La Campaña Afgana

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Steven Pressfield

La campaña afgana

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derecha. El ruido de fondo se vuelve más animado. Al instante, aparece una montaña de arroz, carne de cordero y guisantes que pasan en una carretilla cargada entre cuatro. Todo el mundo coge con la mano, así que Bandera y yo hacemos lo mismo por miedo a ofenderlos si lo rechazamos, a pesar de que acabamos de engullir en el campamento una cena de las que te hacen polvo el estómago. El hermano y los primos no se sientan. Ni comen. Se mantienen en su posición justo detrás del jefe tribal. No tengo la menor idea de lo que significa eso. Su gesto es hosco y antagónico; están cruzados de brazos. Cuando la montaña de arroz se ha devorado, cosa en la que no se tarda más de diez minutos, los hombres empiezan a debatir en pactiano el asunto de Shinar y su violación del código de la a'shaara. Nadie nos invita a hablar a Bandera y a mí; ni siquiera miran en nuestra dirección. El jefe y los ancianos mantienen un diálogo muy hilarante entre ellos y que, en apariencia, nada tiene que ver con nuestro caso. La pasión anima el debate; en cierto momento hay que separar a varios hombres del clan que casi han llegado a las manos. Todos los viejos se lo están pasando en grande. De repente, como si sonara una señal que todo el mundo puede oír excepto Bandera y yo, el follón cesa. Se llama a hermano y primos para que se adelanten; los tres se sientan, de cara hacia mí. —¡Toumah! —aulla un intérprete—. Habla. Lo hago. Me dirijo al hermano y los primos. —¡Nah! ¡Nah! —me corrige el maestro de ceremonia. Tengo que presentar mi alegato a los ancianos. Expongo el caso en griego y Ash lo traduce. Cuando acabo, se inicia un segundo turno de debate. De nuevo, los jefes tribales no prestan atención. De hecho, unos cuantos se levantan y se marchan, para orinar, imagino. Al volver reanudan la animada plática. El período finaliza y ahora es el hermano de Shinar, Baz, el que se levanta para hablar. Habría preferido que estuviera más enfadado. En cambio, muestra una expresión pétrea y adusta. Se dirige a los ancianos y a la multitud, no a mí. Cuando gesticula en mi dirección, cosa que hace de vez en cuando, eleva el registro de voz. Sé suficiente pactiano para entender que más que odiarme como individuo o por cualquier agravio que haya podido hacerle personalmente, me odia por ser la representación del ejército de Macedonia, del detestado invasor. Para él soy todos los extranjeros, todos los maces. Nos odia con encendida pasión. Ash me habla al oído. —No te tomes esto demasiado en serio. Es un buen hombre. Baz termina su arenga a los ancianos y a la tribu. Ahora se vuelve hacia mí. En unos términos de fría y dura truculencia, lee en voz alta una acusación que haría que la melena de Zeus encaneciera. Distingo tres palabras a fuerza de oírlas repetirse: «honor», «insulto» y «justicia.» Así acaba su alegato. —Ahora, ofrece dinero —me apunta Ash. Me advierte que empiece con una cifra baja. Lo hago. No funciona. Mi apuesta es casi la mitad de mi gratificación, la paga de tres años. No me sirve de nada. —Añado mi yegua —digo. La asamblea estalla en un gran clamor. Las fustas se sacuden con desbordante energía. Los hombres del clan se dan golpecitos unos a otros con el envés de la mano derecha (hacerlo con la palma o con la mano izquierda constituiría un tremendo insulto.) Mi yegua aparece como por arte de magia conducida por caballerizos afganos. La multitud la rodea en cinco de fondo. Hay que ser justo con estos bandidos: saben de caballos. Por el animado chachareo, es evidente que Khione tiene su aprobación. Echo una ojeada a Baz y a los primos. Los hombres del clan les golpean con la mano alegremente. La cosa pinta bien, según Bandera. —Esos ladrones de ovejas le están mostrando respeto a tu hombre. Tiene razón. Los hombres siguen felicitando a Baz. Es evidente que para ellos no hay ya ni rastro de deshonra. Ofrecer mi yegua ha sido un golpe brillante. Aunque codicioso, a un afgano el oro lo atrae menos (apenas tiene oportunidades de gastarlo) que artículos honorables como armaduras o armas del


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