Numancia

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José Luis Corral Lafuente

Numancia

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Capítulo 5 Era extraño. Tras tanto tiempo asediados por los romanos, tras tantas batallas y escaramuzas libradas, tras tantos años sin poder salir de Numancia sin toparse con una patrulla romana por los alrededores, en los días que siguieron a la retirada del cónsul Lucio Furio no se vio un solo romano en ninguna comarca del territorio de los arévacos. Desde las atalayas, desde los torreones y desde las encrucijadas de caminos, los vigías y oteadores seguían manteniendo la atención en cualquier movimiento que pudiera producirse, pero todo indicaba que los romanos estaban preparando un ataque a los vacceos, por lo que los numantinos avisaron a los de Termancia y a los de Uxama para que intensificaran la vigilancia de las fronteras suroccidentales de Celtiberia. Durante la primavera llegaron noticias de los ataques de Bruto a los lusitanos y de cómo los habitantes de la ciudad de Cinginnia le habían replicado a su demanda de oro y plata a cambio de paz que «no tenían oro para comprar su libertad, pero sí armas para defenderla». Aquella frase le gustó mucho a Aregodas, que no dejaba pasar ninguna ocasión para pronunciarla. Las noches solitarias de Aracos sólo eran alteradas de vez en cuanto por la compañía de alguna muchacha tras las fiestas de luna llena que los numantinos celebraban bailando, comiendo y bebiendo cerveza de trigo, vino con agua y miel y la tisana de cien hierbas que permitía entrar en trance y sentir algo parecido a caminar entre las nubes. Una mañana, mientras pescaba con Aregodas a orillas del Duero, Aracos le confió a su lugarteniente que iba a viajar a Contrebia. —Quiero volver a ver a mi hijo. La primera vez que lo vi tenía unos pocos meses; hace de eso seis años. No quiero que siga creciendo sin conocer a su padre. —Es arriesgado. Los romanos controlan toda la Celtiberia oriental, que llaman citerior. Ese Tiberio Sempronio Graco fue muy hábil; como cuestor, dividió Celtiberia en dos partes. La oriental está dominada por Roma. Tú lo has visto, como yo. Nuestros hermanos del otro lado de las montañas se visten como romanos, comen como romanos, hablan y se comportan como ellos. Cada día nos separan más cosas; los belos, los titos y los lusones están más cerca de Roma que de los arévacos. Tú y yo, y los contrebienses que nos siguieron, somos una rareza. En cuanto pases a la vertiente oriental de la Idubeda y entres en territorio bajo dominio romano, cualquiera podría delatarte. El gobernador de Tarraco pagaría una generosa bolsa repleta de monedas de plata por la entrega del «demonio celtíbero que combate con hacha», como te llaman los legionarios —dijo Aregodas. —Tengo que ir —insistió Aracos. —Si lo haces, no sólo estarás tú en peligro, sino también tu esposa y tu hijo. Me dijiste que tu padre había sobornado a un funcionario romano para que no confiscaran tus tierras y tu casa. Si los romanos se enteran de que has vuelto a Contrebia, se quedarán con todo, y tu hijo perderá aquello por lo que tanto has luchado. —Necesito ir; deseo ver su rostro, quiero saber cómo es mi hijo. —Bien, en ese caso te acompañaré. —No. Iré solo; tú debes quedarte aquí hasta que yo regrese. —No eres el único que tiene familia en Contrebia. Yo no tengo un hijo que conocer ni una esposa a la que visitar, pero hace seis años que no veo a mi madre, y también tengo ganas de abrazarla. Además, un hombre solo no puede velar toda la noche; han comentado unos pastores que por las sierras del oeste andan merodeando un par de manadas de lobos. Si vamos los dos, uno guardará el sueño del otro durante el viaje. Aracos habló con Tirtanos para comunicarle que iría con Aregodas a Contrebia. El viejo magistrado numantino le recordó que los romanos habían puesto un elevado precio a su cabeza y que, aunque no había legionarios cerca de Numancia, en cuanto atravesara las montañas del este correría un grave peligro. —No te preocupes, Tirtanos —le dijo Aracos—, conocemos muy bien el terreno. Viajaremos


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