Numancia

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José Luis Corral Lafuente

Numancia

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quería alterar tu destino. —Debiste avisarme. A comienzos de esta primavera pasaron por Numancia unos mercaderes de Tarraco; preguntaron por mí y me trasladaron que estabas bien, pero no me hablaron de mi hijo. —No les dije que tenías un hijo. Estaban en el mercado de Contrebia y una vecina me comentó que se dirigían hacia Numancia. Aproveché para darles el recado de que todo iba bien, y que si podían localizarte que te lo transmitieran. El niño, satisfecho, dejó de mamar, y Aracos tomó en brazos a su hijo. —Si lo viera Marco tal vez cambiara su opinión con respecto a las mujeres. —¿A quién te refieres? —A Marco Tulio, legado de la sexta legión, mi compañero de armas y mi amigo. Cree que las mujeres sólo servís para procrear. Aracos dejó al niño en la cuna de mimbre y cogió a Briganda por los hombros. —La maternidad te ha hecho mucho más hermosa —le dijo. —Eso no es tan difícil; nunca he sido una mujer bella. —No es cierto, eres muy atractiva. Aracos y Briganda se besaron pausada y largamente. El contrebiense la empujó con delicadeza hacia la cama mientras la desvestía de su túnica de lana y le acariciaba los pechos, crecidos por la reciente maternidad. Briganda se incorporó del lecho, en el que Aracos yacía satisfecho tras haberse derramado un par de veces en el interior de su mujer. —¿Has venido para quedarte, o...? —preguntó Briganda de espaldas a su esposo. —He venido a por trigo. La mitad de la cosecha del año pasado fue quemada por los romanos, y aunque tenemos abundantes provisiones de carne y aceite, andamos escasos de harina. Si no conseguimos algo, nos faltará el pan antes de que esté recogida la próxima cosecha, y si los romanos vuelven a quemar los campos... en ese caso, en invierno pasaríamos hambre. »Tengo que hablar con mi padre. Él sabe mejor que nadie dónde conseguir trigo a buen precio. Claro que ahora... las circunstancias han cambiado, tengo un hijo, tú... —Los romanos te han declarado su enemigo —dijo Briganda. —Ya lo sé, media Celtiberia lo sabe. —Vinieron al poco tiempo de que te marcharas a Numancia. Querían confiscar las tierras, la casa...; pero tu padre intervino en mi defensa y aludió a los servicios que él les había prestado siendo joven, a los años que tú serviste en el ejército, a mi estado de embarazo... El pretor encargado del caso sentenció que yo podía seguir con las tierras y con la casa, pero que si volvía contigo me las confiscarían para venderlas en pública subasta. —En verdad que mi padre debe de tener influencias entre los romanos. —El pasado invierno hizo grandes negocios con ellos. La guerra en Lusitania ha dejado los campos del sur desolados; el ejército necesita pan y aceite, y tu padre se los proporciona. —Iré a hablar con él, después ya veré... Abulos estaba en su casa, con su joven esclava vaccea. —¡Hijo! Me acaban de decir que te habían visto en Contrebia, pero creí que se trataba de una broma. Medio ejército romano anda tras de ti. —Lo sé, y también sé lo que hiciste para que no requisaran mis tierras y mi casa. —No tiene importancia. El pretor que vino desde Salduie es amigo mío, me debe muchos favores y buena parte de su riqueza. En esta ocasión bastó con un puñado de monedas. —Veo que los negocios te marchan bien —dijo Aracos, a la vista de los nuevos muebles de la casa. —La guerra, Aracos, la guerra. Ya te dije una vez que si la guerra continuaba, habría mucho dinero que ganar. Los romanos pagan bien el trigo que les consigo. Ya no es suficiente con mis excedentes, ahora negocio partidas de Beligio, de Damianu e incluso de las tierras de los suessetanos. La expectativa de la próxima cosecha en los alrededores de Segia, su nueva capital, es extraordinaria. Ya he apalabrado la compra de unas cuantas carretas de grano que me dejarán muchos beneficios.


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