Rosas roj

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Jacquie D´Alessandro

Rosas Rojas

—¿La condesa de Blackmoor? —repitió Hayley completamente desorientada. Cogió el grueso trozo de papel y le dio varias vueltas—. Nunca había oído ese nombre hasta hoy. ¿Está seguro de que el mensaje es para mí? —Absolutamente—contestó el lacayo. —¿Qué dice? —preguntó Callie estirando del vestido de Hayley. —Veamos. —Hayley rompió el precinto lacrado y leyó rápidamente la nota—. ¡Qué extraordinario! —¿Qué? —preguntaron Callie y Pamela al unísono. —La condesa de Blackmoor me invita mañana a su casa de Londres a tomar té. Dice que, aunque no nos conozcamos, recientemente ha descubierto que tenemos amigos comunes y que le encantaría conocerme personalmente. —¿Qué amigos comunes? —preguntó Pamela, intentando leer la nota asomándose tras el hombro de Hayley. —No lo menciona. Callie aplaudió entusiasmada mientras daba saltitos. —¡Tomar el té con una condesa! ¿Podré ir contigo? ¡Por favor, Hayley! Hayley negó con la cabeza sumida en un mar de dudas. —No, cariño, me temo que no. —Se dirigió al uniformado lacayo—. Así pues ¿la condesa espera mi respuesta? —Sí, señorita Albright. En caso de que aceptara la invitación, le enviarían un coche de caballos a buscarla para que la acompañe a la residencia de la condesa. —Ya entiendo. —Hayley miró a Pamela inquisidoramente—. ¿Qué hago? —Creo que debes ir —dijo Pamela sin dudarlo ni un momento. —Yo también —intervino Callie. —Después de todo, ¿cuántas oportunidades tendrás en la vida de tomar el té con una condesa? —dijo Pamela con una incitante sonrisa—. Te irá de maravilla salir de casa. Además, ¿no te pica la curiosidad por saber quiénes son esos amigos comunes? —Sí, debo admitirlo. —Hayley releyó la invitación por última vez, sin acabar de creerse que fuera dirigida a ella—. Muy bien —le dijo al lacayo—. Puede decirle a la condesa que acepto encantada su invitación. —Gracias, señorita Albright. El coche de caballos de la condesa estará aquí mañana a la once en punto de la mañana. —El lacayo hizo una reverencia y se marchó. Hayley, Pamela, Callie, Grimsley y hasta Winston se agolparon alrededor de la ventana, pegando las narices al cristal, y observaron cómo el elegante coche de caballos desaparecía en la distancia. —¡Que me cuelguen del palo mayor y me ondeen al viento! —resopló Winston—. No había visto un anillo tan lujoso en toda mi vida. —Desde luego —dijo Pamela entre risas—. ¡Santo Dios! Hayley, ¿qué diablos te pondrás? Hayley miró fijamente a su hermana, confundida.

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