did not know them. The comparison was inexorable: the majority of cases showed a resemblance between purebreds and their owners. In the conclusions published in Psychological Science, a publication of the American Psychological Society, Christenfeld said: “This is a project that we’d been interested in for some time. It seems that, rather than a resemblance that is built over time, people seek to own a pet that resembles them.” I don’t know whether that is true or not; contemporary urban myths are fed by autosuggestions. But what I do know is that, regardless of physiognomical aspects, living under the same roof as an animal means literally entering a kind of symbiosis, hurling yourself into a ritual of small, repetitive Pavlovian gestures perpetuated day after day. Every morning I see those owners who let themselves be carried by their dogs through fields and forests nearby. It’s a simultaneously human and canine process, like a Via Crucis for taking care of necessities, suspicious sniffs, taking ambush, darting forward, back to normal and then misbehaviour. We would all love our pets to understand us just as the person with whom we share our bed does, but all it takes is a new smell, a hare that falls behind in the morning tepidness or an unusually reckless sparrow to excite our civilized four-legged animal’s cruelest instincts and frustrate our efforts to mould it into living how we do. So what’s the truth: like dog, like owner? French ethological guru Patrick Pageat, who is travelling across the world warning owners about the dangers of over “anthropizing” their pets, discusses this topic in his book Man and Dog. According to the author of The Pathology of Dog Behaviour, this is a classic mechanism of projection and reflex. His theory is that the social role of a pet has already been linked to the owner’s: “my pet proves what I am.” As proof, he talks about the sudden rise of exotic breeds of dogs in Berlin after the fall of the Berlin wall, or the popularity of Dalmatians after the Disney movie 101 Dalmatians. How can we possibly say they’re wrong if in Bucknell – a small village in Shropshire, England – Jacqueline Cook gives shiatsu massages to dogs (and other animals, including horses) with behaviour disorders for the low cost of 185 pounds per session?

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