La Campaña Afgana

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Steven Pressfield

La campaña afgana

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sa noche me siento demasiado avergonzado para comer nada y Tolo tiene que ordenarme que lo haga. Me desnudo, pero no puedo lavar la ropa. —Quémala —dice Bandera. Nuestra unidad se pone en marcha antes del alba; Lucas y yo montamos en yaboos, con las acémilas a remolque. Jinetes de nuestra unidad han estado toda la noche a la caza de los afganos que huyeron. Nos guían de un puesto de seguimiento a otro. El número de enemigos es de unos cincuenta, la mitad a caballo y la mitad a pie; aparte de los heridos y otros que se han quedado atrás para mantener la ocupación del pueblo así como para arrasar otros dos asentamientos que hay valle abajo, nosotros somos más de doscientos, todos montados. Cabalgamos durante dos días. A esta zona se la denomina Lora balan, es decir «piedras negras». Es una tierra baldía, sin agua, muy erosionada y surcada de crestones escarpados de basalto. Es como cabalgar por las calles de una ciudad. Se avanza por angostos cañones entre las paredes de los afloramientos que pueden tener los cursos cegados o secos o ambas cosas a la vez. Diez veces al día hemos de desandar el camino al llegar a un callejón sin salida. Nuestro grupo lleva guías afganos, pero sólo sirven para encontrar agua y forraje y la única razón de que lo hagan es porque si no ellos también morirían de hambre y de sed. Nuestras monturas estaban agotadas al acabar el segundo día. La persecución más parece una marcha de la muerte, porque al caer la noche nos desplomamos como cadáveres. No he dormido desde lo del pueblo. Cuando cierro los ojos oigo gritar a las mujeres y veo al viejo caer encima de mí, descabezado. He decidido no matar a inocentes, aunque no puedo decírselo a nadie, ni siquiera a Lucas. Lo he intentado, pero no quiere oírlo. —¿Mataste a alguien en el pueblo? —pregunto la primera noche cuando nos metemos en el petate, apartados de los demás. Me contesta que no y le pregunto qué piensa hacer la próxima vez. —¿A qué te refieres? —A cuando pase algo así la próxima vez. ¿Qué harás? Mi amigo aparta la cobija de una patada. —¿Qué voy a hacer? Te diré lo que voy a hacer. Exactamente lo mismo que harás tú: lo que me digan que haga. ¡Haré lo que Bandera y Tolo me manden! Oye la ira que hay en su voz y aparta la vista, avergonzado. —No vuelvas a sacar este tema, Matías. No quiero oír hablar de ello. ¡Pienses lo que pienses, guárdatelo para ti! Y, arrebujándose en la cobija, me da la espalda. Pienso que somos como criminales. Cuando a un novato se le inicia en la confederación de asesinos, sus superiores le hacen cometer el mismo crimen que ellos. De ese modo, es tan culpable como ellos y no se puede volver en su contra. Es uno de ellos. Le digo todo esto a Bandera. —Todavía sigues pensando —contesta. Al mediodía de la sexta jornada remontamos una elevación y allí están: una desarrapada columna de fugitivos descalzos y a pie. Son alrededor de dos docenas que avanzan en fila india a lo largo de la base de un crestón de piedra negra. De lejos se distingue a los afganos de los maces porque una columna de las nuestras estaría erizada con los astiles de las picas y las moharras de las lanzas. Los afganos combaten con arcos y hondas, así como tres armas blancas —pequeña, mediana y grande—


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