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Índice Introducción.........................................................................................................................................3 Soy cogollero por la gracia de Dios...........................................................................................5 El peñón de la mata...........................................................................................................................7 Testimonio de un superviviente del peñón..........................................................................9 Bombardeos y refugios................................................................................................................10 Mis primeros recuerdos...............................................................................................................11 Sufrimiento de mi madre............................................................................................................11 Atentado a mi abuelo....................................................................................................................13 Atentado a mi padre......................................................................................................................13 Nuevas complicaciones...............................................................................................................15 “Vacaciones” en Pulianas.............................................................................................................15 Éxodo a churriana...........................................................................................................................17 Churriana: la tranquilidad..........................................................................................................18 Vida en el cebadero........................................................................................................................19 La requisa de cerdos......................................................................................................................19 Agramadores y cordeleros.........................................................................................................20 Mis hermanos van a la escuela.................................................................................................21 Los junkers.........................................................................................................................................21 Esperando la escuela.....................................................................................................................22 Mi primera escuela.........................................................................................................................22 Regreso a cogollos..........................................................................................................................23 Primera cosecha de la posguerra............................................................................................24 Nuevamente a la escuela.............................................................................................................25 Libros y material escolar.............................................................................................................25 Las clases.............................................................................................................................................26 La escritura.........................................................................................................................................28 La lectura.............................................................................................................................................28 2 Recuerdos de infancia


La gramรกtica......................................................................................................................................28 Las matemรกticas..............................................................................................................................28 Otras materias..................................................................................................................................29 Los recreos..........................................................................................................................................29 Los castigos........................................................................................................................................30 Mi primer castigo............................................................................................................................30 Visitas familiares al salir de la escuela.................................................................................31 Los quiquirijones.............................................................................................................................31 Enfermedades graves....................................................................................................................32

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Introducción

Mantener la mente ocupada, el mayor tiempo posible, es uno de los mejores remedios para que su deterioro sea más lento. Por eso hoy quiero iniciar una actividad, que me permita tener ocupada mi mente, ejercitando la poca memoria que la “Madre Naturaleza” me está dejando y de paso intentar dejar anotados algunos de los recuerdos, situaciones, experiencias o momentos de mi pasado. De ese modo si en algún momento cuando mi memoria vaya a peor, aunque ya poco puede empeorar, siento el deseo o necesidad de recordar el pasado me resultará más fácil Aunque el tiempo que dedique a esa actividad sea grande, para ralentizar el deterioro mental lo más posible, no creo que consiga realizar unas anotaciones muy extensas, porque son muy escasos los recuerdos que en este momento me quedan, y además la artrosis y mi lenta mecanografía me van a poner muchas dificultades para que no ocupen muchas las páginas con recuerdos que guarde en el ordenador. Pero de lo que si estoy seguro es que con la actividad que ahora comienzo va a quedar bastante relegada, durante un tiempo, mi inactividad delante de la tele, castigando el mando a distancia, y ante el ordenador, ratón en mano, practicando algún juego mientras escucho música, veo una película o me abandono en brazos de Morfeo interrumpiendo alguna de las actividades anteriores con una cabezadita sin soltar el ratón. Creo que, para cualquier persona normal, transcribir sus recuerdos, sería tarea fácil y rápida de realizar. Sin embargo, yo presiento que a mí me va a resultar complicado y me llevará largo tiempo, y eso pretendiendo solamente hacer un relato sencillo y poco extenso, por la dificultad de recordar detalles de los hechos o situaciones que consiga evocar. Tampoco pretendo que el fruto de esta actividad sea llegar a escribir y editar un libro, porque quedaría ridículo con tan pocas páginas. Si se dice que, escribir un libro, tener un hijo y plantar un árbol son las tres cosas que todas las personas debemos hacer en la vida yo con haber realizado las dos últimas me doy por satisfecho.

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Pensando con los pies en el suelo sé que con las anotaciones de esta actividad no va a resultar materia para el libro que me correspondía haber escrito en mi vida, según lo anteriormente dicho, aunque pudiera servir de guion para que alguien con más tiempo, ganas y capacidad que yo lo escribiera. Así que lo siento por quien haya pensado heredar los derechos de autor o disfrutar del caramelillo de un premio literario por la simple razón de que, aunque tuviera recuerdos suficientes para un libro, nunca merecería aspirar a nada y por otro lado porque temo que, si me extiendo un poco, no tendré tiempo de terminar. Tampoco quiero llamar, a estas páginas, con un título con mucha resonancia ni ringorrangos como “memorias de…” o “recuerdos de…” Al modo de los que han publicado o están publicando bastantes de mis paisanos. Me temo que sólo quedamos, en Cogollos, Fernando el Bomba y yo sin haber escrito unas memorias o recuerdos. Además, sería ridículo pretender ahora escribir unas memorias o una autobiografía, dado el estado de mi memoria y los escasos recuerdos que ya me quedan, porque me vería obligado a titularlo, para no engañar al posible lector, como “micro memoria” o “micro recuerdos” y, los “micros”, los deje de usar hace años cuando dejé de practicar la radio afición. En este momento solo pretendo que sea un recuerdo mío y en principio solamente para mí. Sin más pretensiones que sencillamente, como ya he dicho, ocupar mi mente cuatro ratos en algo y ejercitar la memoria para ver que consigo evocar. Si además puedo dedicar algún tiempo a guardar en el ordenador algunos de los pocos recuerdos que mi maltrecha memoria logre poner en pie, bien y si no logro guardar nada, entonces, igualmente bien. Eso no impide que, si con el paso del tiempo, alguien que llegue a conocer el resultado de este ejercicio rememorativo cae en la tentación de sobrevalorarlo y considerar que se trata de una micro memoria o como quiera llamarlo. En ese caso, bajo su responsabilidad, cada uno puede libremente pensar, hacer o llamarlo como quiera. Si alguna vez yo hubiera pretendido dejar escritas unas memorias tendría que haber comenzado a escribirlas bastantes años atrás cuando todavía tenía algo de memoria. Ahora, llegado a los ochenta, cuando ya casi 5


he rebasado hasta la edad llamada del mono, en la que las personas solamente servimos para hacer reír como los monos, y en lugar de hacer reír solo se sirve para que se rían de uno…. ahora es tarde, ya es muy tarde. Lo más probable es que estas pocas páginas (que hoy no creo sean muchas) ni siquiera salgan del pen drive donde las guarde porque, una vez cumplido el objetivo de pasar algún tiempo con la mente ocupada, para mí carece de interés dar publicidad a unos hechos o circunstancias que, por su lejanía en el tiempo y ausencia de situaciones extraordinarias, considero que carecen de interés en la actualidad para cualquier otra persona y a mí tampoco me darían la posibilidad de modificar ninguno de los hechos. Aunque estoy seguro que me van a servir para dar una vez más gracias a Dios por lo afortunado que he sido en muchos momentos difíciles. Pero si alguien llegara a conocer estos recuerdos, pronto se daría cuenta de que todo lo narrado es lo más normal y corriente que podía suceder en las circunstancias del momento en que ocurrieron. No hay nada extraordinario que admirar y mucho menos que desear vivir o encontrarse en parecidas situaciones sobre todo las de los primeros años. Simplemente era lo que había y sucedía en aquel tiempo y por suerte o por desgracia, nadie puede elegir la familia, el lugar o la época en que quiere vivir. Por otro lado, es posible que aparezcan algunos hechos, digamos travesuras, puesto que como travesuras se hacían, espontáneamente sin malicia, sin segundas malas intenciones, aunque con toda seguridad, algunas personas ahora pudieran llamarlas con sustantivos mucho más fuertes que por decoro no me atrevo a transcribir. No obstante, si alguno de esos hechos aparece, no es con la pretensión de que sean admirados ni imitados, sino más bien como arrepentimiento por lo hecho. Ahora mismo, como lo que la “Madre Naturaleza” me ha ido dando con muchísima generosidad el “Padre Tiempo” se ha encargado cruelmente de irme quitando, son tan escasos los recuerdos que el “Padre Tiempo” (quizá sería mejor llamarlo padrastro) me está dejando que, si elimino los menos edificantes o más vergonzantes, aunque fueran travesuras de niño hechas sin maldad, es posible que ni siquiera lograra llenar media docena de páginas.

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Espero que una vez metido en harina, como decía mi abuela, al ir recordando y narrando algunos de esos momentos vayan aflorando otros, ahora olvidados, que me permitan llenar alguna página más, eso si no tiro antes la toalla o como entonces se decía: “lo mando todo a hacer puñetas”. A pesar de ello hay algunas situaciones vividas, sobre todo durante la infancia, por las que, aunque reconozco que debo considerarme que fui un privilegiado en aquellos tiempos, aparecerá un reflejo de cómo estaba realmente la situación y la vida en una época que tiene muy poco que añorar. Con esto comienzo a exponer esos recuerdos, lo mejor ordenados cronológicamente que pueda, y por ello agradezco, desde ya, a Microsoft Word la valiosísima ayuda de su “cortar, pegar”.

Ahora, ya, sin dilación, aquí comenzaré mi narración sin querer un minuto demorarme porque si, a la Parca, se le ocurre visitarme apenas empezados mis recuerdos e invitarme a dar el paseíllo, que dicen que empezado dura eterno, desearía que no me sorprendiera dejando mi recuerdo en la mollera. Que, si ahora los recuerdos son muy pocos, pudiera que al irlos escribiendo vayan otros nuevos atrayendo y esos pocos, que ahora rememoro, lograran evocarme a los que añoro y, juntándose los unos y con los otros, llegaran a formar un texto hermoso.

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Por eso voy, sin dilación, a abrir el baúl de mis recuerdos y, empezando a buscar desde la infancia, el periodo más lejano y el más tierno, seguir avanzando por el tiempo y tratar de llegar hasta hoy “mesmo”. En este trabajo aparecerán muchas palabras apocopadas y localismos lingüísticos de Cogollos para ceñirme lo mejor posible a la realidad vivida. Si puedo al final del texto incluiré un breve vocabulario cogollero-hispano, dialecto del andaluz granaino.

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Soy cogollero por la gracia de Dios

Acróstico a Cogollos

Cogollos, mi patria chica, Orgullo de cogolleros, Gente llana y con nobleza Originaron tus suelos. Largos años de mi vida, Lejos de ti transcurrieron, y Orgulloso siempre tuve Ser nativo cogollero. Vengo hoy a tributarte El mejor de mis recuerdos: Gracias, ¡Señor!, por donarme Aborigen cogollero.

Vista de Cogollos 9


Según el “Registro Civil” y el “Libro Registro de Bautismos” de la Iglesia Parroquial de Cogollos Vega, nací hace ochenta años el treinta de noviembre de mil novecientos treinta y cuatro y fui bautizado el ocho de diciembre de ese mismo año. Como tercer hijo de mis padres, Manuel y Visitación, soy un “pubilla” según la terminología catalana de aquella época por la que se llama al primer hijo el “estrena”, el segundo el “hereda” y los demás son “pubillas” A mí personalmente ser “pubilla” nunca me ha quitado el sueño, ni me ha causado trauma alguno, ya que, por mi modo de ser, porque entonces las ropas se apuraban tanto que, al ser desechadas para uno, no quedaba nada en condiciones de poder ser heredado o porque al llegar a la edad de distinguir claramente entre estrenar y heredar, la constitución física impedía la transferencia de la herencia. De muy pequeño tuve la sensación de que, en Cogollos, vivíamos muchos niños, pero la verdad es que nunca llegué a conocer a un solo niño que, en sus primeros años de vida, pudiera asegurar con convencimiento que había nacido en el pueblo o que era hijo de sus padres. A todos nos decían las madres y familiares que habíamos sido encontrados. A unos los habían encontrado junto al pilar en el “Barranco del Empedrao”, otros bajo un granado en la “Cuesta del Higuerón”, otros en el “Barranquillo del Tío Perche”, algunos en la “Fuente del Ciruelo” o en otros sitios por el estilo. La cuestión es que pronto comencé a pensar que en Cogollos había muchos padres que debían ser medio tontos, o muy descuidados, porque perdían sus bebés en cualquier sitio y no se preocupaban de buscarlos. Por otro lado, había otros muchos padres afortunados o aprovechados (daba la casualidad que siempre eran los padres) que se encontraban los bebés perdidos y se los quedaban tranquilamente, sin ni siquiera intentar buscar a los padres que los habían perdido para entregárselos. A mí (según decía de mi madre, la tía Mercedes, las “Pochas” y otras personas de la familia) me encontró mi padre en una junquera del “Barranco del Empedrao” cerca del pilar. Me contaban que mi padre iba por el camino que va al “Cerro” y a la “Huerta Zorrilla” para sembrar yeros en la haza de la era. Cuando mi padre estaba cruzando el barranco me sintió llorar, porque 10 Recuerdos de infancia


estaba desnudo y a final de noviembre hacía frío. Al verme se quitó la chaqueta, me envolvió en ella y se volvió a casa para ver si le gustaba a mi madre. Cuando mi madre y mis hermanos me vieron se pusieron tan contentos que decidieron quedarse conmigo. Ese día los yeros se quedaron en el costal y sin haber sido sembrados dieron por cosecha un niño. La verdad es que durante un tiempo, no muy largo, los niños solíamos creernos esas historietas de los encuentros de bebés. Pero a medida que íbamos creciendo en un ambiente rural, en permanente contacto con la naturaleza y en unas casas con animales domésticos a los que con frecuencia veíamos nacer y además, rodeados de hermanos y vecinos algo mayores, deseosos de presumir mostrándonos los conocimientos que tenían sobre el tema de la natalidad, la teoría del encuentro de bebés se venía abajo. A partir del momento que, como se decía en el pueblo, se nos habían abierto los ojos, cuando a alguien se le ocurría recordarme el cuándo, el cómo o el dónde me habían encontrado por vergüenza, prudencia o temor a que se dieran cuenta que, “ya tenía abiertos los ojos”, callaba, asentía con la cabeza y pensaba en mi fuero interno algo como: “¡deja que corra la trola!”. Pero lo más curioso es que, cuando nacían nuestros hermanos menores, éramos nosotros los que actuábamos como habían hecho con nosotros y continuábamos usando con ellos la famosa teoría del encuentro. Cuando me bautizaron fui apadrinado por mi tío Antonio, que en aquellas fechas era maestro de Güevejar, y mi prima María Jiménez, hermano y sobrina de mi padre respectivamente. Según referencias de mi hermano Antonio, que ya tenía cuatro años, sé que en mi bautismo hicieron una gran celebración, cosa que casi nadie podía entonces hacer en el pueblo porque la situación estaba muy mal. Debido a esa celebración mi hermano Antonio me decía con mucha frecuencia, para cabrearme: “Chínchate que yo estuve en tu bautizo y comí almendras y pasteles y tú no estuviste ni comiste nada en el mío”. Pero cuando se convenció de que a mí me importaba un pito lo que hubiera comido o dejado de comer, cuando yo solo tenía una semana, dejó de recordarme las dichosas almendras y pasteles comidos. Luego durante la guerra era yo quien comía los pasteles y nunca intenté darle envidia a él.

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Guerra civil Los primeros recuerdos que tengo de mi infancia son de cuando estaba a punto de cumplir los dos años. Había estallado la “Guerra Civil” el 18 de julio de 1936. Mi hermano Rafael tenía pocas semanas porque había nacido en mayo de ese año. El frente estuvo, casi durante toda la contienda, estacionado en el Peñón de la Mata que fue tomado y perdido varias veces por el ejército nacional. Cogollos estaba en la frontera de la zona nacional protegido por unas compañías de falangistas mandadas por el capitán Morillas, que estaba bajo las órdenes del comandante Nestares que era quien tenía el mando sobre las fuerzas destacadas en el frete del Peñón: Cogollos, Nívar y Alfacar. Estas fuerzas de falange tenían la misión de impedir que las fuerzas republicanas que ocupaban el Peñón de la Mata o las que pudieran intentarlo por el lado del rio Blanco, que era la frontera entre los dos bandos que luchaban, pudieran avanzar hacia Granada. Las fuerzas de falange destacadas en Cogollos organizaron sus defensas en la base del Peñón y en otros puntos estratégicos como las Lomillas de Vitar, donde aún pueden verse trincheras y nidos de ametralladoras. En alguna ocasión intentaron tomar el Peñón al asalto, pero se vieron obligados desistir por las numerosas bajas que sufrían. Las fuerzas falangistas estaban alojadas, forzosamente, entre las casas del pueblo que tenían algunos medios económicos. En cada una de esas casas estaba alojado un soldado o dos, según los medios de que disponía la familia y, cuando los soldados no estaban destacados en las trincheras, los reunían algunas horas en la plaza del Llanete para hacer instrucción y recibir conocimientos tácticos. En nuestra casa estaba alojado un falangista muy joven que debía pertenecer a una familia, cuando menos acomodada, porque siempre disponía de algún dinero. Ese alojado hacía muy buenas migas conmigo, o yo con él, porque cuando no tenía servicio me llevaba a la azotea de la casilla y se pasaba la tarde jugando conmigo. A mi madre le extrañaba que a la hora de la cena, después de pasar la tarde jugando con el alojado, yo no tuviera gana de cenar, cuando ella 12 Recuerdos de infancia


esperaba que tuviera un apetito enorme como mis hermanos, porque ya estaban escaseando los víveres pero el apetito no. Pero no tardó mucho en descubrir la causa de mi falta de apetito porque una tarde, mientras el alojado y yo estábamos en la azotea, mi madre se extrañó de no sentir el ruido que siempre hacíamos con nuestros juegos y, temiendo que nos hubiéramos quedado dormidos al sol, al asomarse a la terraza descubrió la causa de mis inapetencias. Estaba el falangista sentado en el suelo, de espaldas a la puerta, con las piernas cruzadas, yo también estaba sentado frente a él y entre ambos había una caja de pasteles, ya casi vacía, que el falangista compraba con frecuencia en el casino del “Picolino” frente a la iglesia. Yo, con la boca llena, masticaba a dos carrillos y él, con medio pastel en la mano esperaba, pacientemente, que mi boca quedara vacía para volver a llenarla. Sería injusto omitir que no solo me invitaba con pasteles a mí porque, de vez en cuando, también llevaba a casa una caja con pasteles para mis padres y mis hermanos. En el pueblo, tanto Nestares como Morillas actuaban con plenas atribuciones, bien porque se las hubieran dado sus jefes superiores o porque se las tomaran por su cuenta. Además de obligar a los vecinos a tener los soldados alojados en sus casas los trataban como si fueran otros soldados más. Su ordeno y mando obligaba por igual a soldados y civiles. Por esa razón a los cazadores y a los que tenían escopeta les obligaban a ir, por las noches, a “los Sifones” o a la “Capellanía” y otras veces más lejos, para hacer guardia y dar la voz de alarma si las fuerzas que ocupaban el Peñón bajaban, durante la noche, para intentar apoderarse del pueblo por sorpresa. Terminada la guerra se comentaba en el pueblo que algunos de los cartuchos de escopeta, que los falangistas entregaban a los cazadores para hacer las guardias nocturnas, no estaban cargados con plomos o postas sino rellenos de pólvora y paja. A las mujeres solteras, como no tenían marido ni hijos a los que atender, decía que debían tener tiempo de sobra y les obligaba a ir todas las mañanas al “Llanete”, vestidas con pantalones, para cantar el “Cara al sol” 13


después las ponía a hacer instrucción y desfilar con los soldados que no estaban en el frente. Cuando alguna de las mujeres solteras no acudía para hacer aquella instrucción, Nestares mandaba llevarlas detenidas a su puesto de mando y, después de tenerlas unas horas arrestadas, las mandaba pelar. Entre las que por esa causa fueron arrestadas y peladas estaba mi tía Mercedes y una prima suya. Creo que era la Herminia de Frasco.

Plaza del llanete Los agricultores y los vecinos que tenían mulos u otros animales de carga, eran requisados casi a diario, con sus animales, para llevar los abastecimientos de municiones y víveres que necesitaban las tropas desplegadas en primera línea del frente al pie del Peñón. Cuando descargaban los abastecimientos, con frecuencia, no regresaban al pueblo sin carga en las bestias. Porque tenían que evacuar cargados en ellas a los soldados, que estuvieran heridos o muertos, y el armamento averiado para mandarlo a reparar y devolverlo nuevamente al frente.

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No es necesario decir que estos porteadores, forzados a llevar el suministro a las tropas, eran objetivo prioritario de los francotiradores republicanos, que ocupaban el Peñón de la Mata, que los tiroteaban durante el camino para dificultar que sus enemigos estuvieran bien abastecidos. A la hora de salir con las acémilas, en su mayoría mulos, cargadas con el suministro, la plaza del Llanete estaba tan llena de personas con sus animales que decían que era casi imposible atravesarla. A medida que los animales eran cargados iniciaban su marcha, formando grupos pequeños de dos o tres animales y manteniendo una distancia prudencial – distancia táctica - entre los del mismo grupo y de cada grupo con los grupos que marchaban delante y detrás. De ese modo ofrecían un blanco más pequeño a los francotiradores, que desde el Peñón los hostigaban durante el camino, y tenían menor probabilidad de ser alcanzados por los disparos que si formaban un grupo grande. Los acemileros tenían que recorrer todo el camino, a pesar de su estrechez, al par de las bestias, parapetándose tras ellas y la carga, para evitar ser alcanzados por los disparos que les hacían desde el Peñón. Una estrategia igual a la que con frecuencia se ve en las películas del oeste. Como no iba ser de otra manera mi padre que tenía un mulo muy grande era requisado, al principio un día sí y otro no, para realizar las labores de suministro. Más tarde cuando llegaron los regulares le obligaban a ir todos los días y algunos hasta dos veces. Eran contados los días que no volvía al pueblo sin ningún muerto o herido porque se contaron por miles los soldados que fueron heridos o muertos en aquel frente. Un día nos dijo que, después de un intento de asalto al Peñón, había tantos muertos, que tuvo que regresar con el mulo cagado con tres cadáveres de una vez. Dos enlazados como sacos a los lados del aparejo y el otro atravesado encima. Ese día, los francotiradores, parece que la tomaron más con los porteadores de los suministros porque al llegar al pueblo descubrieron que en los cadáveres que traía habían impactado varios disparos y otro en el aparejo del mulo. Fue una suerte que ni él, ni el mulo resultaran heridos.

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El peñón de la mata

Cogollos, el Tajo, el Peñón de la mata y el Calar Acróstico al Peñón GN= Ñ En ti, Peñón de la Mata, La muerte campó a sus anchas. Paisaje amplio dominas En la vega de Granada. ¡Galayo de Sierra Arana! Necesario para hacer Observación en batalla, Numerosos muertos viste, Durante aquella campaña, En tus laderas tendidos Lamentando su desgracia. Ambos bandos desearon Mantener en ti mesnadas Ayudando a controlar Toda entera la comarca A la su causa agregada.

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El Peñón como puesto de observación tenía un gran valor estratégico y, por eso, los dos bandos lucharon denodadamente para dominarlo. Cuando los nacionales comprendieron que los falangistas, solos, no contaban con suficientes fuerzas para acometer con éxito un asalto al Peñón, enviaron un tabor de regulares con la misión de tomarlo y quedarse defendiéndolo hasta que las tropas nacionales avanzasen lo suficiente para que perdiera su importancia estratégica. Los regulares, en su mayoría moros, llegaron a Cogollos por la “Cuesta del Higuerón” y, casi sin parar en el pueblo, se fueron al frente para relevar a los falangistas, que desde entonces quedarían con la misión de proteger el pueblo, organizar los suministros y defender la retaguardia. Los regulares una vez que se posicionaron en primera línea, construyeron trincheras y se organizaron para preparar el asalto al Peñón. Los regulares y los falangistas realizaron un asalto conjunto al Peñón y aunque sufrieron muchísimas bajas, lograron el día 1 de julio de 1937 apoderarse de él, a pesar de que los republicanos, que lo defendían, contaban con la ventaja de dominar mejor el campo de batalla por su elevada posición y tener a su favor la gran pendiente de la ladera y lo escarpado de las rocas de la parte superior. Eso les permitía luchar parapetados en las rocas mientras que los regulares en su asalto tenían que avanzar, casi a cuerpo descubierto, por una pronunciada pendiente. Sin embargo, parece que una vez apoderados del Peñón, no organizaron bien la defensa o se confiaron demasiado y, en abril de 1938, las fuerzas republicanas después de un durísimo contraataque, por la parte opuesta a la que utilizaron los regulares para tomarlo, volvieron a recuperarlo. El ataque lo iniciaron desde la zona republicana por la Sierra de Huetor Santillán, lado del Peñón opuesto a Cogollos, por donde está el cortijo de los Hoyos. Por aquel lado la pendiente de la ladera y la diferencia de altura con el Peñón son menores que por donde lo tomaron los regulares. Y además cuenta con pequeños cerros y grandes rocas, que facilitaban el acercamiento de las tropas hasta unos pocos de cientos de metros del Peñón sin ser descubiertas. Sobre este asalto, contaba mi primo Juan de Dios Jiménez Hurtado, que era practicante y estuvo como ayudante de un de los médicos- su primo 17


José Jiménez Hurtado- en todos los ataques y contraataques que ocurrieron en el Peñón, que en aquel asalto se libró la batalla más dura y cruenta de todas las que tuvieron lugar en aquella zona. Los republicanos reconquistaron el Peñón el 11 de abril de 1938 pero el campo de batalla quedó sembrado de cadáveres de los dos bandos. Hay crónicas de aquella batalla, conocida como “Batalla del Peñón de la Mata” y también como “Batalla de Granada” en las que se habla de un total de veinte mil muertos entre los dos bandos contendientes. Aunque creo que esas crónicas se han excedido bastante al citar el número de víctimas lo que no cabe duda es que murieron varios millares de combatientes. Ante la imposibilidad de retirar tanto cadáver hacia Huetor Santillán o hacia Cogollos, por su elevado número y lo escarpado del terreno, dicen que utilizaron una profunda grieta de la parte superior del Peñón como fosa común y en ella arrojaron una gran cantidad de cadáveres que luego cubrieron con piedras. El Peñón no volvió a ser conquistado por los nacionales hasta 1939 cuando la contienda estaba muy cerca de su finalización.

Peñón de la Mata desde la Acequias. Sobre los olivos cortijo de los Hoyos

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Testimonio de un superviviente del peñón

En el Peñón de la Mata la guerra fue transformada en bolsa de resistencia a las puertas de Granada. Su altura y su posición, enorme valor le daban de puesto de observación de la Vega y la comarca, y tener conocimiento: De las tropas que allí estaban, del tren y la carretera que unen Madrid con Granada. Es por eso que, ambos bandos, poseerlo deseaban manteniendo, “to” la guerra, una lucha encarnizada, que duró desde el comienzo hasta ya, casi acabada, la nuestra Guerra Civil que algunos llaman cruzada. ¡Malaya seas Peñón! Que, por dominar tu cumbre, de dura roca escarpada, en tus laderas quedaron tantas vidas apagadas que, por miles se contaban.

Pasados muchos años, en los primeros años de la década de los sesenta, conocí casualmente que mi suegro era un superviviente de los regulares que participaron en la toma del Peñón. Mi suegro, Francisco Bonilla Fernández, en cuanto vio, desde la carretera por “Quintalegre” la panorámica 19


del Tajo y el Peñón de la Mata me dijo muy serio: “Yo estuve en esa sierra durante la guerra y lo pasamos muy mal. Sufrimos tantas bajas que casi desaparece ahí todo el tabor.” En aquel tiempo él tenía veintiún años y era un cabo de aquel tabor de regulares que habían mandado para la toma del Peñón. Estaba destinado en la oficina cuando estaban en Melilla, pero al trasladarlos a la Península y mandarlos directamente al Peñón, fue un combatiente más, aunque continuó con algunas funciones de oficina. Una de esas funciones era la de ir todos los meses a Granada para buscar el dinero de las pagas de todo el tabor. En una ocasión cuando fue por el dinero, me contaba, no habían llegado las pagas a Granada y tuvo que esperar varias horas hasta que llegó el dinero. Dinero que tardó mucho en llegar a Granada y, cuando se lo dieron, era tan tarde que todos los vehículos habían salido para sus destinos y no quedaba en Granada ningún vehículo militar que viniera a Cogollos ni a posiciones cercanas. No le quedó más remedio que volver andando, porque tenía la orden de regresar inmediatamente después de recibir el dinero. Como salió muy tarde de Granada se le hizo de noche en el camino y cuando llegó a Cogollos, cansado y sin verse nada, porque esa noche no había luna, apenas pudo detenerse a descansar un poco ya que tenía la orden de que, en cuanto recibiera el dinero, debía regresar ese mismo día al tabor en el menor tiempo posible. Continuó camino del frente y al llegar donde había quedado el tabor, cuando se marchó por la mañana, no lo encontró allí porque había cambiado de posición. Supuso que habían avanzado porque, de haber retrocedido, los hubiera encontrado antes de llegar a aquella posición. Pero no sabía en qué dirección podían haber avanzado. Para cumplir las órdenes que le dieron trató de encontrarlo aquella noche, por terrenos desconocidos, sin saber en qué dirección buscar y, además de muy cansado, cargado con un macuto lleno de dinero y si era sorprendido por el enemigo solamente disponía, para su defensa, de una pistola con escasa munición. La noche estaba muy oscura y eso que era una ventaja para no ser descubierto por el enemigo, implicaba una mayor dificultad para que la 20 Recuerdos de infancia


búsqueda de su unidad tuviera éxito. Además, tampoco conocía el “santo seña” que esa noche tendría el tabor y se exponía a los disparos de los centinelas de su propia unidad. Después de buscar inútilmente durante bastante tiempo llegó a la conclusión que, con aquella oscuridad y sin saber en qué dirección se había movido el tabor, era prácticamente imposible dar con su paradero. Por el mucho tiempo que llevaba buscando en distintas direcciones no podía calcular la distancia avanzada y corría el riesgo de entrar en territorio enemigo, caer prisionero y perder el dinero de las pagas, que hubieran sido un suculento botín para el enemigo. Por ello tomó la decisión de ocultarse y esperar que comenzara a amanecer para proseguir con la búsqueda, cuando hubiera alguna claridad. Escondido como pudo bajo unas plantas se dispuso a pasar la noche tendido en el suelo, para pasar más inadvertido, con el macuto del dinero como almohada. Haciendo un gran esfuerzo para no dormirse y con la pistola preparada para abrir fuego al menor indicio de peligro. Pese al cansancio logró pasar la noche sin dormirse, siempre pendiente del más tenue ruido que se pudiera oír. Con las primeras claras del amanecer, comenzó a retroceder con muchas precauciones para llegar a la posición que tenía el tabor cuando él salió para Granada en busca del dinero. Una vez en aquella posición comenzaría desde allí la búsqueda con la esperanza de encontrar alguna huella que indicara la dirección del desplazamiento de su unidad. Cuando llevaba unos veinte minutos, desandando lo que había avanzado por la noche, tuvo la suerte de toparse con una escuadra de regulares, que realizaba misiones de descubierta. Escoltado por los componentes de la escuadra pudo, al fin llegar ileso al puesto de mando y entregar el dinero de las pagas. Reincorporado ya al tabor, comprendió lo acertado de su decisión de cesar en su búsqueda nocturna y esperar a que amaneciera porque buscando en la oscuridad de la noche, sin saberlo, había rebasado la posición en la que estaba ahora atrincherado su tabor, había avanzado bastante y pasado la noche entre los dos frentes, en tierra de nadie, expuesto a los posibles disparos de los dos bandos. 21


Afortunadamente para él aquella noche, quizá por la oscuridad, fue una noche tranquila sin disparos de ninguna de las partes contendientes y no corrió el peligro de un fuego cruzado de los dos bandos.

Bombardeos y refugios Por la proximidad de Cogollos al frente no era raro que, de vez en cuando y quizá por error, algún avión dejara caer su mortífera carga explosiva sobre el pueblo. Algunos obuses de la artillería, de origen desconocido, también impactaban con relativa frecuencia en las casas y alrededores del pueblo. Hubo algunos que no llegaban a explotar y quedaban enterrados en las tierras de labor o incrustados en los muros de las casas, que eran de tierra (tapial), con un metro de grosor en la mayoría de los casos. Esas bombas sin explotar después han ido apareciendo al realizar tareas agrícolas o reformas en las viviendas. Algunas de esas bombas, que habían quedado enterrados sin explotar, han causado accidentes inesperados porque explotaban al ser golpeados por la reja de un arado u otra herramienta agrícola mientras se trabajaba en los campos. Recuerdo que un amigo mío y compañero de escuela Pepe Escalona (Colorín) sufrió un accidente, en la década de los cincuenta, un día que escardando golpeó con el amocafre lo que parecía que era una piedra. Desafortunadamente lo que golpeó era una de aquellas bombas, sin explotar, que por la tierra adherida tenía aspecto de piedra. Al ser golpeada hizo explosión produciéndole heridas que le ocasionaron la pérdida de casi todos los dedos de la mano con la que sostenía el amocafre. Para resguardarse de las bombas, que con frecuencia caían, los vecinos pronto construyeron muchas cuevas refugio aprovechando los desniveles entre las calles y la consistencia del suelo arcilloso sobre el que está levantado el pueblo. Mi padre, no sé si sólo o con la ayuda de algún vecino, hizo en el corral de la casa una cueva-refugio en forma de U. Tenía unos nueve metros 22 Recuerdos de infancia


de longitud, con anchura aproximada de un metro y casi dos metros de alta. Se podía entrar y salir a ella por los dos extremos separados unos tres metros. Una entrada estaba en el corral y la otra dentro de la cuadra detrás de la piquera de la paja. Desde el techo de la cueva hasta la calle de arriba, “La Solana”, había un espesor de tierra de algo más de cinco metros. Cerca de nuestra casa hicieron otro refugio, también bajo la calle “Solana”, con entrada al comienzo de la segunda rampa de acceso que sube desde el Camino Ancho o Solana Baja, ahora calle Bellavista, hasta la Solana. Desconozco sus dimensiones porque nunca me dejaron entrar a ella y en cuanto terminó la guerra rellenaron su interior y tapiaron la entrada por temor a que se hundiera la calle. También hicieron otras dos de esas cuevas refugio en el “Laero” debajo del Camino Ancho. Estas eran mucho más amplias que las dos anteriores y por tanto su aforo era bastante mayor. Después de la guerra cuando estuvieron ubicadas en el edificio del Ayuntamiento una escuela de niñas y otra de niños muchos días, durante los recreos, esas cuevas del “Laero” fueron el lugar elegido por los niños para los juegos y filón para extraer arcilla para jugar a los barrenos.

Laero y Camino Ancho. Tras los escopeteros nuestra casa

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Unos años más tarde la mayor de esas cuevas la usó, como vivienda, un vecino al que llamaban “Tacones” que vivió en ella con su familia muchos años. En el refugio, que teníamos en casa, había siempre un farol, velas, cerillas, aceite para el farol y un cántaro con agua. Ese farol, algunas veces, lo usábamos para alumbrarnos cuando íbamos por la noche a echar el pienso a los mulos, porque en la cuadra no había luz eléctrica para evitar el riesgo de incendio por cortocircuito. También construyeron refugios en otras calles y en cuanto sonaban las campanas, avisando del peligro de bombardeo, todo el mundo corría a refugiarse en ellos.

Mis primeros recuerdos De aquellos primeros años de mi vida y primeros meses de guerra en Cogollos recuerdo, que una tarde, estaba mi padre hablando con nuestro vecino Antonio Barrilado en la calle. El vecino estaba sentado en el escalón de su casa, que lindaba con la nuestra y, justo enfrente, había un arado apoyado contra la pared de nuestra casilla (donde teníamos las cabras, gallinas y cerdos). Mi padre estaba sentado en las manceras del arado y yo (que quizá no tendría los dos años) estaba sentado entre las manceras y la cama del arado, detrás de la teja. Ellos hablaban de los cultivos que se estaban perdiendo, porque nadie se atrevía a salir ir al campo para hacer los trabajos que eran necesarios, por miedo a las incursiones de las tropas republicanas que procedentes de Deifontes y del Peñón de la Mata llegaban casi hasta el pueblo. Aquella conversación, a mí, me interesaba bastante poco por no decir nada. Todo mi interés se centraba en la observación del “Tajo”, que se veía desde algo más de media ladera hasta arriba, y especialmente en su cueva. Como casi todas las conversaciones, que se oían en el pueblo, siempre terminaban hablando del Peñón, de los buenos y los malos, de tiroteos, heridos, muertos y bombas. Las rocas de aquel tajo atrapaban mi atención con una obsesión irresistible. 24 Recuerdos de infancia


Yo no dejaba de observar, con todo detalle, lo que se veía mientras que mis pensamientos volaban, tratando de encajar las cosas que oía sobre la guerra en aquel “Tajo”, y me iba formulando una enorme cantidad de preguntas. ¿Será ese el Peñón que todo el mundo dice? ¿Estarán ahí escondidos los malos o serán los buenos los que están ahí? Y, si están ahí ¿Por qué no los veo? ¿Nos podrían disparar desde allí y matarnos? ¿Será ahí donde tiene que ir mi padre a llevar comida? Mis dudas y preguntas eran interminables. Buscando en mi cabeza una respuesta a aquellas preguntas y otras muchas más, que me venían, llegué a pensar que el tajo tenía que ser el famoso Peñón donde, todo el mundo decía que están los malos, y no se veían porque estaban escondidos en el agujero de arriba o detrás de las piedras grandes. Pero si nos disparan desde allí algún tiro, como estamos muy lejos no nos podrán dar, pensaba yo, por eso mi padre y Barrilado están hablando en la calle si tener miedo. Lo que es seguro es que los buenos no están en ese “Peñón” porque si estuvieran los veríamos. Los buenos no tenían que esconderse. Mientras mi cabeza se ocupaba con tantas dudas, preguntas y auto respuestas mis ojos seguían clavados en el “Tajo”, tratando de descubrir el menor movimiento que se produjera. De repente aparecieron, subiendo despacio por la ladera, varios hombres un poco alejados unos de otros. Inmediatamente interrumpí la conversación entre mi padre y el vecino para avisarles que estaban subiendo unos hombres al “Tajo” y comencé a hacerles todas aquellas preguntas que se me agolpaban en la cabeza sin darles tiempo para responderme. ¿Quiénes eran aquellos hombres?, ¿Eran buenos o malos?, si nos disparaban desde allí ¿Podían matarnos? Y otras muchas cosas más. Mi padre después de tranquilizarme me dijo que eran soldados, que eran de los buenos como yo decía, y que no iban a dispararnos. Que los malos estaban tan lejos que, desde donde estábamos, no podíamos verlos ni ellos nos podían ver a nosotros. Volví a preguntarle dónde iban tan tarde, ya era casi de noche. Entonces Barrilado, que parecía no agradarle demasiado que interrumpiera su conversación, me dijo que iban a un cerro, que ahora no recuerdo el 25


nombre que me dijo y que iban a hacer guardia para que los rojos no vinieran al pueblo por la noche y durmiéramos tranquilos. Luego, muy serio, añadió: “Eso no son cosas de niños, vete a tu casa que es muy tarde, y si aquellos soldados miran y te ven vendrán para llevarte”. Todavía estaba hablándome el vecino cuando, mi hermano Manolo, asomó a la puerta de la casa y nos llamó para que fuéramos a cenar.

Sufrimiento de mi madre De esos años también conservo, con una mucha claridad, otro recuerdo que creo que nunca podré olvidar, aunque viviera cien años. Es el sufrimiento y temor de mi madre cada vez que mi padre tenía que ir con el mulo a llevar provisiones al frente. Ya éramos cuatro hermanos: Antonio 5 años, Manolo tres años y medio, Yo dos años y Rafael unos tres meses. Cada día, desde el momento que mi padre salía de la casa para ir con el mulo al frente, hasta que regresaba, mi madre se colocaba en silencio delante de la ventana, sentada algunos ratos, pero la mayor parte del tiempo de pie, y sus lágrimas comenzaban a caerle lentamente por las mejillas. Era como si temiera que alguien pudiera venir a darle alguna mala noticia. Permanecía largas horas, como hipnotizada, pendiente de la ventana y mirando a la calle, en la dirección por la que debía regresar mi padre, hasta que lo sentía o veía regresar. Con frecuencia iba hasta donde estaba Rafael, le miraba el pañal, si hacía falta, lo cambiaba o le daba el pecho cuando le tocaba para regresar nuevamente, en silencio, a su observatorio de la ventana. Parecía que se movía como sonámbula, pasaba junto a nosotros como si no nos viera, pero seguía tan pendiente de Rafael como antes de comenzar la guerra. Nosotros no sabíamos que hacer para que cesara su llanto. Si le preguntábamos por qué lloraba o si le dolía algo, se limitaba a decirnos que no le dolía nada, que estaba bien, y nos acariciaba la cabeza con la mano sin dejar de mirar por la ventana. Si le decíamos que no llorara, que íbamos a ser más buenos, simplemente nos replicaba un: “Está bien, poneros a jugar y no hagáis ruido”. Pero sus lágrimas seguían cayendo lentamente.

26 Recuerdos de infancia


Por eso, viendo que no podíamos conseguir que dejara de llorar y se tranquilizara, en algunas ocasiones terminábamos los tres llorando, en el cuartillo de las tinajas donde siempre nos refugiábamos cuando queríamos hacer algo sin que nos viera. Aunque lo que es vernos, dado el estado en que se encontraba, es posible que no nos hubiera visto, ni aunque saltáramos delante de ella. Un día, Antonio, dándose toda la importancia que le confería la sabiduría de sus cinco años y su statu de hermano mayor nos dijo, a Manolo y a mí, con mucho misterio: “No le digáis nada, está llorando porque a papa cuando va con el mulo le disparan tiros desde el Peñón de la Mata y si le dan se puede morir”. Esa noticia nos impresionó tanto que, aunque por nuestra edad no podíamos comprender todo su alcance, recuerdo como salimos corriendo al cuartillo de las tinajas, nuestro refugio, y allí estuvimos llorando sin que nos viera mi madre. Pero ese llanto no impedía que la emprendiéramos contra Antonio llamándole tonto, embustero y cuanto se nos ocurrió creyendo que nos había dicho aquello para asustarnos. Existe una sentencia popular que dice:” No preguntes por saber, que el tiempo te lo dirá y no hay cosa más bonita que saber sin preguntar”. Eso fue lo que nos sucedió a nosotros. Sin preguntar llegamos a comprender, algunos años después, que el estado depresivo de mi madre se debía, entre otras cosas, a estas razones: 

La situación de España desde antes de la guerra estaba muy mal y aunque el pueblo, ocupado por fuerzas falangistas, había mejorado en orden y tranquilidad la penuria económica no solo seguía sin mejorar, sino que había empeorado un poco para unos y bastante para otros. Porque con la guerra la mayor parte de las cosechas no se pudieron terminar de recoger y quedaron perdidas en los campos. Como consecuencia ello se resintió la economía de todos, porque los agricultores que tenían fincas perdieron el valor de la cosecha, y los trabajadores perdieron los jornales que podían haber ganado recogiendo aquella cosecha perdida. Muchos trabajadores se vieron obligados a jugarse la vida entre las balas para ir a los campos, que habían quedado sin cosechar, y tratar de conseguir algo para poder comer. A esa situación de la economía hay que añadir el temor de que en alguna de aquellas salidas con el mulo mi padre volviera a sufrir un nuevo 27


intento de asesinato como los que ya habían tenido, él y mi abuelo. A los que me referiré más adelante. Además, mi padre durante varias horas cada día, corría el peligro de morir alcanzado por los disparos que les hacían desde el Peñón y quedar viuda y con cuatro hijos pequeños, y el mayor con una grave enfermedad.

Por eso no sería de extrañar que, pensando en esas circunstancias y en la situación en la que se podía quedar en el momento más inesperado, sintiera no ya miedo sino un enorme pánico que la dejaba bloqueada hasta que veía regresar a mi padre. Por aquellos entonces Antonio ya estaba afectado por la poliomielitis. Todavía no tenía los síntomas muy avanzados y podía andar algo, aunque con bastante dificultad, con unas botas a las que Daniel, el zapatero que vivía un poco más abajo de la calle, le había colocado unas tablitas unidas con unas bisagras a los lados de los tacones para que le mantuvieran los tobillos derechos. Esas tablitas le llegaban hasta la rodilla por los lados de las piernas y se sujetaban con dos correas, una encima de los tobillos y la otra bajo las rodillas. Así trataban de evitar que los pies, casi sin fuerza se fueran deformando al doblarse lateralmente por los tobillos. Pero desgraciadamente ni con todos los artilugios que le ponían, ni los tratamientos que le prescribía, en las continuas y frecuentes consultas a las que lo llevaban en la clínica san Rafael, al especialista D. Felipe Villalobos que, según decían, era una eminencia lograron impedir que la enfermedad continuara avanzando. Como a veces decimos que: “Las desgracias nunca vienen solas” o que “no hay dos sin tres” a mi madre, también le llegó la tercera o tal vez sería ya la cuarta. Ya he perdido la cuenta y no sé cuántas van. Mi madre, hasta entonces, le daba el pecho a Rafael que tenía unos pocos meses, porque había nacido en mayo. Con tantas preocupaciones se le empezó a retirar la leche y, el niño, al no tomar el todo el alimento que necesitaba comenzó a perder peso rápidamente. Por más que buscaron en el pueblo no logran encontrar un ama de cría que supliera el alimento que mi madre no podía darle.

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Probaron con las leches maternizadas, que vendían en las farmacias, pero unas no quería tomarlas y otras no las toleraba y las devolvía al momento de tomarlas. Leche de vaca, que le recomendaba el médico, no había en Cogollos ni en los pueblos próximos, solamente se encontraba la leche de cabra y de oveja. D. Juan de Dios Gilera, médico del pueblo, no aconsejaba que le dieran esas leches. La de cabra porque podía darle las “calenturas maltas” y la de oveja porque decía que era muy densa para un niño tan pequeño. Pero Rafael seguía perdiendo peso y la situación requería una solución rápida. Había llegado a estar tan desnutrido y flaco que se le podían contar los huesos. Tenía las piernas permanentemente encogidas con los talones tocándole el culillo, en posición casi fetal, y no había forma de que estirase las piernas. La situación, por más soluciones que habían buscado, llegó a ser tan desesperada que estaba en serio peligro de morir por inanición. Así que decidieron probar con la leche de cabra y que resultara lo que Dios quisiera, si tenía que morir que al menos no fuera de hambre. Teníamos, en esas fechas, en casa dos cabras dando leche. Una hacía ya varios meses que parió y otra más joven que hacía poco más de un mes que había tenido su primer parto. Eligieron la leche de esta pensando que sería mejor por ser más joven y haber pasado menos tiempo desde el parto. Mi padre fue a la cuadrilla con una olla y a los pocos minutos regresó con leche recién ordeñada. La hirvieron durante un rato para tratar de evitar el riesgo de las calenturas maltas y después de enfriarla a la temperatura que creían adecuada, llenaron un biberón y se dispusieron a dárselo al niño. Supongo que se encomendarían a Dios y a todos los santos antes de darle el biberón, pero ante la expectación de toda la familia el niño no quiere chupar de la tetina. En cuanto le cayeron las primeras gotas en la boca echaba la tetina fuera y apartaba la cara cuando le tocaban los labios con la tetina para que abriera la boca y poder introducírsela. Ni chupaba de la tetina ni la quería en la boca. ¿Será que no le gusta la leche o que le da asco la goma? Hacen un nuevo intento con la leche un poco endulzada y el resultado es el mismo. Recurren a dársela con cuchara y parecía que tragaba algo, pero a los pocos minutos la vomitaba. No había modo que retuviera algo en el

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estómago y así no podía continuar porque, ya estaba tan débil que, no podría sobrevivir muchos días más. Al fin alguien sugiere una idea que, aunque parecía una tontería, deciden tener en cuenta. Porque la situación no estaba para poder dejar pasar cualquier intento que pudiera ser la solución. Pensando que al hervir la leche estaría más concentrada y no la soporta su estómago probaron a dársela cruda. Esa idea provocó opiniones encontradas. Porque unos decían que con la leche de cabra cruda, como dice el médico, podía coger las calenturas maltas y otros pensaban que las calenturas maltas se podían curar pero que una muerte segura por inanición no tenía cura posible. Así fue como haciendo de tripas corazón y, seguramente, con un buen pellizco cogido en “la boca del estómago” decidieron probar como último recurso a alimentarlo con leche de cabra cruda y recién ordeñada. Volvió a ir mi padre con la olla a la cuadrilla y regresó con más leche recién ordeñada. Pusieron leche en un vaso para controlar la cantidad que le daban y con una cuchara, ya que no quería la tetina, antes que se enfriara, comenzaron a darle lentamente. ¡¡¡EUREKA!!! El niño la va tragando sin problema. Cuando la temperatura de la leche bajó un poco no quiso seguir tomando. Tampoco quisieron insistir para que siguiera tomando. Era la primera vez y, ya había tomado casi medio vaso, que para una primera toma pensaron que estaba muy bien. Ahora había que esperar para ver si la soportaba o la echaba como ocurrió con la hervida y las leches maternizadas. Si la soporta y no la echa, en la toma siguiente se procuraría mantener la leche, más tiempo sin enfriarse, para que tomase mayor cantidad. La leche no debió sentarle mal porque al poco de tomarla se quedó dormido y durante el sueño, que le duró más de una hora, no echó ni una gota. Desde entonces la cabra dejó de ir al campo con la piara y se quedaba en la cuadrilla, bien alimentada con grano y paja de semillas, a la entera disposición de la alimentación del niño. 30 Recuerdos de infancia


Para que la leche tardara más en enfriarse, y el niño tomara más cantidad, mantenían el vaso con la leche dentro de un recipiente con agua templada. Conforme transcurrían los días Rafael iba admitiendo, poco a poco, más cantidad de leche y, sin necesidad de recurrir a la romana, se veía que iba poniendo peso y su vitalidad iba en aumento. Con el aumento de la cantidad de leche de cada toma se iba haciendo más complicado mantenerla a la temperatura adecuada. Entonces a mi madre se le ocurrió una idea, que para muchos era una locura. Ella pensó que si al niño le sentaba bien la leche de cabra cruda, a la temperatura que tenía recién ordeñada y cuando le ponía mi madre el pecho chupa con mucha fuerza, aunque no sacara nada, era posible que quisiera mamar de la cabra directamente y se resolvía el problema de la temperatura de la leche. Mi padre no dijo nada, pero tampoco se paró a pensarlo dos veces. Salió sin decir nada, fue a la cuadrilla donde estaban las cabras y, al momento, apareció en la cocina, que también servía de salón, comedor, sala de estar…. con la cabra. Tomó un trapo, y con agua y jabón lavó la ubre a la cabra. Pusieron una manta doblada en el suelo por si el niño se caía y sujetando al niño con una mano en el culo y otra en la espalda, como el cura presenta al Niño Jesús en Navidad para que se bese, le acercó la boca al pezón de la cabra. Ante la mirada incrédula de todos, el niño comenzó a chupar como si no hubiera comido en toda su vida. Cuando dejó de mamar lo retiraron, lo acostaron en su cuna y poco después se quedó profundamente dormido. Aunque ninguno de los hermanos nos perdíamos detalle Antonio que siempre tuvo buenas salidas gritó: ¡Este ya no se muere! Desde entonces cada vez que tenía que comer el niño se realizaba la “Operación cabra”. Cuando pasaron unos meses ya Rafael podía mantenerse sentado, aunque había que sujetarlo para que se mantuviera sentado derecho, y el sistema de amamantado fue cambiando. Después del correspondiente aseo de la ubre ponían la manta en el suelo y sobre ella un cuartillo con yeros o veza. Mientras la cabra comía el contenido del cuartillo el niño sentado en la

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manta casi debajo de la ubre de la cabra se encargaba de dar buena cuenta del contenido de la ubre. La cabra terminó tan encariñada con el niño que cada vez que lo sentía llorar se ponía como loca tratando de salir de la cuadra y al menor descuido que encontrara la puerta de la cuadra abierta, aunque Rafael no estuviera llorando, se salía, venía a la cocina y se ponía abierta de patas esperando que pusieran al niño a mamar. Y como gritó Antonio, el niño no se murió entonces, pero tampoco después. ¡Gracias a Dios todavía, setenta y nueve años después, sigue vivo!

Atentado a mi abuelo Ya he mencionado que una de las cosas que causaban a mi madre su intranquilidad y nerviosismo, además del peligro que corría mi padre en sus idas al frente era el temor a que mi padre, aquellos tiempos tan revueltos, pudiera sufrir otro atentado como el que padeció cuando yo tenía unos cuatro meses, o el que su padre tuvo seis meses antes de mi nacimiento. Dado que estos dos sucesos ocurrieron antes del estallido de la Guerra, creo que es el momento exponerlos, antes de adentrarme en otros recuerdos posteriores. Sobre el atentado de mi abuelo, tengo que reconocer que, en la familia apenas si oí comentar algo. Pero conocía bastantes datos porque en más de una ocasión, en los veranos, lo oí contar a Tomás Jiménez Fernández “Tomasico” para la familia-. Yo tenía muy buenas relaciones con Tomás, a pesar de la diferencia de nuestras edades, porque nuestras madres eran primas hermanas y además porque la era que su padre, que también se llamaba Tomás, compartía con Montero y Manolico Catalina estaba muy cerca de la nuestra –poco más de cincuenta metros - y en los veranos, cuando los trabajos que realizábamos en las eras lo permitía, nos visitábamos bastante, nos ayudábamos, nos prestábamos herramientas y hasta compartíamos el agua que llevábamos para beber cuando a alguno se nos terminaba la que habíamos llevado. Esas visitas en la era duraban más tiempo y daban lugar a conversaciones más serias en las noches que ambos nos quedábamos a 32 Recuerdos de infancia


dormir en la era cuando, daba la casualidad que, coincidíamos en las tareas de “ablentar” sendos montones de trigo o cebada y, por falta del suficiente viento, no se había podido terminar de limpiar del todo el grano. Aquella noche tocaba quedarse en la era para guardar el grano a medio limpiar y si los mosquitos nos dejaban y el tamillo de la paja no picaba demasiado dormir algo al raso mientras la perra hacía la guardia. Cuando nosotros tuvimos edad suficiente, para quedarnos solos en la era sin mi padre, le decíamos que se fuera a descansar a la casa y nos quedábamos con la perra a guardar el grano a medio limpiar. Era raro el verano que Tomás y nosotros no coincidiéramos, al menos una vez, teniendo que dormir la misma noche en las eras. Esa noche casi desde la puesta del sol hasta bien entrada la noche, que decidíamos poner fin a la velada, para acostarnos cada uno junto a su montón de grano y descansar un poco, Tomás se venía a nuestra era, que estaba entre la suya y el camino y pasábamos varias horas hablando amenamente. En algunas de esas ocasiones, de conversación nocturna en la era, Tomás nos habló del atentado contra nuestro abuelo que dijo que había presenciado personalmente. También en alguna ocasión nos habló del atentado contra mi padre. Por eso, dado que el conoce lo sucedido mejor que yo, porque fue testigo presencial, simplemente voy a limitarme a transcribir literalmente la versión que hace sobre el atentado contra mi abuelo en sus “Papeles personales” – Granada 1992 - que viene recogido en la obra “Leyendas y Tradiciones del Pueblo de Cogollos Vega” de Francisco Luzón Garrido como sigue: “Inmediatamente después de proclamarse la República en España, el 14 de abril del año 1931, la situación en nuestro país y particularmente en nuestro pueblo, que era donde nosotros vivíamos, se hizo insoportable en el aspecto político, pues los obreros o, mejor, la masa obrera inculta, sin formación y analfabeta, empezó a amenazar a la gente de derechas por el solo hecho de ir a Misa, ser personas de orden –como se decía entonces-, o por tener propiedades; y estas amenazas se tradujeron en alguna ocasiones en malos tratos y agresiones graves, como ocurrió al que esto escribe y a otros primos y amigos cuando, paseando por la carretera una tarde, nos pararon varios individuos de la Casa del Pueblo, nos amenazaron con un revólver y al hijo del Secretario del Ayuntamiento de Cogollos le atacaron con bastones y le

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produjeron heridas de pronóstico reservado; los demás nos dispersamos huyendo cada uno a su casa. La tensión en el pueblo era muy grande y las amenazas ya se extendían a la gente piadosa que iba a Misa, para que no asistiera a los cultos que diariamente se celebraban en la iglesia; solo que la gente no se amedrentó y siguió yendo como de costumbre a Misa los domingos y a las Fiestas del pueblo, hasta que llegó el Alzamiento nacional, el 18 de julio. Eso sí, ocurrió un hecho del que no tuvieron conocimiento los vecinos del pueblo, y que yo presencié casualmente, que pudo costarle la vida a un hermano de mi abuelo materno, José Fernández Hurtado, ya mayor, que un día del mes de junio de 1934, cuando la lucha y el odio era más grande contra las personas que tenían mejor posición económica, este hombre, cuando llegó a un lugar conocido como la “Vaguilla de Juan”, a la entrada del pueblo (parece ser que venia del Soto o del Cortijo de la Mora) se le acercó otro hombre que venía del pueblo e iba a su casa (al parecer vivía cerca del pilar que hoy día se llama “de los cuatro caños”), y estaba conceptuado como un hombre muy peligroso, sacando un revólver de su bolsillo (yo lo pude ver perfectamente y otros jóvenes que estábamos en aquel lugar, le disparó dos tiros a “boca jarro) y siguió tan campante su camino, como si no hubiera pasado nada. Nosotros nos acercamos a José Fernández para ver que le había pasado; él estaba blanco y se examinaba por la parte del vientre y las piernas por si tenía sangre. ¡Fue un milagro! Llevaba la chaqueta al hombro y puesto el chaleco – como se estilaba entonces-, y en el bolsillo del chaleco llevaba dos o tres monedas de a duro (5 pesetas), y en ellas dieron las balas: las dos que le disparó el individuo. Se podía ver el roto que los disparos hicieron en la ropa. Creo que si no hubiera llevado las monedas, hubiera muerto casi seguro. Con los pocos adelantos de la Medicina que había entonces en los pueblos y ¡en las capitales! Aquel día nació José Fernández Hurtado. Era hermano de mi abuelo Pedro (le llamaban Pedro Bigote porque tenía un bigote muy grande), casado con Modesta Cuesta Hurtado, y vivían en la Solana. Era también hermano de Juan, Manuel, Francisco y Celestina, la única mujer de la familia y abuela de mi mujer María Dolores Barea Fernández. Eran los llamados de “Frasco de Pepa”, porque sus padres eran Francisco Fernández Moncada y Dolores Josefa Hurtado Abril. Hago esta

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referencia para las personas que eran muy jóvenes o no vivían y no tenían conocimiento de esto y de los demás hechos que relato del siglo XX.” Ese es el relato de Tomás sobre el atentado de mi abuelo, que según lo que yo oí de él, cuando ocurrió esto ya salía muy poco debido al reuma que padecía pero, a partir de entonces, desconozco si sería porque empeorara mucho su reuma, porque quedara muy afectado por el atentado, por ambas cosas o por otras razones, se enclaustró en la habitación amplia con chimenea, que había a la izquierda según se entraba a la casa, en la que, recuerdo que, había una cama grande, una mesa camilla, un sillón, una “chaise longue”, unas sillas - creo que eran tres- y una mesa alargada, pegada a la pared de la calle, sobre la que había dos urnas con santos. En una de las urnas había un Sagrado Corazón de Jesús y delante de la imagen, dentro de la urna, una moneda un poco doblada que, yo le pedí varias veces a mi abuela, y siempre me decía lo mismo: “Esa moneda está muy bien ahí, fue la que salvo a tu abuelo” Según mi abuela y la tía Mercedes, mi abuelo, no salía de la habitación para nada. Únicamente salía dos semanas al año que iba a un balneario y para ello lo tenían que llevar entre varios hombres, en una mecedora, hasta el Llanete y allí lo subían a un coche que lo llevaba a los baños. Al regresar tenían nuevamente que hacer uso de la mecedora para llevarlo desde el Llanete a su habitación, de donde no salía hasta el año siguiente.

Atentado a mi padre En 1935, cuando yo no había cumplido todavía mi primer año, mi padre fue víctima de un intento de asesinato u homicidio frustrado, esa calificación corresponde dársela a los leguleyos, muy parecido al de mi abuelo, pero en este caso si se conocía el motivo. Sobre este tema, en nuestra casa, no se hablaba casi nunca y cuando se hablaba algo, era lo imprescindible para aclarar o rectificar, escuetamente, algún comentario erróneo oído a algún amigo o vecino. Pero al contrario de lo ocurrido en el atentado contra mi abuelo un año antes, que solo fue conocido por muy pocas personas, en el caso de mi padre, el mismo autor, el tío Herrera, se encargó de darle publicidad no solo

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por todo Cogollos sino, también, por Deifontes de donde creo que procedía o al menos tenía familia (porque también le llamaban el “ifontero”). Al poco tiempo de suceder, la información sobre ese hecho había cambiado mucho, porque la gente al contarla la modificaban a su gusto y circulaban por el pueblo varias versiones, que diferían bastante unas de otras y naturalmente de la realidad. Ante tanta información contradictoria mis padres decidieron contarnos, escuetamente, lo ocurrido cuando consideraron que teníamos edad para comprenderlo. Con la información de mis padres, algunos detalles que recordaba mi hermano Antonio que tenía casi cinco años, cuando ocurrió y lo que nos contaban sobre lo sucedido unas primas nuestras, hijas de mi tía Presentación, que vivían junto a nuestra casa y nos contaban a los niños tantas cosas de la familia que mi hermano Antonio las llamaba “La Gaceta”, llegamos a tener un conocimiento muy completo. Años después en aquellas veladas nocturnas, guardando el grano en la era, con “Tomasico”, este se refirió a este atentado alguna vez y lo que nos contó coincidía plenamente con la versión que nosotros ya sabíamos, aunque además añadió alguna información nueva para nosotros. Mi padre en 1935 tenía algunas fincas heredadas de sus padres, pero con lo que rendían, no era suficiente para mantener como él quería a la familia, así que tomó en arriendo algunas fincas de la familia Palacios Ruiz de Almodóvar, que Vivian en Granada en la calle Duquesa 4. Además, puso un pequeño almacén de abonos y compró un carro y dos mulos para poder vender abono en otros pueblos. Traía el abono desde Granada unas veces con el carro y otras se lo traían en un camión para revenderlo en Cogollos a los agricultores con facilidades para que se lo pagaran en varios meses y en algunos casos cuando recogieran la cosecha. Al contado eran pocos los que podían pagarlo. Si alguno de los clientes llegado el tiempo, acordado para el pago, tenía alguna dificultad para pagar toda la deuda hablaba con mi padre, le pagaba lo que podía y el resto se lo pagaba más adelante. Cuando no tenía trabajo, que hacer en el campo, cargaba el carro con abonos o aceite y se iba a venderlo a otros pueblos (donde más iba era a Íllora, Montefrío y Alomartes). De regreso solía traer grano, que luego vendía en Cogollos o sus hermanos se quedaban con él, para los cerdos que tenían en 36 Recuerdos de infancia


un cebadero. Así iba saliendo adelante con mucho trabajo, pero en la casa no faltaba nada de lo necesario y hasta podían darnos algunos caprichos. Normalmente no tenía problemas para cobrar lo fiado en el plazo que acordaron al hacer la venta. Pero sucedió que uno de los que se llevaron abono fiado, para pagarlo unos meses después, era conocido como el “Tío Herrera” que según la versión de Paco Hita en “Leyendas y Tradiciones del Pueblo de Cogollos Vega” pág. 73”; “Era mal encarado y pendenciero” Cuando cumplió el plazo acordado para el pago, ni lo pagó ni fue a pedirle que le diera un plazo mayor. Creyendo que se le abría olvidado la deuda, mi padre, decidió esperar otro poco y recordárselo cuando lo viera por el pueblo. Como habían pasado unos meses y no se veía por Cogollos preguntó por él a un familiar que tenía en el pueblo, creo que era el viejo “Algucemas”, que vivía con una hija al principio de la Solana, junto a la casa de Talero. Este le contestó que hacía tiempo que no sabía nada de él. Luego se supo que, el tiempo que estuvo ausente del pueblo, había estado alojado con pensión completa por cuenta del Estado en el ”Hotel Beiro”, nombre que daban los reclusos a la prisión provincial. Cuando mi padre ya había dado casi por perdido el abono, se encontró un día, con el “Tío Herrera”. Le recordó si se le había olvidado que tenía el abono sin pagar y le dijo que si no podía pagarlo todo de una vez se lo fuera pagando poco a poco como pudiera. Pero el Tío Herrera se fue sin contestarle nada. A partir de ese día, y hasta el día que intentó matar a mi padre, anduvo por el pueblo, principalmente por las tabernas donde era cliente asiduo, diciendo a todo el que se encontraba que: “El día menos pensado iba a matar a Manolico de las Vacas, porque ni le he pagado el abono ni se lo pensaba pagar”. A los pocos días mi padre estaba arando en el “Prado de la Mujer” que era una de las fincas con olivos que tenía arrendadas a los Ruiz de Almodóvar. Era una finca grande de forma rectangular que tendría de ancha unas diez hileras de olivos y de larga quizá más de treinta olivos en cada hilera. Por uno de los lados menores lindaba con el camino que iba al “Tesorillo” y por el otro una vereda. 37


Había dejado el hato en un olivo cerca del camino, el tercero o cuarto de una hilera, y el perro que tenía entonces se quedó, como de costumbre, tumbado junto al hato guardándolo. Estaba arando la finca en una besana larga, que iba de un extremo a otro en el sentido más largo, desde el camino a la vereda. Era un día bastante fresco y con viento por lo que mi padre estaba arando con la chaqueta puesta. Cuando en una de las vueltas iba en dirección al camino, más o menos por la mitad de la finca, el perro empezó a gruñir sin dejar de mirar hacia el extremo de la finca que quedaba a sus espaldas. Entre un gruñido y otro daba unos ladridos que cada vez más iban siendo más fuertes y más seguidos, como avisándole de la presencia de algún extraño. Continuó mi padre arando hasta que llegó a la altura del hato y como el perro seguía gruñendo y ladrando, cada vez más frecuentes, dio rápidamente la vuelta a la yunta antes de llegar al final de la besana. Mientras los mulos se volvían para seguir arando en el otro sentido se agachó mirando por debajo de ellos y vio como alguien, al que no pudo conocer, cruzaba corriendo el claro entre dos hileras de olivos y se escondía detrás de un olivo. Le pareció que el comportamiento de aquel hombre no era el normal de una persona que va de paso a campo a través y sin malas intenciones. Por eso arreó los mulos para seguir arando. Como estaba cerca del hato, paró la yunta, dejando el arado clavado en la tierra, y fue hasta donde tenía el hato, como si fuera a beber agua, sin dejar de observar el olivo donde se había escondido el desconocido, pero no vio a nadie. Simuló beber agua y al soltar la garrafa abrió la capacha de la comida, cogió la pistola, que tenía en ella, la montó por lo que pudiera pasar y se la guardó, debajo de la chaqueta, metida en la cintura del pantalón. Volvió donde estaba parada la yunta y comenzó nuevamente a arar sin perder de vista los olivos por donde se escondió el desconocido. Ahora el perro se levantó del hato y se fue siguiendo a mi padre y a la yunta a muy poca distancia, pero sin dejar de gruñir y ladrar. Los mulos continuaron tirando del arado con normalidad hasta, que un poco más adelante, al llegar cerca de un olivo que tenía el tronco algo más gordo y rodeado de muchos mamones, se pararon en seco, mirando al olivo con las orejas de punta hacia adelante y comenzaron a resoplar y retemerse del olivo. Aunque mi padre los arreó para que siguieran arando, pero ellos 38 Recuerdos de infancia


continuaban bufando y sin querer seguir adelante. El perro también intensificó sus gruñidos y ladridos, pero ahora al gruñir, enseñaba los dientes. En ese momento salió de detrás del olivo el Tío Herrera empuñando una pistola y disparó varias veces a mi padre. Los disparos espantaron los mulos que huyeron llevándose el arado arrastrando detrás de ellos. Mi padre sintió un golpe fuerte en el costado que le empezó a doler bastante por lo que pensó que al menos uno de los disparos le había alcanzado. Sin pensar en el golpe, ni en los mulos huidos sacó su pistola y disparó dos veces a las piernas del Tío Herrera porque no quería matarlo. El Herrera se quedó un momento parado, quizá por la sorpresa de encontrar a mi padre armado, y porque el perro se lanzó ferozmente contra él, pero rápidamente se recuperó y volvió a disparar. Luego supo mi padre que uno de sus disparos había impactado en una pierna de herrera. En esta ocasión sonó el clic del percutor, pero no salió ningún disparo. Al parecer, en el último disparo, la pistola se le había encasquillado y el percutor había picado otra vez al casquillo vacío sin expulsar. En ese momento mi padre pudo rematarlo, aún le quedaban cinco balas en la pistola, pero no quería matarlo y por eso antes le había disparado a las piernas. En ese momento el perro atacó a Herrera y mi padre aprovechando el respiro que le daba el ataque del perro y los segundos que Herrera necesitaba para extraer de su pistola el casquillo vacío y volver a montarla con uno cargado, antes de poder volver a disparar de nuevo, dio la vuelta y procurando que hubiese olivos entre él y el Herrera corrió hacia el camino para irse a Cogollos y curarse lo más pronto posible la herida, que creía tener en el costado que casi no lo dejaba respirar. Cuando estaba llegando al camino oyó un disparo y al perro chillar. Para librarse del ataque del perro el Tío Herrera le hizo un disparo a ”boca jarro”, causándole una herida que terminó con su vida. Mi padre no se detuvo a ver qué había pasado con el nuevo disparo hasta que estuvo algo más alejado de la finca, que se detuvo un momento para recuperar la respiración y comprobar si el Herrera lo seguía. Al ver que no lo seguía nadie continuó hacia Cogollos todo lo rápido que pudo, entre otras cosas porque no quería tener un nuevo enfrentamiento con el Herrera, después de no haber querido matarlo cuando tuvo la oportunidad, y que uno de los dos o los dos resultaran muertos. 39


Al llegar a casa mientras mi padre fue contando lo que había pasado y se fue quitando la ropa para dejar al descubierto la herida, que creía tener, mi madre preparó cosas para curarlo, pero la sorpresa surgió al comprobar que no tenía ninguna herida, solamente tenía un moratón redondo muy oscuro a la altura del hígado. Comenzaron a revisar la ropa y encontraron que la chaqueta y el chaleco tenían un agujero de bala coincidiendo con el bolsillo del chaleco donde tenía el reloj y una moneda de duro un poco doblada. Era un duro de plata de los que llamaban del tío sentado además había una bala con la punta un poco aplastada. Otra vez había ocurrido como con mi abuelo, que una moneda en un bolsillo del chaleco, logra que resulte ileso de un disparo realizado a corta distancia, contra un miembro de la familia. ¿Será por eso por lo que la sentencia popular dice “que el más amigo la pega y no hay más amigo que Dios y un duro en la faltriquera”? Más tarde llegaron unos hombres a nuestra casa con los mulos que mi padre había dejado abandonados y el hato que tenía en el olivo. También querían enterarse cómo se encontraba, porque suponían que debía haberle pasado algo malo para dejar los mulos abandonados en el campo. Aquellos hombres contaron que estaban trabajando cerca de donde araba mi padre y, al sentir los disparos, fueron para ver que ocurría. Cuando llegaban vieron al Tío Herrera, que salía cojeando de la finca, y que los mulos se encontraban solos bajo un olivo, asustados, uncidos y con el arado enganchado, con señales de haber llegado allí arrastrando el arado. El perro estaba muerto por un disparo debajo del olivo en el que estaba el hato. Después de llamar repetidamente a mi padre sin recibir respuesta decidieron desenganchar el arado, desuncir los mulos y traérselos a Cogollos. Además, se ofrecieron, si no se encontraba bien, a ayudarle en lo que necesitara. Aquella noche y durante los días siguientes el Tío Herrera fue cojeando por todo el pueblo principalmente por las tabernas diciendo a todo el que se encontraba: “Si me muero Manolico de las Vacas es el culpable porque me ha dado un tiro en la pierna”. La Guardia Civil vino a investigar lo que había sucedido, tomaron declaración a muchas personas que testificaron como el Tío Herrera había 40 Recuerdos de infancia


estado, varios días antes, diciendo por el pueblo y las tabernas que iba a matar a mi padre y de los constantes problemas y pendencias que tenía con otros vecinos. También vieron el moratón de mi padre, el agujero en la ropa, el duro doblado y la bala achatada. Luego tomaron declaración a mi padre, que refirió como Herrera le atacó acechándolo detrás de los olivos, la muerte del perro y que él disparó a las piernas de Herrera para defenderse sin matarlo y que cuando pudo matar al Herrera porque tenía la pistola encasquillada prefirió alejarse de allí. A la vista de las pruebas y declaraciones obtenidas, de los vecinos del pueblo, la Guardia Civil prendió al Tío Herrera y lo llevó a la cárcel, donde dicen que ya había estado varias veces por malos tratos a vecinos de Cogollos, acusado de intento de asesinato con premeditación. Mi padre quedó libre de cargos y nunca lo molestaron por aquel suceso, pero el importe del abono tan poco pudo cobrarlo nunca porque, según las noticias que circularon por el pueblo, al Tío Herrera a poco de estallar la guerra lo sacaron de la cárcel para darle “el paseíllo”. A partir del incidente con el Tío Herrera mi padre cerró el almacén de abonos, vendió el carro y se dedicó únicamente a la agricultura.

Nuevas complicaciones El estado de nerviosismo de mi madre, lejos de calmarse iba cada día en aumento porque: 

A mi padre ya le hacían ir todos los días dos veces a llevar provisiones al frente y eso le suponía estar, unas cinco o seis horas diarias, expuesto al peligro de los disparos que les hacían desde el Peñón. Cada vez que había alarma de bombardeo, cuando estaba sola como sucedía la mayoría de las veces, tenía mucha dificultad para bajar con rapidez al refugio con nosotros cuatro, porque para ir de la casa al refugio, tenía que cruzar la calle, atravesar nuestra casilla que estaba enfrente, bajar tres tramos de escalera muy pendientes y cruzar todo el corral con los animales estorbando. Cuando sonaba la alarma todo el 41


mundo salía corriendo, para ponerse a salvo, sin preocuparse de los demás y mi madre, que se encontraba sola, tenía que bajar dos veces para llevarnos a todos. Primero bajaba con Rafael, que todavía no andaba, en brazos y a mí, cogido de la mano, mientras iba dando indicaciones a Manolo para que no bajara la escalera rodando. En el refugio nos dejaba a Rafael sobre una espuerta con paja cubierta por una manta, que hacía de cuna, al cuidado de Manolo y luego tenía que volver a subir para bajar a Antonio que, si ya necesitaba mucha ayuda para poderse mover por el suelo llano de la casa, no resulta difícil imaginar la ayuda que necesitaría para bajar tres tramos pendientes de escalera. Nosotros éramos, como ya he dicho cuatro hermanos, capaces de acabar con la paciencia de Job y las fuerzas de Sansón.

A Antonio los médicos aconsejaban que lo pusieran con frecuencia de pie para que intentara andar y no perdiera demasiada fuerza en las piernas, de ese modo también pretendían que los efectos de la polio fueran menores. Pero cada vez le resultaba más difícil moverse, porque en los tobillos y las piernas iba perdiendo fuerza y se le estaban deformando y además, su peso había aumentado por la falta de ejercicio. Así que, cada día, necesitaba más ayuda para levantarse, sostenerse de pie e intentar dar algunos pasos. En pocos meses había ganado tanto peso que mi madre sola no podía levantarlo de la silla y sostenerlo de pie para que intentara dar unos pasos por la cocina, generalmente arrastrando los pies. Rafael, afortunadamente, iba superando sus problemas de alimentación y su peso y movilidad iban aumentando, pero eso tenía como consecuencia que también requería más tiempo pendiente de él. Solamente para darle de comer, cuatro o cinco veces al día, necesitaba mucho tiempo debido a que había que ir otras tantas veces a traer la cabra, lavarle la ubre, sujetarlo debajo de la cabra mientras mamaba y después al terminar, devolver la cabra a su cuadra. Hay un refrán que dice: “como come el mulo, así caga el culo”, y Rafael lo cumplía a raja tabla. Eso ocasionaba que el tiempo necesario para su aseo, con el correspondiente cambio y lavado de pañales, fuera en aumento porque no existían, como ahora, los pañales desechables, ni siquiera las gasas, que se usaron bastantes años después, que por lo menos tenían la ventaja de su rápido secado. Se usaban, y no todas las madres podían comprarlos, pañales de tela de rizo como las toallas, forrados por un lado con una tela más suave y 42 Recuerdos de infancia


unas cintas para atarlos a la cintura del bebé. Encima del pañal enrollaban a la cintura del bebé a modo de faja una tira larga de tela, que llamaban reata, y sobre ella colocaban las mantillas largas para que abrigaran las piernas, una o dos según la temperatura que hiciera. Cuando el bebé era un poco mayor le ponían el culero en lugar del pañal, en algunos casos ponían también el pañal sobre el culero. El culero era una especie de bolsa que por las costuras tenía como medio palmo sin coser y llevaba unas cintas para sujetarlo a la cintura. Se ponían las partes descosidas de las costuras debajo de las piernas, una a cada lado, para que al atarlos quedaran rodeando las piernas por las ingles y se ataban con las cintas al cuerpo de bebé en la cintura. De ese modo las defecaciones sólidas quedaban retenidas en la bolsa del culero y las liquidas las retenía el pañal si lo habían colocado encima del culero. Si no había pañal encima del culero los orines pasaban directamente a la mantilla que una vez lavada necesitaba más tiempo para secarse. Los pañales se lavaban en casa, a mano, en un barreño (entonces no existían lavadoras, ni en las casas había agua corriente) porque el lavadero del pueblo, que estaba en la Canal, no reunía condiciones higiénicas para lavar la ropa de un bebé. El agua para el consumo de la casa, incluido el lavado de la ropa del bebé, se la traían a mi madre en cántaros de barro que, a los más grandes cabrían sobre diez litros y, hasta vacíos, eran muy pesados. El lavadero no reunía condiciones para el lavado de la ropa de bebés porque consistía en una simple poza rectangular hecha a nivel del suelo (años después de la guerra hicieron en el mismo sitio un lavadero con pilas individuales colocadas en alto) con los bordes en rampa. Sobre esos bordes de cemento las mujeres colocaban una tabla de lavar de madera y puestas de rodillas hacían el lavado. La poza no tenía ninguna separación, entre unas lavanderas y otras, por lo que la ropa que todas lavaban era remojada, enjuagada y aclarada en la misma agua. A la poza entraba continuamente un chorro de agua por un extremo y salía por el opuesto. Así, el agua se iba renovando poco a poco. Pero eso no evitaba que, las lavanderas situadas cerca de la salida del agua, tuvieran que lavar sus ropas con un agua que les llegaba sucia por el jabón

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Lavadero de la época y la suciedad que se desprendía de la ropa lavada entre ellas y la entrada del agua. Terminado el lavado de la ropa la tendían al sol, para que se secase, sobre unas zarzas que crecían en la orilla del camino y sobre la acequia que llevaba el agua de la Canal, junto con la extraída del rio Bermejo, hasta las fincas que se regaban con ella. Manolo y yo cada vez íbamos dando menos trabajo, pero más guerra. Continuamente teníamos nuestros…algo más que roces. Al menor descuido de uno, el otro le soltaba un pellizco, guantazo, patada o lo que se podía. El sufridor respondía y al final los dos acabábamos llorando porque, como se decía en el pueblo, “la moza nos había salido respondona” y nuestra madre ponía la paz generalmente con la alpargata. La mayoría de las veces yo, que era el menor, salía perdiendo en aquellas “escaramuzas”. Pero por otro lado era quién se libraba más veces de los correctivos de mi madre por mi fobia a pisar suelo descalzo. Yo tenía y aún sigo teniendo, aunque no tan grande como en aquella edad, un enorme pánico a pisar el suelo descalzo. Ese pánico ocasionaba que, si me descalzaban y sentaban en una silla, era incapaz de bajarme y caminar pisando el suelo descalzo para ir a buscar los zapatos. Por más horas que llevara en la silla o por mucho que, por ejemplo, me apretara la vejiga. Tenía menos miedo a los azotes que pudieran darme por orinarme estando en la silla que a pisar el suelo descalzo para ir a orinar. Debido a ello cuando querían descansar de mí, vamos cuando querían quitarme de en medio, me quitaban los zapatos y me sentaban en una silla alta. Desde ese momento yo quedaba como paralizado o pegado a la silla hasta que alguien se compadecía y me calzaba.

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Por esta razón cuando después de un encontronazo con mi hermano veía venir a mi madre, alguna vez incluso alpargata en mano, me apresuraba a decir: ¡Quítame los zapatos y no me pegues! Y me daba resultado porque, entonces, mi madre se calzaba la alpargata, me sentaba en una silla y me quitaba los zapatos diciendo: ¡Te quedas ahí hasta la hora de comer! o ¡hasta que te vayas a acostar! Y allí me quedaba deseando con toda mi alma y pidiendo a todos los santos que llegara pronto mi abuela, mi tía o alguna vecina y reprochara a mi madre el tenerme inmovilizado en la silla, como una maceta en un pedestal. Entonces mi madre porque consideraba que ya había tenido suficiente castigo, por no quedar mal con la otra persona, o por la cualquier otra razón me ponía los zapatos y me dejaba libre. Mis hermanos aprovechaban, mi “ensillamiento”, para reírse de mí llamándome de “miedica” para arriba, todos los calificativos que conocían y algunos que se inventaban, al tiempo que me retaban para que bajara de la silla y fuera a buscar mis zapatos para jugar con ellos.

“Vacaciones” en Pulianas Por dar descanso a mi madre Un verano ya lejano La hermana de mi madre Ilusionada llevome A Pulianas de “ahijado” Noche y día sufrí allí Aguantando muchas bromas Siempre de primos hermanos

Un día vino de Pulianas mi tía Paquita, hermana de mi madre, que quería que Manolo y yo nos fuéramos con ella algún tiempo para ver si con dos “diablillos” menos que atender, decía mi tía, mi madre se recuperaba algo. Mis padres se oponían a que nos fuéramos, pero entre mi abuela y mis tías, los convencieron para que dejaran que al menos me fuera yo. A Manolo no lo dejaron ir porque podía estar pendiente de Rafael y avisar a mi madre si, 45


mientras estaba en las habitaciones de arriba, lloraba o Antonio necesitaba alguna cosa. Así fue como hice, la que recuerdo como, mi primera salida del pueblo y consecuentemente mi primer viaje en coche, cuando tenía poco más de dos años. Al bajarnos del coche de viajeros en el Santo Cristo, estaban esperándonos mis primos Manolo y Antonio, que se pusieron muy contentos al vernos, (puede que ya tuvieran planeado pasárselo bien a costa mía). Ellos cogieron la talega donde iban mis cosas y comenzamos a andar calle arriba hacia su casa. Allí estaba el tío Manuel y mi primo Pepe que también se pusieron contentos al vernos. Yo en cambio estaba muy cortado, eran mis tíos y mis primos, pero no los conocía, no los había visto nunca, o si los había visto alguna vez estaría tan pequeño que no me acordaba de ellos. Me encontraba como gallina en corral ajeno y un poco temeroso por la incertidumbre sobre como estaría allí. La casa, que era grande, me pareció todavía mayor tratando de compararla con la nuestra de Cogollos. Tenía tantas puertas en cada una de sus dos plantas que despertó mi interés para investigar lo que habría detrás de cada puerta.

Santo Cristo. Pulianas Las costumbres también eran distintas. En las casas de Cogollos la vida transcurría en la planta baja en una habitación con chimenea, que servía de cocina, comedor y sala de estar. En la casa de mi tía la vida se hacía en la primera planta en la que había una galería, rodeando un pequeño patio 46 Recuerdos de infancia


cuadrado. La galería se podía decir servía de sala de estar porque allí pasaba mi tía casi todo el día, cosiendo, leyendo o simplemente descansando en una mecedora. Mis primos también estaban mucho tiempo en la galería jugando o leyendo. Aquel verano hasta comíamos muchas veces en la galería sobre todo en los almuerzos. No cocinaban con leña, aunque la cocina era grande y tenía chimenea, porque para cocinar había una hornilla de carbón. La cocina también se usaba como comedor, cuando no comíamos en la galería porque hacía menos calor. Los dormitorios, que creo que eran cuatro, también estaban en la primera planta, rodeando la galería. Las habitaciones de la planta baja supongo que servirían para guardar cosas de la panadería o de la almazara que mis tíos tenían. He de reconocer que de mi vida durante el tiempo que estuve en Pulianas son poquísimos los recuerdos que me quedan y todos son sobre los juegos con mis primos y las…” bromas” que me hacían. La primera noche de mi llegada mis primos discutieron un poco porque cada uno quería que yo durmiera con él, pero mi tía, les dijo que no dormiría con ninguno porque tenía preparada una cama para mí solo. Mi primo Pepe, que era el mayor, estaba enfermo y apenas si salía de su habitación. Manolo y Antonio que tenían tres y cinco años más que yo, se pasaban el día, decían ellos, distrayéndome. Pero yo diría que, la mayoría de las veces, en lugar de distraerme, lo que hacían era distraerse ellos haciéndome a mí la mismísima pascua. Frecuentemente cuando nos cansábamos de jugar y corretear se dedicaban a contarme historietas, siempre de miedo, sobre los hombres de la Mano Negra, que robaban a los niños para comérselos, del Sacamantecas, del Tío del Saco, del Tío Camuñas y de otras cosas con las que posiblemente antes los habían asustado a ellos. Mi tía les reñía para que no me metieran miedo con esas cosas, pero yo no protestaba, porque en el fondo, me gustaban esas historietas. Aunque después, cuando me iba solo a la habitación para dormir, me acordaba de aquellas historias y sí que pasaba miedo. Ellos disfrutaban pensando en lo mucho que me estaban asustando y seguían con sus relatos sin hacer demasiado caso cuando les decía su madre que dejaran de asustarme. 47


Llegó el día que la casa se nos quedaba pequeña para nuestros juegos de escondite y otras correrías. Entonces, mis primos, decidieron hacerlo en un escenario nuevo, más amplio y con menos control de su madre. Para ello pensaron que, en la panadería, entre los sacos de harina, las tablas de poner el pan y la leña para el horno podríamos pasarlo bien. Pero nuestros juegos allí no fueron bien recibidos por los panaderos y, casi nada más entrar y dar la primera carrera, nos echaron fuera “con cajas destempladas” y amenazando a mis primos con decírselo a su padre. Menos mal que mis primos eran hijos del dueño porque, de no haber sido así, es posible que las voces hubieran ido acompañadas de algún mamporro. Mi tía se enteró de aquello y nos dio una colosal reprimenda. Ellos alegaron que fuimos allí solamente para distraerme y que yo lo pasara bien, aunque terminara enharinado como un pescado, y prometieron que no volveríamos a jugar en la panadería y la cosa quedó zanjada así, porque ni volvimos a ir a jugar a la panadería ni los panaderos nos hubieran dejado entrar. Al no poder ir a jugar a la panadería decidieron que en la almazara, que no había nadie trabajando, podríamos hacer libremente lo que quisiéramos. Así que, procurando que no nos viera nadie, nos íbamos a la almazara, a través de una habitación del patio que comunicaba con ella, para poder disfrutar a nuestras anchas. Las mañanas se nos pasaban en un suspiro jugando en la bodega al escondite, al ”pilla pilla”, escalando entre los paquetes de las capachas de la prensa que había sin usar para no mancharnos o, simplemente, hacíamos una batalla tirándonos trozos de orujo, Manolo que era el mayor contra Antonio y yo, parapetados tras los paquetes de capachas a mí me parecían paquetes de galletas enormes. Cuando se cansaban de jugar me daban esquinazo y salían corriendo, cerraban la puerta y me dejaban encerrado en la bodega, que tenía dos puertas iguales y yo no sabía por cual tenía que salir y, aunque hubiera conocido cual era la puerta de salida, las puertas eran tan grades y pesadas que yo no tenía fuerzas para abrirlas. Ellos subían entonces a la oficina y por una ventana, que se abría sobre los depósitos del almacén, asomaban las manos, metidas en calcetines oscuros y durante algún tiempo gritaban repetidamente: ¡UUUH! ¡SOMOS LA MANO NEGRA! ¡VENIMOS POR TI! ¡TE VAMOS A COMER! Entonces yo, me acordaba de las historias que ellos me habían contado sobre la Mano Negra, y asustado buscaba desesperadamente 48 Recuerdos de infancia


una salida la mayoría de las veces llorando. Una vez que habían logrado su objetivo de hacerme llorar abrían la puerta, desde fuera, y se marchaban corriendo a la casa para que yo no viera que habían sido ellos quienes me asustaron. En cuanto yo veía la puerta abierta huía corriendo de la bodega y, atravesaba el molino para pasar a la casa, donde llegaba jadeante no sé si por la carrera o por el miedo pasado. Afortunadamente para mí aquellas aventuras y miedos en la bodega duraron muy pocos días. Mi tía, al no vernos por la casa, nos buscó y al ver dónde jugábamos, cerró con llave la puerta de entrada a la almazara, diciendo que era muy peligroso porque podíamos caer a un pozuelo o ser aplastados por un paquete de capachas. Los días de aquel verano, a pesar del acoso al que me sometían mis primos, pasaron rápido. Las vacaciones de mis primos llegaban a su fin y tenían que empezar a prepararse para volver a la escuela, y yo, sin sospecharlo, también estaba a punto de volver a Cogollos, a mi casa, pero no por mucho tiempo. La tía Mercedes llegó, de improviso, una mañana en el coche de viajeros, como se le llamaba al autocar que hacía el trayecto CogollosGranada y viceversa pasando por Pulianas. Después de los saludos de rigor, el intercambio de informaciones sobre la salud de unos y otros, y la situación de Cogollos por la guerra, dijo a su hermana que preparara mis cosas que había venido para llevarme con ella a Cogollos. Puede que ya supiera que nos íbamos a ir de Cogollos. Al atardecer después una larguísima despedida de las dos hermanas, que llegué a pensar que no terminaría nunca, la tía Mercedes me tomó de la mano y salimos calle abajo para ir a la carretera junto al Santo Cristo, que era donde paraba el coche de viajeros, la Auto-Granadina. Con nosotros también venían mis primos Antonio y Manolo llevando cada uno una talega. En una iba mi ropa y algunas cosas, que me había comprado la tía Paquita, y en otra ropa casi nueva, que le ya estaba pequeña a mis primos, y la tía Paquita mandaba a mí madre por si mis hermanos o los hijos de su hermana María, que tenían edades parecidas a las nuestras, podían aprovechar algo.

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Un poco después de llegar al Santo Cristo, llamado así porque había tres cruces de piedra sobre las que estaban, también talladas en piedra, las imágenes de cristo y los dos ladrones. Allí en la unión de la carretera y la calle de entrada y salida de Pulianas tenía la parada la Auto-Granadina, que llegó a los pocos minutos y nos subimos a ella para volver a Cogollos. El coche funcionaba con “gasógeno” y al llegar a la cuesta de Tejutos disminuyó tanto su marcha que, casi se le podía adelantar andando, y además parecía no iba a poder subir la cuesta. Afortunadamente llegó arriba renqueando y, después de una corta parada en Güevejar y otra en el apeadero de Nívar, llegamos a Cogollos aunque, ya casi de noche.

Autocar a gasógeno Mi regreso como se podía esperar fue motivo de alegría para toda la familia, pero especialmente para mis dos hermanos mayores que de nuevo tenían un chivo expiatorio para sus travesuras. Porque Antonio no podía andar para hacérmelas, pero era quien ideaba la mayoría de las perrerías que me hacía Manolo. Qué razón tienen quienes dicen que “siempre es bueno que haya niños a quien echarles la culpa” o como mi tío Juan de Dios, que vivía justo en la casa de al lado de la nuestra, repetía continuamente como una muletilla: “Los pecados de Cachirulo los hacen los padres y los pagan los hijos”. Muletilla que mis hermanos habían aprendido de memoria y practicaban a la perfección adaptándola a su deseo. Solo que en nuestro caso ellos eran como el dichoso Cachirulo, que hacían cuanto se les ocurría y a mí me tocaba pagar las consecuencias como a los hijos del Cachirulo. Vamos que yo era el pagano obligado a sufrir las consecuencias de lo que ellos hacían y eso maldita la gracia que me hacía. Afortunadamente la situación iba a cambiar pronto y por algún tiempo iba a estar libre de imputaciones por las tropelías que mis hermanos hacían o eso es lo que yo creía. 50 Recuerdos de infancia


Éxodo a churriana ( acróstico) Con ilusión y esperanza Huimos a Churriana Una mañana temprano Rayando apenas el alba. Recorrimos el camino, Implorando la esperanza A encontrar tranquilidad, Nunca más queriendo oír A las bombas y a las balas, De los bandos contendientes Empeñados en liarla. La pena es que no pudiera, A tu amparo Churriana, Ver que Antonio superaba En ti a la polio malvada. Gracias a ti, Churriana, A madre llegó la calma.

Rafael estaba ya fuera de peligro y estaba poniendo peso gracias a la leche de cabra. Pero la excitación de mi madre continuaba igual porque la polio de Antonio seguía avanzando, cada vez tenía los pies y la mano derecha con menos fuerza y más deformados, y mi padre podía haber resultado herido o, incluso, muerto por los disparos que impactaron en la carga de cadáveres que llevaba aquel día en el mulo y que demostraban la realidad del peligro al que se exponía cada día. Para poner fin a esos peligros, que mi madre se tranquilizara y pudiera reponerse y para que, además, fueran más fáciles los desplazamientos para llevar a Antonio a Granada cuando tenía que verlo el especialista, mis tíos de Granada, hermanos de mi padre, le propusieron una solución.

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Habían puesto en Churriana un cebadero para cerdos, que después sacrificaban en Granada y vendían la carne en los puestos del mercado y, las chacinas, en la tienda que tenían en la Gran Vía. Querían aumentar mucho el número de cochinos del cebadero y necesitaban una persona que lo controlara y además se encargara de la búsqueda y compra de la comida de los cochinos, porque para el cuidado de los animales y limpieza ya tenían un hombre. Ellos pidieron a mi padre que se fuera a Churriana para encargarse de esas funciones del cebadero. Donde tenían el cebadero había una casa en la que podíamos vivir toda la familia. Marchándonos a Churriana desaparecía el peligro de los disparos en las idas al frente, de las bombas que caían en el pueblo, podían alimentar a Rafael con leche de vaca, que los médicos decían que era mejor que la de cabra para el niño, y además podrían llevar a Antonio al especialista con más facilidad, en el tranvía, sin tener que estar todo el día en Granada. Para hacer realidad nuestro éxodo en busca de la esperada tranquilidad de Churriana, había que eludir un posible impedimento. ¡El capitán Morillas! Porque al marchar mi padre con el mulo perdía uno de los animales más fuertes para transportar los suministros. Por otro lado como, con autorización o sin ella, tenía al pueblo como militarizado, si se enteraba de la intención de marcharnos no se sabe si nos dejaría ir o lo impediría. Y si lográbamos llegar a Churriana, cuando se enterasen los falangistas de nuestra marcha ¿Podrían tomar represalias contra mi padre? Y decir que era un civil militarizado que había desertado. Esas reflexiones hacían dudar a mis padres si marchándonos nuestra situación mejoraría o se complicaría todavía más. A pesar de tantos temores una mañana, cuando todavía era de noche, mientras mi madre puso a Rafael a tomarse su ración de leche directamente de la cabra, mi padre fue a por el mulo y lo trajo, a la puerta de la casa, aparejado y con un serón. Ese día la cabra no fue devuelta a su cuadrilla, la ataron con una cuerda por el cuello como si fueran a llevarla a comer al campo y la dejaron en la cocina. Cuando llegó mi padre con el mulo ya estábamos nosotros levantados y esperábamos vestidos. Pusieron en cada lado del serón unas talegas con ropa, que tenían preparadas desde la noche antes, y sobre las talegas unas sillas. Sentaron a Manolo en una de las sillas y a mí en la otra. Pusieron una manta sobre el serón para que Antonio no se

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arañara las piernas con la pleita y lo pusieron a horcajadas en el centro del serón y luego ataron la cabra al asa trasera del serón. Después de cerrar la puerta, metieron la llave bajo la puerta de la casa de la tía Mercedes y comenzamos el camino. Los niños estábamos convencidos de que íbamos a Granada para pasar un poco tiempo con los abuelos y los tíos. Así subidos los tres niños mayores en el mulo, mi padre llevando el cabestro del mulo y Rafael en brazos de mi madre salimos del pueblo por el “Baño”, cuando todavía era de noche, para iniciar nuestro éxodo por la “Cuesta del Higuerón”, en busca de un poco de sosiego alejados de las bombas y los cañonazos.

Cada cierto tiempo se intercambiaban mis padres a Rafael y el cabestro del mulo para hacerse el camino más llevadero y cuando empezó a amanecer estábamos pasando por Güevejar. Mi padre comentó que allí estaba de maestro el mayor de sus hermanos, Antonio, y que lo estaba pasando muy mal, porque los güejeros no querían que le vendieran nada de comida en las tiendas, pero iban sobreviviendo porque los padres de algunos alumnos le hacían las compras y tenían que llevárselas a escondidas por la noche, otras veces era el mismo tendero quien les llevaba a escondidas por la noche lo que mi tío, en secreto, le encargaba. Seguimos andando sin parar y al terminar la recta de la carretera, un poco más abajo de Güevejar, dejaron la carretera y continuaron recto por el camino, que llevaba al cortijo de Tejutos, y vuelve a salir a la carretera al final de la cuesta, cerca ya de Pulianas. A partir de ahí, según supe años más tarde, 53


siempre que podían evitaban la carretera metiéndose por caminos menos transitados. Después de algunas horas de camino, que dicen que yo pasé casi todas durmiendo, dijeron que habíamos llegado. Pero ¡Aquello no era Granada ni estaban allí los abuelos! ¡Estábamos en Churriana de la Vega! La Churriana de Granada, no la de Málaga, aunque las dos están junto a un aeropuerto. Era la primera casa del pueblo, muy cerca de la estación del tranvía. Se entraba por un portón, tan ancho que podían pasar camiones, a un patio rectangular que me pareció enorme. Aquel patio estaba un poco pendiente y mediría unos veinticinco metros de ancho y cerca de cuarenta de largo. El lado de la entrada y el de la derecha estaba cerrado por una tapia de unos dos metros de alta. En el fondo, que era la parte más baja, había una casa grande, con dos plantas de altura, que ocupaba todo el ancho del patio. Era otro cebadero y tenía dos entradas una por el patio y otra, que era la principal, desde la calle. A la izquierda, según se entraba, estaba la que iba a ser nuestra casa durante algún tiempo. Tenía también dos plantas y desde la esquina de la casa hasta el fondo del patio había una tapia que no tendría más de un metro de alta y de donde venía olor a cochino. Detrás de aquella tapia estaba el corral del cebadero. En el rincón de la derecha de la entrada había unos grandes montones, parecía que eran de cañas finas, pero nos dijeron que era cáñamo y entre el cáñamo y la puerta tres o cuatro artilugios formados por dos troncos con patas entre los que entraba una cuchilla de hierro, muy brillante, con el grosor de un dedo, sin filo y algo más de un metro de larga (eran agramaderas). Entre la entrada y la puerta de la casa existía un pozo de donde se sacaba el agua necesaria para nosotros, los cerdos y algunos vecinos cercanos que solían venir a recogerla. Nos pareció un poco raro que dentro de la casa no se notara el olor a cochino como en el patio, cosa que era de agradecer. Eso era debido a que la ventana que daba al patio siempre estaba cerrada y la puerta solamente se abría el tiempo indispensable para entrar o salir con rapidez. Las primeras

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ordenes que nos dieron en Churriana fueron: ¡La puerta siempre cerrada! y ¡Prohibido acercarse al pozo!

Churriana: la tranquilidad La puerta estaba partida por el centro y se podía abrir entera o solo la mitad que se necesitara, la de arriba o la de abajo. La mitad superior de la puerta era como una ventana más, con cristales grandes para observar el patio y que entrara la luz, pero no el mal olor de los cerdos. El postigo de madera de la parte superior sólo se cerraba por la noche. Además, existían tres grades ventanas que daban al campo y eran las que se abrían para ventilar la casa porque como daban al campo no entraba por ellas el olor a cerdo. Aunque al entrar o salir de la casa o en algún otro momento se notara algo el olor porcino se daba por bueno porque gracias a estar allí teníamos mucha tranquilidad. Allí no se oían disparos, tampoco había que salir corriendo para buscar un refugio, cuando menos se esperaba, porque las campanas nunca tocaban avisando peligro por caída de bombas de aviación o proyectiles de artillería. Y además, mi padre, ya no tenía que ir a llevar cosas al frente y estaba ganando un sueldo, suficiente para sacar la familia adelante, mientras que en Cogollos al no poder salir al campo para trabajar ni a recoger nada de las cosechas no tenía ningún ingreso. Mientras mi madre preparaba la comida con las cosas que llevaba en el mulo, los niños nos dedicamos a explorar la casa, que solo ocupaba la planta baja y tenía tantas habitaciones como la de Cogollos. Al entrar estaba la cocina-comedor, con tamaño parecido a la de Cogollos, pero para hacer la comida tenía una hornilla económica que funcionaba con carbón o leña, parecida a la que había visto en Pulianas en la casa de mi tía. También tenía chimenea, pero solo se encendía la lumbre en invierno para calentar la casa. Tenía además de la cocina, tres dormitorios, una despensilla y un WC comunicado con un pozo ciego, que tenían que vaciar varias veces al año. En la parte trasera de la vivienda, pero sin comunicación con ella, había una nave grande que servía de cuadra a los 55


aproximadamente doscientos cochinos que había en el cebadero. Desde esa nave subía una escalera a la planta de arriba, que ocupaba la extensión de la cuadra y nuestra casa. En ella se almacenaba la comida de los cochinos y las cosas necesarias para echarles la comida y limpiar el corral y la cuadra. Al día siguiente de llegar nosotros vino un carro muy grande, que tenían mis tíos, cargado con nuestra ropa y algunos de nuestros muebles que mi tía Mercedes les dijo que nos trajeran. Mi padre se acercó a uno de los tres mulos que tiraban del carro y lo estuvo acariciando un poco. Mi hermano Antonio dijo que aquel mulo se parecía mucho al nuestro. Entonces mi padre le dijo que aquel mulo no era que se parecía al nuestro, sino que era nuestro mulo. Como en Churriana mi padre no iba a necesitar el mulo se lo dejó a mis tíos para que lo cuidaran y mientras lo usaran también para tirar del carro. Además, diciendo que mi padre había vendido el mulo a sus hermanos, no corría el riesgo de que Nestares o Morillas le hicieran volver para seguir llevando provisiones al frente.

Vida en el cebadero Mi padre, cuando estaba allí, ayudaba al porquero con la comida y el agua de los cerdos, pero la mayor parte del tiempo estaba comprando comida para los animales que se necesitaba en gran cantidad porque estaban allí para cebarlos y traían comida a carretadas o en camiones cuando venía de pueblos muy alejados. A los cerdos no les daban siempre la misma comida, pues dependía de lo que mi padre consiguiera comprar en Churriana o en los pueblos de los alrededores. Generalmente maíz, cebada o garbanzos de pienso que eran negros o un poco rubios. Esos granos casi siempre se los daban mezclados y molidos en una máquina que había para ello. Sin embargo había algunas veces, aunque no eran muchas o al menos no tantas como los niños hubiésemos querido, que tenía que ir a pueblos de Málaga buscando comida para los cerdos porque, al regresar con la comida que había encontrado para los animales, nos causaba una doble alegría. Por un lado la alegría de su regreso, sabiendo que se quedaría con nosotros algunos días y por otro que el pienso que traía, unas veces bellotas y la mayoría algarrobas, nos gustaba a nosotros tanto o más que a los cochinos y 56 Recuerdos de infancia


esperábamos compartir algo de aquella comida con los gorrinos, sobre todo las algarrobas, pero como Dios manda, ellos en su pileta del corral y nosotros en nuestra casa y las bellotas asadas. Para llegar hasta las bellotas o las algarrobas, que estaban en la cámara de encima de la cuadra, había que pasar por el corral y la cuadra, entre los cerdos, cosa que mis padres no querían que hiciéramos y además a mí me daba miedo. Así que cuando quería algarrobas o bellotas no tenía otra solución que pedírselas a mi padre, si estaba o al “Capitán” como le decían al porquero. Como el Capitán era quien me resultaba más fácil de convencer, yo recurría más a él y prácticamente siempre conseguía lo que quería. Era tal mi éxito para conseguir que el Capitán me diera las algarrobas, que mis dos hermanos mayores me enviaban a buscarlas cuando a ellos se les apetecían. Además de tener prohibido entrar en los corrales y cuadras, yo tenía tanto miedo viendo tanto cochino junto, que casi no me atrevía ni a asomarme por la tapia del corral para verlos. El corral estaba dividido en dos partes por una tapia baja, en la que había una puerta para pasar de una parte a otra. Eso permitía poder dejar todos los animales en una parte para mientras, limpiar la otra sin problemas. Un día que había llovido y en el patio había barro, porque el suelo era de tierra, mi hermano Manolo me convenció para que entráramos a jugar en la parte del corral que estaba limpia y sin cerdos porque como el suelo era de cemento allí no había barro. El me ayudó a saltar la tapia desde el patio y entramos a la parte donde no estaban los cerdos. Cuando llevábamos un rato jugando, mi hermano saltó al otro lado de la tapia, abrió la puerta de separación y corrió hacia la tapia que separaba el corral del patio gritando mientras la saltaba: ¡Corre, corre! ¡Que vienen los cerdos! Una vez en el patio, corrió hasta la casa para contarle a Antonio lo que me acababa de hacerme. Yo corrí hacia la tapia para saltarla como él había hecho, pero al llegar a ella comprendí que era misión imposible porque, subido en las piletas de cemento donde se les ponía comida y agua a los cerdos, la tapia se me quedaba a la altura de los ojos. Paralizado por el miedo comencé a gritar como un loco, mirando al patio donde estaba mi salvación pero a dónde yo, por mi poca estatura, nunca podía saltar. Sin poder apartar la vista del patio esperaba que, de un momento a otro, los cerdos empezaran a devorarme. En aquel momento llegué a odiar a mi hermano por haberme 57


engañado y a mí mismo por haber caído como un tonto en su trampa, a pesar de la prohibición de nuestro padre De repente noté que unas manos me cogían desde atrás por los brazos y me levantaban de la pileta dónde estaba subido y me bajaban al patio por el otro lado de la tapia del corral. Mientras me mantenían levantado, en el aire, yo no me atrevía ni a mirar atrás para ver de quién eran aquellas manos salvadoras. Al darme cuenta que me encontraba en el suelo del patio a salvo de los cerdos me giré, para ver quién era mi salvador y encontré que, al otro lado de la tapia en el corral, estaba el Capitán, mi protector, que desde que entramos al corral no nos quitó el ojo de encima. En aquel momento solo supe decirle ¡Gracias! Entonces sonriendo sacó de su bolsillo unas algarrobas y me dijo: ¡Toma, no llores! Pero no entres al corral hasta que puedas saltar la tapia sin ayuda, los cochinos pueden ser peligrosos. Sin más el Capitán se dio la vuelta para seguir con su trabajo y yo salí corriendo a la casa donde, en lugar de entrar llorando como mi hermano esperaba, entre sin llorar y comiendo algarrobas. Muertos de la risa, me preguntaron que me había pasado y les contesté que no me había pasado nada que era a él, por salir corriendo, quien había perdido las algarrobas que el Capitán traía para él. Al final, como siempre, terminamos compartiendo las algarrobas los tres.

Una tarde que mi padre estaba en la casa enseñando a Antonio leer o a hacer cuentas y el Capitán que, había ido a comer, no había vuelto todavía, entró mi hermano Manolo a la casa corriendo y gritando. ¡Corre, corre! ¡Que se matan! ¡Que los marranos se están peleando y se van a matar! Cogió mi padre una de las correas, que sujetaban las tablillas de las botas de mi hermano Antonio por debajo de las rodillas, y corrió al corral. Nosotros corrimos tras él, para ver lo que pasaba, y al llegar nos quedamos asustados.

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Cuatro o cinco cerdos tenían acorralado a otro en un rincón del corral y lo estaban destrozando a mordiscos. El Cerdo atacado estaba tumbado en el suelo y ya no podía ni levantarse para defenderse o huir. Por más que mi padre pegaba, a los atacantes, con la correa y les daba patadas no lograba que cesaran en sus feroces mordiscos. En ese momento llegó el porquero y cuando, entre los dos lograron separarlos, el cerdo atacado tenía muchos mordiscos por todo el cuerpo, todo el suelo estaba rojo por la sangre que echaba por las heridas y el pobre animal estaba tan débil que no se podía poner en pie. Aquella tarde los agresores aceleraron la aplicación de su pena de muerte. Entre los dos, con mucho trabajo, lograron levantarlo y llevarlo a la cuadra para ponerlo aislado de los demás en unas cochiqueras que había para aislarlos. Curaron sus heridas, como pudieron, para ver si sobrevivía, pero sin demasiadas esperanzas por la cantidad de sangre que había perdido. Mi padre, aquella tarde, fue a Granada en el tranvía para informar a mis tíos del mal estado en que se encontraba el cerdo agredido y las pocas esperanzas que tenía de que sobreviviera mucho tiempo. Mis tíos, sin dudar un momento, le dijeron que en el matadero tenían bastante carne sin vender y estarían unos días sin hacer nuevas matanzas, pero que antes que infectaran las heridas del cerdo y muriera, lo sacrificara y aprovechara lo que se pudiera por no tener mordeduras. Así que entre mi padre y el Capitán aquel mismo día, ya casi de noche, sacrificaron el cerdo, y como no hacía frio suficiente para conservarlo como en el tiempo de las matanzas empezaron a preparar las partes, que se podían aprovechar, para que se conservaran, lo mejor posible, algún tiempo. Mi padre dió al Capitán una parte de lo que se reservaron, para comerlo, porque creían que se podía aprovechar sin riesgo y lo prepararon como pudieron para que se conservara algunos días. Derritieron las mantecas con un poco de aceite y algo de tocino, para que saliera más cantidad de manteca, y las echaron en una orza grande donde fueron poniendo, también, la carne aprovechable de los jamones y del lomo después de freírla un poco. A la papada cortada en tiras finas y frita la pusieron en una olla y cubrieron con el aceite de freírla y la manteca derretida. Con la parte de la asadura que no se llevó el Capitán almorzamos al día siguiente. Gracias a ese incidente porcino estuvimos una temporada comiendo “jalufo” sin necesidad de ir a la tienda.

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Como cada semana venía el carro de mis tíos, una o dos veces, para llevarse algunos de los cerdos más gordos para sacrificarlos en el matadero, y surtir de carne a sus clientes y a su tienda, en el primer envío, para evitar otro incidente, subieron al carro a los que participaron en el feroz ataque a su congénere, aunque no eran los que estaban más cebones. Cada vez que el número de cerdos era algo menor de cien mis tíos mandaban un camión con otros cuarenta y cinco o cincuenta para que se fueran cebando.

La requisa de cerdos Para terminar con mis recuerdos del cebadero, o si se prefiere con las marranadas, ya que de marranos en cantidad se trata, citaré las requisas a las que estaban sometidos los cebaderos. Los cebaderos, igual que otras actividades productivas, estaban obligados a entregar al Gobierno, cada cierto tiempo, un porcentaje de los animales que tenían, por el precio de tasa que el propio Gobierno fijaba. A esto le llamaban que el Gobierno requisaba esos productos, en este caso los cerdos. Una de las veces que recuerdo que requisaron cerdos nuestros y del otro cebadero, que había en la parte baja del patio, mandaron la tarde antes un motorista para informar del número de cerdos que tenían que entregar al día siguiente cuando vinieran soldados a por ellos. Mi padre dijo al porquero que apartara en un lado del

Transporte de cerdos

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corral los cerdos que tenían que entregar y los otros, junto con los más gordos los dejara en la cuadra hasta que se llevaran los requisados. Como el precio que pagaba el Gobierno era menor que el que se pagaba en los mataderos nunca entregaban los más gordos. Al día siguiente llegaron unos soldados en un camión con el justificante de los cerdos que debían entregarles en el que solo faltaba anotar el peso de los animales entregados. El porquero los sacó al patio y a medida que se iban pesando y anotando los pesos en la orden los subían al camión. Cuando terminaron de cargar nuestros cerdos dieron el justificante, con la anotación de los pesos de los cerdos recibidos, al porquero y fueron por los cerdos del otro cebadero. Con ese justificante mis tíos luego podrían cobrar el valor de los cerdos entregados para comida del ejército. Cuando terminaron de cargar nuestros cerdos los soldados fueron al otro cebadero a por los que les habían ordenado entregar. Los porqueros los sacaron al patio y comenzaron a pesarlos como terminaban de hacer con los nuestros. Para pesarlos pasaban debajo del cerdo una soga doble que enganchaban en una romana que se levantaba con un palo que pudiera resistir el peso del cerdo. Unas personas levantaban el palo hasta que la romana y el cerdo colgado a ella quedaba al aire y otra persona desplazaba el pilón de la romana hasta que se conseguía el equilibrio. La posición del pilón en la barra de la romana indicaba directamente el peso. En el momento que empezaban a levantar a los cerdos, colgados de la romana para ver su peso, y la cuerda les apretaba la barriga a estos les empezaba a salir por el culo un hilillo caldoso que no cesaba hasta que era nuevamente dejado en el suelo y desaparecía la presión de la cuerda. Al marcharse los soldados con los cerdos, nuestro porquero preguntó a los del otro cebadero si habían entregado cerdos enfermos y por eso echaban aquel líquido al pesarlos. Ellos contestaron que no estaban enfermos, que sus cerdos estaban muy sanos y simplemente echaban el exceso de agua que tenían en el cuerpo. La razón era que, una vez apartaron los cerdos que les requisaban, estuvieron toda la noche procurando que bebieran la mayor cantidad de agua posible y pesaran más. Así cobrarían el agua a precio de cerdo. Durante toda la noche fueron dando a los cerdos comida muy salada para que les diera sed y tuvieran que beber agua. Pero el agua que les daban llevaba sal para que en 61


lugar de quitarles la sed les diera más sed. Además, iban cambiando los granos, siempre salados, que les daban para que al cambiar de sabor siguieran comiendo, les diera más sed y bebieran más agua. Cuando ya no podían conseguir que el cerdo bebiera más agua salada, se la cambiaban por agua con azúcar, con lo que el cerdo encontraba alivio a su sed y continuaba bebiendo hasta que materialmente tenía todas las tripas llenas de agua. Por eso al apretarles la soga del peso la barriga se le iba saliendo aquel agua mezclada con la comida que no habían podido digerir. De este modo consiguieron que cada cerdo pesara mucho más, por la cantidad de agua que tenía dentro y trataban de compensar el menor valor que pagaba el Gobierno.

Agramadores y cordeleros Los montones de cáñamo, que había en la esquina del patio, cada día eran más grandes porque varias veces al día llegaban hombres con bestias cargadas de esa planta y las ponían encima de ellos. En aquellos años el cáñamo y la remolacha eran los cultivos más extendidos por la Vega de Granada. Unos años después el cáñamo fue sustituido por el tabaco y en la actualidad de esos tres cultivos el único que se siembra, y en extensiones muy reducidas, es el tabaco. Mis hermanos mayores querían conocer cosas sobre aquella planta que no se criaba en Cogollos y por ello hicieron algunas preguntas a uno de los hombres que traían el cáñamo. Este, tal vez sorprendido porque unos niños tan pequeños le hicieran esas preguntas, nos dijo que en la Vega de Granada se sembraba mucho cáñamo, que cuando estaba grande se cortaba, se ponía dentro de unos estanques llenos de agua durante unas tres semanas para cocerlo y luego se agramaba para sacar las fibras. Con las fibras del cáñamo se hacían hilos, cuerdas, sacos, alpargatas y otras cosas. También dijo que si a los canarios y otros pájaros se les daba para comer cañamones, que eran las semillas del cáñamo, se ponían muy contentos y cantaban más (supongo que querría decir que se emporraban).

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Mi hermano Manolo, parece que no quedó muy convencido con algo de aquella información, le preguntó que si los estanques estaban en el suelo como ponían debajo lumbre para calentar el agua y que se cociera el cáñamo. Aquel hombre se puso muy serio y dijo que, el cáñamo, se cocía con agua fría y cogiendo el cabestro del mulo que traía nos dijo adiós y se marchó. Nos quedamos mirándonos unos a otros y pensando que nos había engañado porque estábamos hartos de ver que para cocerlo todo (patatas, garbanzos, habichuelas) se tenía que calentar mucho el agua. Unos días después, cuando estábamos desayunando, sentimos en el patio golpes como de palos chocando unos con otros seguidos de crujidos pequeños parecidos a los que se hacían al partir la leña menuda para la lumbre, pero más seguidos. Preguntamos a mi padre que eran aquellos ruidos y nos dijo que habían llegado los agramadores. Así en cuanto terminamos el desayuno salimos corriendo para verlos y como se producían aquellos ruidos.

Agramador de cáñamo Junto a cada una de las agramaderas había un hombre que con una mano estaba subiendo y bajando la cuchilla de la agramadera y con la otra iba metiendo debajo de la cuchilla un puñado de matas del cáñamo de los montones. Era como si quisiera cortarlas y como la cuchilla no tenía filo no se cortaban del todo, solamente se estaban quebrantando. Al quebrantarse saltaban despedidos unos trocitos duros, como pedazos de corteza o paja gruesa, y otros muchos quedaban colgando de unos hilos finísimos que decían que eran las fibras. Lo única que se ellos aprovechaban de aquel cáñamo.

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De vez en cuando, y cuando terminaban de quebrantar todo el manojo de matas que tenían en la mano, soltaban la cuchilla y cogiendo las matas quebrantadas con las dos manos las golpeaba varias veces contra la agramadera. Con los golpes se caían muchos de los trozos duros (gramaje), pero algunos todavía quedaban enredados entre las fibras. Finalmente, espadaban las fibras pasándolas por el canto de una tabla con puntillas, que parecía un peine y en las manos se les quedaban completamente limpias las largas fibras de las matas agramadas. Con las fibras obtenidas los agramadores formaban unas madejas, que al finalizar el día, se llevaban para que los cordeleros hicieran cuerdas o para ser enviadas a las fábricas de sacos u otros sitios donde hacían hilos, alpargatas y otras casas de cáñamo.

Cáñamo en rama y madejas Algunos de los trozos duros que saltaban al golpear las matas en la agramadera se llevaban enganchadas fibras cortas o trozos de fibra. Los agramadores también recogían esas fibras cortas, que llamaban estopa, y las ponían separadas de las otras porque decían que eran de menos calidad y servían para muy pocas cosas. Pero siempre, cuando se marchaban, entre el gramaje se quedaban algunas fibras de estopa sin recoger. Cuando se marchaban los agramadores, Manolo y yo, nos poníamos a rebuscar aquella estopa que dejaban sin recoger y empezamos a hacer con ellas una bola sin tener muy claro para qué nos serviría. Luego con alguna de aquella estopa mi padre empezó a iniciar a Manolo en la confección de la tomiza y soguilla de tres ramalillos. Un día cuando después de marcharse los agramadores, Manolo y yo andábamos jugado a la pelota con la bola de estopa, regresó uno de los agramadores a buscar algo que se había dejado olvidado. Nosotros seguimos con nuestro juego y él nos miró un momento cogió, de entre el cáñamo lo que 64 Recuerdos de infancia


había venido a buscar y se marchó sin decir nada. Pero a partir de entonces, algunas veces, cuando nos veía en el patio jugando mientras él recogía la estopa, nos llamaba y nos daba una poca diciendo: ¡Tomad para que engordéis la pelota! Para hacer la comida mi madre usaba la hornilla, pero un día que había llovido toda la leña estaba mojada, y cuando quiso encenderla, no había forma de que la leña mojada comenzara a arder. Nos mandó a pedir a los agramadores un poco de gramaje para ver si con el, lograba encender la hornilla. Ellos dijeron que podíamos llevarnos todo el que quisiéramos que a ellos no les servía para nada y los dejaban allí porque algunas personas del pueblo se lo llevaban precisamente para quemarlos en la chimenea. Así que nos llevamos un poco en una espuerta pequeña y como duraban encendidos más tiempo que el trapo mojado en aceite que, a veces, usaba mi madre para encender la hornilla, la leña comenzó a arder sin problemas. Posteriormente el porquero llenó algunos de los sacos de los que habían traído con pienso para los cochinos, que ya estaban vacíos, y los llevó a la habitación donde estaba la comida de los cerdos. Así tendría mi madre con qué encender la hornilla o la chimenea cuando la leña no prendiera bien. Cuando estaba agramada una cantidad grande de lino comenzaron a venir con los agramadores dos hombres con un artefacto que se parecía poco a las agramaderas. Este aparato no tenía dos troncos como las agramaderas, solo tenía un tronco con cuatro patas, y en lugar de cuchilla tenía una rueda grande. Decían que era una cordelera y la colocaron en la parte baja del patio. Uno de los hombres tomó una madeja de cáñamo, de los que hacían los agramadores, arrancó unas pocas fibras, las enganchó en la rueda por un extremo y sujetó las fibras cerrando la mano, pero sin apretarlas para que se fueran liando. El otro hombre comenzó despacio a dar vueltas a la rueda y las fibras empezaron a retorcerse y hacerse una especie de torcía que llamaban ramalillos. Parecían las torcías de algodón que se les ponía al candil, pero muy largas. Cuando la mano del hombre, que sujetaba el ramalillo, estaba llegando al final de las fibras cogía otras pocas de la madeja, las ponía junto a las que estaban terminando de liarse y comenzaban a dar vueltas y a liarse con las primeras. Así el ramalillo se iba alargando cada vez más. Aquel hombre conocía tan bien el momento en que tenía que añadir el cáñamo y la cantidad que tenía que añadir que siempre mantenía el mismo 65


grosor. Así continuaban uno girando la rueda y el otro añadiendo cáñamo y retrocediendo hasta que llegaba hasta lo alto del patio. Entonces el de la rueda dejaba de darle vueltas, soltaba el ramalillo de la rueda y entre los dos lo dejaban extendido en el suelo a lo largo del patio. En cuanto terminaban un ramalillo comenzaban a hacer otro nuevo que volvían a dejar junto al primero. Así fueron haciendo ramalillos y dejándolos unos junto a otros hasta que tenían los suficientes para el grueso de la cuerda que querían hacer, generalmente cuatro o cinco. Entonces sujetaban a la rueda todos los ramalillos y comenzaban a enrollarlos juntos para ir haciendo la cuerda. Como habían hecho con las fibras un hombre daba vueltas a la rueda y el otro sostenía todos los ramalillos entre las manos sin apretarlos, para que pudieran girar y se retorcieran unos con otros. Comenzó a sujetarlos juntos, cerca de la rueda, y a medida que los veía suficientemente retorcidos iba retrocediendo hasta que los ramalillos estaban todos completamente enrollados. El resultado era una cuerda algo más corta que los ramalillos. Pero para dar por terminada la cuerda les quedaba atar bien en los dos extremos todos los ramalillos para que se mantuvieran sin desenroscarse. Una vez atados los extremos la soltaban de la rueda y hacían con la cuerda un rollo. Así ocupaba menos sitio, no se enredaba y podían moverla mejor. Algunas de las cuerdas que hacían las vendían en el pueblo, pero la mayoría las vendían en Granada en las posadas y las esparterías.

Cuerdas y alpargatas de cáñamo Como a los cordeleros le cundía más gastar la fibra de cáñamo, que a los agramadores sacarla de las matas, no venían todos los días. Solo venían cuando les avisaban que tenían fibras suficientes para trabajar todo el día. Tampoco hacían todas las cuerdas igual de largas o de gruesas porque 66 Recuerdos de infancia


algunos agricultores del pueblo, a veces, les encargaban cuerdas más cortas o más finas y ellos se las hacían como las tenían encargadas. Mi padre dijo que las cuerdas que estaban haciendo eran muy buenas y les encargó varias, unas finas y otras más gruesas para cuando regresáramos a Cogollos y comenzara a labrar el campo.

Mis hermanos van a la escuela A los pocos meses de llegar a Churriana, Manolo y Antonio, comenzaron a ir a la escuela. Era una escuela unitaria que estaba junto a la estación del tranvía, que unía Granada con Gabia Grande, en una casa pequeña separada de la caseta de la estación. La clase estaba en la planta baja y en la parte de arriba vivía el maestro. Antonio no podía ir andando a la escuela porque ya no podía estar de pie él solo, y tenían que llevarlo y recogerlo a la salida como podían, unas veces a cuestas, otras en una carretilla de mano, alguna vez subido en una bestia que acababa de descargar grano para el cebadero, etc. El maestro que se llamaba D. Fausto estaba bastante sordo. Algunos días los niños, sobre todo los que habían recibido algún castigo, al salir de la escuela iban camino de sus casas cantando repetidamente a modo de venganza: Don Fausto el culón Fue por agua y se ahogó. La vía del tranvía pasaba junto a la carretera que va desde Armilla a las Gabias paralela a esa carretera y a la alambrada que cerraba el aeródromo. La estación del tranvía estaba situada junto al desvío de entrada a Churriana que, posiblemente, estaría en el mismo lugar que ahora arranca la carretera actual que atraviesa Churriana y continúa a Cullar Vega. Afortunadamente nuestra casa, que era la primera del pueblo por aquella entrada, también era la que estaba más cerca de la escuela, no habría más de doscientos metros de distancia a ella y la estación del tranvía y por eso no era demasiado trabajo llevar a Antonio a la escuela.

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Antonio y Manolo en la escuela pronto hicieron amigos, entre los niños del pueblo, que algunas tardes se venían al patio del cebadero para jugar con nosotros. Una tarde uno de los amigos de Manolo le pidió un poco de estopa y al día siguiente le trajo una honda, que le dijo que había hecho con la estopa, aunque estaba tan bien hecha que pudiera ser que la hiciera su padre o algún hermano mayor. Al salir de la escuela le explicaron cómo se usaba y le hicieron unas demostraciones. Luego en el patio del cebadero empezó a practicar el lanzamiento de piedras generalmente pequeñas. Pero en cuanto mi madre lo vio, se la requisó antes que nos descalabrara a alguno o dejara la casa sin cristales. Para consolarlo le prometió guardarla y devolvérsela cuando fuera algo mayor y tuviera un poco de sesos.

Los junkers Una mañana comenzaron a pasar volando sobre Churriana muchos aviones Junkers, que les llamaban pavas. Venían para aterrizar en el campo de aviación, como llamaban al aeródromo de Armilla. Estos aviones se usaban normalmente para transporte de tropas y material, para lanzamiento de paracaidistas y ocasionalmente como bombarderos. Tenían tres motores que hacían un ruido enorme y sus alas eran muy anchas y largas si se comparaban con el tamaño del fuselaje, quizá por eso los llamaban pavas. Venían de tres en tres y, al llegar, daban una vuelta volando alrededor del campo de Armilla antes de tomar tierra el primero y mientras lo hacía los demás continuaban dando vueltas. Entre el aterrizaje de cada uno y el del siguiente, dejaban un espacio de tiempo para darle tiempo a situarse bien aparcado a la orilla del aeródromo. Aunque entre la llegada de un grupo y la del siguiente pasaba un ratito, a pesar de todo, había en algunos momentos cinco o seis aviones dando vueltas.

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Aquel día, nadie sabía para que habían venido tantos aviones a Granada. Nunca se habían visto en Armilla más de dos o tres aviones juntos y aquella mañana vinieron por lo menos veinte. Al ver venir tanto avión comenzamos a pedirle a mi madre que nos llevara a verlos aterrizar, pero mi padre no estaba y ella no podía con los cuatro. Tampoco podía dejar solo a Rafael, que ya gateaba, en la casa y llevarnos a los tres mayores. Por otro lado, aunque se hubiera decidido a levarnos, había que ir andando y, aunque la distancia no pasaría de los doscientos metros, tendría que llevar acuestas a Antonio y era muy posible que antes de llegáramos estuvieran ya en tierra todos y nos diéramos el paseo inútilmente, porque tampoco sabíamos los que iban a venir. Afortunadamente para nosotros en aquel momento apareció el Capitán, con una carretilla de mano, para llevar agua del pozo a los cerdos y al vernos llorando preguntó a mi madre por qué estábamos llorando. Cuando mi madre le contó la causa de nuestro llanto, quitó de la carretilla las vasijas que llevaba para el agua y dijo él nos iba a llevar. Su reacción fue tan rápida que parecía tener tanta gana como nosotros de salir corriendo a ver tantos aviones juntos, porque hasta entonces eran poquísimos los aviones que usaban el aeródromo de Armilla que era militar. Éramos tan pequeños que subidos los tres en la carretilla casi sobraba espacio. En cuanto nos vio bien sujetos a los bordes de la carretilla comenzó a empujarla todo lo rápido que podía hacia la carreta de las Gabias para ver el mayor número posible de aquellos aviones. Como los Junkers seguían llegando y dando vueltas esperando poder tomar tierra, cruzó sin bajarnos de la carretilla la vía del tranvía y nos puso junto a la alambrada que rodeaba al aeródromo. Todavía siguieron llegando aviones casi una hora, que nosotros permanecimos pegados a la alambrada sin querer perder el menor detalle.

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Aquella mañana, gracias al porquero, resultó para nosotros una de las mejores de todo el tiempo que vivimos en Churriana. Por primera vez y desde primera fila vimos como tomaban tierra unos quince bombarderos que, una vez en tierra, seguían rodando y giraban para terminar formando una larga fila, paralela a la carretera de Las Gabias, con la cola hacia la carretera y el morro mirando al centro del aeródromo, precisamente delante de donde estábamos nosotros y tan cerca que casi los podíamos tocar con la mano.

Cuando dejaron de llegar aviones, de regreso a la casa ya sin prisa, nos preguntábamos si habría sido alguno de aquellos aviones uno de los que, al ir a bombardear el Peñón de la Mata, se le cayeron las bombas sobre Cogollos. Para que se cumpliera nuevamente la sentencia popular que dice que “no hay cosa más bonita que saber sin preguntar”, también sin preguntar descubrimos a los pocos días el misterio de la llegada de tantos aviones. Uno de los vecinos del pueblo que había ido a Granada, al volver, vino diciendo que las tropas nacionales habían conquistado el Peñón de la Mata después de haber sido muy bombardeado por la aviación.

El Capitán Barrón sostiene la bomba Carbonit de 10 Kg. Naturalmente aquellos aviones que llegaron unos días antes y cuando salieron a los pocos días no regresaron más eran los Junkers que habían venido para bombardear el Peñón de la Mata y facilitar su conquista. 70 Recuerdos de infancia


Una vez cumplida su misión se fueron a otro aeródromo para realizar nuevos bombardeos en otros frentes.

Esperando la escuela Antonio tenía que faltar mucho a la escuela porque lo seguía llevando mi madre a Granada, un día o dos a la semana, a la consulta que tenía D. Felipe Villalobos en la clínica San Rafael. Pero, desgraciadamente, por más cambios de tratamiento y pruebas que le hacían, la polio no cedía. Manolo continuaba asistiendo a la escuela todos los días y yo me pasaba todo el tiempo que mis hermanos no estaban en la casa, deambulando por el patio, más aburrido que una ostra, mirando el ir y venir de las hormigas, en un hormiguero que había en el patio, o buscando y persiguiendo lagartijas. Pero en los meses que por el frio estaban escondidas en sus agujeros no podía hacer ni siquiera eso. Si no hubiera tenido tanto miedo de los cerdos, que no me atrevía casi ni a asomarme por la tapia del corral para verlos, lo habría pasado mucho mejor imitando a Manolo que, cuando no lo veían, saltaba la tapia del corral y se montaba en los cochinos como si fueran caballos. Aunque después cuando mi madre veía la suciedad, que el lomo del cochino le había dejado en la culera del pantalón, alguna vez que otra usaba la alpargata para sacudírsela. A él no le hubiera importado nada quitarse el pantalón para que mi madre le sacudiera la suciedad con la alpargata, pero lo que no le hacía ninguna gracia era que sacudiera el pantalón con la alpargata sin esperar a que se lo hubiera quitado. Manolo que podía ser cualquier cosa, pero no era tonto, aprendió pronto la lección y cuando quería cabalgar sobre un cochino elegía al que veía más limpio y, además antes de llegar a la casa se quitaba el pantalón en el patio y lo sacudía él, si tenía alguna suciedad, antes de llegar a casa. En los casos que no lograba que el pantalón quedara aceptablemente limpio, cuando estaba llegando a casa, comenzaba a lloriquear y entraba en casa diciendo que había resbalado y se había hecho mucho daño al caer de culo. Ese día se libraba de servir de maniquí mientras sacudía mi madre el pantalón.

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Mi hermano Manolo había hecho unos zancos con dos latas vacías de conserva de tomate y unos trozos de cuerda. Subido en los zancos caminaba tan bien que daba una vuelta casi entera al patio sin caerse de ellos. Cuando se le caía un pie del zanco siempre quedaba de pie con un pie sobre el otro zanco y el otro pie en el suelo. Viéndolo caminar así me parecía que aquello tenía que ser muy fácil. Además, me gustaba mucho oír el ruido que hacían los zancos, al golpear en el suelo de la cocina, porque sonaban como los cascos de un caballo andando. Yo le pedía que me dejara probar a andar con los zancos, pero nunca me los dejaba. Siempre decía lo mismo. “No te los dejo porque, si te caes y te haces daño, después me castigan a mí por habértelos dejado”. Yo nunca encontraba el modo de convencerlo, pero tan poco renunciaba a satisfacer mi deseo de andar con los zancos y hasta poder tener unos para mí solo. Por eso mientras él estaba en la escuela yo cogía los zancos, me subía a ellos y me las prometía muy felices dando vueltas alrededor de la mesa haciendo ruido como si hubiera un caballo andando por la cocina. ¡Qué verdad es que la teoría es distinta de la práctica! En teoría, de tanto ver andar a mi hermano con los zancos, sabía sobradamente como tenía que hacerlo, pero, a la hora de llevarlo a la práctica, era muy distinto. A cada paso que intentaba dar el pie que quería adelantar iba al suelo. Unas veces porque al levantar el pie para dar el paso no tiraba de la cuerda para mantener la lata unida al pie y daba el paso sin el zanco. Otras porque al bajar el pie adelantado no mantenía el zapato en el centro de la lata y al pisar la lata en un borde se volcaba y el pie caía al suelo. Había veces que al ir a dar el paso y quedar todo el cuerpo sobre un solo pie apoyado en la pequeña lata perdía el equilibrio y caía rodando por el suelo. En definitiva, que pensaba dar muchas vueltas a la mesa y después de cientos de intentos no conseguí dar dos pasos seguidos sobre los zancos y cuando me caía, si me hacía daño, tenía que aguantarme sin llorar para que mi madre no se enfadara conmigo por haber cogido los zancos. A pesar de ello no renunciaba a andar sobre los zancos. Mi hermano iba a la escuela todos los días menos los domingos y se tenía que dejar los zancos en casa, así que tenía mucho tiempo para intentarlo y, como dicen que: “Quien la sigue lo consigue” ¿por qué no iba a conseguirlo yo?

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Durante muchos días lo estuve intentando un rato por la mañana y otro por la tarde. Al fin conseguí dar dos o tres pasos sin caerme y eso me animó a seguir practicando. Poco a poco iba consiguiendo mantenerme más tiempo sobre los zancos y, al cabo de unos pocos días, cuando conseguí dar casi media vuelta a la mesa sin caerme, supe que aquel “caballo” de latas estaba casi domado y pronto podría andar sobre él varias vueltas a la mesa o moverme por el patio, casi tan bien como mi hermano. Iban Pasando los días, las semanas y hasta meses y yo estaba ya hasta los pelos de quedarme, día tras día, solo y aburrido en la casa, mientras mis hermanos estaban en la escuela, porque Rafael, que se pasaba el día de la cuna al castillejo, que era como un taca-taca de madera sin ruedas, y del castillejo a la cuna, no se podía contar con él como compañero de juego. Así que estaba continuamente diciéndole a mi madre que quería ir también a la escuela y que cuando pensaba ir, de una vez, a hablar con D. Fausto para que me dejara ir a la escuela con mis hermanos. Siempre recibía la misma respuesta: “Todavía no puedes ir a la escuela porque eres muy pequeño, cuando tengas los seis años empezarás a ir. Ahora estás mejor aquí, en la casa jugando”. Pero yo continuaba erre que erre. Un día, después de las vacaciones de Navidad de1939, cuando mi madre fue a recoger a Antonio, al terminar la clase, me fui con ella y al llegar a la escuela dije a mi madre: “Como tú no se lo quieres decir se lo voy a decir yo”. Mi madre me miró y sonriendo me dijo: “Anda, déjate de tonterías”. Cuando entramos en la escuela mientras mi madre cogía a mi hermano yo fui a coger sus libros y D. Fausto al verme le preguntó quién era yo. Mi hermano le contestó que era su hermano pequeño y yo, en seguida, le dije que quería ir también a la escuela con mis hermanos. D. Fausto me miró de arriba abajo un momento (no necesitó mirarme mucho porque además de pocos años yo era bajito) y dijo: “Así que los que tienen edad y debían venir no vienen y éste, que todavía parece que no tiene edad para venir, quiere venir”. Preguntó a mi madre cuantos años tenía yo y ella le dijo que cumpliría los cinco años después del verano, sin decirle el mes. D. Fausto se quedó callado un poco tiempo y dijo que todavía era pequeño pero que, como la escuela era grande y había muy pocos niños, podía ir unos días y después si quería seguir yendo vería lo que se podía hacer. Posiblemente estaría pensando que pronto se me quitarían las ganas de escuela y dejaría de ir.

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Aquella tarde con un pedazo de lona blanca me hizo mi madre una bolsa con bandolera, me compró una pizarra, un pizarrín de manteca (como llamaban a los blandos) y la primera cartilla Rayas.

Mi primera escuela Al día siguiente comencé a ir a la escuela, con mis hermanos, muy orgulloso, llevando colgada mi bolsa nueva en la que llevaba mi pizarra, el pizarrín, la cartilla y un trapito para borrar la pizarra, que mi hermano Manolo ató con una cuerda al agujerito que había en un lado del marco de la pizarra. Iba más contento que un tonto con una gorra de cuadros.

Escuela de primera enseñanza Al llegar a la escuela el maestro me preguntó mi nombre para apuntarlo en la lista y señalando un pupitre, me dijo que me sentara en él junto a un niño rubio que estaba en él. Yo fui al pupitre que me había señalado, bajé el asiento y al sentarme me di cuenta que el pupitre era muy alto para mí o yo era muy pequeño. Pero no podía pedir, al maestro, que me cambiara a uno más pequeño, porque todos los pupitres eran igual de altos. A los pocos minutos, el maestro, me llamó para que le llevara la pizarra. Escribió una muestra de palotes por un lado de la pizarra y el número uno por el otro lado. Me la devolvió diciéndome que las repitiera hasta abajo y que lo no supiera hacer se lo preguntara al rubio. Puse la pizarra sobre el tablero del pupitre y, como estaba tan alto, casi no lograba ver por dónde pintaba el pizarrín, el niño rubio me dijo que me pusiera de rodillas en el asiento o me pusiera la pizarra sobre las piernas y escribiría mejor. Mi compañero de pupitre me iba diciendo, continuamente, 74 Recuerdos de infancia


como tenía que hacer las muestras y me borraba lo que le parecía muy mal. Al llegar la hora de salir a recreo no había terminado ni la muestra de la primera cara de la pizarra, pero el maestro no me dijo nada y salí al recreo con todos. Cuando entramos del recreo me llamó el maestro para que fuera a su mesa con la cartilla para leer. El maestro puso la cartilla sobre la mesa, la abrió por la primera página que venían de las vocales y empezó a enseñármelas. Después de repetir varias veces, algunas letras, señaló una y me preguntó que letra era. Yo le contesté que no veía la letra. Entonces me miró y dijo muy serio: ¿Cómo vas a verla? Se había dado cuenta de que el tablero de la mesa me quedaba a la altura de los ojos y así era imposible que pudiera ver algo en la cartilla. Agarrándome por debajo de los brazos dijo: ¡Hombre eso se avisa! Y levantándome me sentó en el brazo de su sillón. Los niños, más pendientes de lo que le pasaba en la mesa al nuevo, que de los ejercicios que estaban haciendo, al ver que D. Fausto me sentó en el brazo del sillón soltaron una carcajada. Pero D. Fausto, que estaba bastante sordo, no la oyó o no le dio importancia y comenzó nuevamente a señalarme las vocales mientras las leía. Así, sentado en el brazo del sillón del maestro, recibí mi primera clase de lectura en la escuela y continué recibiéndolas cada día mientras estuve asistiendo a la escuela en Churriana. Al terminar de leer volví a mi sitio. Terminé lo que me faltaba que escribir de las muestras en la pizarra y la enseñé al maestro que dijo: “Para ser el primer día no está mal”. A la hora de salir nos estaba esperando el porquero con la carretilla, en la que habían puesto un baleo de esparto, para que no nos ensuciáramos. Subió a Antonio a la carretilla y me dijo que me subiera yo también, si quería. Yo sin pararme a pensarlo me subí con Antonio y así, en mi primer día de escuela, empecé a ser, además de mi hermano, el único niño de Churriana al que recogían al salir de clase en un “vehículo” a pesar de estar en tiempos de guerra. Por el camino desde la escuela al pueblo, los niños mayores nos adelantaban corriendo y gritando repetidamente: ¡Don fausto el culón, fue por agua y se ahogó! En contra de lo que me parecía que pensaba el maestro, el día que dijo que podía comenzar a ir, no me canse de ir a la escuela y seguía yendo todos los días, menos los domingos, porque no había. 75


Poco a poco las muestras me iban saliendo mejor y los palotes fueron cambiándose por letras sueltas y más tarde por palabras. Por las tardes, después de la escuela, leía en casa con mi padre o mis hermanos y cuando al día siguiente D. Fausto, que seguía sentándome en el brazo de su sillón a la hora de leer, me llamaba para leer se limitaba a comprobar que ya sabía la página nueva y a señalarme otra para el día siguiente. No siempre me mandaba una página nueva para el día siguiente porque después de cada página nueva que avanzaba estaba dos o tres días repasando todas las anteriores. Aun así, cuando en los primeros días de abril, llegaron las noticias de que la guerra había terminado ya me sabia casi toda la cartilla primera. Y digo casi porque me quedaban sin conocer cuatro o cinco letras y de las que había visto tenía muchos problemas con la “G“ por culpa de su doble sonido según la vocal que la acompañara. Ni el maestro ni en mi casa se explicaban que tuviera ese problema con la “G“ cuando no lo había tenido con la ” C” que le ocurre lo mismo.

Regreso a cogollos Cuando a comienzo de 1939 las tropas nacionales habían tomado la casi totalidad del territorio nacional y, por tanto, se esperaba que la guerra finalizaría pronto, la actividad del cebadero fue disminuyendo. El número de cerdos que había en el cebadero comenzó a ser cada vez cada vez menor, porque traían para cebar menos cerdos de los que se llevaban cebados. Mi padre decía que sus hermanos pensaban llevarse el cebadero y el matadero a Cogollos en cuanto terminara la guerra y estaban disminuyendo el número de cerdos, que tenían en Churriana, para evitarse tener que trasladar muchos animales. Al conocerse la noticia de la finalización de la guerra las campanas de la iglesia estuvieron repicando casi todo el día y la gente corría por el pueblo gritando, cantando y bailando. algunos con escopetas disparaban al aire. Al día siguiente mi padre fue a Granada para hablar con sus hermanos y al regresar nos dijo que íbamos a volver a Cogollos, donde ahora iba a tener que realizar muchísimo trabajo pendiente para poner nuevamente las fincas en producción. Que el porquero seguiría cuidando los pocos animales que 76 Recuerdos de infancia


quedaban, para los que había comida suficiente, y que en un mes más o menos ya no quedarían cerdos allí. La noticia del regreso a Cogollos me produjo una serie de sentimientos encontrados por un lado en Churriana estaba a gusto, me lo pasaba bien, tenía amigos, la escuela, el patio enorme para correr, jugar…. Por otro lado, los recuerdos de Cogollos tiraban mucho, estaban los abuelos, la tía Mercedes que me daba muchos caprichos, el tío Juan de Dios con sus cuentos, aunque la mayoría fueran de miedo, poder perseguir los conejos en el corral, amigos también podía tener en Cogollos y la escuela como pronto cumpliría los cinco años y ya había empezado a ir en Churriana no creía que iba a tener problemas para ir. Además, me gustara o no el regreso a Cogollos, mis gustos y mis opiniones con esa edad hubieran contado muy poco para cambiar las decisiones de mis padres, así que como mis padres habían decidido volver no quedaba más remedio que volver. Mis padres se dedicaron a ir preparando los muebles y todas las cosas que teníamos que llevarnos y a los dos o tres días de decir mi padre que volvíamos a Cogollos, muy temprano llegó el carro de mis tíos. Entre mi padre y el carrero fueron sacando muebles y cosas de la casa y poniendo en el carro todas las cosas que pudieron. En cuanto el carro estuvo cargado el carrero se puso en camino hasta la estación del tranvía donde esperaría a mi padre, que se quedó buscando su reloj de bolsillo que decía que había puesto en la cocina sobre el aparador, para no darle un golpe al cargar los muebles. Aunque buscó mucho no lo veía por ningún sitio y pensó que podría haber caído en alguna caja y lo encontraría al sacar las cosas en Cogollos. Así que cerraron la casa con llave y nos dirigimos todos a la estación del tranvía, donde nos quedamos llorando porque queríamos regresar en el carro, pero el llanto no nos sirvió de nada. Mi padre preguntó al carrero si había visto el reloj sobre el aparador y la respuesta fue un no. Los dos comenzaron la marcha con el carro y nosotros quedamos con mi madre esperando al tranvía. Cuando llegó el tranvía nos subimos hasta Granada, para bajarnos en la Plaza del Humilladero que tenía su última parada. Allí estuvimos esperando hasta que llego el tranvía que iba desde la Caleta a la Plaza del Humilladero pasando por las calles S. Juan de Dios, S. Gerónimo, Plaza de la

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Universidad, Alhóndiga, Puerta Real y Carrera de la Virgen y volvía por las mismas calles.

Tranvía por la Gran Via(Granada) En ese tranvía fuimos hasta la Plaza de la Universidad donde nos bajamos para ir andando hasta la casa de mis tíos, en la calle Arandas, que estaba muy cerca (menos de trescientos metros). En la casa de mis tíos comimos y estuvimos descansando hasta por la tarde que fuimos a la Plaza del Triunfo, junto al Arco Elvira para coger el coche de viajeros – la Auto Granadina- y en ese coche llegamos a Cogollos ya casi de noche. Aquella noche, apenas cenamos, en casa de mi abuela mama Modesta lo que la tía Mercedes había preparado, nos fuimos a nuestra casa para acostarnos y descansar. Creo que no es necesario mencionar la alegría de mis abuelos y la tía Mercedes al vernos y sus comentarios, esas frases que siempre se dicen de los niños cuando se lleva tiempo sin verlos. Los guapos que están, el estirón que han dado todos, etc. Pero era sobre el cambio que Rafael había tenido de lo que hacían los mayores comentarios. Al día siguiente mi padre volvió a ir con el carrero a Churriana para traerse los pocos muebles y otras cosas que todavía quedaban allí y volver a buscar su reloj por si estaba caído debajo de algún mueble. Al atardecer regresaron con lo que quedó el día anterior sin traer, pero del reloj nunca más se supo. 78 Recuerdos de infancia


Durante unos días, después de nuestro regreso, fueron continuamente viniendo gente a la casa para saludar a mi madre y de paso, como se decía, alcahuetear sobre nuestra vida en Churriana. A mi padre era difícil verlo porque desde el día siguiente pasaba todo el día en el campo, y cuando regresaba ya nos habíamos acostado los niños. En la primera ocasión que pudo mi madre disponer, al día siguiente de llegar, nos dijo que iba al corral. Nosotros pensábamos que iría a ver si quedaba vivo algún conejo, de los muchos que teníamos antes de marcharnos, aunque al irnos le había dicho a la tía Mercedes que se los comieran todos ya que no se sabía cuándo podríamos regresar. Manolo bajó con ella y luego nos contó que, cuando llegó entró en la cuadra, cogió una horca de hierro que siempre estaba en la piquera de la paja, fue hasta un montón de estiércol que había en una esquina del corral y con la horca comenzó a mover el estiércol. Nunca nos dijo mi hermano lo que pensó al ver lo que estaba haciendo nuestra madre, hasta es posible que pensara que se la había ido un poco la olla, pero al poco de estar moviendo el estiércol mi madre se agachó y cogió algo que a él le pareció un trapo viejo, hecho un lio y casi podrido por llevar tanto tiempo enterrado en el estiércol. Lanzando un largo suspiro mi madre solamente dijo “menos mal” y comenzó a desliar lo que había encontrado enterrado en el estiércol. Al terminar lo enseñó a mi hermano diciéndole “mira”. Allí estaban relucientes las joyas de oro que tenía mi madre antes de marcharnos a Churriana. Temerosa de que se las robaran durante el camino o en la casa de Churriana, ya que mi padre le había dicho que no tenía rejas en las ventanas, no se le ocurrió mejor “caja fuerte” para evitar el expolio que, liarlas en un trozo de hule y enterrarlas en el estiércol del corral protegidas por el hule. Los primeros días en Cogollos fueron agotadores para mis padres porque en la casa, al llegar no teníamos nada. Había que ir comprando todo lo necesario para las comidas, traer el agua necesaria para la casa, la limpieza, el tratamiento de Antonio, etc. etc. Afortunadamente para ella Rafael, con casi tres años y ya sin problemas de alimentación, no necesitaba muchos cuidados, pero sí requería mucha vigilancia porque acostumbrado a corretear por el patio de Churriana, de tierra dura y llano, quería hacer igual por las calles empedradas de 79


Cogollos y temía que en cualquier momento tuviera una caída con serias consecuencias. Cuando regresamos, no pudimos empezar a ir a la escuela hasta después del verano, no sé con certeza la causa, pero creo que hasta unos meses después de la finalización de la guerra no hubo en el pueblo ningún maestro, porque los que había antes de la guerra se los llevaron movilizados a luchar en el frente. Al no tener que ir a la escuela, Manolo, ayudaba bastante en casa controlaba los juegos y las carreras de Rafael, iba a la tienda de la María del Sacristán a hacer los mandados a mi madre y generalmente por la tarde iba por la “Huerta de la Canal” con una esportilla y un mancaje (amocafre) a buscar hierba para una pareja de conejos que le regaló mi tío Juan de Dios. A mi madre, para cuidar de la casa y de nosotros cuatro, le faltaba tiempo y aunque buscó mucho, no pudo encontrar una mujer que le ayudara hasta algún tiempo después de terminar la recogida de la aceituna, porque la gente al terminar la recogida, se dedicó a rebuscar la aceituna que había quedado perdida en el campo entre las hojas caídas de los olivos y decían que rebuscando ganaban más que sirviendo en una casa. Pero como era la misma situación que tenía en Churriana estaba acostumbrada y no encontraba demasiada diferencia, es más, ahora contaba con alguna ayuda de la tía Mercedes que vivía en la misma calle solo cinco casas más arriba. Encontró pronto una mujer que le traía a la casa el agua que necesitaba y le hacía el lavado de la ropa en el lavadero de la “Canal”, que era donde se lavaba la ropa de casi todo el pueblo, pero no encontró a ninguna niñera hasta que finalizó la recogida de la aceituna y la rebusca, porque en esas faenas ganaban algo más que sirviendo en una casa. Pero en cuanto terminó la recogida de la aceituna y la rebusca encontró una chica para niñera, principalmente de Rafael y muy especialmente de Alfonso Gonzalo que había nacido antes de tiempo al poco de regresar a Cogollos, y estaba siempre tan pachucho que a pesar de todos los cuidados de mi madre y las cosas que le mandaba el médico, murió a los pocos meses. Manolo y yo íbamos teniendo la suficiente autonomía para casi no necesitar niñera y de Antonio se ocupaba personalmente mi madre, así que la niñera no tenía demasiado trabajo con los niños y ayudaba algo en la limpieza de la casa.

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La verdad es que las niñeras, no sé por qué, duraban poco tiempo en mi casa. Unas se despedían ellas voluntariamente porque no les gustara el trabajo, el sueldo o el trato y a otras las despedía mi madre por razones parecidas desde su punto de vista. Entre todas las niñeras que tuvimos solo recuerdo a una que creo que se llamaba Encarna y era hija del “Marranero”, otra llamada Antonia que era hija de la “Albañila” y a una Resure, hija del “Trompeta”. Años después dos hijos de ésta última, Mª Luz y Carlos, fueron alumnos míos en El Chaparral. En los periodos que se quedaba sin niñera le ayudaban alguna de las primas Pochas, pero no concretamente como niñera sino como ayuda general en todas las tareas de la casa, traer agua, lavado de ropa, limpieza, etc. A una de las niñeras la despidió mi madre porque le “ayudaba” a consumir los garbanzos y las judías del saco que tenía para el consumo del año. Mi madre se dio cuenta de que el contenido de los sacos de garbanzos y judías que tenía para el consumo del año, bajaba a mayor rapidez de la que correspondía al consumo normal por las veces que comíamos cocido o potaje y, al sospechar que la niñera estuviera ayudando a consumir dichas leguminosas, se propuso averiguar lo que ocurría poniendo una pequeña trampa para confirmar o descartar las sospechas. Cogió del saco un puñado de garbanzos, luego fue doblando en forma de acordeón la parte del saco que estaba vacía y en cada doblez dejaba unos pocos garbanzos. Cuando se iba la niñera, mi madre abría el saco, y al abrirlo los garbanzos colocados en los pliegues caían con los demás y sonaban al chocar con ellos indicando que el saco no lo había abierto nadie. Nuevamente cerraba el saco poniendo los garbanzos en los pliegues y repetía la operación con el saco de las judías. A los dos o tres días cuando al irse la niñera abrió el saco de los pliegues no sintió caer ningún garbanzo de los pliegues porque había sido abierto después de cerrarlo ella el día anterior. Salió a toda prisa detrás de la niñera, la alcanzó llegando al lavadero de la Canal y le dijo que le diera los garbanzos que se había llevado. Ella negó haber cogido garbanzos, pero ante la insistencia de mi madre terminó confesando y dándole una taleguilla que llevaba bajo la falda con unos dos kilos de garbanzos. Cuando le dio la taleguilla con los garbanzos, salió corriendo para su casa limitándose a decir con bastante tartamudeo: “Que mal dolor le dé a usted y búsquese otra niñera”. Como no volvió a nuestra casa ni a cobrar los días que había trabajado aquel

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mes, mi madre, nos mandó a Manolo y a mí a llevarle a su madre la paga del mes entero dentro de la taleguilla donde se llevaba los garbanzos. En aquellos primeros meses de la posguerra en Cogollos nosotros, los niños, echábamos de menos la vida tranquila que habíamos llevado en Churriana por la amplitud del patio para jugar. Además hora apenas veíamos a nuestro padre porque pasaba todo el día, de sol a sol como se decía, trabajando en el campo y cuando llegaba, muy cansado, se quejaba de lo mal que esta todo, especialmente los olivos, no solo por los tres años sin cultivar sino porque, además, los soldados habían destrozado muchísimos olivos para obtener leña y no solo les habían cortado algunas ramas, sino que muchos, a veces los más productivos, se habían perdido porque los habían cortado por el tronco. Otro cambio que los niños notamos mucho era que en Churriana los tres íbamos a la escuela, y en Cogollos nos encontramos de vacaciones obligatorias hasta después del verano y, como no teníamos un espacio amplio para jugar, nos aburríamos bastante. Sobre todo Rafael y yo, que cada vez que iniciábamos una carrera por las empedradas calles de cogollos nos jugábamos la integridad física en caso de caída. Antonio, que ya no andaba nada, pasaba todo el día sentado en una silla, en la puerta de la casa distrayéndose con la gente que iba y venía por la calle y que algunas veces se detenían un poco para hablar con él. Manolo era más independiente, ya metido en los siete años, le hacía algunos mandados a mi madre y a veces iba a casa de mi abuela, poco más de cincuenta metros, a preguntarle interesadamente si quería que fuera a traerle algo de la tienda. Las veces que lo mandaban por algo, al darle a mi abuela la vuelta del dinero sobrante, casi siempre mi abuela le daba algo, la mayor parte de las veces una perra chica, y en los casos que el pago era simplemente un beso él mostraba su desaprobación diciéndole: ¡Abuela! ¿Y el mandaico? Y mi abuela metiendo la mano en la faltriquera la daba una monedilla diciéndole: ¡Niño toma y déjame tranquila el ánima! Aunque no podíamos ir a la escuela en la casa nos ponían algunas tareas sobre todo de lectura, escritura y cuentas. De ello se encargaban muchos días nuestras primas Micaela y Carmen que ya tendrían cerca de treinta años. Ellas que vivían en la casa de al lado, venían casi todos los días y 82 Recuerdos de infancia


con la promesa de contarnos un cuento, porque sabían más cuentos que Callejas, nos hacían leer, escribir y nos ponían cuentas. Además del material escolar que traíamos de Churriana mi madre compró cuentos para Antonio y Manolo. La tía Mercedes les trajo dos libros muy gordos, como los tomos de las enciclopedias de ahora, en los que había obras teatrales sobre Navidad y otras cosas. Uno de aquellos libros que se llamaba Berta y Richemon me gustaba a mí mucho por los dibujos que traía contaba las aventuras de dos niños llamados como el libro. Mi padre también ponía cuentas por la noche a mis hermanos y cuando llevaba peones a trabajar en el campo les ponía que calcularan lo que debía pagar a cada uno según los días trabajados. Además de mis primas, Antonio siguió enseñándome a leer con las cartillas rayas, y yo continuaba atrancándome con la “G“, como creo haber dicho antes, y Antonio, que hubiera llegado a ser un gran pedagogo solucionó el problema fácilmente. Llamo a Rafael y le dijo que me demostrara que sabía leer mejor que yo y lo puso a leer en la dichosa página de la “G”. Antonio señalaba una sílaba y preguntaba a Rafael lo que decía. Él decía cualquier cosa menos lo que era y yo a su lado le decía “tonto no sabes nada ahí dice ga, ge” o lo que correspondía. Cuando me tocaba leerlo a mí siempre me equivocaba, pero cuando Rafael se equivocaba yo siempre le corregía bien. Así fue como queriendo enseñar a Rafael legué a dominar el doble sonido de la “G” En cuanto a la escritura Manolo y Antonio se hacían dictados uno al otro que luego corregían comprobándolo con el libro y a mí me ponían muestras en la pizarra. Antonio además llegó en aquellos meses a dominar de una forma aceptable la escritura con la mano izquierda porque, con la polio, ya no podía ni coger el lápiz con la derecha.

Primera cosecha de la posguerra A mi padre casi no lo veíamos porque pasaba casi todo el día en el campo, se iba muy temprano y regresaba casi de noche. Mis tíos le habían devuelto el mulo y él había buscado unos peones para que le ayudaran y estaba recogiendo la aceituna que, aunque habían pasado unos meses del

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tiempo normal de su recogida, estaba todavía caída debajo de los olivos porque con la guerra nadie se atrevió en su tiempo a ir a recogerla. Al empezar la recogida de la aceituna tuvieron una agradable sorpresa, porque una vez recogidas las aceitunas de la cosecha de ese año, que en circunstancias normales se hubiera recogido entre diciembre de 1938 y enero de 1939, apartando con la mano las hojas de caídas de los olivos el año anterior estaba la aceituna de la cosecha de 1937 y apartando las hojas que había debajo de esa segunda cosecha aparecían las de la cosecha de1936. Las aceitunas, de las dos cosechas más antiguas, estaban bastante secas, pero conservaban la suficiente cantidad de aceite para que resultara rentable su recogida. Además, se encontraron casos curiosos de recoger la aceituna de una cosecha o dos, de los primeros años de la guerra, en sitios donde ya no había olivo porque había sido cortado por el tronco después de caérsele la aceituna y las hojas que mudan cada año. Esa posibilidad de recoger casi completas las tres cosechas de aceituna que no se pudieron recoger en su tiempo, suponía que hubiera mucho más trabajo y ese año la recogida de la aceituna durara hasta bien entrado el verano. La triple cosecha fue un gran alivio económico para todos. Para los agricultores porque el valor de la cosecha era mayor y para los jornaleros porque tuvieron trabajo más tiempo y eso era muy importante porque detrás venia un verano prácticamente sin trabajo porque al no haberse podido sembrar nada en el otoño no había nada que recolectar. Aquel año no se pudo comenzar a recoger la aceituna hasta el mes de abril, cuando terminó la guerra, llegó el tiempo de sembrar las hortalizas y los cultivos tardíos, como el maíz, las judías y las patatas tardías sin que se hubiera terminado de recoger toda la aceituna porque, requería mucho tiempo tener que ir buscando entre las hojas del suelo lo que quedaba de la cosecha de los dos años anteriores. Todas las personas que podían trabajar, incluso los niños, estaban ocupadas recogiendo la aceituna y no encontró, mi padre, a nadie para que le ayudara a realizar la siembra de los cultivos tardíos. Eso le obligó a pedir a uno de los hombres que tenía recogiendo aceituna que se fuera con él para ayudarle en la siembra. Cuando terminaron de sembrar las hortalizas el hombre que estuvo ayudando a sembrarlas le pidió a mi padre que le cediera un poco de tierra 84 Recuerdos de infancia


para sembrar unos pocos pimientos y tomates. Mi padre le dijo que en la tierra que había quedado sim sembrar, podía sembrar lo que quisiera y él sembró también sus hortalizas. Después, algunas veces, cuando aquel hombre iba a regar sus hortalizas, regaba también las de mi padre y le avisaba que no fuera a regar porque el ya él se las había regado. Mi padre comenzó a “aparcear” con el dueño de otro mulo, creo que era Antoñico Ribera, y se repartían la yunta de los dos mulos por turnos de varios días. En los días que le tocaba tener la yunta a mi padre dejaba solos a los peones recogiendo la aceituna y al finalizar el día iba a recoger la aceituna para llevarla al molino (almazara). El resto del día se iba con la yunta a las fincas que no tenían olivos (tierra calma), para ararlas y prepararlas para sembrar las hortalizas y los cultivos llamados tardíos, como el maíz o las judías. La costumbre que había en Cogollos era que cada labrador molturaba su aceituna por separado. Los molinos de aceite, que funcionaban cuatro, tenían un patio grande dividido en atrojes y a cada labrador que llevaba aceituna le adjudicaban uno. En ese atroje, el labrador, iba echando cada día la aceituna que recogía y cuando reunía un cargo o dos (un cargo equivalía a mil o mil cien kilos que era la cantidad que se podía poner en la prensa cada vez) procedían a molerla y el aceite que daba esa aceituna lo ponían aparte en un depósito donde generalmente permanecía un día, a veces menos, para que se asentara y aclarara. Si el labrador quería se llevaba a su casa todo el aceite que había dado su aceituna incluso el orujo y pagaba el importe de la molturación. También podía, porque no tuviera en su casa vasijas suficientes para poner el aceite, porque necesitara dinero para pagar a los aceituneros, o por otras razones, vender el aceite y/o, el orujo a la almazara, todo o parte, al precio que tuviera en aquella fecha. También existía la posibilidad de vender la aceituna directamente a la almazara o alguna de las personas que, en Cogollos, compraban aceituna para obtener el aceite que necesitaban en su casa, si no tenían olivos, o para vender el aceite, que obtenía, unos meses después de la recolección que siempre estaba algo más caro y conseguir alguna ganancia. Esta compra-venta de productos, en los años de la posguerra, con un alto margen de beneficio se conoció como estraperlo.

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Mi padre generalmente se llevaba a casa casi todo el aceite de su aceituna, para ir vendiéndolo a lo largo del año a los que venían buscándolo para revenderlo y se lo llevaban en ”pellejos”, que era el nombre que se le daba a los odres de piel de cabra preparados para el transporte de líquidos. La capacidad de cada odre oscilaba entre las cinco y las seis arrobas. La mayoría de los estraperlistas de aceite que venían a Cogollos, desde Guadix, con bestias para llevarse los pellejos, o de Granada, que se llevaban los pellejos en bicicleta. Algunas veces cargaban la bicicleta hasta con dos pellejos. Casi todos los labradores que se llevaban el aceite a su casa, para irlo vendiendo a lo largo del año, además de por la diferencia de precio, entre lo que valía durante la recolección y pasados unos meses, lo hacían como modo de ir obteniendo el dinero para sus gastos en el momento en que les hacía falta. Porque en Cogollos no había un banco donde ingresar el dinero de la cosecha y a lo largo del año írselo reintegrando según sus necesidades, el almacenamiento del aceite y su espaciada venta les proporcionaba más beneficio que tenerlo en un banco. Además no tenían la necesidad de tener que perder un día para ir a Granada, cada vez que necesitaban dinero, para sacarlo del banco, ya que el coche de viajeros solamente iba por la mañana a Granada y no volvía hasta última hora de la tarde. Muchos agricultores, que al empezar la recolección necesitaban dinero para pagar los jornales de los aceituneros, pedían en el molino, lo que necesitaba, como anticipo a cuenta de la cosecha y lo pagaban bien entregando aceituna o entregando aceite. Cuando el labrador iba a retirar del molino el aceite de su aceituna, puesto en un depósito aparte, se encontraba que el contenido del depósito donde lo habían puesto los cagarraches estaba sedimentado en varias capas según su densidad. En la capa superior, muy fina, había flotando unas pocas masas en forma de espuma, que se apartaban fácilmente para poder sacar el aceite limpio que se encontraba entre ellas y los turbios. El aceite limpio se sacaba del depósito y algunas veces directamente de un pozuelo, donde todavía se encontraba, con una vasija en forma de cántara que cabía media arroba de aceite. Cuando en la capa de aceite claro quedaba poco grosor, para seguirlo sacando con la media arroba sin agitar el aceite que quedaba, se seguía sacando el aceite con una vasija con forma de medio cilindro con la parte plana para abajo. Esa vasija permitía apurar mucho la extracción de la 86 Recuerdos de infancia


capa de aceite claro sin remover la capa de turbios, más densos, que había debajo. Cuando no salía limpio el aceite que recogía esa vasija se echaba en cántaras aparte junto con el contenido de la capa que seguía, es lo que llamaban “los turbios” donde quedaba aceite mezclado con restos de la aceituna y más abajo estaba la jamila o alpechín que no se recogía. Cuando pasado algún tiempo el contenido del recipiente que contenía los turbios sedimentaba mejor, aparecía una capa de grosor variable de aceite claro que se podía extraer por decantación. Los turbios que quedaban, contenían un alto porcentaje graso y se aprovechaban para hacer jabón añadiéndoles agua y sosa cáustica en la proporción adecuada. Normalmente mi padre se llevaba a casa todo el aceite que producía su aceituna, que era más del que cabía en los recipientes que teníamos y el que no cabía en los depósitos de nuestra casa se guardaba en la casa de mi abuela, que tenía varias tinajas, depósitos y pilones con muchísima capacidad. Además, se llevaba casi todo el orujo de su aceituna que luego se usaba de combustible para la lumbre y si la cosa venía mal como alimento para los cochinos amasado con harinilla.

Nuevamente a la escuela Cuando llegó septiembre y se abrieron las escuelas, me llevé otra decepción. Empezaron a funcionar una escuela de niñas y otra de niños, la de niñas a espaldas de la tienda de la María del Sacristán en la Placeta de la Niña Rosario y la de niños en el edificio del Ayuntamiento en la planta primera. A Manolo lo admitieron en la escuela, porque tenía los seis años cumplidos, Antonio no empezó a ir por la dificultad que había para llevarlo y recogerlo y a mí no me admitió el maestro porque todavía no tenía cumplidos ni los cinco años. No sirvió de nada argumentar que ya había estado asistiendo a la escuela en Churriana. De modo que ese curso fue para mí un año oficialmente sabático, aunque realmente en casa estaba sujeto a una enseñanza doméstica dirigida por mi hermano Antonio y mis primas Carmen y Micaela. Al curso siguiente ya si me admitió el maestro porque me faltaban muy pocos meses para cumplir los seis años. El Maestro era D. Juan de Dios Menéndez Morales y era muy serio, porque había sido en la guerra alférez. Yo 87


siempre he tenido la duda, que nunca me atreví a preguntarle, sobre si lo hicieron alférez porque era maestro cuando empezó la Guerra o lo hicieron maestro por haber sido alférez en la guerra. Sea como fuere D. Juan nos trataba a los alumnos a estilo cuartel. Cuando yo comencé ir a la escuela seguía estando en el edificio del Ayuntamiento en el Camino Ancho, oficialmente Solana Baja y ahora calle Bellavista, pero ya no estaba en la primera planta como el curso anterior. Allí aquel año pusieron la escuela de las niñas, y a los niños nos pusieron en una habitación más pequeña de la planta baja, donde había estado el calabozo y después el archivo municipal. Era una habitación con muy poca luz natural porque solo tenía una ventana, no muy grande, y era bastante fría y triste por no decir lúgubre. Decían que era lo mejor que el Ayuntamiento había podido preparar y como los tiempos no estaban para poder exigir mucho, no quedaba otra solución que sufrir con paciencia las estrecheces del municipio. Si además se tienen en consideración los rumores, quizá infundios, que circulaban por el pueblo de que el alcalde era como mucho semianalfabeto, tampoco resultaría extraño que no pusiera mucho celo en procurar unos locales más en condiciones para las escuelas. Afortunadamente esa aula improvisada duró solo un curso. El curso siguiente trasladaron la escuela a la carretera a una casa grande, con dos plantas, que hacía esquina con el callejón, entonces sin salida, que baja en paralelo a la Cuesta de la Posada hasta la casa de Inocencio Barea y la de la “capaora”, una tía de paco hita. Creo que la casa donde estaba la escuela era, aunque no estoy seguro, de Joaquín que era el maestro del molino de los Bareas. Al entrar en la casa, a la izquierda, había una habitación muy grande, con dos ventanas con rejas, que llegaban desde poco más de medio metro del suelo hasta cerca del techo. En esa habitación estaba la nueva escuela. Ahora la escuela estaba más lejos de mi casa, pero se estaba mejor porque tenía mucha luz, era menos fría y tenía el espacio suficiente para poder andar entre los pupitres sin tener que ir saltando sobre ellos. La escuela estaba ahora en un local mejor y tenía más bancos y otros materiales que habían traído para equiparla. Aunque no eran nuevos eran mejores que los que había cuando estábamos en el ayuntamiento el curso anterior. En esta nueva escuela tampoco tenía grifo de agua para beber y quien quería beber en el recreo tenía que bajar hasta el pilar del Llanete. Al poco tiempo don Juan llevó un 88 Recuerdos de infancia


pipote para que pudiésemos beber agua en la escuela, pero como no permitía que para beber agua del pipo se mamara del pitorro los pequeños teníamos que aguantarnos la sed o darnos una ducha al beber del pipo levantado por uno de los mayores. En el local del ayuntamiento que habíamos dejado, también siguió funcionando una escuela de niños y las clases las daba el cura, D. Faustino Zambrano que, casualmente, vivía en la Solana cuatro casas más abajo que nosotros. Unos años después vino otro maestro, D. José Ortega que era de Cogollos, para sustituir a D. Faustino y trasladaron la escuela a una habitación de su casa que estaba por donde se baja desde la Plaza de la Iglesia a la calle de la Pila. Como esta escuela estaba más cerca de nuestra casa, mi madre nos preguntó a Manolo y a mí si queríamos cambiarnos a la escuela nueva. pero nosotros quisimos seguir yendo con D. Juan a pesar de lo serio que era. En esta nueva ubicación de la escuela no solo teníamos más espacio dentro, sino que también fuera disponíamos de mucho espacio para jugar en los recreos, porque entre la casa y la carretera había una zona de varios metros de ancha y cerca de treinta metros de larga, porque llegaba hasta las cocheras del coche de viajeros. Además, podíamos usar la acera que tenían las cocheras, que era de cemento, y solo la separaba de la zona anterior un murillo que apenas mediría medio metro de altura. También jugábamos en la anchura que delante de la casa de Guzmán había entre el callejón y la Cuesta de la Posada y para jugar al futbol lo hacíamos en la carreta a la altura del molino de “Frasco”, donde años más tarde pusieron la cooperativa de aceite. Debió ser por el año 1946 cuando una mañana de invierno llegamos a la puerta de la escuela poco antes de la hora de entrar, como teníamos por costumbre, y nos encontramos que en la puerta había muchas personas mirando a la casa donde estaba la escuela y gesticulando señalaban unas veces a la casa y otras al suelo de la calle. Al principio no comprendíamos lo que pasaba, pero al mirar con más detenimiento a la casa de la escuela pudimos darnos cuenta de que algo raro había pasado, porque una parte del tejado de la casa de la escuela estaba más baja que la otra parte y en la fachada había una raja desde el tejado hasta el suelo, como si la hubieran cortado con una sierra. Después vimos que la raja daba la vuelta y toda la casa estaba dividida en dos partes. 89


Entre el callejón que baja desde la carretera a la casa de Inocencio Barea y las cocheras del coche de viajeros, la Auto Granadina, había solamente dos casas casi gemelas, igual de altas y aproximadamente con la misma longitud de fachada. En la más próxima al callejón era donde estaba la escuela y la que lindaba con las cocheras vivía Antoñico Barea. Desde la cuneta de la carretera hasta las casas había una distancia de casi cuatro metros. Aquella noche la casa de la escuela se había partido de arriba abajo y desde delante a atrás como si la hubieran cortado con una sierra o un hacha gigante. Unas dos terceras partes de la casa de la escuela se quedaron sin moverse y la otra tercera parte seguía perfectamente unida a la casa de Antoñico Barea y junto con ella se había hundido casi un metro más baja que las otras dos terceras partes que no se habían movido. Las cocheras también continuaban como siempre habían estado. La distancia a la carretera de la lo que se había hundido seguía siendo la misma y la zona que separaba las casas de la carretera también estaba sin cambio alguno. Nadie se explicaba aquello, porque en la casa que se había partido, no había más rajas ni desperfectos que la grieta del corte, y las fachadas y tabiques interiores de las dos partes continuaban perfectamente alineadas. Aquel día nos mandaron a casa y estuvimos sin escuela unos días para valorar el peligro que podía suponer seguir dando clase allí, pero al final determinaron que no corríamos peligro y se reanudaron las clases en donde veníamos teniéndolas, solo que la parte de la clase próxima a la entrada estaba más de medio metro más alta que la parte del fondo y tuvieron que colocar unos bancos que sirvieran de escalera para que se pudiera pasar de una parte a la otra. Al terminar el curso trasladaron la escuela a la parte baja del pueblo a la última casa de la calle los “Morales”, pero yo no fui a esa escuela porque D. Juan hizo algunas gestiones y ese curso me fui a Granada, para hacer un curso preparatorio para el seminario.

Libros y material escolar Los materiales que usábamos en la escuela eran muy simples y poco numerosos principalmente por dos razones, los materiales escolares se producían con poca diversidad donde poder elegir y para un alto porcentaje 90 Recuerdos de infancia


de familias resultaban muy difícil de adquirir por la situación económica de la posguerra. Por eso se aprovechaban al máximo los libros, cuadernos y todas las cosas que se podían. Como siempre se ha dicho que la, pobreza aguza el ingenio, en aquel tiempo el ingenio estaba superagudizado, al menos en mi pueblo, en lo que se refiere a la adquisición, conservación y reciclaje de material escolar. Afortunadamente los libros no cambiaban de un año para otro, siempre eran los mismos en cada nivel, al menos en los seis años que yo fui allí a la escuela. Lo único que cambiaba era cuando a la editorial se le agotaba una edición y la volvía a editar con la coletilla de edición corregida y mejorada. Pero la diferencia de esa nueva edición con la anterior consistía en añadir en algunas lecciones un párrafo de unas cuantas líneas. Eso permitía que cualquier niño pudiera utilizar los mismos libros que años anteriores habían usado sus hermanos mayores, primos o vecinos y que, cuando la transmisión del libro no iba a realizarse entre hermanos, los libros tuvieran lista de espera y los niños una continua presión de los padres del futuro heredero para que los conservaran bien con el clásico: ”Mira ten el libro forraico y bien cuidao que tiene que servir para mi niño”. La adquisición del material escolar era otro de los problemas que se les presentaban a los padres, porque en las pocas tiendas del pueblo el único material escolar que vendían eran algunas libretas, pizarras, lápices, plumillas y gomas de borrar. Ese material lo llevaban en tan poca cantidad, que la mayor parte del curso no tenían de casi nada. Así que los padres para comprar el material que necesitaba su hijo tenía que ir a Granada, con lo que le resultaba muchísimo más caro, o como era frecuente, ir por la mañana a la parada del coche de viajeros y si ese día iba a Granada alguien de confianza encargarle lo que necesitaba. También, ahora recuerdo, existía la posibilidad de recurrir a los faeneros que iban cada día a vender leche a Granada y que también hacían algunos encarguillos de esos, siempre previo pago, con la esperanza de recibir después una propinilla. Pero para salir del paso a la hora de realizar algunas manualidades se recurría al ingenio y a lo que se podía disponer para salir del paso. Así por ejemplo para pegar papeles, cartones o telas se usaba una gacheta de agua y harina. Diluyendo juntas la resina de los ciruelos y de los almendros se obtenía una especie de goma arábiga para pegado de papel. Cociendo juntos los corazones y semillas del membrillo se obtenía una especie un engrudo 91


como el usado por los encuadernadores. Para borrar escritura a lápiz, si no se tenía goma, se amasaba bien con los dedos miga tierna de pan, como si fuera plastilina, y con la masa resultante se borraba casi tan bien como con la goma. Los carboncillos y difuminos de la librería éramos muy pocos a los que nos los compraban, por eso cuando había que dibujar a carboncillo algún dibujo algunos usaban carboncillos naturales, que se cogían por la mañana de la chimenea y cuando se tenía que sombrear una superficie raspaban sobre ella un poco carbón y con un papel enrollado difuminaban el carbón raspado sobre el dibujo. Las libretas de matemáticas se hacían con lápiz y eso hacía posible que algunas veces, cuando se terminaban, las recicláramos borrándolas con una goma que no se gastaba entera y valía la tercera parte que una libreta. Mi madre peleando nos decía que no fuéramos roñicas, que cogiéramos una libreta nueva. Le contestábamos que era para entretenernos y seguíamos a lo nuestro. Más complicado resultaba borrar lo que estaba escrito con tinta porque las gomas que había para borrar tinta lo hacían a base de ir desgastando el papel, como si fueran de lija muy fina, y la mayoría de las veces el desgaste ocasionaba un agujero en la hoja. Nosotros teníamos dos botecitos del tamaño de los correctores de tipex, uno con un líquido oscuro que quitaba la tinta, pero dejaba una mancha morada y otro de color claro que se ponía después y dejaba la zona blanca y sin rastro de tinta. Una vez seco el papel se podía volver a escribir normalmente. Esos líquidos los tenía también el maestro para corregir los errores del cuaderno de rotación, pero no quería que los usáramos los niños en la escuela. Mi madre nos compraba, a principio de curso, el material escolar suficiente para que tuviéramos hasta Navidad, luego cada dos o tres meses, conforme se iba gastando lo reponía. Siempre lo compraba en la librería Granada, que estaba en la Gran Vía frente al Gobierno Civil. Como cada vez que iba compraba mucha cantidad de material, el librero le preguntó un día si era maestra para hacerle un descuento. Mi madre le dijo que ella no era maestra, pero tenía niños para llenar una escuela y desde ese día cuando iba a comprarnos material le descontaban unas veces el 10% y otras hasta el 15%. 92 Recuerdos de infancia


En los primeros años se iniciaba el aprendizaje de la lectura con las cartillas Rayas, que eran tres, y para la escritura una pizarra en cualquiera de sus dos variedades. Las mejores y por tanto más caras eran las de verdadera “Pizarra” mineral, por eso se llaman así, en ellas se podía escribir con el pizarrín duro, que era como un lápiz fino de mineral de pizarra, con el pizarrín tierno llamado de manteca, que parecía una mezcla cera y tiza, con una tiza o con un trozo de una pizarra rota. Estas pizarras tenían el inconveniente de que al menor golpe se podían romper y la ventaja de que, si se escribía con pizarrín duro o con un trozo de otra pizarra, el trazo era más fino y limpio admitiendo por ello mayor capacidad de escritura.

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La otra clase de pizarra era de cartón piedra pintado de negro, eran algo más baratas y no se rompían si recibían un golpe pero tenían la desventaja de que solo se podía escribir en ellas con el pizarrín de manteca o con tiza, por lo que el trazo salía más grueso y tenía menor capacidad de escritura. Además, con el uso iba perdiendo la capa satinada que la recubría y al cabo de un tiempo de uso quedaba inservible. Cuando se dominaba con las cartillas la lectura silábica, se empezaba a usar para la lectura el Catón y después Mis Primeros Pasos, Mis Segundos Pasos y Lecciones de cosas con los que se adquiría una técnica de lectura más fluida. Y cuando en la escritura se lograba un dominio suficiente del trazo y lo escrito se realizaba legible y con limpieza, se pasaba a escribir con lápiz en libreta pausada de doble raya ancha. Cuando se llegaba al final del libro “Lecciones de cosas” se pasaba a las enciclopedias que se empezaba por la primera y algunos niños llegaban hasta la tercera, que la terminaban muy pocos porque casi todos los padres sacaban a sus hijos de la escuela a los diez u once años para llevárselos a trabajar y como decían para que ayudara a la casa. Además, existía una enciclopedia, mucho más avanzada, que se llamaba de perfeccionamiento, a la que entonces no llegaba nadie en la escuela, porque a casi todos los padres los quitaban de la escuela antes para ponerlos a trabajar. Pero algunos iban después del trabajo a las clases particulares, que D. Juan daba en su casa, y allí si usaban esa enciclopedia de perfeccionamiento y un libro de matemáticas de Bruño que eran mucho más avanzados. Además de las enciclopedias teníamos un libro de lectura llamado “España es así” y para Religión el catecismo “Ripalda”. La enciclopedia era un libro que contenía todas las asignaturas que teníamos que aprender en la escuela de enseñanza primaria y que además, como no se escribía nada en él, podía ser usado por varios hermanos en cursos sucesivos. La enciclopedia que D. Juan nos mandó era la de los hermanos Álvarez llamada “Enciclopedia Álvarez”. La primera materia que venía en las enciclopedias era la Historia Sagrada y la Religión, después seguían, creo que en esta orden, Lengua, Matemáticas, Geografía, Historia, Ciencias de la Naturaleza, Formación del Espíritu Nacional, Lecciones Conmemorativas y finalmente las Manualidades.

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Todos los temas de lengua comenzaban con una lectura y a continuación unas nociones, que era lo que se debía aprender, sobre ortografía, poesía, y gramática. Entre las lecciones conmemorativas que venían al final de la enciclopedia estaban: El día de la Candelaria (2 de febrero), Día de la canción (1 de abril final de la guerra), San José Obrero (1 de mayo día del trabajo), la Invención de la Santa Cruz (3 de mayo), el Alzamiento Nacional (18 de Julio) esta lección se daba en los últimos días de junio porque en julio estábamos de vacaciones, Día de la Hispanidad (12 octubre), día de Todos los Santos y día de los Difuntos (1 y 2 de noviembre), Día del Dolor (20 noviembre muerte de José Antonio Primo de Rivera), San José de Calasanz patrón de los maestros (30 de noviembre) y día de la Inmaculada ( 8 de diciembre).

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La lección conmemorativa del Día del Dolor tenía dos partes una extraescolar y otra en la escuela. Ese día después de entrar en la escuela y pasar lista salíamos y formados en dos filas íbamos a la iglesia donde se celebraba una misa-funeral por José Antonio. Cuando terminaba la misa de nuevo puestos en fila nos llevaban hasta el “Corral del Consejo”, donde estaba la Cruz de los Caídos, detrás de los niños venia el cura revestido con una capa negra y los monaguillos con el agua bendita y en hisopo y detrás, las autoridades, con sus camisas azules y algunas personas del pueblo. Una vez allí el cura rezaba un responso y después de rociar agua bendita sobre la cruz, nos ponían firmes y se cantaba el Cara al Sol, con la mano levantada haciendo el saludo falangista, para acto seguido dar las vivas de rigor a los Caídos, a José Antonio, a Franco y a España. La celebración terminaba cuando casi era la hora de salir de clase. El Alcalde llamaba al maestro y le decía algo. El maestro movió la cabeza diciendo que sí y vino hasta nosotros para decirnos que nos podíamos ir a casa pero que a las tres nos esperaba en la escuela. Aquella tarde el maestro nos explicó el significado de los actos realizados por la mañana, de José Antonio y su muerte. Luego nos dejó libre, el tiempo que faltaba para salir, para que cada uno, en silencio, hiciéramos lo que nos gustara como leer, escribir, dibujar, etc.

Las clases Desconozco si en otros sitios las clases serían igual, no en cuanto el horario que era el mismo en todas las escuelas, sino en cuanto a lo que se hacía en ellas porque en nuestra escuela, se podría decir que, estaban impregnadas de un gran espíritu nacional, bien porque fueran las normas impuestas por el Gobierno o por el ardor guerrero que pudiera conservar el maestro, del adquirido en sus años de guerra como oficial de las tropas nacionales. Por la causa que fuera sucedía que todos los días, por la mañana, antes de entrar a la escuela, puestos en dos filas, se cantaba el “Cara al Sol” y una vez dentro se rezaba un Padrenuestro antes de comenzar las tareas de clase y por la tarde rezábamos otro antes de salir.

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En los primeros días el maestro nos enseñó una canción que se cantaba, repetidamente, desde que la fila comenzaba a entrar a clase hasta que cada uno estaba en su sitio. La canción decía:

A la escuela que ya es hora sin demora vamos, pues nos lo exige y nos lo manda la voz santa del deber. Para la hora de salir por la tarde nos enseñó esta canción de despedida que también se cantaba, todos los días, mientras íbamos saliendo.

Ya del descanso la hora llegó vamos a casa, sin dilación, y a nuestros padres, que allí estarán, uno y mil besos hemos de dar. Maestro querido de mi corazón ¡Que el Señor te guarde! ¡Quédate con Dios! Con demasiada frecuencia conforme se iban alejando los niños de la escuela, principalmente los que habían recibido alguna “caricia” de D. Juan seguía camino de su casa cantando los dos últimos versos, pero ahora modificados así:

Maestro querido de mi corazón ¡Que el Señor te estrelle! ¡Contra un escalón! Al comenzar a ir a la escuela en Cogollos ya leía bien las tres cartillas Rayas y el Catón que era el libro de lectura que se usaba después de las cartillas, conocía los números hasta el cien y sabía sumar gracias a la enseñanza doméstica recibida de mi hermano Antonio. Sin necesidad de exámenes ni notas, el maestro nos iba subiendo de nivel en cuanto creía que estábamos preparados para realizar las actividades del siguiente nivel. No había que esperar al comienzo de curso para hacer la promoción y sin más 97


formalismos, simplemente te decía: “Dile a tus padres que te compren ya…“ (el libro del nivel al que te promocionaba). Por eso D. Juan me dijo a los pocos días que me comprara el siguiente libro de lectura que se llamaba Primeros Pasos. También me pasó de escribir en la pizarra a escribir con lápiz en libreta de dos rayas anchas con lo que la pizarra quedó relegada solo para las cuentas. La escuela era unitaria y como estábamos juntos los niños de todos los niveles, cuando te pasaban a un nivel más alto de la enciclopedia, si habías estado atento en las clases de los años anteriores, ya te sabías más de la mitad de lo que tenías que aprender en ese nivel, porque en las tres enciclopedias se daban las mismas cosas y en el mismo orden, solo que ampliando un poco la materia que venía en la del grado inferior. Eran muy pocos los niños que se estudiaban en casa las lecciones nuevas, que encargaba el maestro, porque en cuanto llegaban de la escuela los mandaban a llevar la cabra o el cochino al campo para que comiera, a buscar hierba para los conejos o a otros trabajillos y cuando regresaban a casa cansados nadie tenía gana de ponerse a aprender nada, como no fuera para ver si podía vengarse de algún compañero porque le había mojado la oreja y quisiera buscar la oportunidad de devolverle la afrenta. Para suplir la falta de estudio en la casa, dedicábamos en la escuela algún tiempo a estudiar la materia nueva para que, según D. Juan, no saliéramos de la escuela rebuznando. Y ese estudio se hacía a base de repetir unas veces mediante lectura colectiva de viva voz y otras cantando, hasta que se aprendía de memoria, lo que D. Juan quería que aprendiéramos. Así era como, desde primero, de tanto oír cantar las mismas cosas todos los años sin darnos cuenta íbamos memorizando conocimientos y cuando llegábamos al curso en el que había que aprenderlos, ya los sabíamos casi todos. Los minutos que se tardaba al salir y entrar de la escuela para el recreo y para ir a comer se aprovechaban para que, unos, recordaran conocimientos y, otros, los fueran aprendiendo dedicando esos minutos a cantar las tablas de multiplicar, algunas oraciones o conocimientos de geografía como limites, ríos, cabos, cordilleras, etc. de España y de Europa y los otros continentes. Como siempre había algún niño de los mayores que terminaba sus tareas antes que los demás lo mandaba el maestro con los pequeños para que 98 Recuerdos de infancia


les ayudara a leer o a contar de uno en uno, o a saltos de dos, tres, cinco en orden ascendente y descendente. Entonces había escuela todos los días de la semana menos los domingos, por la mañana de diez a una de la tarde y por las tardes de tres a cinco. Pero los jueves por la tarde en lugar de ir a la escuela teníamos que ir a catecismo a la iglesia, de tres a cinco como a la escuela y el domingo por la mañana también teníamos que ir a la escuela, poco antes de la hora de la misa, para desde allí ir a misa, todos en fila, con el maestro. La lectura, escritura, matemáticas y lengua se practicaba todos los días. Las otras materias solo se daban un día o dos a la semana. Los sábados la lectura y escritura era del evangelio que tocaba en la misa del domingo siguiente y por la tarde se rezaba el rosario. En el mes de mayo se hacía un pequeño altar en la escuela con un cuadro de la Virgen y dos velas que se encendían todas las tardes, antes de salir, mientras se hacían las lecturas y cantos del mes de las flores, devoción que se completaba con la lectura de uno de los milagros que Berceo cuenta en su obra Milagros de Nuestra Señora. Durante las explicaciones D. Juan usaba mucho la pizarra además de para poner los deberes de los mayores para hacer dibujos al explicar las lecciones o escribir palabras o frases que nos decía eran apoyos para ir comprendiendo la lección como si fueran piedras para pasar un rio. Al terminar la explicación comprobaba si nos habíamos enterado haciendo que entre todos reconstruyéramos lo explicado con la ayuda de lo que había dibujado o escrito en la pizarra. En los casos que no quedaba muy convencido con nuestra comprensión del tema, volvía a repetir la explicación siguiendo las palabras o frases de apoyo que tenía escritas en la pizarra, para que viéramos como debíamos hacerlo nosotros. No había borrador para la pizarra y los niños cuando hacía falta llevábamos algún trapo de nuestra casa que usábamos de borrador, pero algunas veces, cuando D. Juan quería borrar algo y no estaba el trapo borrador en la pizarra, porque alguien lo había cogido para limpiar la tinta de algún tintero derramado, en esos casos no esperaba a que fuera devuelto, porque decía que no se debía perder tiempo, se cogía la manga de la chaqueta entre la palma de la mano y los dedos y borraba la pizarra con la manga. Algunos días al salir de la escuela parecía que había estado amasando yeso. 99


La escritura La escritura seguía también unas pautas de progreso como la lectura y el resto de tareas escalares, y muy relacionada con el nivel en que te encontrabas. Mientras estabas en las Cartillas y el Catón todo lo que se escribía se hacía en la pizarra. Al pasar del Catón al Primeros Pasos se comenzaba a escribir a lápiz en libreta de dos rayas anchas y al pasar a la enciclopedia de primer grado, se comenzaba a escribir en libreta de dos rayas estrechas y luego a las de una sola raya, al principio siempre con lápiz para al poco tiempo unas veces a lápiz ir usando la tinta. Desde la Enciclopedia de segundo grado había que escribirlo todo con tinta y en cuadernos de una sola raya y finalmente cuando se estaba en la tercera enciclopedia se continuaba escribiendo generalmente en libreta de una raya a tinta y algunas cosas en papel en blanco, sin pautar. Para acostumbrarse a escribir derecho se comenzaba usando una falsilla debajo de la hoja en blanco y poco a poco se eliminaba la falsilla. Los alumnos mayores algunos días tenía que escribir en papel de barba que era un papel algo más grueso que el papel normal, de tamaño algo mayor que un folio y completamente en blanco, sin pauta de ninguna clase. Ese papel lo vendían en los estancos y tenía en la parte superior el escudo de España impreso al agua. Ese era el papel que se usaba en los documentos oficiales y en él se practicaba la redacción de instancias o solicitudes. Para la escritura con tinta usábamos, la mayoría de las veces una plumilla normal, que llamaban de coronilla, pero también se usaba, aunque menos porque era más cara, una plumilla que, aunque llamaban de pico pato, se parecía más a un cuatro. Pero era con la plumilla de coronilla con la que se podían escribir más letras cada vez que se mojaba en el tintero. Para la escritura a tinta los pupitres tenían un agujero redondo donde se colocaba el tintero que era de porcelana y tenía forma de un sombrero de chistera en miniatura. La tinta la hacía el maestro, con unas pastillas del tamaño de una pastilla de avecrem. Con cada pastilla hacia una botella de tinta de un litro y con ella se rellenaban los tinteros cuando hacía falta. Al escribir por más cuidado que se pusiera casi siempre caía algún borrón que había que secarlo con papel secante o con una tiza, rápidamente 100 Recuerdos de infancia


para que no se extendiera, porque podía costar un palmetazo. La tinta que nos ponían para escribir era siempre negra, pero había pastillas de varios colores que D. Juan usaba para empapar en ellas barras de tiza y tener tizas de colores para poder dar colores a los dibujos que hacía en la pizarra que luego teníamos que copiar en nuestras libretas. La escritura con tinta nos causaba muchos problemas y castigos por culpa de los borrones y las gamberradas que se hacían para que el vecino no llevara su cuaderno limpio. Había veces que, sin querer queriendo, el que estaba delante de tu pupitre empujaba por abajo tu tintero que rodaba dejando un reguero de tinta que bajando por el tablero inclinado y manchaba libros, cuadernos y si descuidabas hasta el pantalón. Otras veces la “gracia” consistía en echar en un tintero trocitos muy pequeños de papel y hasta moscas, de esa forma al meter la plumilla para mojarla salían pinchados y si no estabas muy atento no te librabas del borrón. Había algunos que cuando veían que no quedaba tinta en la botella se bebían la tinta del tintero de su pupitre para alegar que no podían seguir escribiendo por falta de tinta. Eran tantas las barrabasadas que se hacían con la tinta que para contarlas se necesitarían varias páginas. D. Juan decía con mucha frecuencia que, lo mismo que a andar se aprende andando, a escribir se aprende escribiendo, por eso todos los días dedicábamos un tiempo considerable a la escritura. En los primeros meses con la escritura de muestras y más tarde copia de textos, se iba consiguiendo dominar la motricidad de la escritura, pero desde el momento que se empezaban a usar las enciclopedias había que ir perfeccionando la escritura en todos sus aspectos, de manera muy especial el ortográfico. Para eso alternaba la redacción con el dictado, para lograr una correcta expresión escrita. Para la corrección de la ortografía el procedimiento seguido consistía en primer lugar aprender la regla ortográfica con el mayor número posible de ejemplos de palabras que cumplían la regla y de las excepciones. Después hacía dictados con frases plagadas de palabras en las que había que aplicar la regla aprendida y buscar en textos escritos palabras que cumplieran la regla. La corrección de los dictados se hacía de colectivamente y de viva voz. Casi siempre uno de los niños que estaban en la enciclopedia de tercer grado iba repitiendo las palabras del dictado, una a una, y después de decir cómo se escribía tenía que decir la regla de ortografía que se cumplía en aquella palabra. De ese modo 101


las correcciones de los dictados servían para dar un repaso general a las reglas de ortografía. Cada alumno corregía las palabras que no tenía correctamente escritas y tenía que repetirlas casi siempre unas diez veces. Esa repetición, según D. Juan, no era un castigo sino un ejercicio más para que aprendiéramos a escribir correctamente la palabra. Pero si cuando el maestro miraba el cuaderno encontraba alguna palabra que no habíamos corregido o que habíamos corregido sin señalarla como falta de ortografía, para no tener que repetirla las diez veces, nos hacía repetir esa palabra como mínimo veinte veces. Había un cuaderno de la escuela que se llamaba “cuaderno de rotación”. En ese cuaderno, cada día un niño, escribía todos los ejercicios que se habían hecho ese día para que quedara constancia de todo el trabajo que íbamos haciendo. Ese cuaderno era una de las cosas que pedía el Inspector cuando venía a visitar la escuela, cosa que hacía una vez al año. Por eso el maestro exigía que en ese cuaderno todo fuera con muy buena letra y sin faltas ni borrones y, por eso, había algunos niños a los que no les daba ningún día el cuaderno para que hiciera sus ejercicios. Ese cuaderno cuando yo realicé las prácticas de magisterio decía mi primo y supuesto tutor de prácticas, que era un engaña inspectores. La escuela no tenía calefacción ni nada con que poder calentarnos en el invierno y, algunos días, el frio era tan grande que los dedos se nos quedaban tan helados que no podíamos ni sujetar el lápiz para escribir. Esos días fríos las niñas iban a la escuela con una lata llena de ascuas y se podían calentar algo, pero los niños no llevábamos ese brasero rústico y lo pasábamos mal. Cuando D. Juan veía que estábamos muchos niños parados, intentando calentarnos las manos con el aliento, nos mandaba ponernos de pie y que los que tuvieran algo en las manos lo soltaran en el pupitre. Entonces nos mandaba hacer palmas y frotarnos las manos para que entraran en calor y a saltar junto a los pupitres hasta que nos poníamos sudando. Una vez que habíamos entrado un poco en calor continuábamos con las tareas el tiempo que podíamos, que no era mucho rato, y volvíamos a realizar otros minutos de calentamiento. Los que con esos ejercicios comenzaban a sudar luego lo pasaban peor porque, cuando el sudor se empezaba a enfriar, la ropa húmeda por el sudor les hacía pasar más frio ahora en todo el cuerpo que antes de realizar los saltos de calentamiento.

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A pesar de todo, muchos días, la temperatura era tan baja que ni saltando lográbamos entrar en calor y no le quedaba al maestro otro recurso que mandar a dos de los mayores que fueran con un caldero de chapa y una cuerda para no quemarse a la almazara a pedir unas pocas brasas. Cuando regresaban con el caldero lleno de rescoldo de orujo, se colocaba en el centro de la escuela y además de subir algo la temperatura nos permitía irnos acercando por turnos a calentarnos las manos lo suficiente para poder seguir haciendo los ejercicios.

La lectura La lectura era otra de las actividades que se practicaban todos los días sin excepción. Los niños de las Cartillas Primera y Segunda leían primero en grupo, puestos en corro delante de la pizarra, donde el maestro había escrito la página de la cartilla que tocaba aprender ese día. Cuando habían repetido juntos la lectura varias veces, durante unos minutos más, leían las palabras salteadas que iba señalando el maestro. Los alumnos mayores, que terminaban pronto un ejercicio, el tiempo que faltaba para comenzar el siguiente ejercicio daba de leer a un niño de la Primera Cartilla de los que estaban más atrasados y antes de salir por la tarde volvían a leer individualmente con el maestro. Los restantes niños leían juntos todos los del mismo nivel. Los de la Cartilla Tercera, Catón y Lecciones de Cosas en corro alrededor de la mesa del maestro hacían una lectura colectiva al ritmo que iba marcando el maestro y a continuación se repetía varias veces la misma lectura de forma individual y cambiando de lector cuando el maestro lo indicaba con un “sigue” y el nombre del que debía seguir. Si el alumno indicado se había perdido y no seguía por donde estaba leyendo el anterior se convertía en candidato a probar la palmeta y al segundo despiste ya la cataba. Los que ya estaban en las Enciclopedias, que usaban para la lectura el España es Así, leían desde sus pupitres de la misma forma que los anteriores y, al terminar la lectura, el maestro los sometía a una serie de preguntas para comprobar si habían comprendido la lectura. Fuera por motivación o por atrición, temor al castigo, como decía el catecismo, ese ejercicio de

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comprensión conseguía que los alumnos se fueran esforzando para entender lo que leían.

La gramática La gramática era, junto con las matemáticas, la materia a la que más tiempo se dedicaba. Cada semana se veía un tema nuevo que comenzaba con la explicación de los contenidos gramaticales del tema y la o las reglas de ortografía que con ese tema traía la Enciclopedia. El resto de los días se realizaban ejercicios sobre esos contenidos y al final se hacía unos ejercicios para valorar el nivel de asimilación del tema, que podrían llamarse examen del tema, pero entonces no había exámenes ni notas, aunque con D. Juan cada ejercicio se tenía que hacer con la misma atención que si fuera un examen, si no querías encontrarte con las caricias de la palmeta o Doña Milagros. El ejercicio más eficaz para la ortografía además del aprendizaje de las reglas ortográficas, eran los dictados, no por el dictado en sí, sino por la forma de corregirlos a la que ya me he referido al tratar de la escritura. La gramática, la morfología y la sintaxis implicaba el aprendizaje de los conceptos y conocimientos correspondientes a cada uno de los tres niveles de Enciclopedia, la realización de ejercicios adecuados para ir alcanzando la mayor comprensión posible de esos conceptos y el reconocimiento y aplicación práctica de esos conceptos mediante redacciones y el análisis tanto morfológico como gramatical. La corrección de los ejercicios de análisis se hacía de forma colectiva y a viva voz, como los dictados. La forma más empleada era que cada alumno fuera analizando una palabra y sobre la marcha se corregía si había algún error o se completaban los datos que faltaran. De esa forma cada corrección de un análisis se convertía en un repaso general de toda la gramática.

Las matemáticas Las matemáticas eran la otra asignatura fuerte y por eso se trabajaba todos los días y además a primera hora que suele ser la de mayor rendimiento. Eran una de las pocas cosas que los padres solían pedir al apuntar, entonces no se matriculaban, simplemente se apuntaban, a sus hijos en la escuela, con el clásico “le traigo a mi niño a ver si por lo menos aprende a leer, escribir y las cuatro reglas”. 104 Recuerdos de infancia


Aunque se dice que las matemáticas son la ciencia del razonamiento y la porquería, porque se progresa mejor razonando los pasos y todo tiene un ¿por qué?, se usaba mucho la memorización. La memoria estaba a la orden del día desde aprender a contar en orden ascendente y descendente, correlativamente o en series de dos en dos tres en tres etc. hasta en las operaciones, las cuatro reglas que llamaban. Los libros traían tablas para todo, para sumar y restar que ya no se usan y para multiplicar y dividir que se tenían que aprender de memoria para comenzar a realizar las correspondientes operaciones. Igualmente se aprendían de memoria fórmulas, como las de la regla de interés y cálculo de áreas y volúmenes de polígonos y poliedros. Conforme se iba dominando la realización de una acción, se comenzaba a aplicarla a la resolución de problemas, con complejidad creciente hasta llegar a problemas que requerían varias operaciones combinadas de distinta clase. Este era el nivel más alto que alcanzaba un alto porcentaje de alumnos porque, en cuanto alcanzaban ese nivel, los padres los retiraban de la escuela para que ayudaran a la economía familiar poniéndolos a trabajar con ellos en el campo o cuidando de los animales que, como las cabras, llevaban a comer al campo. La mayoría de los que continuaba asistiendo a la escuela hasta los doce o trece años terminaban dominando los problemas de interés, proporcionalidad y mezclas y aleaciones y naturalmente la reina de todas, la regla de tres. El sistema métrico decimal se estudiaba simultáneamente al aprendizaje de la división y eran muy pocos los alumnos que abandonaban la escuela sin tener un buen conocimiento del mismo. En cuanto a la geometría se estudiaba con bastante amplitud todo lo relacionado con líneas, ángulos, polígonos y poliedros incluyendo el cálculo de áreas de polígonos y poliedros y volúmenes de poliedros.

Otras materias A las restantes materias, que se consideraban secundarias, se les dedicaba menos tiempo que el dedicado a la lengua o a las matemáticas, pero

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eso no quiere decir que no se nos diera amplios conocimientos de esas materias principalmente en geografía, historia y ciencias naturales. El desarrollo de esas materias se hacía siguiendo la forma en que venían desarrolladas en la Enciclopedia. Cada tema comenzaba con una lectura de introducción a su contenido, a continuación seguían los conceptos que había que aprender, que el maestro al exponerlos ampliaba algo y se terminaba con unas actividades que diríamos de valoración del nivel de comprensión del tema. El aprendizaje de la geografía generalmente se hacía cantando para memorizar los contenidos. Comenzábamos estudiando el sistema solar, y se seguía con la Tierra y los elementos empleados para su conocimiento (eje, polos, ecuador, trópicos, zonas, etc.) los continentes, océanos y mares. Seguía un estudio en profundidad de España, límites, cabos, golfos, ríos, cordilleras, regiones, provincias, etc. que aprendíamos cantando y continuamente recordábamos también cantándolos durante las salidas y entradas a de la escuela para ir al recreo o a comer. Terminado el estudio de España estudiábamos de forma parecida a Europa. El conocimiento que se llegaba a tener tanto de España como de Europa llegaba a tal punto que, la mayoría de los alumnos que estaban en el tercer grado de la Enciclopedia, podían dibujar los mapas físico y político con bastante fidelidad sin tenerlos delante. De los otros continentes se estudiaban los limites, accidentes costeros, orografía, hidrografía y capitales de estados. En el estudio de las Ciencias Naturales además del conocimiento teórico luego hacíamos actividades prácticas de búsqueda y reconocimiento de plantas, sus partes y variedades que se iban conservando en herbarios.

Los recreos La escuela, ni cuando estuvo en el ayuntamiento ni después en la carretera, tenía patio donde estar durante los recreos, por eso los pasábamos en la calle donde podíamos jugar tranquilamente sin peligro de ser atropellados, porque el único coche que había en el pueblo era el de la Auto Granadina que a esa hora estaba en Granada. Como a Cogollos se puede ir pero no se puede pasar de camino a otros pueblos, porque la carretera se 106 Recuerdos de infancia


termina allí, tampoco había peligro de ser atropellado por un vehículo que fuera de paso. Tampoco había quien tuviera moto, ni siquiera bicicleta, así que por lo único que podríamos ser atropellados sería por una bestia y, a esa hora, se encontraban todas en el campo. Sin embargo, el recreo en la calle no estaba exento de peligro, porque en los juegos que solíamos hacer corriendo por la calle empedrada cualquiera podía dar un resbalón y descalabrarse o quedarse con un diente menos. Además, como el Camino Ancho no tenía pretil de protección, existía el peligro de caer rodando por el “Laero” y terminar remojado en la acequia que había abajo. Nada más salir al recreo, todos los días, íbamos corriendo hasta el borde del “Laero” y colocados de espaldas a la calle mirando a la “Joya” se iniciaba una competición de meadas, para ver quien llegaba con el chorro más lejos. Las niñas salían corriendo para rodear la tienda y la casa de la María del Sacristán para dar también consuelo a su vejiga en el callejoncillo que va desde el camino ancho hasta la Placeta de la niña Rosario. Una vez vacías las vejigas se formaban grupos entre la placeta de delante del Ayuntamiento y la acera de la María del Sacristán y se comenzaba generalmente a jugar o hablar. También había niños, y no eran pocos, que al terminar el vaciado de la vejiga iban a beber agua al pilar de la calle de la Pila, por debajo de la plaza de la iglesia y no volvían hasta que no veían en el reloj de la torre que había llegado la hora de entrar a clase. En el año que yo fui a la escuela del Ayuntamiento, durante los recreos, los juegos que realizábamos se podían clasificar en tres grupos. (Cuando termine mis recuerdos es posible que añada una breve explicación de cómo se desarrollaban en Cogollos algunos de esos juegos entre los que pudiera haber alguno autóctono y exclusivo del pueblo). Juegos sedentarios, que se hacían en la acera de la María del Sacristán, como los cartones, las cartas, las tres en raya, el juego de asalto, la ratonera o el futbolín con botones o con tapones de chapa de las gaseosas. Juegos de gran movimiento, que se realizaban en la pequeña placeta situada ante la entrada del Ayuntamiento o en el tramo de Camino Ancho situado entre la calle del Pie de la Torre y las rampas de subida a la Solana. En este grupo estaban entre otros los juegos del uno, la píndola, el churro pico 107


terna, el lebrillo, la chilindrina, el pilla-pilla, el tú la llevas, el corta hilos, pégale al que no te pegue, etc. Juegos con poca movilidad generalmente para entretener a los pequeños y los más frecuentes eran pasearlos haciendo un carro romano o en la sillita y otros como la rayuela chilla la rata. Durante el curso que asistí a la escuela en el edificio del Ayuntamiento sucedía algo que, aunque no pasaba en el recreo, quiero relatar antes que se me olvide porque no creo que ocurriera en muchos sitios. Se trataba de corretear a las niñas a la salida de la escuela. Las niñas que tenían la escuela en la primera planta del edificio salían siempre unos minutos después que los niños para dar tiempo a que los niños nos alejásemos. Sin embargo, había un grupo aunque no muy numeroso, de los niños mayores que se quedaba remoloneando por los alrededores y al empezar a salir las niñas alguno daba la voz de alarma, más bien contraseña, ¡vamos que salen las niñas! Y comenzaban a correr detrás de la niñas, que al verlos salían corriendo asustadas, y siempre a unos metros de distancia de ellas las perseguían pero sin esforzarse para alcanzarlas hasta que se perdían por el “Altillo”, que era donde dejaban de hacerlas correr y se volvían para irse cada uno a su casa. Esa persecución que era pacifica, porque solo querían asustarlas y hacerles correr, la hacían todos los días al salir de la sesión de la mañana, nunca al salir por la tarde. Al trasladar la escuela a la carretera al año siguiente, disponíamos de mayor espacio y más llano para jugar en el recreo y se dejan de practicar los juegos sedentarios excepto el lebrillo y los cartones, pero se practican más veces otros como el uno, la chilindrina, el tú la llevas y aparece el que fue el rey de todos “EL FUTBOL”. Al futbol jugábamos en la carretera en el tramo que va desde la cuesta de la posada a la subida del molino de aceite de Frasco, que luego fue la Cooperativa. Los equipos los elegían los capitanes, uno siempre era el dueño de la pelota y al otro lo elegían el dueño de la pelota, por el procedimiento del “me pido a…” de forma alternativa los capitanes elegían a su equipo. Siempre comenzaba a elegir el que salía ganador en un simple “pares o nones” y el número de componentes de cada equipo dependía de los niños que ese día querían jugar.

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Las porterías se hacían con dos piedras, que luego se tenían que quitar de la carretera, con dos chalecos, con una piedra y un chaleco o algo parecido, colocados a la misma distancia medida a pies, aunque después los porteros se encargaban, sin que los vieran, de estrecharlas un poquito. Las pelotas que se usaban eran pequeñas y completamente artesanales, las primeras eran de papeles liados con cuerdas y duraban muy poco, paulatinamente el papel de las pelotas iba siendo sustituido por trapos viejos, así las pelotas duraban más, pero a medida que se mojaban cuando llovía y se les pegaba barro, su peso terminaba haciéndolas difíciles de mover. La rivalidad por tener la mejor pelota pronto se convirtió en un concurso de ideas y así apareció la que fue la mejor pelota, antes de que llegara al pueblo algún Rey Mago o Reina Maga regalando pelotitas de goma del tamaño de naranjas o un poco mayores. Esas exitosas pelotas de construcción local estaban hechas con cuerdas finas de coco, que liadas como un ovillo de lana y cosidas en su exterior con algunas de esas cuerdas para que no se deshicieran al ir rodando, fueron para nosotros casi tan importantes como el descubrimiento de la rueda, porque pesaban poco, rodaban bien y no se entrapaban absorbiendo agua porque estaban engrasadas. Alguien vio que, en los molinos de aceite, las capachas de la prensa cuando se rompían eran quemadas en la hornilla de calentar el agua y que una de esas capachas, que iban a quemar, estaba hecha de finas cuerdas de coco. Pidió que se la dieran y con paciencia la fue deshaciendo y atando los trozos que iba sacando y luego los lio haciendo un ovillo del tamaño de un coco. Cuando le quedaba poca cuerda la gastó cosiendo, con una aguja espartera de las usadas para coser la pleita de los serones, las vueltas exteriores para que no se desliaran. La duración de nuestros partidos de futbol era imprevista en el mejor de los casos el partido duraba todo el recreo, pero eso era la excepción que confirma la regla, porque jugábamos sin árbitro y las jugadas polémicas se resolvían discutiendo entre todos naturalmente con el voto decisivo del dueño de la pelota. Nadie quería admitir una falta en su contra, y menos un gol. Eso ocasionaba continuas discusiones con lo se conseguía que el partido estuviera más tiempo parado que jugándose. Los porteros eran los que más discusiones organizaban, porque cada vez que no lograban parar la pelota y los contrarios cantaban ¡Gol! Protestaban diciendo que la pelota había pasado fuera de la portería o muy alta. Naturalmente si al final la discusión no era del agrado del dueño de la pelota, porque no favorecía a su equipo, cogía su pelota se la ponía debajo del brazo y daba el partido por finalizado. También, 109


el dueño de la pelota podía decirle a cualquiera “Tu fuera, ya no juegas más”, y, si el aludido no se iba, él cogía su pelota y se marchaba diciendo que el partido había terminado y ya no se jugaba más. En una ocasión jugando con una pequeña pelota de goma, le dieron una patada fuerte y se alejó rodando por la cuneta hasta llegar al camino que subía para las Majadillas, terminando dentro de la tubería que pasaba debajo del camino para el paso del agua, que corría por la cuneta, cuando llovía. La pelota estaba a una distancia que con el brazo no se alcanzaba a cogerla. Pensaron en usar una vara para tratar de sacarla, pero no se atrevían a usarla por temor a alejarla más y perderla. La única solución, que casi todos veían, era que uno se introdujera por el tubo y cuando cogiera la pelota con las manos avisara y otros lo sacaban tirándole de los pies, algo parecido a lo que hacen las ratas para robar huevos. Daba la fatal casualidad que el más pequeño de los que estábamos allí era yo y al momento todos empezaron a señalarme con la mano diciendo: “Este, este es el más chico y el que mejor entra por el tubo”. Y yo, tan ingenuo, lo veía tan fácil que me preparé para ir, muy decidido, al rescate de la dichosa pelota. Me quité el chaleco para entrar mejor por el agujero y tumbado en la cuneta comencé a arrastrarme tubo adentro. Al principio ya me sentía como el héroe del grupo, pero no había avanzado un metro cuando comencé a sentir que me faltaba aire y me asfixiaba, en cuanto atrapé la pelota comencé a gritar que me sacaran que me estaba asfixiando, pero cuanto más gritaba más sentía la falta de aire y en un segundo paso por mi imaginación la imagen de mi cuerpo asfixiado dentro del tubo porque todos se habían ido dejándome allí atrapado. Aunque me di cuenta que me tenían cogido de los pies y estaban tirando para sacarme, no lograba tranquilizarme, temía que cuando terminaran de sacarme iba a ser tarde. Cuando terminaron de sacarme decían que tenía la cara como la de un muerto y como casi siempre ocurre en estos casos no faltó el “gracioso” de turno que dijo: “Tío un poco más y la espichas ahí dentro”. Esa era la primera vez que sentía la desesperante sensación de asfixia por apnea que después he sufrido en repetidas ocasiones, por diversas causas, que aparecerán en otros momentos de este relato. Afortunadamente

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al llegar al final de tercer cuarto de siglo parece que han conseguido controlármelos con un CEPAC.

Los castigos En las horas de clase, el maestro, nos exigía trabajar al máximo posible, y al que pensaba no realizar todos los deberes que debía, fuera por falta de motivación o por desgana, tenía que hacerlo por miedo al castigo, la atrición que nos decían en la catequesis, porque el castigo físico o moral estaba a la orden del día. El que “la letra con sangre entra” era entonces como un dogma de fe. Los castigos menos temidos eran la colleja o el coscorrón, tan rápido que no te daba tiempo a verlos venir, porque era un castigo que duraba solo unos minutos, los que tardaba en desaparecer el dolor si tus padres no se enteraban que el maestro te había zurrado la badana, porque si se enteraban ellos no se conformaban con un golpe o dos para que no volvieras a perder tiempo en la escuela. Otras veces aplicaba castigos que eran un poco más temidos por el tiempo que duraban, entre los que estaba tener que copiar una o varias páginas del libro, escribir repetidamente, al menos de treinta o cuarenta veces, una frase alusiva al motivo del castigo al estilo de: En la escuela no se debe… o se debe… Recibir uno o varios palmetazos, que más castigo que el dolor producido por el golpe de la palmeta, era el efecto psicológico que suponía estar con la mano adelantada con la palma hacia arriba esperando el momento de recibir el golpe, o los golpes, a veces con los ojos cerrados y apretando los dientes con el deseo que el golpe no fuera excesivamente fuerte. Era voz populi que si se untaba la palma de la mano con ajo, la palmeta se rompía y no hacía daño. Pero yo nunca vi un caso en que la palmeta se rompiera o que quien recibía el palmetazo terminara sin estar un rato soplándose los dedos, sacudiéndose la mano o ponérsela bajo la axila tratando de mitigar el dolor a pesar de que muchos llegaban a la escuela oliéndoles las manos a ajo.

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A los pequeños se limitaba a darles uno o varios capirotazos, a ponerlos un rato mirando al rincón o a ponerles alguna muestra extra como castigo. Otros castigos temidos eran quedarse sin recreo, estar un rato de rodillas quedarse sin comer o que te mojaran la oreja. Quedarse sin salir al recreo hasta que no se aprendía de memoria el texto que te indicaba que generalmente era de geografía, historia o ciencias naturales. Esto en ocasiones suponía la pérdida de uno o varios recreos. Estar de rodillas con los brazos en cruz, mirando al crucifijo que presidía la clase, era duro porque el tiempo al castigado parecía eterno. Si el maestro consideraba que la causa del castigo era muy grave y colocaba unos libros en las palmas de las manos del castigado ya ni lo cuento. Además, no podías sentarte sobre los talones porque inmediatamente Doña Milagros te hacía recuperar la postura debida. Pero había un castigo sin dolor, un castigo moral, que se suponía una humillación para el castigado, y que yo no he visto en ningún otro sitio, era “MOJAR LA OREJA”. Cuando, puestos en corro para dar la lección, hacían a uno una pregunta y no contestaba o contestaba mal, la pregunta pasaba de rebote a los siguientes y al que respondía bien, el maestro le mandaba “mojar la oreja”, a los que habían fallado. Entonces el “sabiondo” con gran satisfacción se mojaba el dedo con saliva, y tocaba la oreja del ignorante para mojársela con ella. Eso ocasionaba que todos los niños se riesen del oreja mojada que, a la salida de la escuela, era perseguido hasta su casa gritándole repetidamente ¡Te han mojado la oreja! ¡Te han mojado la oreja! Este castigo que en Cogollos era “humillante” repercutía en las familias, ocasionando roces entre los padres, porque el padre del “sabiondo moja orejas” si se encontraba con los padres del “oreja mojado”, le decía orgulloso ¡Hoy mi niño le ha mojado la oreja al tuyo! Cosa que al otro padre no sentaba demasiado bien. De ahí que los padres, cuando los niños salían para la escuela más que mandarles que se portaran bien, que hicieran todo lo que le mandara el maestro, etc. la motivación que le daban era ¡Que no me entere que hoy te han mojado la oreja!

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Pero entre todos los castigos el que era el más temido y que, por fortuna, D. Juan ponía pocas veces era dejarte sin comer. Si a la hora de salir a recreo no habías terminado toda la tarea te quedabas sin recreo para terminarla y seguir después la clase con normalidad. Pero si terminaba el recreo y la tarea se encontraba sin terminar a la hora de salir, la situación era grave y lo menos malo que podía sucederte es que te dijera que al entrar por la tarde quería ver todo hecho. Lo malo era si ese día habías recibió algunos toques de atención por hablar, entretenerte u otros motivos porque la sentencia era drástica. Como hoy no has hecho ni ganas de comer, no necesitas ir a comer y te quedas en la escuela para hacer lo que no has hecho en toda la mañana. Así, al llegar la una, todos se iban a sus casas a comer y el sentenciado se quedaba en la escuela pidiendo a los amigos que, al regresar, le llevaran a escondidas algo que comer. Ese ayuno obligado era solamente una parte del castigo porque después, cuando a las cinco se llegaba a la casa, la madre, que era quien a esa hora estaba allí, con una alpargata, una soga doblada o lo primero que encontraba a mano para corregir el comportamiento inadecuado, daba al hijo hambriento, como merienda, una buena ración de ganas de trabajar en clase y una lección de obediencia al maestro. En aquellos tiempos las tutorías no estaban establecidas como ahora, pero los padres, mayoritariamente las madres, aprovechaban cuando el maestro iba o volvía de la escuela para decirle: “Si mi niño no hace todas las cosas lo deja usted encerrado sin comer y si es necesario hasta sin venir a dormir”. Igualito, igualito que pasa ahora. Supongo que esa petición de la progenitora se debía al deseo de que el niño enmendara su conducta inadecuada y no fuera por ahorrarse una comida, que como estaba la vida también tenía su importancia. Los padres, como estaban más en contacto con la naturaleza, conocían bien las propiedades de dureza y elasticidad de las plantas y surtían al maestro de varas de membrillo o de moral, que las mandaban con sus hijos, y decían que eran las mejores, para que enseñara sus hijos disciplina y buenos modales. De la segunda vara se decía que: “la vara del moral, rompe los huesos y no hace mal”. También los niños llevábamos varas al maestro y se las dábamos diciendo que era para que tuviera repuesto si se le rompía la que estaba 113


usando. D. Juan, para no depreciar el obsequio, aceptaba la vara, daba las gracias al niño y añadía “Espera que voy a probar contigo si es buena” y acto seguido le aplicaba una dosis de “jarabe de palo” dispensada con la vara que terminaba de obsequiar.

Mi primer castigo A los pocos meses de estar en la nueva escuela D. Juan me pasó a la Enciclopedia de primer grado y pase de un banco largo sin respaldo a un pupitre. Pero la distribución del tiempo, las actividades de cada materia y el nivel de exigencia de D. Juan a cada grupo o nivel seguía siendo el mismo que en la ubicación anterior. En las primeras semanas, de haber pasado a la Enciclopedia, casi me faltaba tiempo para realizar todos los ejercicios y me iba escapando de la palmeta por los pelos. Pero un día, entonces tendría ocho años, no recuerdo si me encontraba mal, si me entretuve demasiado o los ejercicios eran más difíciles, el resultado es que termino la sesión de la mañana y no tenía ni la mitad de las tareas hechas. Ya veía la palmeta dejándome la mano en condiciones de no poder coger el lápiz en una buena temporada. Los niños se habían ido todos, incluido mi hermano Manolo y algunos, al salir por la puerta, se volvían un momento agitando la mano como diciendo “¡Huyyy, la que te espera!”. D. Juan me miró algo pensativo, y moviendo la cabeza dijo: “¡Bueno! ¿Ahora qué hago contigo? ¿Qué demonios te ha pasado hoy? Yo no sabiendo que contestarle me limité a encogerme de hombros sin atreverme a levantar los ojos del suelo. Creo que en aquel momento si me hubieran pinchado no habría salido ni una gota de sangre. Finalmente, el maestro dijo: “No temas hoy no vas a probar la palmeta, pero para que tengas tiempo de terminar lo que te falta tampoco vas a ir a comer. Siéntate y ponte a trabajar”. Me fui a mi sitio me senté y estaba empezando a hacer los ejercicios cuando oí el ruido de la llave cerrando la puerta. Estaba solo, tenía una sensación rara en el cuerpo que no sabía lo que era, porque no recordaba haber sentido antes una cosa así. Pensé que disponía de dos horas antes que

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llegaran los niños y el maestro y me acordé de mi hermano Antonio que decía muchas veces: “De ningún cobarde se ha escrito nada”. Calculando que, por el rato que había pasado desde que se fue, el maestro ya debía haber llegado a su casa y estaría comiendo, sin pensar las consecuencias que me podía acarrear lo que iba a hacer, me subí al poyo de una venta puesto de puntillas y estirándome lo que pude, logré bajar el pestillo de arriba, luego abrí el de abajo y abrí un poco la ventana para asomar la cabeza entre las rejas. No pasaba nadie por la carretera por lo que era la ocasión propicia. Saqué la cabeza por la reja, me giré para sacar los hombros y en un momento estaba fuera. Luego tiré de las hojas de la ventana para que quedara casi cerrada y salí huyendo a mi casa como alma que huye del diablo. Llegué a mi casa, comí sin decir nada y corriendo emprendí el regreso a mi cautiverio. Ni en la ida ni en la vuelta vi a nadie. Con un poco de suerte podía salirme bien la fuga. Al llegar realicé una maniobra inversa a la anterior. Empuje una hoja de la ventana y cuando estuvo abierta metí la cabeza por la reja, gire el cuerpo y tan pronto pasaron los hombros me encontré dentro y cerré la ventana, pero solo con el pestillo de abajo, al de arriba solo llegaba con la punta de los dedos y no tenía fuerza para cerrarlo. Intenté continuar con los ejercicios pero me quedé dormido. Las voces de los niños en la puerta de la escuela esperando al maestro me despertaron y continué de nuevo con los ejercicios. Cuando cada niño estuvo en su sitio el maestro me llamó para ver los ejercicios que había hecho en las dos horas de encierro. Como no había hecho casi nada no se me ocurrió otra salida que decirle que no entendía como había que hacer aquel ejercicio, el primero de los que me quedaban sin hacer. Con mucha tranquilidad, cosa extraña en él, abrió mi cuaderno unas páginas más atrás y señalándome un ejercicio dijo: “Eso quiere decir que este, que es igual, lo has copiado”. Iba a decirle que no me había copiado, pero no me dio tiempo. En ese momento mi estómago decidió eliminar todo el contenido que venía estorbándole, desde hacía horas, y expulsó un vomito que salpicó media escuela. Los niños dieron una ruidosa carcajada. D. Juan les mandó callar y me dijo: ¡Vaya! ¿Así que era eso? ¡No te encuentras bien! Y mandó a uno de los niños mayores a que pidiera a la dueña de la casa un caldero con agua y un 115


trapo del suelo, todavía allí no se conocía la fregona, para limpiar mi vómito. El niño regresó y con él venía la señora con el caldero y el trapo y le dijo a D. Juan que ella iba a limpiar para que quedara bien. Una vez limpiada la escuela dijo a D. Juan que me veía con muy mala cara y que si me podía traer un poco de manzanilla. Al maestro le pareció bien y al poco rato la señora vino con un vaso de manzanilla. Mientras me tomaba la manzanilla ella me tocó la frente y dijo que tenía mucha fiebre. En ese momento la clase terminó para mí, ese día, porque D. Juan me mandó a mi casa acompañado de los dos niños mayores por si por el camino me mareaba.

Visitas familiares al salir de la escuela Al terminar las sesiones escolares lo normal era regresar rápidamente a casa porque, por la mañana, no llevábamos nada para comer en el recreo y el hambre comenzaba a sentirse, aunque se hubiera tomado un buen desayuno y por la tarde nos esperaban en casa para realizar alguno de los trabajos que reservaban a los niños. Pero a partir de los ocho años al salir de la sesión de la mañana, muchos días, posiblemente sería el último niño que llegaba a su casa, a pesar de salir de los primeros porque me sentaba cerca de la puerta. La causa de ese retraso se debía a las visitas que hacía casi a diario en el recorrido desde la escuela a mi casa. Al terminar de bajar la cuesta de la posada vivía mi tía María del Llanate, como le llamábamos en mi casa para distinguirla de la hermana de mi madre que era la tía María de “allabajos”. Mis tíos granadinos habían trasladado a Cogollos, en el Llanete, el matadero que tenían en Granada y, aunque ya no tenían cebadero como cuando vivimos en Churriana, porque los cerdos que compraban se los llevaban ya cebados en camiones. Cada día sacrificaban solamente cinco o seis cerdos y, por eso, tardaban varios días en sacrificar todos los cerdos que les llevaban en cada remesa. Era en la casa de mi tía María donde tenían los cerdos hasta que llegaba el día de su sacrificio. Para alimentar los cerdos, los días que tardaban en sacrificarlos, con mucha frecuencia llevaban sacos de algarrobas, a las que me había aficionado en churriana, y era algo que en Cogollos no se criaban y que me gustaban mucho. Hasta entonces las únicas

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algarrobas que llegaban al pueblo eran las que llevaba el trapero como parte de sus chucherías. Esa era la causa por la que todos los días llegando al Llanete, hacía una parada en la casa de mi tía para preguntarle si tenía algarrobas. Los días que tenía me decía que subiera a la torre a mirar pero que la bolsa de los libros se la dejara a ella. De ese modo solo podía coger las que me cabían en los bolsillos y unas cuantas en la mano. Pero la visita me resultaba rentable. Cuando, después de unos días sin tener algarrobas, volvían a llevarle era mi tía la que me esperaba en la puerta de su casa, a la hora de salir, y me decía que la diera la bolsa y subiera a la torre para ver si encontraba algo que me gustara. Mis hermanos esperaban que cada día llegara con algarrobas para repartirlas. Pero después de visitar a mi tía María, antes de llegar a mi casa, me faltaba entrar un momento a ver a mis abuelos. Mi abuelo siempre estaba en la misma habitación, de la que no salía para nada, hablando con Castillo y Barrilao y al llegar yo siempre me decía lo mismo: “¿Sabes ya contar bien? Pues sube a la cámara y del atroje de las habas me traes quince habas blancas y quince habas negras que no te equivoques”. Las habas las quería para jugar unas manos al tresillo con sus dos amigos, porque cada haba blanca consideraba que era una peseta y a cada haba negra la valoraban como un duro. Así durante el juego hacían sus apuestas sin tener dinero sobre la mesa. Lo que nunca pude saber era si jugaban usando las habas como dinero solo por entretenerse o al terminar las cambiaban por dinero real como la fichas de los casinos y eran la tapadera para que mi abuela no supiera que, realmente, se estaban jugando los cuartos, cosa que según voz pópuli le gustaba mucho a Castillo. Todos los días necesitaba el mismo número de habas porque cuando terminaban de jugar y se iban sus dos amigos, mi abuela cogía las habas y se las echaba a la cabra. Mi abuelo tenía un lápiz, que decían que era un lápiz de tinta, porque su escritura era como la de cualquier lápiz normal, aunque de color morado muy claro, y se podía borrar fácilmente con una goma, pero si se humedecía la punta del lápiz con saliva o metiéndola en agua lo que se escribía, mientras la punta estaba húmeda, era de color morado fuerte y no había goma que pudiera borrarla. Ese lápiz me gustaba tanto, que todos los días se lo pedía 117


inútilmente, porque mi abuelo siempre me decía que le hacía mucha falta para anotar las partidas. Aunque yo recurría a mi abuela para que lo convenciera, no había forma de lograrlo. Con lo que yo hubiera presumido en la escuela con mi lápiz mágico. Cuando ya había perdido toda esperanza de tener el lápiz de mi abuelo, del que apenas quedaban ya poco más de cinco centímetros, al llegar el día de los Reyes en la casa de mi abuela, me dejaron un lápiz de tinta que, cuando lo vio, D. Juan me prohibió llevarlo a la escuela por el desorden continuo de los niños pidiéndome que se lo prestara.

Los quiquirijones Un día por la tarde después de salir de la escuela los niños mayores, entre ellos mi hermano Manolo, decidieron subir al Tajo para coger quiquirijones y vinagreras y yo, que tenía unos ocho años y me apuntaba hasta a un bombardeo, decidí subir con ellos, entre otras cosas porque siempre, desde el comienzo de la guerra, estuve obsesionado por ver que había dentro de la cueva que había en la parte más alta. Los quiquirijones era una hierba pequeña, de hojas muy pequeña y finas y con pelitos en el tallo que crecía en la parte alta de la ladera del Tajo y que al masticarla tenía un fuerte sabor a anís. Para mí era y sigue siendo una variedad enana del anís, que se cultiva mucho en el altiplano granadino por su semilla llamada en muchos sitios matalauva. A la edad que teníamos comer un puñadito de quiquirijones nos producía casi el mismo efecto que un trago de licor de anís. Las vinagreras o vinagretas, de las dos formas las llamábamos, era otra hierba de hojas anchas y algo redondeadas que tenían un fuerte olor y sabor a vinagre, que las comíamos después de los quiquirijones, más que por su sabor, porque nos quitaba del aliento el olor a anís de los quiquirijones. Aunque trataron de convencerme para que no subiera, no lo lograron. Comencé a subir detrás de los mayores y antes de llegar a la mitad de la ladera comprendí la razón por la que no querían que subiera. Los mayores ya me llevaban una gran delantera cuando me detuve para descansar un poco y no pude hacer nada peor que volverme a mirar la distancia que ya había subido. Porque al ver lo lejos que quedaban ya las casas, que llegaban hasta el mismo pie del Tajo y la gran pendiente de la ladera, me acordé del día que mi 118 Recuerdos de infancia


hermano Manolo me asustó en las habitaciones de arriba, con el tío Camuñas, y con la prisa por huir de él, llegué a la cocina sin poner un solo pie en la escalera, rodando como una pelota caí escalera abajo y cuando paré de rodar estaba en medio de la cocina. Comencé a sentir un vértigo tan grande, que veía las casas que había abajo moviéndose y girando alrededor del Tajo. El miedo se apoderó tanto de mí que me veía rodando ladera abajo para terminar estrellado dentro del corral de alguna de aquellas casas. En la parte de ladera que había subido no veía ningún árbol o piedra lo suficientemente grande donde me pudiera detener cuando comenzara a rodar ladera abajo, cosa que no tardaría en suceder. Quise llamar a mi hermano, pero la voz no me salía del cuerpo o estaba tan lejos que posiblemente, aunque gritara, no me iba a oír. Como último recurso me dejé caer al suelo y me agarré con todas mis fuerzas a una piedra poco mayor que un balón, que salía del suelo, con la esperanza de que estuviera bien clavada en la ladera. Cerré los ojos para no ver la pendiente que tenía a mis pies que me producía el vértigo y tampoco me atrevía a mirar hacia arriba para ver donde se encontraban los demás. Temía que, al menor movimiento que hiciera, comenzaría mi fatal descenso rodando ladera abajo y, antes que eso, cualquier cosa me parecía mejor incluso pasar la noche agarrado a la piedra. Estaba comenzando a pensar que quizá a rastra culo y con los ojos cerrados podría bajar sin sentir el vértigo y esa idea me tranquilizó un poco, pero continuaba sin atreverme a soltar la piedra. En ese momento la voz de mi hermano seguida de una carcajada de los otros niños interrumpió mis pensamientos. “¿Te vienes?”, me dijo, “o ¿Quieres pasar la noche cogido a esa piedra?” Yo le dije que no podía levantarme, que estaba muy mareado y todo me daba vueltas. Entonces mi hermano y otro de los niños me cogieron de los brazos y me ayudaron a bajar con los ojos cerrados hasta que, al llegar a las primeras casas, que dijeron que ya podía abrir los ojos. Algunos me dieron unos pocos quiquirijones para que se me pasara el susto y tomé la decisión de no volver a subir al Tajo.

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Enfermedades graves Mi madre llamó al médico que, después de reconocerme, dijo que parecía una indigestión y recetó lo que debía tomar. Al día siguiente vino para ver como seguía, porque todos los días cuando terminaba la consulta en su casa daba una vuelta por el pueblo para ver a los enfermos que no habían podido ir a la consulta. Mi padre tenía hecha con el médico una “iguala” por la que nos asistía, a todos los de la familia, cuando estuviéramos enfermos. Por esa asistencia en el verano se le pagaba con dos o tres fanegas de trigo. Otra iguala parecida tenía con el barbero, Antoñico el Fraile, para que lo afeitara a él una vez a la semana y a los niños nos pelara cuando nos hiciera falta. Esta iguala del barbero no recuerdo bien si le costaba tres cuartillas o una fanega de trigo. Yo seguía teniendo fiebre y, después de un nuevo reconocimiento, dijo que la cosa parecía más seria de lo que pensó en un principio, y que si, con lo que iba a mandar, en unos días no desaparecía la fiebre tendrían que mandarme unos análisis. Cada día seguía el médico, D Juan Herrera, viniendo a mi casa a verme y como no experimentaba mejoría, al tercer o cuarto día, cuando vino por la tarde dijo a mi madre que era necesario hacerme el análisis. Sacó de su cartera un botecito y una jeringa, puso a hervir la jeringa y la aguja, y con ella me sacó la sangre necesaria para el análisis, que puso en el botecito y se lo dio a mi madre para que lo llevara al día siguiente a Granada. Por la mañana mi madre fue a Granada en la Alsina, como también llamaban al coche de viajeros, y llevó la sangre para que la analizaran. El resultado lo mandaron unos días después por correo y decía que tenía paratíficas, enfermedad que según el médico en el pueblo había empezado a extenderse casi como una epidemia. Cuando el médico vio el resultado del análisis dijo que no había otra solución que ponerme las inyecciones que me iba a recetar dos veces cada día. Y aconsejó a mi madre que hablara con un muchacho del pueblo, Antonio Jiménez Hurtado, que tenía recién terminada la carrera de practicante porque seguramente quería ponerme las inyecciones. Daba la casualidad que Antonio Jiménez era hijo de una prima hermana de mi padre y, por supuesto, aceptó ponerme todas las inyecciones 120 Recuerdos de infancia


que yo necesitara, mientras él estuviera en el pueblo, porque estaba esperando que le dieran una plaza de practicante. Desde aquel mismo día empezó a venir por la mañana y por la tarde a ponerme las inyecciones que me había mandado D. Juan, el médico. Como al pincharme no me quejaba de ningún dolor, siempre bromeaba conmigo diciendo: “Hoy no has llorado pero mañana te vas a enterar”. Con aquellas inyecciones pronto empecé a mejorar, aunque lentamente y por fin, después de casi dos meses de tratamiento, el médico dijo que, cuando se terminara la caja de inyecciones que me estaban poniendo, no era necesario que me pusieran más. La tarde que vino Antonio a ponerme la última inyección, al llegar a casa me dijo que, hasta ahora, había procurado no hacerme daño para que siguiera dejándome poner todas las inyecciones que necesitaba pero, que como ya estaba curado y no me tenía que pinchar más, en ese último pinchazo me iba a clavar la aguja dando vueltas como un tornillo para ver si me hacía junto, en ese pinchazo, todo el dolor que no me había hecho con las anteriores. Por eso cuando lo vi acercarse, jeringa en ristre, me entraron ganas de salir corriendo, pero mi madre me había sujetado y no pude moverme ni evitar la inyección. Al sentir la aguja di un grito fuerte, pero me inyectó el líquido tan rápido que casi antes que terminara mi grito ya había inyectado el líquido y sacado la aguja. Riéndose me dijo: “¿Por qué nos engañas? No te ha podido doler porque te la he puesto como siempre”. Yo me puse delante de él y señalándole con el dedo le dije: “Porque tú me has engañado diciéndome que me ibas a hacer mucho daño”. Unos días después, Antonio, vino a ver como seguía yo y a despedirse porque le habían dado una plaza de practicante para Píñar, donde estaba de boticario un primo de mi madre que en la familia le decían “Cabeza Hierro“, y además de Piñar dos o tres días a la semana tenía que ir a otro pueblo. Como todo el mundo con toda seguridad yo debí haber tenido esas enfermedades, llamadas comunes, como gripes, resfriados, y otros achaques parecidos que duraban unos cuantos días y, una vez curados, ni te dejan secuelas ni te recuerdas cuando pasa un poco tiempo y por eso, de ellas, no conservo el más mínimo recuerdo.

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Pero en aquellos años padecí otra enfermedad que, aunque mi vida no corrió el peligro de la que termino de relatar, me dejó un recuerdo que no he conseguido olvidar pese a los casi tres cuartos de siglo transcurridos desde entonces. Aunque yo, parecía que no andaba muy sobrado de defensas, pude salir ileso de una gran epidemia que causó en el pueblo muchas muertes, puede que fuera el tifus o la tuberculosis, a la que la gente llamaba el “Piojo Verde” y de otra de gripe muy fuerte a la llamaron el “Tío de la Luz” porque fue propagándose de calle en calle y de casa en casa y no quedó ni una casa en el pueblo sin que la padeciera al menos uno de sus habitantes. Sin embargo, llegó un sarampión del que no me pude escapar. Bueno en mi casa no nos escapamos ninguno de los cuatro niños, pero yo fui quien resultó más afectado. En esta ocasión en Cogollos no se le llamaba sarampión sino ceguera, porque a la parte del cuerpo que más afectaban las ronchas fue a la cara y, de una manera más intensa, a los parpados que se inflamaban tanto que llegaban a juntarse sin que se pudieran abrir produciendo en muchos casos, entre los que me encontré yo, una ceguera, aunque fuera temporal. Mi hermano Antonio ya había pasado el sarampión y por eso se libró, a Manolo y a Rafael no les dio con excesiva intensidad y aunque yo sentía decir que tenían los párpados bastante inflamados no se les llegaron a cerrar los ojos completamente y por la rendija que les quedaba abierta veían lo suficiente para moverse por la casa. En cambio, a mi aquel sarampión o aquella ceguera, según el médico, me apretó de lo lindo. Hasta el punto que decía el medico que era uno de los más afectados del pueblo. Con la desesperación de haber perdido la vista me frotaba los ojos y hasta me daba con el puño para ver si se abrían. El resultado era todo lo contrario de lo que yo pretendía, porque al frotarlos los párpados se irritaban más y aumentaba la inflamación. Los medicamentos que recetaba el médico parecía que no servían de nada. Aunque el médico decía que estaba empezando a bajar la inflamación yo no notaba ninguna diferencia, no veía ni siquiera un rayito de luz, no sabía si era de noche o de día. Para que no me frotara ni golpeara los ojos me pusieron una capa gruesa de algodón sujeta con una venda que, al menor 122 Recuerdos de infancia


descuido, yo me quitaba para comprobar si ya podía ver, aunque solo fuera un poco de claridad. Antonio era el espía que no me quitaba ojo de encima y en cuanto intentaba quitarme la venda llamaba a mi madre. Como por otro lado no podía estarme quieto continuamente estaba tropezando con las sillas, la mesa y cuanto había en la cocina. Antonio intentaba ayudarme diciéndome por donde tenía que ir para no tropezar pero yo me movía más rápido que sus indicaciones y los tropezones eran continuos. Si mi madre, al menos, me hubiera quitado los zapatos y sentado en una silla como cuando era más pequeño no tropezaría tanto pero, en aquella situación, para mi desgracia nadie nos acordamos de mi fobia a pisar el suelo descalzo. Mi prima Micaela que vivía en la casa de al lado se venía cuando podía a entretenerme contándome cuentos, pero tanto cuento a mí ya me aburría. Yo no pensaba en los cuentos solo pensaba en volver a ver para poder correr por cualquier sitio sin tropezar. Y mis pensamientos eran de desánimo por la realidad del momento y el temor de que aquella ceguera fuera para siempre. Ante el temor de que pudiera meterme en la chimenea, estando la lumbre encendida, mi padre colocó una barrera delante de la chimenea con un trozo ve viga colocado sobre unas sillas. Cada día que pasaba sin ni siquiera ver algo de claridad mi desesperación iba en aumento. Sentía un pánico horrible a quedarme ciego, aquella ceguera llegada de la noche a la mañana, porque cuando me acosté los ojos me dolían y, aunque solo podía abrirlos muy poco, podía ver y por la mañana, al levantarme, no podía abrirlos. Tenía que haber una solución, pero ¿Cuál era? ¿Quién la conocía? Llevaba ya casi un mes con aquella ceguera y el médico no se atrevía a pronosticar lo que aún podría durar y por fin un día llegó con una noticia esperanzadora. Algunos niños, dijo, ya están empezando a ver claridad. Eso me animó pensando que a lo mejor yo podía también pronto a empezar a ver claridad y que poco a poco mis ojos terminarían por abrirse. Ese día el médico, cuando me quito la venda para reconocerme, intentó con suavidad separarme los párpados y por un momento me pareció ver algo de claridad, pero no me atreví a decir nada por si aquella claridad solamente la había visto mi imaginación. 123


Entonces el médico dijo a mi madre que la inflamación estaba bastante más baja y que, de seguir bajando así, esperaba que en dos o tres días como máximo comenzaría a ver claridad y unos días después estaría viendo con normalidad. Yo creo que escuchar aquel diagnóstico fue la mejor medicina que recibí en todo el tiempo. Mi ánimo dio un vuelco de ciento ochenta grados y la desesperación se quedó solo en impaciencia esperando que pasaran pronto esos días. Continuamente preguntaba a todo el mundo cuanto faltaba para ser de noche porque cuanto fuera de noche y me acostaran al levantarme faltaría un día menos para que llegara la claridad. Al día siguiente mi pregunta era cuanto faltaba para que viniera el médico. Al fin llegó el médico y cuando me quitó la venda me pareció ver una claridad muy débil y dije: “Anda si todavía es de día, hay luz. Entonces el médico probó a abrirme los párpados como el día anterior y dijo que iba muy bien y pronto empezaría a poder abrirlos ojos y ver algo aunque tardaría algunos días en poder abrir los ojos por completo y volver a ver como antes. Al fin, gracias a Dios después de casi un mes largo de ceguera volvía a recuperar la visión. Desde entonces yo siempre he dicho que yo no he pasado el sarampión, yo tuve la ceguera.

Las clases particulares Durante el tiempo que estuve enfermo sin ir a la escuela el maestro vino varias veces a ver cómo me encontraba y en una de ellas mis padres le dijeron que querían que, cuando me encontrara bien, fuera algún tiempo a las clases particulares que daba en su casa por las tardes después de la escuela, para recuperar lo que me había retrasado por mi enfermedad. Don Juan dijo que le parecía muy bien, porque dos alumnos habían dejado de ir y de momento tenía sitio. A los pocos días pude comenzar a ir a la escuela y al salir a las cinco de la tarde, después de merendar, con un lápiz una libreta nueva y la enciclopedia comencé a ir a clase a la casa de D. Juan, que vivía en la Umbría Baja. Al llegar estaban esperando en la puerta otros cinco o seis alumnos entre los que había dos niñas. Una de ellas era Lourdes, hija de Antonio Filomeno, y entre los niños estaba Pepe Filomeno, tío de Lourdes, que 124 Recuerdos de infancia


era tres o cuatro años mayor que yo porque decía que era de la quinta de mi hermano Antonio y se estaba preparando para trabajar como cobrador en los coches de viajeros que eran de su familia. Estuvimos casi dos horas trabajando a buen ritmo y como estábamos tan pocos, no casi cuarenta como en la escuela, D. Juan, que no quitaba a nadie el ojo de encima, parecía que estaba en un melonar, porque cada vez que uno se equivocaba le decía “Melón no ves que eso no puede ser así” y le explicaba el error. En las dos horas había localizado más melones que si estuviera en un melonar de la Mancha. Cuando llevaba unos dos meses asistiendo a las clases particulares una tarde me preguntó si mi hermano Antonio leía algún libro, hacía cuentas o estudiaba algo. Le contesté que estudiaba algo con nuestras enciclopedias y cuando hacíamos los ejercicios nosotros él los hacia también en otra libreta. D. Juan quedó callado un momento y en seguida dijo que eso le parecía muy bien y que le dijera a mis padres que al día siguiente, al terminar las clases en su casa, iba a ir para hablar con ellos. Eso me empezó a preocupar por temor a que fuera a ir a darles alguna queja de mí aunque en clase, ni en la escuela ni en su casa, nunca me había llamado la atención desde el día que me castigó sin comer. Pronto empecé a temer que se hubiera enterado que me escapé y fui a comer. Miedo me daba pensar en lo que me vendría encima si se había enterado. Al día siguiente, cuando terminamos la clase particular, me dijo que recordara a mi madre que en media hora aproximadamente iba para hablar con ella. Cuando llegó yo intenté “poner pies en polvorosa” pero él se dio cuenta y cerrándome el paso me dijo que no me fuera que lo que iba a decir también me afectaba a mí. Por si no estaba ya suficientemente escamado, con la dichosa visita, por aquella forma de invitarme a quedarme me pareció un prueba evidente de que mis temores eran justificados. Pero ahora, después de haberme dicho aquello, ¿Quién era el valiente que desaparecía? Y comencé a pensar que debía haberme metido aunque fuera un cartón, debajo del pantalón, para que amortiguara algo los golpes que me esperaban. Después de los saludos D. Juan fue directamente al grano y le preguntó a Mi hermano si le gustaría que él le diera clase. Mi hermano contestó que sí 125


pero que él no podía ir a clase como iba yo porque no podía ir ni a la escuela ni a su casa. Entonces D. Juan dijo que llevaba algún tiempo pensando en lo conveniente que seria que mi hermano tuviera una buena preparación y había decidido que si él quería, y a mis padres no le parecía mal, podría por las tardes, cuando terminara la clase que daba en su casa, venir a dar clase a mi hermano Antonio y que al mismo tiempo me la podía dar a mí. Así yo no tendría que ir a su casa con lo que en mi sitio podría admitir a otro alumno. Además dijo a mi madre que no se preocupara por el precio porque a Antonio se la quería dar gratis y solamente pensaba cobrar por mí clase lo mismo que pagaba yendo a su casa. Desde entonces empezamos a dar las clases, como en los supermercados modernos, con una oferta de dos por uno. Nos daba clase a los dos y nos cobraba a uno solo. En aquellas clases D. Juan nos apretaba de lo lindo sobre todo en matemáticas y había días que yo no sabía de donde sacar tiempo para tanto ejercicio. Mi hermano tenía todo el día para para hacerlos pero yo entre la escuela oficial, la hierba de los conejos y otras cosillas que mandaba hacer mi madre no baba abasto. Empezó a darnos las matemáticas con el libro de Bruño que detrás de cada ejercicio ponía el resultado que tenía que salir. De ese modo si no se obtenía ese resultado ya sabíamos que lo habíamos hecho mal y teníamos que repetirlo de otra forma. Porque él no se conformaba con mirar el resultado que teníamos. Cogía la libreta y sin mirar la solución que habíamos obtenido seguía paso a paso el proceso que habíamos seguido para llegar a la solución sin dejar de preguntar en cada paso ¿Esto por qué? ¿Para qué haces esto? El resultado de esta operación ¿Son pesetas, kilos o melones? Si no sabíamos explicarle para que habíamos hecho alguna operación nos echaba un sermón más largo que el de las siete palabras, que decía el cura en la tarde del Viernes Santo. Sin embargo esperábamos que considerando las circunstancias de Antonio y que estábamos en nuestra casa no pasaba de las voces a las collejas, aunque de él se podía esperar todo. En uno de los problemas ninguno de los dos obtuvimos la solución que venía en el libro. Al repetir el problema, cada uno en nuestro cuaderno y realizando las cuentas en otro orden los dos obtuvimos el mismo resultado que 126 Recuerdos de infancia


antes. Ese resultado idéntico al primero nos tocó en el amor propio y nos propusimos no darnos por vencidos y que el aquel problema “no pudiera más que nosotros”. Así que, como disponíamos de dos días antes de tener que entregárselo a D. Juan, comenzamos nuevamente a buscar la solución cambiando el orden de los razonamientos y las operaciones pero siempre con el mismo resultado. Finalmente después de cinco o seis intentos, cada uno por nuestro lado, decidimos darnos por vencidos y que D. Juan, ¡que era muy listo!, nos explicara cómo se hacía. Cuando D. Juan nos pidió los cuadernos y le dijimos que aquel problema no nos salía a pesar de haberlo intentado varias veces él no nos creyó. Nos llamó flojos, vagos y cuarenta sinónimos más y que al primer intento como no nos dio el resultado del libro, en lugar de seguir buscando para obtener la solución correcta, optamos por la postura cómoda de decir que el libro tenía que estar equivocado. Fue entonces cuando le enseñamos todas las veces que habíamos repetido el problema, tratando de resolverlo, que afortunadamente no habíamos borrado como hacíamos otras veces. Entonces él, cosa que no esperábamos nos pidió disculpas por la letanía de cosas que nos había llamado y no habernos creído. Sospechando que la solución, que daba el libro, pudiera estar mal hizo en una libreta las cuentas para resolver el problema. Al mismo tiempo nos explicaba como debíamos haber resuelto el problema y al terminar obtuvo el mismo resultado que nosotros habíamos obtenido en nuestros intentos. Tomó el libro y diciendo que aquel resultado estaba mal tacho el resultado que ponía escribió con tinta el que habíamos obtenido. Otra tarde cuando estábamos empezado a dar la clase en nuestra casa con la puerta abierta porque hacía calor, unos niños que había jugado en la placetilla que hay ante la casa de los Ruano de la tía Mercedes, donde nos reuníamos los niños de la calle para jugar, comenzaron a gritar muy agitados: Pelea, pelea, venir, venir corriendo, una pelea de mujeres. Yo, que nunca había visto una pelea de mujeres, no pensaba perderme aquella primera oportunidad y, sin pensarlo un momento, deje la libreta y el lápiz en la mesa y salí corriendo calle arriba a ver la pelea que para mí era una novedad. Pero, como las cuentas del pobre nunca suelen salir bien, aquella fuga iba a tener poco éxito porque D. Juan reaccionó al momento y salió detrás de 127


mí, como un galgo detrás de una liebre, y cuando no me había retirado ni quince metros ya me había cogido por un brazo y dado un cogotazo que me estuve rascando toda la tarde. Fue la primera vez que me “acarició” y la última porque nunca más volví a darle ocasión para que me pusiera una mano encima. Sin soltarme del brazo me dijo: ¿Dónde te crees que vas? En tu casa es donde tienes que estar trabajando en la clase hasta que termine. Y como él era más grande y más fuerte que yo y además era el maestro no tuve más remedio que resignarme y perderme aquella pelea entre dos gitanas que contaron después los que la habían visto desde el “Altillo”, porque ocurrió en la vereda del Laero, que terminaron casi desnudas y una dentro de la acequia mientras la otra le gritaba ¡Remójate putón! Al terminar la clase me dijo D. Juan esta vez te la paso pero que lo de esta tarde que no vuelva a suceder. Yo me limité a responderle ¡Si, D. Juan! Y cuando se fue le dije a mi hermano que teníamos que andar con ojo porque si aquella era la forma que tenia de pasarlo que sería capaz de hacernos cuando no quisiera pasarlo. Y por culpa de don Juan me quedé sin poder conocer como son las peleas entre gitanas porque nunca he vuelto a tener una oportunidad como aquella. En todo el tiempo que continuó dándonos clase nunca se refirió a aquel incidente, ni dio ninguna muestra de recordarlo actuaba como si nunca hubiera pasado. Durante muchos meses más continuó D. Juan viniendo a la casa a dar la clase a mi hermano y a mí de rebote. Antonio como tenía casi cuatro años más que yo y la cabeza muy bien amueblada- según la expresión popular- avanzaba con más rapidez que yo y dominaba, sobre todo en lengua y matemáticas, los conocimientos que venían en la enciclopedia del grado de perfeccionamiento. Entonces D. Juan dijo a mi madre que Antonio ya tenía una preparación mayor de la que habían conseguido los niños que habían pasado en Cogollos por su escuela y que creía que tendrían que pasar bastantes años para que otro alumno saliera con la preparación que él había alcanzado. Que iba a dejar de venir un poco tiempo pero que si se decidía a estudiar el bachillerato u otra cosa seguiría ayudándole todo lo que pudiera. 128 Recuerdos de infancia


En casa teníamos un ajedrez pero ninguno sabíamos cómo se jugaba, jugábamos con él al ratón y al gato o a las damas. Un día lo vio D. Juan y preguntó quién jugaba al ajedrez, al ver que ninguno sabíamos cuando daba la clase por terminada pedía el ajedrez y empezó a enseñarnos primero como se movían las fichas luego poco a poco nos enseñó a jugar incluyendo jugadas de estrategia. Desde entonces era raro el día que al terminar la clase no jugábamos una partida. Al principio Antonio y yo contra él, pero al cabo de un poco tiempo Antonio solo le plantaba cara e incluso empezó a ganarle con más frecuencia de la que a él le hubiera gustado. Al perder algunas partidas se picó hasta el punto que muchos domingos se venía por las tardes a desafiar a mi hermano a jugar unas partidas. Cuando terminaba perdiendo solía decir que no podía ser que el aprendiz ganara a su maestro. El ajedrez era un juego que apasionaba a D. Juan y en Cogollos no encontraba con quien jugar por eso, aún después de dejar de dar clase a mi hermano, seguía viniendo a casa para jugar una partida con mi hermano y hablar un rato con él. Solía decir que el ajedrez le gustaba más cuanto mejor sabía jugar su oponente porque lo ponía en mayores aprietos que le obligaban a pensar más y que, siempre, se aprenden más cosas de los que saben más que uno porque de los que saben menos que uno poco se puede aprender.

Aumentos familiares Un poco tiempo después de nuestro regreso desde Churriana, donde habíamos pasado los dos últimos años de la Guerra, nuestra familia aumentó con un nuevo hermano que, según decían, nació prematuro. El médico dijo que al haber nacido antes de su tiempo sería muy difícil conseguir que pudiera vivir largo tiempo. No solo por la falta de muchos recursos por causa de la Guerra que acababa de terminar sino por el tiempo que tenía el niño al nacer y que la medicina todavía estaba poco avanzada en temas infantiles para solventar esos casos. Si hubiera nacido un mes antes, según el médico, hubiera tenido más probabilidad de sobrevivir que con el tiempo que había nacido, porque los que nacían con su tiempo casi ninguno llegaba, entonces, a vivir medio año.

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Todas las tarde, al terminar la consulta en su casa, en la vuelta que daba por el pueblo el médico para visitar a los enfermos que no habían podido ir a la consulta. Se llegaba a mi casa para ver al niño y de paso a Antonio que cada vez la polio lo tenía más impedido. Cuando tenía unos diez o doce días lo bautizaron con el nombre de Alfonso Gonzalo, era el primero de los hermanos al que ponían dos nombres y eso para nosotros era una novedad. Pero estar bajo la advocación de dos santos no lo libraba de las dificultades que estaba encontrando para sobrevivir. Mis padres se esforzaban por darle todos los cuidados posibles para que siguiera adelante y el médico le mandaba cuantos remedios conocía para que lograra seguir viviendo con normalidad. Pero desgraciadamente todos los cuidados y esfuerzos resultaron inútiles y Alfonso Gonzalo falleció cuando apenas había cumplido tres a cuatro meses. Un año, más o menos, después de la muerte de Alfonso Gonzalo volvimos a tener otro hermano, éste no nació prematuro y parecía más sano que Alfonso Gonzalo por lo que su vida no corría riesgo ninguno, al menos por el momento, según decía el médico. A este hermano le pusieron de nombre Gonzalo, a secas sin el Alfonso como al otro. Aunque mis padres querían que se llamara Alfonso Gonzalo, como el hermano fallecido, ni el juez ni el cura se lo permitieron diciendo que la ley lo prohibía pero si podía ponerle un solo nombre de los dos que tenía el hermano fallecido. Gonzalo fue creciendo bien a pesar de que mi madre no tenía suficiente leche para alimentarlo porque toleraba bien la leche maternizada que vendían en las farmacias. Claro que con aquella leche no creo que ningún bebe tuviera problemas para tomarla porque, como diría Arguiñano, estaba rica, rica, rica, hasta el punto que nos peleábamos por bebernos la que Gonzalo no se tomaba en los biberones y mi madre tuvo que establecer un turno. Gonzalo fue creciendo tan sano que no solo superó el periodo de los, primeros años en que la mortalidad infantil era muy alta sino que todavía, después de quince lustros, vive feliz y sano con su mujer, hijas y nietos.

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Con su nacimiento la familia tuvo un aumento duradero pero no definitivo porque cuando Gonzalo tenía unos dieciocho meses la familia aumentó nuevamente con el nacimiento de otro hermano al que pusieron de nombre Benjamín. La elección de ese nombre no sé si se debería a que por ser el hijo menor quisieran llamarle como Jacob llamó a su hijo menor o a que pensaran que sería el último y Benjamín siempre se llama al más joven de cualquier grupo. La alegría del nacimiento de Benjamín, por desgracia, no duró demasiado tiempo porque cuando tendría unos cinco meses llegó el invierno, que ese año fue de una crudeza extrema. Tanto que con la chimenea encendida casi de día y de noche, el brasero debajo de la mesa y una estufa de paja encendida en la cocina al abrir la puerta unos segundos, para que entrara o saliera alguien, la temperatura bajaba tanto que lo que bajaba en unos segundos con la puerta abierta tardaba bastantes minutos en recuperarse. Esas bocanadas de aire frio que entraban en la casa cada vez que la puerta se abría unos segundos ocasionaron que a Benjamín enfermara de neumonía, tan grave que ni los medicamentos recetados por el médico, ni los remedios caseros que aconsejaban las abuelas conseguían que mejorase. Como el médico aconsejó a mi madre que pusiera a Benjamín calor en el pecho hizo dos taleguillas que, llenas de moyuelo, las calentaba poniéndolas cerca de la lumbre y se las ponía entre la camisita y la ropa de abrigo que llevaba encima. Mientras una bolsa puesta en el pecho se iba enfriando la otra se calentaba para cambiarla por la que se enfriaba y así todo el día. Por la noche le ponían en la cuna dos bosas de agua caliente, que de madrugada mi madre les cambiaba el agua en cuanto se iban enfriando. Ni el tratamiento ni los cuidados y desvelos de mi madre lograron poner fin a aquella enfermedad que terminó con la vida de Benjamín unas semanas después de haber sido diagnosticada dejando a la familia sumida en el dolor. Benjamín fue, según la Sagrada Escritura el último hijo de Jacob, pero mi hermano Benjamín no fue el último hijo de mis padres porque otros dieciocho o veinte meses después volvimos a tener otro hermano, que a nosotros nos hubiera gustado hubiera sido una niña, pero al nacer un niño

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nuevamente mis padres decidieron repetir nombre quizá pensando que este viviera más como ocurría con Gonzalo. Así que como el fallecido solo tenía un nombre tomaron la decisión de ponerle un segundo nombre y le llamaron oficialmente Benjamín Juan, aunque en la casa siempre le llamamos solamente Benjamín. Benjamín necesitaba tomar más leche de la que mi madre le podía dar y, al contrario de lo ocurrido con Rafael, ahora si encontraron un ama de cría, como entonces le llamaban. Era la Nazaria que tenía un niño de la edad de Benjamín y, según decía, leche suficiente para los dos. La Nazaria venía a casa dos o tres veces cada día, y le daba el pecho a Benjamín. Al principio todo iba bien pero a las pocas semanas, al poco rato de darle el pecho la Nazaria, Benjamín comenzaba a llorar y mi madre decía que era de hambre. La familia y las vecinas decían que el niño lloraba de hambre y mi madre empezó a pensar que, antes de venir a nuestra casa a dar el pecho a mi hermano, le daba de mamar a su hijo y cuando le daba a mi hermano casi no tenía leche y por eso el niño lloraba de hambre. Para evitar eso mi madre le dijo que para ver la cantidad de leche que tomaba el niño se sacara la leche en un vaso para dársela con un biberón y poder comprobar si el llanto del niño era por hambre o se debía a otra causa. Fuera porque no le gustara sacarse la leche de ese modo o porque no le gustara aquel control al ama de cría, a los pocos días se despidió y Benjamín se quedó sin el complemento alimenticio que le daba la Nazaria. Al no lograr encontrar una nueva ama de cría tuvieron que recurrir a la leche de burra, que alguien les recomendó, porque las leches de la farmacia no las toleraba bien. En la Umbría Alta cerca del transformador de la Luz, vivía un abuelillo, que no recuerdo como se llama, que tenía una burra criando un pollino y hablaron con él para que nos vendiera cada día la cantidad de leche de la burra que creían iba a necesitar el niño. Aquel hombre aceptó darle la leche que necesitaran con la condición de que fueran mis padres los que ordeñaran la burra y le dieran cada día un cuartillo de cebada para la burra. El cada día se llevaba la burra al campo, cuando se iba a trabajar, y al atardecer cuando los trabajadores regresaban del campo mis padres me mandaban a mí, que tenía unos nueve años, para ir a por la burra. En la puerta de la casa mi padre ordeñaba a la burra mientras comía 132 Recuerdos de infancia


el pienso que le ponía en una espuerta. Después y de nuevo tenía yo que ir a llevársela a su dueño y llevar en una taleguilla el cuartillo de cebada convenido. Con ese complemento alimenticio asnino mi hermano Benjamín, para toda la familia, y Benjamín Juan, para la Administración, fue creciendo en sus primeros meses durante el periodo de lactancia y llegó a vivir hasta los setenta años. Benjamín Juan tenía unos dos años nació, cuando ocurrió el último aumento de la familia. Una niña a la que pusieron el nombre de María. Con el tiempo hubiera supuesto una ayuda para mi madre y para todos nosotros hubiera sido la reina de la casa. La llegada de María fue recibida por nosotros con mayor alegría la mayor alegría que la de los últimos hermanos pero, por desgracia, nadie podía sospechar que no iba a durar mucho tiempo. Todos los hermanos estábamos con la niña que no sabíamos dónde ponerla, ninguno soportábamos verla llorar y en cuanto comenzaba a llorar corríamos todos a ver por qué lloraba y a intentar consolarla. También discutíamos entre nosotros por tenerla en brazos o mecerla en la cuna, algunas veces, en esas discusiones, de las palabras llegábamos a las manos porser los encargados de cuidar a la niña hasta el punto que, en algunos momentos, yo llegué a pensar que, si la niña entendía algo ,estaría deseando poder andar para irse de casa y librarse de aquellas de fieras que tenía por hermanos. María iba desarrollándose con normalidad con el pecho de mi madre y la ayuda de las leches maternizadas. El médico decía, cuando venía por casa, que no se podía esperar que con lo mal que lo había pasado mi madre, para criar a los últimos niños, esta niña se estuviera criando tan bien y tan sana. Pero como he dicho en otra ocasión que no hay dos sin tres, el tercer palo para la familia estaba a la vuelta de la esquina. Una tarde a los pocos minutos de acostar mi madre a la niña en la cuna como cada día dijo que había tenido un presentimiento desagradable y que un escalofrió que le recorrió todo el cuerpo, miró hacia la cuna para ver si la niña estaba bien y le pareció que dormía plácidamente. Al observarla con más atención le pareció que no respiraba. 133


Mandó llamar al médico, que no tardo en venir ni veinte minutos. Durante ese tiempo le estuvo hablando y moviéndola para que si estaba dormida despertara pero todo fue inútil. Cuando llegó el médico solo pudo dictaminar que María había fallecido. Había fallecido de muerte súbita. Nada se podía hacer y ninguno de los sueños que para ella teníamos llegaría a cumplirse. La tía Mercedes se encargó de preparar todo lo necesario para enterrarla al día siguiente. Habló con el cura para el entierro y que las campanas tocaran cada hora el toque que se daba cuando moría un niño, que el cura llamaba toque de gloria pero el pueblo llano lo conocía como toque a niño muerto. Le encargó una cajita forrada de raso blanco a Antoñico Fraile que era sacristán, carpintero, barbero y durante un tiempo tabernero. A Manolo y a mí nos mandó a por flores a la casa de mi tía María del Llanete y mi tía Dolores y gestionó los papeles necesarios. Esa misma tarde Antoñico el Fraile trajo la cajita y en ella acomodaron el cuerpecito de María y lo cubrieron todo de flores, solamente se le veía la carita blanca. La colocaron sobre la mesa de la cocina y allí se veló toda la noche y al día siguiente hasta la hora del entierro. Yo, que hacía poco tiempo que era monaguillo, le dije al cura que no iba a ir como monaguillo al entierro porque iba a llevar la caja de mi hermana y al cura no le pareció mal. Pero aunque le hubiera parecido mal el resultado hubiera sido el mismo Cuando a la hora del entierro llegó a la puerta de la casa el cura, vestido con la capa blanca, y los otros monaguillos con la cruz, los ciriales y el agua bendita colocaron la cajita sobre dos toallas blancas para llevarla entre cuatro cada uno sujetando un extremo de una toalla. Mi hermano Manolo y yo levábamos la toalla delantera y mis primos German y Jaime llevaban la toalla de atrás. Y fuimos caminando detrás del cura hasta llegar a lo Alto del Lugar que era donde el cura despedía al entierro. Cuando el cura terminó el responso de ritual y se volvió para la iglesia y los hombres y algunos niños seguimos para el cementerio para enterrar el cadáver de María. Ya en ese trayecto no nos dejaron a los niños seguir llevando la caja diciendo que había que ir de prisa para terminar antes que anocheciera. 134 Recuerdos de infancia


María se sepultó, junto a sus dos hermanos, junto a la tapia del cementerio, a la izquierda de la puerta y a unos diez metros de ella. También junto a esa tapia, algo más arriba, casi al final del cementerio están las tumbas de mis padres.

Amigo exclusivo A mediados de los años cuarenta pusieron en cogollos un cartel de la Guardia Civil en el que había un sargento D. Manuel Milena y varios guardias. El cuartel estaba en una casa muy grande que era de la familia de Joaquín Luzón (Patas de Catre) en la calle los Álamos frente a la casa del médico y los labradores tenían que contribuir a su mantenimiento aportando una cantidad de leña, aceite, trigo y otros productos que les pedía no sé si el Ayuntamiento o desde el cuartel. El sargento tenía un hijo que también se llamaba Manuel al que le había prohibido hacerse amigo de los niños del pueblo para no verse condicionado, por la amistad de su hijo, en caso de tener que actuar por alguna razón contra familiares de los amigos de su hijo. Manolito, como lo llamaban en el cuartel y en la escuela, era más o menos de mi edad y comenzó a asistir a la escuela con don Juan aunque la de don José Ortega (Rubite) estaba más cerca del cuartel . Una tarde, como no tenía amigos estaba aburrido en el cuartel, le dijo al padre que tenía que venir a mi casa para que le dijera las tareas que nos había puesto el maestro porque no encontraba donde las apuntó. El padre le dio permiso para venir por los ejercicios y le dijo que con nosotros podía venir algunos días. Aquella tarde hicimos los ejercicios juntos y hasta merendó con nosotros. Debió decirle algo a los padres, que no les pareciera mal, porque Manolito cada vez venía con más frecuencia a nuestra casa hasta terminar convirtiéndose casi en mi sombra. Todas las tardes se venía para hacer los ejercicios juntos y algunas veces si no comprendíamos algo nos ayudaba mi hermano Antonio. Al terminar los ejercicios yo tenía que ir por hierba para los conejos, casi todos los días, porque ya teníamos muchos y era rara la semana que no aparecía una cría nueva en el corral.

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Para Manolito era una diversión ir al campo para recoger hierba y muchos días se venía y me ayudaba a cogerla, así yo terminaba algo antes, aunque no era demasiado el tiempo que me ahorraba porque tenía que estar pendiente de lo que cogía porque, con frecuencia, cogía mastranzos que que no eran buenos para los conejos. Casi siempre íbamos por la hierba a la Huerta de la Canal porque por los brazales se encontraba en abundancia. Para no equivocarse continuamente preguntaba antes de coger alguna hierba si aquella era buena. Cuando echábamos la hierba a los conejos jugábamos al ajedrez, al dominó o a otras cosas y cuando se iba para el cuartel casi siempre era ya de noche. Otra razón por la que Manolito se venía conmigo a por la hierba cuando iba a la Huerta e la Canal era que allí teníamos varias higueras y, en tiempo de las brevas o los higos, nos dábamos nuestros buenos banquetes. Pero la fruta que se alcanzaba desde el suelo era siempre la primera que se terminaba y pronto había que subirse a las higueras para poder comer higos. Yo me subía sin problemas, como un gato, pero Manolito era tan miedoso que no se atrevía a subir ni siquiera a la cruz de las higueras y se tenía que conformar con los higos o brevas que yo le arrojara desde arriba. Algunos días mi madre le decía que se trajera una cesta y se llevara higos a su casa y yo pensaba que esos los debía coger él o que el padre mandara a un guardia para que se los cogiese pero, entonces, no los hubieran probado. Nosotros éramos los únicos amigos que el padre le permitía tener en el pueblo y durante el día casi estaba más tiempo en nuestra casa que en la suya.

Vida en la posguerra Al terminar la guerra, en toda España, siguieron unos años muy difíciles conocidos como los años del hambre y Cogollos no fue una excepción. En Cogollos se vivía únicamente de la agricultura, una agricultura minifundista y de consumo porque no había grandes propiedades para practicar unos cultivos extensivos y los propietarios de las tierras sembraban lo justo para satisfacer sus necesidades y obtener un sobrante que le permitiera sufragar los jornales de los trabajadores que tuviera que contratar para el cultivo y recogida de las cosechas ( recogida de aceituna, escarda y la recolección del 136 Recuerdos de infancia


verano). El resto de las tierras las dejaban de barbecho, sin sembrar, decían que para que descansaran. Fuera de esos tres periodos la contratación de trabajadores en el campo era casi nula. Y aquellos que no tenían tierras que sembrar iban malviviendo con los jornales de los días que conseguían trabajo en las tres épocas citadas y si lograban ganar algún jornal más de forma aislada en el resto del año. Como consecuencia de las muchas tierras que, en bastantes sitios de España, no se pudieron cultivar durante el tiempo de la guerra – que en Cogollos fueron todas- los recursos que se obtenían eran escasos para alimentar a la población española y el Gobierno no lograba conseguir de otros países toda la ayuda necesaria para la alimentación de toda la población. Por eso el Gobierno lo racionó todo para que los pocos recursos de que se disponía llegaran a todos los habitantes de un modo más equitativo. Para cada español hicieron una cartilla de racionamiento, creo que era mensual, en la que había una serie de cupones con la cantidad de alimentos que podía adquirir, según su edad, al precio de tasa fijado por el Gobierno. Había cupones para el arroz, el azúcar, la harina, el pan, el tabaco, el aceite y otras muchas cosas. Los productos racionados los traían al pueblo a un encargado de repartir el racionamiento y por cada cupón te daban un kilo de arroz, azúcar o lo que pusiera en el cupón previa pago de la tasa indicada. Cada cupón ponía la cantidad del producto que se adquiría por el. Un cupón de pan correspondía a una hogaza, el de aceite a un litro de aceite y el de tabaco a dos currucos y lo mismo ocurría con los demás productos. El curruco era un paquete de picadora de tabaco negro prensada, tenía el tamaño aproximado al de un paquete de café molido de un cuarto de kilo y solamente tenías un cupón a la semana para tabaco. Desde nuestro regreso a Cogollos, hasta que al año siguiente se recogió la primera cosecha de trigo, tuvimos que consumir el pan del racionamiento que traía un panadero desde Alfacar. Era un pan muy negro, que decían que estaba hecho a base de harina de centeno pero, si se miraba con detenimiento, se encontraban en él pedacitos de cebada, veza y otros granos pero no resultaba desagradable de consumir. Porque si a buena hambre no hay pan 137


duro en aquel tiempo se debería haber cambiado el refrán para que dijera no hay pan negro. Con los cupones diarios para el pan de nuestra familia solamente se podía adquirir una hogaza y dos bollos para los seis, pero en nuestra casa complementaban esa ración con pan normal, pan blanco que al lado del de racionamiento resultaba todavía más blanco. Ese pan, mi madre, lo amasaba en la casa y cocían a escondidas en el horno, porque al regresar encontramos en el “atroje” el trigo que quedaba cuando nos fuimos a Churriana ya que, por suerte, nadie había entrado en la casa desde que nos fuimos. Una cosa que no daban con los cupones del racionamiento y que tampoco se podía comprar en Cogollos porque ninguna tienda lo traía era el café café. Por ello se hacía un sucedáneo que lo único que tenia de parecido al café era el color y el nombre, porque aunque se le llamaba café y era lo que se podía encontrar, se hacía hirviendo cebada muy tostada molida a la que se añadía una cucharada o dos de achicoria que era la raíz de una planta tostada y molida como la cebada que se vendía en las tiendas en paquetes parecidos a los del café actual. Lo que se podía adquirir, a precio oficial, con los cupones del racionamiento era insuficiente para estar normalmente alimentado y eso dio origen a un comercio clandestino o mercado negro de alimentos que se llamó estraperlo. Los productos que se conseguían en el estraperlo eran muchísimo más caros que los que proporcionaba el Gobierno y eso hacía que fueran muchas las personas que no podían adquirirlos y pasaban hambre. Este sistema de cupones de racionamiento también originó sus casos de corrupción, a pesar de que alguien piense que es un invento moderno. Valga como ejemplo este acontecido vivido en mi familia. Una de las personas encargadas de repartir las cartillas de racionamiento, que era pariente de mi madre, cuando cada mes iba mi madre a recoger las cartillas, que nos correspondían a la familia, al entregarle la correspondiente a mi padre le decía: Como tu marido no fuma y no necesita tabaco no te puedo dar los cupones del tabaco y se quedaba con ellos. Solamente traían cupones para tabaco las cartillas de los hombres mayores de edad.

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Periódicamente Tabacalera mandaba al estanco la cantidad de tabaco necesaria para el racionamiento de todos los hombres mayores de edad, considerando –por defecto diríamos ahora- que todos fumaban. Después el estanco abonaba a tabacalera el correspondiente a los cupones que entregaba a precio de tasa y el vendido sin cupones tenía el precio más alto, precio de estraperlo. Como casi ningún fumador tenía suficiente con el tabaco que le daban con el racionamiento, los que necesitaban más lo compraban de estraperlo en el estanco o a los no fumadores que vendían su ración. Muchos de los no fumadores vendían su ración estraperlada (a mayor precio que le había costado con el cupón de racionamiento pero algo menor que el que le costaba estraperleado por la estanquera para poder venderlo con facilidad). Mi hermano Antonio pensó que para que se aprovechara otro de la ración de tabaco de mi padre por qué no se podía aprovechar él y así ganar unas pesetillas para algún capricho. Por eso convenció a mi madre para que cuando fuera a recoger las nuevas cartillas de racionamiento pidiera también los cupones del tabaco. Cuando su pariente le entregó las cartillas le quitó como venía haciendo los cupones correspondientes al tabaco y mi madre se los pidió. El pariente “funcionario” comenzó a ponerle pegas y se resistía a dárselos pero al fin no tuvo más remedio que entregárselos. Como mi madre no estaba muy de acuerdo con lo que pensaba hacer mi hermano, no quería darle las dos o tres pesetas que había que pagar en el estanco por la ración del mes. Pero mi hermano no era de los que se rendían fácilmente y convenció a la tía Mercedes para que le prestara unos días el dinero que necesitaba. Aunque la tía Mercedes no tenía muchas esperanzas de iba a recuperar el dinero, si se lo prestaba, quizá pudo más su curiosidad por conocer lo que pensaba Antonio hacer con el dinero fue a su casa y se lo trajo. La cosa, al menos por el momento, le iba saliendo bien pero quedaba el obstáculo final que era retirar el tabaco del estanco. Eso era la parte que nos tocaba a Manolo y a mí que estábamos deseando ver la cara de la estanquera cuando le pidiéramos el tabaco. Pero no pensábamos tardar mucho en comprobarlo. Apenas la tía Mercedes le dio el dinero Antonio nos lo dio, junto con los cupones, y nos mandó al estanco a por los currucos correspondientes. Al llegar al estanco la estanquera nos preguntó lo que queríamos y con mucha seguridad Manolo le dijo que veníamos a por la ración de tabaco de nuestro 139


padre. La estanquera, algo sorprendida, nos dijo que no podía darnos tabaco porque sabía que nuestro padre no fumaba y no le correspondía ración de tabaco. Manolo me dio con el codo para que me callara y replicó a la estanquera: Claro que mi padre fuma, empezó a fumar la semana pasada porque lleva un tiempo muy nervioso. No sé si se lo creería la estanquera pero nos dio el tabaco. Nosotros le entregamos los cupones y el dinero, le dimos las gracias y volvimos a casa para darle el tabaco a nuestro hermano. Al día siguiente cuando Antonio estaba sentado en la puerta, donde pasaba casi todo el día cuando hacía buen tiempo, pasó Talero que era uno de los vecinos que le habían preguntado por el tabaco unos días antes. Mi hermano le dijo que ya tenía tabaco y talero le pidió que no se lo vendiera a nadie, que él se lo compraba y así comenzó Antonio a tener sus primeros ingresos estraperleando tabaco. Al día siguiente el vecino se llevó el tabaco y se lo pagó a mi hermano al precio que lo vendían otros no fumadores con lo que pudo devolverle a la tía Mercedes lo que le había dejado. Al cabo de dos o tres semanas ya no necesitaba pedir prestado para retirar el tabaco porque, con lo ganado en las semanas anteriores, tenía suficiente para pagar en el estanco los currucos de la semana. Había muchas personas que algunos productos de los racionados, como el azúcar, los consideraban un lujo y los estraperleaban para comprar con lo obtenido otros alimentos menos caros como por ejemplo patatas o harina. También había personas que no podían retirar algunas cosas por la sencilla razón que no podían ni siquiera pagar el precio de tasa y buscaban vender los cupones por lo que le dieran porque los productos no retirados el encargado de distribuirlos decía que tenía que devolverlos. En el pueblo circulaba el rumor, o convicción, de la existencia de un convenio entre el distribuidor de las cartillas de racionamiento y la estanquera por el que, el “funcionario”, entregaba a la estanquera cupones de tabaco no entregados o no retirados por los no fumadores y con ellos, la estanquera, justificaba tabaco estraperleado como si se hubiera retirado por racionamiento y repartían la ganancia. El rumor afectaba más al distribuidor de las cartillas que también estaba encargado de vender los alimentos que correspondían a los cupones no canjeados porque según el rumos al entregar las cartillas correspondientes a 140 Recuerdos de infancia


un mes, recogía la del mes anterior y si tenían cupones sin consumir los canjeaba él por los alimentos correspondientes que luego vendía en el estraperlo con suculentos beneficios en las tiendas para que el encargado del racionamiento no pareciera implicado. Cuando una persona se trasladaba de lugar de residencia tenía que llevarse su cartilla de racionamiento para poder obtener los alimentos que le correspondían en el lugar de su nueva residencia y allí tramitar el traslado de residencia para que al agotarse la cartilla que estaba en vigor pudiera recibir la correspondiente al siguiente periodo que solía ser de un mes. Por eso cuando mi hermano Manolo se fue a estudiar al Sacromonte tuvo que entregar en el colegio su cartilla de racionamiento y al tratar el colegio de gestionar el traslado, desde Cogollos a Granada, al Sacromonte, se lo denegaron y quisieron ponerles una multa por intentar obtener varias cartillas para una misma persona. A los funcionarios les parecía imposible la existencia de tanto Manuel Hurtado Fernández porque ya había uno en el Sacromonte, hijo de Manuel Hurtado, que había ido desde Pulianas, ahora aparecía en el Sacromonte otro Manuel Hurtado Fernández, también hijo de Manuel Hurtado y en Cogollos quedaba otro Manuel Hurtado Fernández aunque ese no era hijo de Manuel Hurtado sino de Pedro Hurtado. Se negaban a admitir la realidad de que eran tres Manueles dos de ellos primos hermanos y el tercero primo segundo de los otros y los tres casi de la misma edad, como mucho dos años de diferencia. Al final todo se resolvió con la presentación de las partidas de nacimiento de los tres y de los libros de familia de los tres matrimonios, que empezaron a expedirse entonces, y en el colegio pudieron obtener los productos correspondientes a mi hermano.

Declaración de cosechas y requisa de excedentes Para tratar de evitar enriquecimientos excesivos de los agricultores recolectaran mayor cantidad de productos de lo que necesitaban para su consumo, el Gobierno dio una serie de normas encaminadas a evitar que los labradores vendieran su exceso de producción en el mercado negro, mediante el estraperlo, obligándoles a cederle lo que habían producido en exceso a precio

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de tasa –precio oficial- para ser él quien comercializara ese excedente a través del sistema de racionamiento implantado. Pero el excedente que cada productor agrícola debía de entregar al gobierno no era la cantidad que el labrador calculaba sino la que calculaba el Gobierno en función de la composición familiar, cantidad declarada para la siembra de la siguiente cosecha y alimentación de los animales de labor que tuviera dedicadas a la agricultura. Ese cálculo se hacía en cantidades similares a las que le corresponderían en el racionamiento general. El procedimiento de control establecido comenzaba apena terminada de recoger cada cosecha. Al terminar la recolección del trigo, por ejemplo, si el labrador declaraba, por ejemplo, una cosecha de cuarenta y cinco fanegas de las que necesitaba para alimentar a los seis miembros de su familia veinticinco fanegas (tres kilos diarios para pan que constituía la mayor parte de la alimentación), para sembrar seis fanegas y otras ocho fanegas pagar una renta por las tierras que no eran de él le quedaba un excedente es de seis fanegas que entregaba en el Servicio Nacional de Trigo y se lo pagaban al precio oficial establecido. Pero en el Servicio Nacional del Trigo rectificaban esa declaración aplicando sus cálculos: De las cuarenta y cinco fanegas declaradas como cosechadas solo puede reservar para alimentar su familia doce fanegas y media (a razón de un kilo y medio de pan para seis miembros), las seis fanegas para sembrar y las ocho de renta. El excedente que tiene que entregar es de dieciocho fanegas y media, si ha entregado seis debe entregar otras doce fanegas y media. Además, al haber reservado trigo para el pan del año, su cartilla de racionamiento desde entonces no traían los tiques para pan. Aquellos que tenían tierras dadas en arriendo estaban obligados a declarar igualmente lo que habían recibido de rentas y si excedía del consumo que estimaban para su familia tenían que entregar el exceso. Lo mismo que con el trigo pasaba con los demás productos, cebada, garbanzos etc. En la declaración del año siguiente, al declarar la cantidad que se había cosechado de una cosa, no se podía declarar una cantidad demasiado baja en función de la extensión o cantidad de grano reservada para sembrar porque eso daba lugar a que, si había una diferencia notable entre lo declarado y la cosecha que ellos estimaban, hacían una investigación y un Registro en la 142 Recuerdos de infancia


casa y si encontraban algo no declarado, además de llevárselo sin pagar, ponían una multa. Para evitar que después de estar todo el año detrás de los cultivos no te dejaran ni lo que creías que necesitabas para comer, los labradores recurrían a su imaginación para tatar de escamotear alguna que otra faneguilla de trigo, garbanzos o lo que se podía, corriendo el menor riesgo posible si te tocaba la china de una inspección. Se podía tratar de justificar menor cantidad de la recogida diciendo que en una finca había nacido tal mal que tuvo que arar lo sembrado o que no había granado bien y había producido muy poco y luego esconder la parte de la cosecha no declarada en los sitios más inverosímiles unos para disponer de lo escamoteado para comer mejor, como pasaba en nuestra casa y otros para irlo estraperlando con buenos beneficios. Así se daba el caso de esconder algunos sacos llenos de trigo en el pajar a bastante profundidad porque aunque resultaba laborioso irlos sacando a la hora de disponer de ellos, era más probable que pasaran inadvertidos. Lo más generalizado era entregar al panadero directamente desde la era algunas fanegas de trigo a cambio de cartones- vales por un kilo de pan-. Entonces el cambio era un kilo de trigo, un kilo de pan .Con los cartones se iba obteniendo el pan que se deseaba cada día y eran más fáciles de esconder a los ojos de las inspecciones que el trigo. El problema era que los panaderos no se atrevían a cambiar muchas fanegas de cada lñabrador. En casa se entregaba al panadero todo el trigo que se podía conseguir que admitiera al terminar la cosecha y por otro lado se camuflaba en casa todo lo que se podía porque mis padres querían que tuviéramos todo el pan que necesitáramos mejor que venderlo al estraperlo. Para ello aprovecho que las paredes de la casa eran de tapial de tierra de casi un metro de gruesas y que la escalera, que subía a la planta de arriba cámara donde teníamos el orujo, comenzaba en el cuarto de los “atrojes” atravesando una de esas gruesas paredes para hacer un hermoso zulo triguero. Abrió un acceso a la escalera desde la habitación anterior al cuarto de los “atrojes” separada de la escalera por un simple tabique, y el hueco del muro donde estaba la puerta de la escalera lo tabicó por los dos lados. En la parte interior, que daba a la escalera y que al abrir la nueva puerta de acceso 143


quedaba tapado por ella, dejo en lo más alto del tabique un ladrillo que se quitaba con facilidad y abajo a ras de suelo un agujero como el de una ratonera tapado con un pabilo de maíz, que era el sistema que se usaba para taponar las ratoneras. Encima del ladrillo desmontable colocó un clavo grande en el que siempre había varias sogas colgadas que tapaban al ladrillo. Cuando se llevaba el trigo a la casa en el atroje se ponía la cantidad necesaria para cubrir las cantidades declaradas de alimentación, siembra, renta y excedente, que debía entregar al Servicio Nacional, con el resto y garbanzos se llenaba el hueco tapiado. Normalmente sembraba algo más de lo que declaraba para siembra para asegurarse que cosecharía lo suficiente para poder rellenar completamente el hueco entre los dos tabiques y que al golpearlo no sonara a hueco. Cuando hacía falta sacar trigo para obtener harina y pan se quitaba el pabilo del agujero y, unas veces, los niños metíamos los dedos por el agujero para mover el trigo y, otras, moviéndolo con una cuchara el trigo iba saliendo mezclado con los garbanzos. Luego con una criba se separaba el trigo de los garbanzos y quedaba listo para llevarlo al molino. En Cogollos había cuatro molinos de trigo, llamados en el libro de los Apeos molinos de pan cocer. Estos molinos que funcionaban con el agua, que caía desde cierta altura por el carcabo, una especie de chimenea, sobre una rueda con álabes. El agua hacía girar a la rueda y esa rotación se transmitía mediante poleas a los restantes elementos del molino. Los molinos estaban en el cortijo de la Mora, en Catacena, en la Canal y el Molino de la Puente. Además en los cortijos de la Ribera entre Cogollos y Nívar había otros tres molinos de esos. Antes de sacar el trigo que se iba a llevar a moler mi madre había convenido con Bernardo, el dueño de un de los molinos de la “Ribera” el día que nos podía moler el trigo. El día convenido mi padre cargaba el mulo con el trigo y garbanzos, dentro del corral, y casi a las once de la noche salía para el molino. Allí lo esperaba Bernardo, metían el grano y el mulo dentro del molino, para no llamar la atención si pasaba alguien, y a puerta cerrada se molía el trigo y los garbanzos. Bernardo apartaba la cantidad de harina que habían acordado por la maquila y el resto lo cargaban en el mulo. Mi padre se venía para Cogollos y Bernardo esperaba en el molino a que fuera de día para no levantar sospechas. 144 Recuerdos de infancia


Para las seis de la mañana, antes que fuera de día ya estaba mi padre con la harina en casa. Cada vez que mi padre llevaba trigo, para que Bernardo se lo moliera, solía llevar unas dos fanegas – 88 kilos- y además unos quince o veinte kilos de garbanzos y siempre llevaba los sacos dentro de un serón para que fuera más difícil lo que llevaba. Cuando Bernardo apartaba la harina que habían convenido por moler el trigo le quedaban a mi padre unos sesenta kilos de harina que ponían en unas talegas de tela que llevaba preparadas y en talegas aparte ponían la harina de los garbanzos y el salvado que salía de las cortezas molidas del trigo. El salvado que también llamaban harinilla, moyuelo y cabezuelas se mezclaba con las cáscaras de patatas y las patata pequeñas cocidas y se hacía un amasijo que daban de comida a las gallinas y los cerdos. Ahora ese salvado que en los años del se daba a los animales se usa en las dietas y vale tres o cuatro veces más que la harina. La harina era entonces un componente muy importante de la alimentación no sólo por el pan sino porque también eran casi el único componente de muchas comidas como las gachas –dulces o picantes- las talvinas o las migas. Además de era el mayor componente de los típicos productos de repostería navideña como mantecados, roscos de anís y vino, que si no se hacían en casa no se podían comer, y los bollos de aceite que se hacían en Cogollos y tenían fama en media provincia. Cada vez que se terminaba el pan en casa o quedaba muy poco mi madre iba al horno a por levadura y hacia la cantidad de masa del pan que correspondía a la levadura pedida. Cuando la masa había fermentado lo suficiente la llevaba al horno en una canasta para allí hacer el pan y cocerlo. El el hornero con gran habilidad iba cogiendo bolas de masa y pesándolas, para que todos los panes salieran igual de grandes, y ayudaba a la clienta a dar a la masa la forma del pan. Luego cada mujer ponía a sus panes una marca para conocerlos al salir del horno y después de un tiempo en la calle al sol o en la habitación que había encima del horno – la capilla- que hacía mucho calor para que terminara de fermentar se metía en el horno para cocerlo. Cuando sacaban el pan del horno volvían las mujeres a recogerlo y pagaban la “cochura” y la levadura, unas veces en pan y otras en dinero. Una vez en la casa lo dejaban enfriar y lo ponían en la orza del pan, que era muy

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grande porque cada vez amasaba diez o doce panes de un kilo y medio. Ese pan se conservaba en la orza varios días en buenas condiciones para comerlo. Algunas veces con la masa de un pan o dos hacían tortas a la “carda” que eran unas tortas grandes como las de la Virgen pero sin relleno y con bastante sal por arriba. A esas tortas a veces le ponían arriba chicharrones. Cuando la economía fue mejorando era frecuente que aprovechando cuando amasaban el pan con parte de la masa se hicieran riquísimas torta de aceite o de manteca y en determinadas épocas del año como Navidad eran típico bollos de aceite y los hornazos para el Día de la Cruz.

Los registros Durante los primeros años de la postguerra, y siempre coincidiendo con los periodos de finalización de la recogida de las cosechas de aceituna y de los cereales en el verano solían venir desde Granada Inspectores acompañados por guardias de asalto que registraban las casas buscando productos sin declarar como aceite o trigo, aunque puede que buscaran algo más. Como los guardias de asalto que acompañaban a los Inspectores venían en unas grandes motos a todo el grupo les llamaban los motoristas. En cuanto llegaba al pueblo la comitiva la noticia de que “han venido los motoristas” corría por el pueblo como reguero de pólvora y la gente corría a su casa a quitar de en medio todo lo que pudiera ser sospechoso por si la inspección les tocaba a ellos. Dejaban sus vehículos en el Llanete y bajaban andando hasta el Ayuntamiento para que el alguacil les acompañara hasta las casas que tenían orden de registrar. Cuando el Aguacil les indicaba la casa buscada se quedaba fuera con uno de los guardias de asalto para que no entrara ni saliera nadie de la casa y el Inspector entraba con los otros dos guardias para realizar el registro. Iban habitación por habitación mirando por todos lados, hasta debajo de las camas, y buscando lo que pretendía encontrar que nunca decían lo que era. A veces hasta golpeaban las paredes con las culatas de las metralletas para

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detectar si existían huecos donde pudieran encontrar lo que buscaban. Igualmente golpeaban los depósitos para ver hasta dónde estaban llenos. En la casa que entraban desde luego sembraban un enorme pánico que no desaparecía ni cuando se iban por temor a que pudieran regresar nuevamente. En nuestra casa, que yo recuerde, hicieron por lo menos tres registros y afortunadamente en ninguno encontraron nada de lo que buscaban que nunca supimos lo que era aunque tuviéramos firmes sospechas de lo que podía ser. Como la noticia corría más de prisa que ellos antes de que la comitiva llegara por la calle Umbría Baja al Ayuntamiento ya sabían en todo el pueblo que estaban allí. Mi madre en cuanto se enteraba lo primero que hacía era esconder la pistola de mi padre y el mejor escondite que se le ocurría era la silla de mi hermano Antonio que ya tenía que estar permanentemente sentado por lo deformados que tenía los pies. Para eso ponía la pistola en el asiento de la silla, la tapaba con un cojín grande y sentaba a Antonio encima. Luego acercaba la silla a la mesa y le daba un libro para que se entretuviera leyendo y se despreocupara de lo que tenía debajo. Una vez hecho eso no podía hacer nada más que como se dice cruzar los dedos y esperar que el sofocón no le tocara a ella. En las ocasiones que nos tocó la china del registro estuvieron golpeando por varios puntos la gruesa pared que separaba el dormitorio de arriba de la habitación de los atrojes. Menos mal que no se les ocurrió golpear, desde la habitación de los atrojes, el corto tramo de esa pared que separaba la habitación de la escalera de subida a la cámara del orujo porque podrían haber encontrado el zulillo del trigo aunque en las épocas que vinieron estaba tan lleno que dudo que hubiera sonada a hueco. Lo que sí hicieron fue subir a la cámara, levantaron los sacos vacíos de la aceituna, las madejas de ramales de la siega y los “gerpiles” de la paja que estaban amontonados en un rincón. Hasta miraron los tejados desde la ventana. En la habitación de los atrojes calculaban y tomaban nota de la cantidad de grano que había: trigo, cebada, garbanzos etc. Supongo que después comprobarían si coincidía con las declaraciones de mi padre, pero no hacían ningún comentario. Durante los años que realizaron registros en 147


Cogollos en toda la calle Solana yo solo recuerdo los tres de nuestra casa, dos a castillo y uno a Pepe Torres. Uno de los que casi siempre se enteraba el primeero de que venían los motoristas era mi hermano Antonio porque para distraerse pasaba casi todo el día, si no llovía, sentado en la puerta de la casa y dejaban abierta la puerta de la escalera que bajaba al corral, todavía no estaba hecha la casa de abajo. A través de la puerta se veía la carreta casi desde el tercer puente hasta las terreras de Nívar y la caravana de los motoristas era inconfundible, dos motos delante del coche y otras dos detrás. Por eso casi siempre era él quien daba aviso a mi madre de la temerosa llegada. Cada vez que venían los motoristas inspeccionaban cuatro o cinco casas como mucho pero nadie en Cogollos sabía el criterio por el que elegían las casas que venían a registrar. Eso no evitaba las sospechas de que alguien del pueblo estuviese pendiente del grano o del aceite que cosechaban algunos labradores y pasara la información a algún organismo oficial. ¿Sería verdad que había un espía en Cogollos? Acostumbramos a decir que Granada es un pañuelo cuando nos referimos al encuentro con algún conocido que llevamos tiempo sin ver. Pero me gustaría saber ¿Qué hay que decir cuando uno se encuentra con una persona desconocida, con la que solo ha coincidido un momento en el mismo lugar en una fecha o situación concreta, y sin haberse dado a conocer entonces se dan cuenta que han coincidido en el mismo lugar treinta años antes? Si lo supiera sería lo que tendría que decir ahora. Porque estando en el segundo lustro de los años sesenta del siglo pasado, unos treinta años después de aquellos registros, comprando ropa para mis hijas mayores, entonces unas niñas, circunstancialmente conocí a un de aquellos motoristas, guardias de asalto, que escoltaban o protegían a los inspectores que venían para hacer los registros a Cogollos y otros pueblos y que al menos en una ocasión estuvo registrando en nuestra casa. Entonces era un guardia de asalto de Madrid, llamado Ramón, que estaba destinado en Granada y, en aquellos años de la postguerra, formaba parte de la escolta de los que hacían los registros. Cuando se casó dejó la policía para venirse a Granada con su mujer y pusieron una pequeña tienda de ropa de bebé en la calle san Gerónimo, muy cerca de la calle la Cárcel. La tienda llamada MAYR, de Mari y Ramón que se llamaba el matrimonio, estaba justo en 148 Recuerdos de infancia


el rincón que hace la calle san Gerónimo al ensancharse en la confluencia con la calle cárcel. Nosotros íbamos a comprar con mucha frecuencia a su tienda y llegamos a tener bastante amistad. Un día, hablando después de haber hecho la compra, al enterarse que yo era de Cogollos, dijo que conocía el pueblo porque había ido varias veces, en la moto, haciendo de escolta a los inspectores que iban a registrar las casas y que la gente los miraba tan mal que en una ocasión cuando se iban los apedrearon al salir del pueblo. Ramón se acordaba de haber estado en nuestra casa un par de veces porque le causó mucho impresión la deformación de los pies y mano de mi hermano por la parálisis que le impedía levantarse de la silla. Yo para vengarme un poco de los malos ratos que nos hacían pasar en los registros le dije que a mi hermano lo mantenía en la silla la parálisis y la pistola de mi padre con tres cargadores que ocultaba en la silla debajo del cojín en el que se sentaba y que ellos no supieron encontrar como tampoco encontraron las fanegas de trigo que había ocultas en un hueco del muro de la casa. Gracias a Dios no les salió bien su trabajo de registro y a nosotros nunca nos faltó el buen pan en todos las años llamados del hambre..

COSTUMBRES Excursiones. Cada año se tenía en Cogollos la costumbre de salir determinados días a las fuentes a merendar o a pasar todo el día. Esos que eran unos días muy esperados se planificaban con bastante antelación como para que nada fallara pero había veces que surgía un imprevisto de última hora que le aguaba la fiesta a alguno de los excursionistas. Sin embargo eso no impedía que los demás componentes de la pandilla llevaran a cabo todo lo preparado. Esas excursiones se realizaban en la tarde del día de la Cruz y los días de Santiago y de la Virgen de agosto, la Asunción.

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El día de la Cruz, tres de mayo, era la celebración más corta ya que solo duraba la tarde de ese día y consistía en ir de merienda a las fuentes próximas, como las de Carrañacas, Téllez, o Catacena y los que se consideraban más fuertes y con más ganas de andar iban a “La finca del Cura” o a las “Fuentes de Güejar” (Güevejar). La merienda tradicional era invariable, año tras año, y se componía del típico “jornazo” (hornazo) de uno o dos huevos, según la capacidad económica y voracidad del consumidor, acompañados de chocolate, que como llegaba medio derretido por el calor se dejaba un rato en el agua fresquita de la fuente para que se volviera a endurecer. No faltaban quienes por motivos económicos, de salud o simplemente porque no le gustaban los huevos duros sustituía el hornazo por tortas. Tampoco faltaba quien alegando que los hornazos y las tortas eran comida de mujeres y niñas llevaba para merendar un hermoso taco de jamón y un buen trozo de pan recién hecho y llevaban para beber gaseosa o vino con gaseosa. Algunas mujeres, de la Solana y calles próximas, porque no podían andar mucho o porque tenían niños muy pequeños y era penoso ir con ellos en brazos hasta una fuente entonces en Cogollos nadie tenía silla para bebés, se iban a merendar al Pilarillo o la Canal con su hornazo, su torta o simplemente con un canto de pan que mojaban bajo el caño y el correspondiente chocolate. En esas “merendicas” tampoco solían faltar las habas verdes que casi siempre eran las primeras que se recogían en Cogollos de la cosecha del año. En los días de Santiago, 25 de julio y el día de la Virgen, 15 de agosto, la celebración era prácticamente igual, al salir de misa por la mañana y algunos sin ir a misa, cargaban en una bestia todos los preparativos, que habían reunido unos días antes y se iban generalmente a las “Fuentes de Güejar” o a Catacena” para pasar todo el día bebiendo y comiendo casi siempre choto o borrego al ajillo o con arroz que cocinaban en el lugar donde habían acampado. Eran unos días en los que se abusaba mucho de la comida y bastante más de la bebida por lo que algunos de los participantes en aquella cuchipandas tenían su regreso un poco complicado principalmente cuando se trataba de una actividad entre amigos en lugar de ser una reunión familiar.

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Aunque se solía planificar y preparar todo lo necesario con generosidad por aquello de que “es mejor que sobre que no que falte” no se podía evitar que en alguna ocasión se dieran casos que no sucedía así porque durante la ida se agregaba al grupo alguna persona con la que no se había contado. Valga como ejemplo el caso ocurrido a mi primo Pepe, el maestro, más conocido como D. José el Gordo. Siendo mi primo alcalde de Cogollos organizaron celebrar una comida en las Fuentes de Güejar el personal del Ayuntamiento y algunos amigos. Compraron un borrego, arroz, pan, bebidas etc. para preparar una abundante comida pero en el momento de salir pensaron que un borrego parecía poca carne para la cantidad de comilones que iban a reunirse. Para solucionar ese problema decidieron llevarse las escopetas y echar un rato de cacería por la cercana sierra de la Yedra. Con esa cacería pasarían una horas distraídos y podrían añadir alguna carne más al borrego. Cuando llegaron al lugar elegido para acampar pensaron sortear quienes irían a cazar y quienes se debían quedar para cocinar el cordero. Mi primo alegando que le dolía un poco una pierna se ofreció a quedarse el sólo para hacer el fuego y cocinar lo que habían llevado y prometió que tener la comida hecha para cuando regresaran los demás con la caza. Esa propuesta les pareció a todos bien y se fueron con las escopetas en busca de la caza. Como la sierra de la Yedra tenía fama de por su abundancia de conejos posiblemente irían pensando que regresarían con una buena percha de conejos y perdices que junto con el cordero les iban a proporcionar un almuerzo mejor que el de las bodas de Camacho. Pero como “El hombre propone y Dios es el que dispone se ve que Dios tenía dispuesto que comprendieran que “la avaricia rompe el saco” o que “quien todo lo quiere todo lo pierde” porque tres o cuatro horas después regresaron agotados y sin haber cazado una sola pieza. Por el camino ya se iban resignando a tenerse que conformar solo con el cordero que habían llevado sin sospechar en la sorpresa que les esperaba ya que, al llegar, encontraron la gran sartén llena de arroz pero del cordero solo estaba la cabeza, las costillas, la asadura y poco más. Sorprendidos con lo que estaban viendo preguntaron a mi primo por qué no había guisado todo el cordero con el arroz y que dónde estaba el resto del cordero. Sin inmutarse lo más mínimo, mi primo, les dijo que había guisado 151


toda la carne del cordero pero, que había estado tan pendiente del guiso para que no se fuera a pasar, que cada momento cogía una tajada para probar si estaba ya hecha la carne y como habían tardado demasiado en regresar con tanto tener que probarlo solamente había quedado lo que estaban viendo en la sartén. Por esa causa lo que prometía ser un día de muy feliz y con una suculenta comida campestre pudo terminar peor que el rosario de la aurora por culpa del cocinero que tan pendiente estaba para que el guiso no se le pasara que “inventó” el arroz con carne sin carne. Por la ingesta de tanta carne mi primo estuvo unos días enfermo y sus colegas de gira le obsequiaron una bolsa con dos kilos de bicarbonato.

Veladas al fresco Una costumbre muy arraigada en Cogollos era la de sentarse al fresco, en las puertas de las casas, al oscurecer en los calurosos días ve verano hasta bien entrada la noche, si los trabajos del día siguiente lo permitían por no tener necesidad de madrugar, o hasta una hora prudente que les permitiera descansar lo necesario para poder rendir en el trabajo al día siguiente. Pero los horarios de esas veladas al fresco no solamente dependían del trabajo, que se debía realizar al día siguiente, sino también de las horas de sol que la calle recibiera durante el día y como consecuencia de que la calle fuera más fresca o más calurosa porque al estar el pueblo edificado sobre un cerro había una gran diferencia entre las horas de sol que recibían unas calles y otras según su orientación. Como ejemplo citaré dos calles que conozco bien y tenían costumbres diferentes, la Solana (mi calle) y la calle de la Pila. En la parte de la Solana donde yo vivía, por su orientación de sureste a noroeste, por su situación alta y no tener edificaciones delante el sol, en el verano, daba desde que salía hasta poco más de una hora antes de ponerse. Como consecuencia la calle y las casas se calentaban mucho y el calor que despedían las fachadas de las casas no permitía sentarse cómodamente en la puerta hasta varias horas después de dejar de darle el sol, ya anocheciendo y la hora de retirarse al interior de las casas para descansar se atrasaba mucho. 152 Recuerdos de infancia


Desde el comienzo de la calle hasta la bajada hacia el Altillo los vecinos tenían la costumbre de reunirse en tres puntos para tomar el fresco. El primero frente a la casa de Daniel, el zapatero, en la unión de la segunda rampa de acceso y la Solana. Otro punto de reunión estaba frente a la casa donde vivía la María de Tomas que por no tener delante ninguna casa daba un poco más el aire, cuando corría, y desde allí se dominaba la mejor vista panorámica que tenía Cogollos con el rio, el soto, la sierra de la Yedra (Sierra de Nivar) y Nivar. En ese punto la reunión comenzaba algunos días a última hora de la tarde que se reunían varias mujeres y después de la cena se sentaban al fresco mujeres y hombres porque los niños nos reuníamos en lo alto de la calle para jugar. El tercer punto de reunión era entre nuestra casa y la de Barrilado donde al anochecer se reunían en animada tertulia mis padres, los Barrilado, y algunas veces Perete y mi tío Juan de Dios. En el resto de la calle, desde el recodo hasta la Umbría también se reunían al fresco en un par de lugares y podían sentarse más temprano porque allí el sol dejaba de dar varias horas antes que en la parte que yo vivía. Cuando las parejas de novios se sentaban en la puerta para tomar el fresco, aunque estuvieran a la vista de todo el que pasaba por la calle, siempre eran “parejas” como mínimo de tres porque no podía faltar la “carabina” o como se decía allí quien llevara la cesta. En la calle de la Pila, con una orientación parecida a la de la Solana, pero que se encontraba más baja, con casas en los dos lados y no ser muy ancha el sol solo entraba unas cuantas horas al día, desde mediodía a media tarde, y la calle y las fachadas se calentaban menos. Además al comienzo de la calle estaba el pilar de la Pila y en el otro extremo, a muy pocos metros, el pilar de la Placeta que permitían con muy poco esfuerzo refrescar la calle con un riego abundante. Por eso la hora de sentarse al fresco los que vivían en esa calle era mucho más temprana. Casi antes de ponerse el sol muchas mujeres regaban su puerta y se sentaban al fresco y los hombres se iban sumando cuando llegaban de su trabajo. Pero en esta calle no se sentaban en grupos, como en la Solana, sino que cada vecino se sentaba en la puerta de su casa y si al ponerse el sol pasabas por 153


la calle en un trayecto de poco más de cien metros tenías que saludar más de veinte veces. Porque si pasabas y no saludabas las vecinas te lo reprochaban con frases como: “Mira que buenas tardes se le han caído al niño”, “Niño esa es la educación que te dan” o “Así pasan los burros por mí puerta”. Y si uno pasaba dando, por ejemplo, las buenas tardes tenías que irlas repitiendo cada diez o doce pasos y no era raro oír un “Ejú que niño más cumplío”. Al saludar, desde el centro de la calle, a los que estaban sentados en una puerta los que se hallaban tres metros más adelante, al otro lado de la calle, no se daban por saludados y no solo te soltaban un “oye que te debo para que a mí no me saludes” sino que en la primera ocasión que veían a tu madre le daban las quejas porque pasaste sin saludar. Esa calle formaba, normalmente, parte de nuestro itinerario al regresar por la tarde de la era y a uno de mis hermanos no le gustaba pasar por ella, por el tema de los saludos, y prefería que volviéramos por la era de la Loma que aunque la distancia era un poco mayor no te encontrabas a esa hora gente sentada al fresco. Pero en esta calle no se sentaban en grupos, como en la Solana, sino que cada vecino se sentaba en la puerta de su casa y si al ponerse el sol pasabas por la calle en un trayecto de poco más de cien metros tenías que saludar más de veinte veces. Porque si pasabas y no saludabas las vecinas te lo reprochaban con frases como: “Mira que buenas tardes se le han caído al niño”, “Niño esa es la educación que te dan” o “Así pasan los burros por mí puerta”.

Novelas por entregas En los años cuarenta fue una costumbre muy extendida en Cogollos el alquiler de novelas por entregas que leían, generalmente las mujeres, reunidas en grupo por las tardes al sol en los días fríos o a la sombra de las casas y buscando zonas donde corriera un poco aire en los atardeceres calurosos. Un día a la semana venía de Granada un señor que traía las novelas que la gente alquilaba, pero cada semana solamente traía un fascículo de la novela que resultaba ser un verdadero culebrón casi interminable. El procedimiento no tenía ninguna complicación y además era muy fácil de sufragar por las lectoras ya que no tenían que desembolsar de una sola 154 Recuerdos de infancia


vez el importe de la novela ni correr el riesgo de gastar una cantidad de dinero en la adquisición de un libro que si no les gustaban iban a dejar de leer a las pocas páginas. El día que llegaba el señor de las novelas recorría el pueblo pregonando sus novelas por entregas seguido del título de las novelas que traía. Cada vez solía traer unos pocos fascículos con el primer capítulo de las novelas nuevas y de las que ya tenía contratadas el fascículo siguiente al último dejado al lector o lectora. Cuando alguna persona, animada por los comentarios de quienes estaban leyendo una novela, se animaba a leerla se la pedía al señor y a la semana siguiente le traía el primer fascículo. Siempre el primer fascículo era más caro porque era como si lo comprara en propiedad. En las semanas siguientes cambiaba el fascículo ya leído por el siguiente abonando sólo un real o dos, una peseta era cuatro reales. Si cuando llevaba leídos algunos fascículos la novela dejaba de interesarle, por el mismo precio, podía cambiar el fascículo que tenías por el primero de otra novela distinta. En la parte baja de la solana se reunían unas cuantas mujeres formando un grupo de lectura de esas novelas por entregas. El reunirse en grupo para leer las novelas se debía a dos razones diferentes. Por un lado pagaban el fascículo semanal entre todas las que componían el grupo ahorrándose unas perras y por otro lado, y era el más importante para ellas, porque casi ninguna sabía leer y en el grupo había una persona que leía bien, la María de Tomás Jiménez, y ella hacía la lectura para todo el grupo, de ese modo hasta las que no sabían leer podían seguir el desarrollo de la novela. El grupo de la Solana lo formaban, según se les conocía, la Antoñica Talero, la Frasquita Garrido, la Josefica Daniel, la María de Tomas, la mujer de Campana y la Helena Castillo. Este grupo se reunía a partir de media tarde, la hora dependía de que, por la época del año, se apeteciera tomar el sol o buscar algo de fresco. El punto de reunión era siempre junto al pretil de la calle frente a la casa de la María de Tomas, la lectora del grupo. Durante las reuniones siempre hacían algunas labores como coser, hacer punto, croché u otras labores. Cuando se encontraba reunido todo el grupo rezaban el rosario y después se leían las páginas del fascículo previstas para ese día. El número de páginas leídas cada día dependía de las que tuviera 155


el fascículo para tenerlo leído todo cuando volviera el señor que los traía y tener lectura todos los días. En la segunda mitad de la década de los cuarenta estuvo emitiendo una emisora de radio una radionovela de guerra espacial llamada Diego Valor en la que Marte atacaba a la Tierra y Diego valor que era el comandante de la fuerzas terrestres siempre se enfrentaba al Jefe de los marcianos, llamado Senro. Senro continuamente lanzaba amenazas de muerte a los terrícolas si no se rendían. Los efectos sonoros con múltiples disparos y explosiones daban la sensación de estarse librando una gran batalla. En las tardes que hacía buen tiempo llevábamos a mi hermano Antonio a la terraza de la casilla para que se distrajera más que sentado a la puerta de la casa porque desde allí dominaba más paisaje, por el Camino Ancho veía pasar más personas que por la Solana y en el verano estaba más fresco. Un día cuando estaba escuchando la radionovela se la ocurrió tratar de asustar a las mujeres del grupo de lectura para ver como reaccionaban. Como los episodios de la radionovela tenían una duración de una hora esperó a que terminaran de rezar el rosario y cuando comenzaron con la lectura del fascículo de su novela orientó el altavoz de la radio, que tendría unas ocho pulgadas de diámetro hacia donde estaban reunidas las mujeres y continuó escuchando la radio con un volumen bajo. Al llegar uno de los momentos en que el marciano Senro lanzaba sus amenazas que repetía varias veces daba a la radio todo su volumen para que fuera bien oído por el grupo de mujeres que estaba a unos treinta metros de la radio que no podían ver porque la tapaba el tejado de nuestro pajar. Al oír las mujeres al marciano entre un estruendo de disparos y explosiones de bombas gritar varias veces, arrastrando mucho las sílabas “Tieeerrrrra, quieerrrro rrrendición total, si no rrreeendición morrrirrréis todos” Comenzaron a gritar ¡Ay Dios mío! ¡Otra vez guerra! ¡Y ahora por que! y cogiendo cada una su silla corrieron a refugiarse cada una a su casa. Mi hermano quitó volumen a la radio y no volvió a repetir la broma ese día para no exponerse a que mi madre colocara la radio fuera de su alcance. Aunque de vez en cuando no se podía resistir y repetía la broma.

Los desfarfollos 156 Recuerdos de infancia


Los desfarfollos, o esfarfollos, del maíz, como se decía en cogollero, era otro de los actos en los que se acostumbraban a reunir algunos jóvenes de ambos sexos en función del grado de permisibilidad que esperaban que tuvieran los dueños del maíz. Cuando se cosechaba el maíz se llevaba a la casa y allí se limpiaban las panochas (mazorcas) quitándoseles las farfollas u hojas que las rodean totalmente o si después se pensaba hacer hilos, grades grupos de panochas que se colgaban en los clavos de techo, se les dejaba dos hojas opuestas que se enrollaban, sujetando cada una de esas hojas con una mano y haciendo girar la panocha, como una campana, para enrollarlas se anudaban en el extremo para que formaran como un asa de la panocha. En estas reuniones además de dar una ayuda al dueño del maíz realizando esa tarea tenían el aliciente de que aquel que se encontraba una panocha roja podía dar un abrazo a quien quisiera de los presentes. Esa libertad era el aliciente que atraía a los jóvenes para que se citaran en una casa cuando habían cortado un maíz y había desfarfollo con la esperanza de encontrar una panocha “colora” o que la encontrara alguien del sexo opuesto que pudiera elegirlo a él como destinatario de su premio. Pero si la dueña del maíz, que era quien a veces no permitía esas libertades, no permitía que se llevara a cabo esa costumbre la asistencia de jóvenes al desfarfollo era nula y no recibía ayuda para realizar esa tarea. Algunas veces cuando se terminaba el desfarfollo se escogían las farfollas más blancas para secarlas al sol y con ellas rellenar colchones o cambiar las que llevaban tiempo en el colchón. Era frecuente poner en las camas, a pesar del ruido que hacía al moverse, un colchón relleno de farfollas y encima otro de lana o de borra según las posibilidades de cada uno aunque, por desgracia, también había quien solo podía tener el colchón lleno con farfollas o lo que todavía es peor relleno con paja. La matanza Hacer la matanza era una de las costumbres más generalizadas en el pueblo, pero más que una costumbre era un recurso de supervivencia porque era para bastantes familias, en aquellos tiempos difíciles, casi los únicos productos cárnicos que podrían consumir durante el año siguiente y además

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era una buena solución para preparar las meriendas que se llevaban al campo durante la aceituna y otros trabajos hasta que se agotaban. Eran muy pocas las familias que no hacían matanza aunque fuera de un cerdo pequeño porque durante el año lo iban criando a base de hierbas y desperdicios como cáscaras de patatas que se amasaban con un poco de harinilla o pienso a base de una mezcla de semillas molidas entre las que predominaba la cebada. La matanza se podía considerar como una fiesta o un ritual pero eran unos días de mucho trajín desde que se empezaba con los preparativos unos días antes del elegido para realizarla. Había que traer las aulagas o los piornos para calentar el agua necesaria, comprar los mazos de tripas para la longaniza, las especias, los hilos para atar las morcillas etc. que llamaban el testamento, y preparar la mesa, la caldera, el camal, las cañas, las cebollas, pimientos y todo lo necesario para luego hacer las morcillas, longaniza, chorizo etc. porque, aunque eran días fríos, al no existir los frigoríficos, no se podían conservar las carnes muchos días. El día antes se pelaban y se cocían las cebollas para las morcillas, los pimientos rojos para la longaniza y los ajos. Se llenaba de agua la caldera y dejaba preparada la lumbre a falta de acercarle la cerilla encendida por la mañana. En cuanto llegaban los primeros fríos por todas las calles del pueblo se extendía el olor a cebolla cocida típico de las matanzas. El día elegido muy temprano se encendía el fuego para que cuando llegara el matarife el agua estuviera bien caliente a punto de hervir y como la aulaga arde rápidamente había que estar continuamente atizando el fuego y alimentándolo con más aulagas. El sacrificio del cerdo, que normalmente se hacía en la calle, era la parte más complicada porque se necesitaba mucha fuerza para subir al animal a la mesa y sujetarlo porque pateaba e incluso podía morder. Para no resultar heridos el matarife le ata la trompa con una cuerda y los hombres lo sujetan fuertemente sobre la mesa. La matancera de rodillas en el suelo junto a un lebrillo recoge y mueve sin cesar la sangre que ve cayendo al lebrillo para que las plaquetas se aglutinaran en una masa filamentosa, que llaman las madejas, y la sangre no se coagulara y se pudiera usar para hacer las morcillas. Si había 158 Recuerdos de infancia


un niño pequeño le mandaban dar vueltas al rabo del cochino diciéndole que así salía una morcilla más. Una vez que ha muerto el cochino se someta a una limpieza rigurosa en la que primero se la quita el pelo echándole agua hirviendo y raspándolo con unas cucharetas de hierro, parecidas a una castañuela. Las patas se introducen en un puchero con agua hirviendo para ablandar las pezuñas que se le arrancan con el gancho que tiene la cuchareta. Después el cochino se afeita todo para hacer desaparecer cualquier pelo o trozo de piel que pudiera quedarle y finalmente mientras se lava se va frotando con una piedra de esperón. Terminada la limpieza el matarife, con gran maestría, raja las patas traseras, cerca de las pezuñas, dejando al descubierto los tendones entre los que introduce el camal para colgarlo. Los hombres trasladan al cerdo hasta donde va a ser colgado y con una cuerda atada al camal lo cuelgan, generalmente de una viga, y el matarife procede a abrirlo en canal y después de retirar con cuidado la vesícula le extrae las vísceras que dejan caer sobre una criba cubierta por un trapo limpio. Lavan el interior del cerdo con agua fría, le ponen unas cañas para mantenerlo abierto y después de tomar las muestras que debe analizar el veterinario, el matarife se marcha hasta el día siguiente que volverá para descuartizarlo. Rápidamente meten en canastas protegidas con tela los intestinos y estómago del cerdo, los mazos de tripas comprados, ajos, limones los hilos para atar las mocillas y todo lo que van a necesitar y se van a limpiarlos a una fuente, Las preferidas eran la fuente Téllez, Catacena o la Finca del Cura que era donde iba mi familia . Durante el lavado de las tripas que duraba hasta bien entrada la tarde se pasaba mucho frio por lo que no era raro que con la comida se llevara vino. De pequeño a mí me gustaba mucho ir con las matanceras cuando iban a lavar las tripas a la Finca del Cura porque cerca de la acequia, donde las lavaban, había unos nogales y mientras ellas limpiaban las tripas yo me entretenía rebuscando en las lindes las nueces que habían quedado sin coger que no eran pocas.

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Al regresar las mujeres se dedicaban a preparar la masa para las morcillas que generalmente no se llenaban hasta el día siguiente. Las morcillas se llenaban con unos embudos especiales y una vez atadas se dejaban en un lebrillo hasta que estaban todas llenas y se iban introducían en la caldera, con agua que se había calentado mientras se llenaban, para que hirvieran un rato y al sangre coagulara. Las morcillas, ya cocidas, se sacaban de la caldera con cuidado de no romperlas y se volvían a colocar en el lebrillo para que se enfríen un poco antes de ponerlas ensartadas en cañas para su secado y conservación. Las primeras morcillas se consumían ese mismo día calentitas nada más salir de la caldera. Cuando al día siguiente del sacrificio del cerdo el matarife lo descuartizaba se salaban las piezas que se iban a conservar en sal como jamones, tocinos y otras y las demás se preparaban para conservarlas en manteca después de haberla tenido un tiempo entre la masa de la longaniza para que les sirvieran de adobo. Por eso se debía preparar pronto la masa de la longaniza picando en la máquina la carne que al descuartizar el cochino se iba a destinar a ese embutido que muchas veces se aumentaban con la carne de una paletilla o carne comprada para ello en una carnicería y en algunas matanzas a la carne del cerdo empleada para la longaniza se le añadía la carne de una cabra. Cuando estaba hecha la masa de la longaniza mezclando la carne picada con el pimiento rojo preparado y todos los demás componentes, era costumbre freír una poca cantidad de esa masa en una sartén para comprobar si se debía añadir más cantidad de sal o de otro componente. Si la prueba resultaba satisfactoria se utilizaba como adobo para el lomo y las costillas, que se enterraban en esa masa hasta el día siguiente que se llenaba la longaniza usando la máquina de picar la carne sin la cuchilla y un embudo apropiado. La longaniza, como las morcillas, se colocaba en cañas que se colgaban en la cámara para que se orearan, lo suficiente, para cortarlas en trozos y freírlas un poco para que se conservaran en manteca en orzas u ollas grandes. Los lomos y las costillas se partían en trozos que se mareaban, freírlas un poco, por separado y se ponían en ollas grandes u orzas pequeñas y al terminar de marear todos los trozos se cubrían con el aceite usado para freírlas que al enfriarse se solidificaba convirtiéndose en manteca y se conservaba bien muchos meses. 160 Recuerdos de infancia


Las conservas Las necesidad de realizar conservas de los productos, que se obtenían con los cultivos agrícolas, era una consecuencia de la situación económica y de la falta de una comunicación lo suficientemente fluida para que llegaran con regularidad determinados productos aunque por su precio no pudieran estar al alcance de todos. Ello ocasionaba que al planificar la siembra de aquellos cultivos que eran susceptibles de poder ser conservados, para consumirlos fuera de temporada, se realizara una siembra mayor para hubiera un excedente del consumo normal, durante el tiempo de producción, y que se pudiera conservar parte de la producción para poder disponer de ella en cualquier otra época del año. Eran bastantes los productos que se conservaban y los procedimientos usados para su conservación por lo que sólo voy a referirme a los más generalizados. Las frutas, generalmente, se conservaban al natural, sin preparación especial, simplemente atadas por el rabo con esparto, tomiza o hilo de cáñamo y se unían en ramos, que llamaban hilos, que eran colgados en las vigas del techo que estaban llenas de clavos por ambos lados con esa finalidad. Aunque se deshidrataran algo se mantenían en buenas condiciones de consumo durante algunos meses. De esta forma se conservaban tomates de pera, membrillos, granadas, uvas y hasta melones. Naturalmente los melones, por su peso, no se colgaban del rabo sino que se les colgaba sujetos de una forma especial llamada vencejo. Con los membrillos además de colgarlos al natural del techo se hacía carne de membrillo, conserva que por requerir bastante azúcar resultaba más cara pero se conservaba durante mucho tiempo más. Las sandias colocadas sobre el trigo se podían conservar algún tiempo pero rara vez más de un par de meses si no se cortaban muy maduras. Los higos se podían conservar muchos meses pasándolos al sol y luego se consumían así o, picados con la máquina de picar la carne, hechos pan de higo al que se podía añadir almendras, o nueces y había quien le gustaba 161


ponerle un poco de anís. El pan de higo se podía conservar perfectamente más de un año. Los pimientos se hacían ristras atravesados por el rabo con un hilo de cáñamo y se colgaban al sol para que se secaran y una vez secos podían durar un año. Los pimientos así conservados se usaban en las matanzas para la longaniza y el adobo del lomo y costillas. Durante el resto del año se usaban como condimento para remojones, potajes y hasta como aliño de algunas gachas sobre todo los picantes. Pero la conserva reina era la del tomate que se hacía en gran cantidad y se conservaba en botellas de cristal. Una vez pelados y limpios los tomates se picaban y se mezclaban con un conservante en polvo que venía en sobrecitos. Se llenaban en las botellas dejando vacío casi todo el cuello de la botella para poner una capa de aceite. Luego se ataba el tapón con hilo de cáñamo para que al hervirlas durante unos minutos en una caldera con agua no se saliera el tapón y se derramara el tomate. Otra forma de conservarlos era poner el conservante después de llenar de tomate la botella y cubrirlo todo con un centímetro de aceite antes de taparlo herméticamente. También era frecuente conservarlos pasados al sol y una vez secos eran un buen aliño para comidas como los potajes. Las semillas de tomates pasados al sol se usaban para la siembra de la joya que luego se trasplantaba a la tierra. Las cebollas, pimientos tiernos y pepinillos se ponían en vinagre para conservarlos. Las aceitunas se conservaban generalmente partidas con un mazo y puesta en maceración. Durante un tiempo se le iba cambiando el agua casi a diario hasta que el agua salía clara que era el momento de aliñarlas con el tomillo aceitunero, hinojo, sal, ajo y limón. Algunas personas además les ponían un poco laurel. Alguna aceitunas negras también se conservaban pasados al sol. Para terminar quisiera recordar algo que no es una conserva sino una elaboración casera que demuestra que la necesidad aguza el ingenio y es la miel de remolacha que algunas veces se hacía aunque en pocas casas porque no se sembraban muchas remolachas y porque requería mucho tiempo y mucha paciencia.

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Después de lavar y pelar las remolachas se picaban en rodajas finas como las patatas de freír y se ponían a hervir con muy poca agua en una caldera durante bastante tiempo sin dejar de moverlas. Cuando la remolacha llevaba mucho tiempo hirviendo se colaba con un paño el contenido de la caldera para que solo pasara el líquido, que estaba ya bastante dulce. Ese líquido se volvía a poner en otra caldera de cobre, más pequeña, para que, a fuego lento, se fuera reduciendo sin dejar de remover para evitar que se pegara. Cuando había reducido lo suficiente resultaba una miel oscura parecida a la de caña pero un poco más fluida que se llenaba en botellas de cristal para su conservación.

Los alojados y batallas de nieve. Los primeros años de la década de los cuarenta fueron unos años de muy húmedos y, casi desde que comenzaba el otoño hasta ya bien entrada la primavera, se podía decir que en casi la mitad de los días llovía o nevaba en tanta cantidad que por algunos caminos corría el agua, que se filtraba de las fincas más altas, formando regueros. En muchos lugares del término municipal brotaban fuentecillas de agua que hace años que han desaparecido. Algunas veces los días de lluvia eran tan seguidos que se convertían en verdaderos temporales de lluvia que impedían la realización de los trabajos en el campo, única fuente de ingreso de algunas familias. Eso ocasionaba que esas familias, al llevar algunos días sin ingresar ningún jornal se vieran abocadas a una situación de miseria y hambre porque con lo que iban ganando los días que trabajaban no tenían ninguna posibilidad de ahorrar para esos casos. Como cada situación necesita su solución, también a esas familias necesitadas les encontraron su solución que se podría considerar como un precedente de los comedores sociales actuales. La única diferencia con ellos es que no eran ayudas voluntarias sino obligatorias impuestas por las autoridades municipales y a las que nadie se oponía y que tenían como contraprestación la realización de algún trabajo. En Cogollos no había entonces nadie que tuviera un receptor de radio – los primeros llegaron en la segunda mitad de la década, pero había tres o cuatro vecinos que recibían todos los días el periódico y por él se conocía una predicción del tiempo con dos o tres días de anticipación. Otra forma de 163


predicción del tiempo aunque no tenía tanta precisión como la del periódica era guiarse por las predicciones, que aunque muy generalizadas publicaba para todo el año el almanaque Zaragozano, que creo que basaba sus predicciones en las cabañuelas. Además en el pueblo había unas cuantas personas muy aficionadas a la meteorología y hacían predicciones del tiempo basándose en las cabañuelas. Esas predicciones que hacían esos vecinos del pueblo, como nuestro vecino Pepe Torres, solían ser acertadas con bastante frecuencia aunque alguna vez que otra no se cumplieran porque como humanos tenían la posibilidad de equivocarse. Cuando esas predicciones anunciaban la proximidad de un temporal de lluvia o nieve, al segundo día de empezar a llover o a nevar, en el Ayuntamiento hacían un reparto de los trabajadores, que dependían únicamente de su jornal diario, entre los labradores que más tierras poseían para que les dieran trabajo mientras durase el temporal. Con esa medida se aseguraba que todas las familias que lo necesitaban pudieran disponer de un jornal diario con el que poder comer durante el temporal. Los labradores empleaban a los trabajadores adjudicados, que llamaban alojados, en trabajos que podían hacerse aunque lloviera como sacar estiércol de las cuadras, partir leña o hacer trabajos de esparto como pleita, sogas o ramales para la siega arreglar los rotos de los sacos y capachas de esparto que se usaban en la aceituna etc. Cuando el temporal era de nieve no solía estar nevando más de un día o dos pero, con frecuencia, la nieve se helaba y tardaba varios días en derretirse. Para los jóvenes y los niños mayores cada nevada y solían caer grandes nevadas con bastante frecuencia en los inviernos, era un motivo de gran alegría y no era por pensar en el refrán que dice que, año de nieves es año de bienes, sino porque disfrutaban de la nieve, como enanos, organizando en puntos estratégicos de las calles verdaderas batallas con bolas de nieve. Uno de esos campos de batalla estaba entre “El Camino Ancho” y la “Solana” y la batalla duraba mientras quedaba nieve al alcance de los combatientes. Los del Camino Ancho se refugiaban de las bolas que les lanzaban los de arriba escondiéndose detrás de las casas de Antoñico el Fraile y de la María del Sacristán y los que estaban en la Solana con solo retroceder unos metros, al estar en una posición mucho más alta, no podían ser vistos por los de abajo. 164 Recuerdos de infancia


Mis hermanos y yo, en alguna ocasión acompañados de algún amigo, desde la terraza de la casilla dominábamos la posición de los dos bandos y, mientras nos quedaba nieve en la terraza y la que podíamos alcanzar del tejado con una escalera, íbamos cambiando alternativamente de enemigo. Disparábamos nuestras bolas contra los que se escondían unas veces tras la casa de Antoñico el Fraile y otras contra los que retrocedían en la Solana para esconderse de los de abajo para obligarles a salir de su parapeto para que quedaran expuestos al bombardeo de sus rivales. En algunos momentos eran los dos bandos los que se volvían contra nosotros y nos obligaban a refugiarnos dentro de la casilla hasta que las bolas dejaban de caer en la terraza. Esas bolas que caían en la terraza nos venían bien porque nos proporcionaban alguna nieve para aumentar nuestras provisiones. Cuando nos quedábamos sin nieve, o las manos se nos quedaban demasiado heladas, nos íbamos a la casa para calentarnos rápidamente en la lumbre de la chimenea. En esos días de temporales los niños, si eran días que no había escuela, intentábamos pasarlo bien comiendo rosetas mientras jugábamos a las cartas u otros juegos de mesa, pero no siempre lo conseguíamos cuando se nos apetecía o durante todo el día porque, en muchas ocasiones, nos mandaban a majar esparto, en una gran piedra que había para eso entre nuestra casa y la de mi tío Juan de Dios, y hacer la cantidad que nos decían de ramales para la siega, que íbamos atando en madejas de 25 ramales cada una. Una vez terminada la tarea mandada ya teníamos el reto del día para nuestros juegos.

Trabajo y juegos infantiles En los primeros años de la década de los cuarenta, años del hambre, siempre que surgía la oportunidad de realizar algún trabajo por insignificante que pareciera había que aprovecharlo y cada miembro de una familia, incluidos los niños, tenía que aportar lo que podía a la economía familiar. Esa era la causa que ocasionaba que muchos padres en cuanto sus hijos llegaban a los diez u once años los quitaran de la escuela para ponerlos a trabajar y, aunque a los niños se les pagaba poquísimo, eso era más que nada y una ayudita porque los adultos, entonces, también ganaban sueldo de miseria ya que trabajando jornadas de más de diez horas, desde que salía el sol hasta 165


que se ponía, el jornal que ganaban apenas si le llegaba para comprar una hogaza de pan blanco de estraperlo por lo que ese pan blanco, que nosotros tuvimos la suerte que no nos faltara, era el gran ausente en la gran mayoría de las mesas de la localidad. Eran muy pocos los habitantes de Cogollos que no tuvieran al menos una cabra o un cochino y algunas gallinas. Por eso si el padre iba a trabajar al campo se llevaba al hijo en cuanto podía cuidar de la cabra o el cochino mientras él trabajaba. Al mismo tiempo mientras la cabra o el cochino comían el niño podía ir cogiendo alguna hierba si tenían conejos. Otros niños ayudaban al padre en su trabajo en determinadas épocas y tareas del campo como limpiando de ramón los troncos de los olivos o juntándolo en tiempo de la tala, en la recogida de la aceituna, que siempre lo ponían a recoger las aceitunas salpicadas, y en los veranos como trillero en las eras y a veces hasta arrancando cultivos como las lentejas, yeros o garbanzos. También se les encargaba vigilar que mientras el padre regaba algún sembrado para que no le cortaran el agua, coger los higos y otros trabajos adecuados para su edad. Las niñas ayudaban a sus madres en los trabajos de casa, cuidando de sus hermanos menores o trabajaban como niñeras con otras familias pero a muchas también las llevaban a la aceituna. A pesar de las horas que se pasaban en la escuela y los trabajillos que nos mandaban hacer por las tardes o los que hacían todo el día aquellos que ya no iban a la escuela, siempre teníamos tiempo para reunirnos a jugar en la calle. Los niños de la Solana nos reuníamos al atardecer para jugar en un ensanche de la zona más alta de la calle que formaba como una pequeña placeta entre las casas de los Ruanos, la de mi abuela y la del Pincho. Aunque en algunos de los juegos que practicábamos era frecuente usar cierta brutalidad como en la chilindrina, el marro o el látigo. Luego practicábamos otros juegos como chilla la rata, las cuatro esquinas, cucaña, policías y ladrones, cortahílos, tú la llevas, el uno, la pídola, el churro pico trezna, pillapilla, a la ratonera etc. que requerían movimiento y rapidez pero No eran violentos o tenían muy poca violencia.

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Cuando estábamos pocos o nos encontrábamos más cansados nos entreteníamos con juegos y juguetes que nos hacíamos nosotros como los barrenos, las canicas, tragabolas y carreras con una rueda conducida con un gancho de alambre o hacíamos concursos de puntería con tirachinas, escopetas de caña, trabucos o dardos. Los días de lluvia, nieve o con mucho frio que no se podía jugar en la calle se venían a nuestra casa algunos niños y nos entreteníamos jugando al parchís, la oca, a las damas, al ratón y al gato en el tablero del ajedrez o al domino. En otras ocasiones con una baraja jugábamos a la chilina, ronda, tute o las siete y media. Para ayudarnos a pasar la tarde algunas veces mi madre solía hacer un lebrillo de rosetas y nos comíamos hasta los tostones. Al finalizar estos recuerdos intentaré describir como eran algunos de aquellos juegos que practicábamos tanto en los recreos de la escuela como en nuestras reuniones vespertinas que en la actualidad han desaparecido. Entonces la separación de sexos era norma obligatoria en todos sitios, en la escuela, en los juegos y hasta en la iglesia, donde las mujeres tenían que estar en la parte cercana al altar y los hombres y los niños en la parte baja como decía el cura “las faldas arriba y los calzones abajo” orden que se cumplía en sentido metafórico porque si se hubiera cumplido en su sentido literal menuda se hubiera armado en la Iglesia. Esa separación de sexos ocasionaba una rivalidad grande entre niñas y niños sobre todo a la hora de disputarnos los espacios para los juegos. Por eso cuando las niñas, por ejemplo, llegaban primero a la placeta y se ponían a saltar a la comba o a jugar a la rueda al llegar los niños comenzáramos a jugar a algo que les molestara mucho buscando que se fueran y nos dejaran todo el espacio a nosotros. Era la ley del más fuerte. En otoño, en mi casa, a los niños nos mandaban más trabajillos que en otras épocas principalmente desde que comenzaban a madurar las hortalizas y los higos. Porque a pesar de que casi nunca teníamos que buscar hierva para los conejos, ya que comían del verde de maíz que se llevaba para los mulos había que ir solos o acompañando a un mayor a la planta, casi todos las tardes, para recoger tomates, pimientos, pepinos u otras cosas. Por las mañanas mientras duraban las vacaciones nos mandaban a por higos, con mil recomendaciones para que tuviéramos cuidado de no subir, en la higuera, muy altos porque nos podíamos caer, que no subiéramos en las ramas finas porque 167


se podían partir, que los cogiéramos bien maduros no fuéramos a venir con higos hinchones y toda una larga letanía de consejos. Y pensaba yo que, si tantos peligros podíamos correr, ¿Por qué nos mandaban solos en lugar de ir los mayores a cogerlos o, al menos, venir con nosotros?. Mi abuela Modesta era una persona que no podía pasar sin los higos recién cogidos y el día que por alguna razón no le llevábamos por la mañana su cestita de higos nos mandaba llamar, con el primero que pasaba por la calle, y al llegar nos decía: “Niño, bonico ¿Por qué no vas a la Canal y me traes unos poquitos de higos? Y, claro, aquello no era una pregunta era una orden irrefutable y no quedaba otra solución que “montarse en la cesta”, ir a la Huerta de la Canal y volver con la cesta llena de higos lo más pronto posible porque los estaba esperando la abuela y porque el sol estaba ya calentando bastante y el roce de las hojas de la higuera en la piel escocía bastante. Al llegar con los higos siempre se metía la mano en la faltriquera y nos daba un par de perras gordas diciendo “toma y cómprate caramelos”. Pero el trabajo de ir por los higos y el escozor del roce de las hojas se podía dar por bien empleado solo por ver a mi abuela comer higos. Se sentaba en una silla bajita, que tenía para coser, con la cesta de los higos a su lado y una navajilla en la mano. Uno a uno iba cogiendo los higos para con la navaja darle un corte por el pezón, de forma que quedaba colgando de la piel y tirando suavemente despegaba una tira de piel. El resto de piel lo separaba en tres veces y sin mirar si el higo estaba habitado o no de un solo vacado se los comía. La piel que quedaba entera abierta en forma de una cruz con los cuatro brazos casi milimétricamente iguales la ponía en el suelo con la parte interior para abajo. Con todos los higos repetía el mismo proceso y ponía las pieles cada una encima de la anterior formando una pila que algunas veces pasaba de los veinte centímetros y casi llegaba a la altura del asiento de la silla. Y si se miraba a la cesta daba miedo ver el rebajón que habían dado los higos. Lo más curioso es que nunca oí decir que tanto higo le hubiera producido algún problema digestivo. No solo teníamos las mañanas dedicadas a coger higos para comer sino que también, porque había varias higueras grandes había que coger para pasar y para que el o los cochinos comieran. Todos los años pasábamos muchos higos y esa era una tarea que teníamos que hacer casi en exclusiva los niños,

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quizá por lo entretenida que era, pero no nos resultaba pesada una vez que los higos estaban en la casa, lo malo era cogerlos y llevarlos hasta la casa. Como teníamos varias higueras cada día recogíamos un canasto y una cesta o dos y al llegar a casa se apartaban unos pocos para comerlos y con los mejores de los que quedaban rellenábamos los huecos delos paseros. El resto se les daba de comida a los animales. Para pasar los higos usábamos como paseros las cribas, que poníamos al sol en la azotea sobre unos palos y, además, unos metros de cañizo colocado sobre la uralita que cubría parte de la azotea que era donde más les daba el sol y no estorbaban nada. Primero los colocábamos con el pezón hacia arriba, bien ordenados para aprovechar mejor toda la superficie de los paseros y cada dos o tres días se la daba la vuelta para que se fueran pasando por todos los lados. Esa operación de darle la vuelta era una de mis preferidas porque siempre había higos que les salía por el culo una gota de miel tan concentrada que parecían gelatina y estaba muy dulce por lo que iban directamente a la boca. Cuando veíamos que los higos estaban suficientemente pasados se ponían en una canasta, o en bolsas, hasta que llegaba el tiempo de hacer el pan de higo y el sitio que quedaba vacío en los paseros se rellenaba con nuevos higos. El problema que presentaba la colocación de los higos en el pasero, darles la vuelta y retirar los pasados lo ocasionaban las innumerables avispas y algunas abejas que acudían buscando la miel que soltaban los higos que obligaba a estar más pendiente de ellas que de los higos si no querías terminar aspado vivo. Para evitar las avispas el manipulado de los higos en los paseros había que hacerlo antes de que el sol comenzara a calentar los panales de las avispas y salieran de ellos en busca de su comida. Normalmente los higos pasados los comíamos muy poco y casi todos los que pasábamos terminaban hechos pan de higo que aunque se hacía mucho casi nunca llegaba a la Semana Santa porque al pan de higo –según la expresión cogollero- le metíamos mucha mano. Era entre finales de octubre y primeros días de noviembre cuando se hacía el pan de higo que era una de las últimas conservas que hacíamos porque habla que esperar a que se recogieran los nueces y las almendras que se añadían a los higos.. Fiestas 169


Los cogolleros, en general, éramos bastante religiosos sin llegar a ser un pueblo de beatos como decían de nosotros los Güejeros. Aunque no sé qué pensar pues, si nos comparamos con ellos, se podría decir que éramos casi como los cartujos o los franciscanos. Ellos según se decía cortaron la cabeza a su patrón san Juan, porque no podía pasar en la procesión por debajo de una morera que había en la plaza. Tenían tanta devoción a su patrón que, antes de dar un pequeño rodeo con las andas o cortar la rama de la morera, prefirieron cortar la cabeza del santo. Para ello alegaron que la rama echaba moras y la cabeza del santo no producía nada. Esa religiosidad ocasionaba una gran participación en las misas y todos los actos que se celebraban no solo los domingos y días de festivos sin en otras ocasiones que no eran días de precepto como las que a continuación citaré algunas. En los domingos del mes de mayo, de madrugada, se rezaba o mejor dicho se cantaba, con una gran participación de los vecinos, un rosario de la aurora que hacía el mismo recorrido que las procesiones y al terminar comenzaba la primera misa. Era una misa temprana para que los labradores pudieran oír misa antes de ir a trabajar. Cuando se producían largos temporales de lluvia o nieve o cuando se presentaban largos periodos de sequía casi todo el pueblo salía diariamente en rogativa pidiendo a Dios que cesara la lluvia o la nieve o que enviara la lluvia necesaria si era un periodo de sequía. El día de san Marcos se llevaba el santo en procesión hasta la Era de la Loma, que por eso también se llama era de san Marcos, para bendecir los campos y las cosechas. Se les hacía una novena a san José, san Antonio, san Marcos y a la Virgen de los Dolores y en su día se les sacaba en procesión por la tarde. A san Antonio como era el patrón del pueblo se la hacían tres días de fiesta y los mayordomos encargados de organizarla traían un predicador para la misa, columpios, banda de música y castillo de fuegos artificiales. Después de la misa de medio día la música daba un concierto en la plaza de la iglesia que muchas personas aprovechaban para bailar. Al anochecer el día del santo organizaban un baile, unas veces los mayordomos y otras veces alguna persona que traía una orquesta buscando ganar unas pesetillas. Esos bailes se solían celebrar en la carretera en el patio del molino de Frasco. 170 Recuerdos de infancia


En los primeros días de octubre se celebraban tres días de fiesta en honor del Santísimo Sacramento, que se sacaba en procesión, con actos y celebraciones parecidos a los de san Antonio. Para esa procesión siempre venían otros cuatro sacerdotes que eran los que portaban las andas con el Santísimo sacramento. En algunos sitios del recorrido hacían altares en la calle y al llegar a ellos la procesión se detenía y daban la bendición con el santísimo. Las fiestas de san Antonio, patrón del pueblo, y en las fiestas de Octubre, en honor del Santísimo Sacramento duraban tres días y están precedidas de una novena. Para esos días venían columpios para los niños, banda de música y se quemaba un castillo de fuegos artificiales. El primero de los tres días comenzaban a funcionar los columpios, que habían venido unos días antes, comenzaban su venta los puestos de turrón, casi nunca más de dos y venía la música que recorría las calles tocando antes de ser alojados en las casas. Algunos años ponían un puesto de algodón y una caseta de tiro. Los columpios y los puestos se instalaban en la plaza del Llanete. Los columpios que venían los primeros años eran una noria de cuatro o seis barquillas y unas barquillas de balancín con dos barquillas y un minúsculo tío vivo. Ninguno de esos columpios se movía a motor y tenía que ser empujado por el encargado. Pero al menos tenían la ventaja de que no eran muy caros porque, en los primeros años que yo recuerdo, con dos reales, media peseta, te podías montar dos o tres veces en los columpios y comer un poco turrón. También debo decir que media peseta era el presupuesto que yo tenía los primeros años para los tres días de fiesta. A ese presupuesto siempre se añadía algo que conseguía de mi abuela o de la tía Mercedes. Ese presupuesto de fiestas que ahora parece ridículo entonces no era tanto si si tiene en cuenta que el jornal de un hombre trabajando en el campo era de cuatro pesetas. Con el paso de los años se fue notando el progreso y comenzaron a venir columpios mayores movidos a motor y uno de cadenas, las “volaeras”. Un año incluso organizaron una corrida de toros en el patio del molino de Frasco en el que los espectadores estaban ubicados en tablas de andamio puestas sobre los atrojes de la aceituna. Muchos años después vino un circo, que permaneció varios meses en Cogollos pero no pudo debutar debido a un accidente. La mayoría de los artistas venían a Cogollos en el camión subidos sobre los materiales que traían 171


para montar el circo y en el arco de Pulianas, porque estaban distraídos o porque creyeron que podrían pasar por debajo no se agacharon y tuvieron un grave accidente al chocar los cuerpos con la parte alta del arco que los barrió cayendo a la carretera por lo que sufrieron numerosas fracturas de huesos que les impidió actuar. El primer día de la fiesta por la noche, al terminar el último día de la novena, se quemaba el castillo de fuegos artificiales con cohetes, palmas reales, ruedas y el castillo, torre de dos o tres pisos que se quemaban por separado. El último elemento que se quemaba antes de la traca final era la estampa, un conjunto de ruedas y bengalas en el que, mientras ardían las ruedas y bengalas se desplegaba una estampa grande, rodeada por un marco de bengalas encendidas que la iluminaban, con la imagen de san Antonio y en las fiestas de octubre la estampa tenía una custodia. El castillo lo hacían unos coheteros que venían unos días antes de la fiesta con las mechas, bengalas, pólvora y todo lo necesario. Los primeros años después de la guerra comenzaron a hacerlo en la cueva mayor del Laero donde después vivió Tacones. Unos pocos años después no sé si sería porque tenían poco espacio en la cueva o porque ya vivía en ella Tacones comenzaron a hacerlo en el patio de uno de los molinos de aceite. El primer día de la fiesta, el día anterior al del Santo era cuando se quemaba el castillo en el Camino Ancho, ahora calle Bellavista a la altura de donde estaba el Ayuntamiento. El segundo día de la fiesta, que era el principal, comenzaba con la banda de música recorriendo el pueblo tocando diana y otras marchas. Luego se decía una misa solemne en la que tocaba la música y un predicador que traían pronunciaba un sermón. Al terminar la misa la banda de música daba un concierto en la plaza de la iglesia. En ese concierto todos los años tocaban el “Sitio de Zaragoza” y la “Boda de Luis Alonso” a petición del cura y del sargento de la Guardia Civil y eso sembró en mí la duda de si pedían todos los años lo mismo porque les gustaba mucho o sería porque no conocían el nombre de otras piezas. Ese concierto era aprovechado por parte de los asistentes para marcarse unos compases de baile. Por la tarde, la banda de música, recorría nuevamente las calles para avisar a gente que iba a salir la procesión. Durante la procesión la música tocaba marchas procesionales y al terminar la procesión daba un concierto en la plaza del Llanete antes de que comenzara el baile. 172 Recuerdos de infancia


El tercer día, se llamaba el entierro de la zorra. Por la mañana la música recorría las calles tocando y en la puerta de los mayordomos, el alcalde y algunos concejales se detenía un poco y los festejos se reducían a la plaza del Llanete con los columpios y puestos. Como los músicos no volvían a tocar hasta media tarde muchos se desperdigaban por la Huerta de la Canal y la “Joya” en busca de las cerezas en san Antonio y de los higos en octubre. El dia de los Santos. Los habitantes de Cogollos tenían una costumbre que casi se podría considerar una superstición. Muchos alimentos no se podían conseguir para hacer menús variados, por carecer de recursos económicos para comprarlos y otras veces porque en las tiendas del pueblo no los llevaban para venderlos. Por esa causa además de las comidas a base de legumbres, y patatas que se cultivaban en abundancia en el pueblo y el arroz y las pastas que se vendían con regularidad en las tiendas, era muy frecuente recurrir a platos elaborados casi exclusivamente a base de harina como las gachas, las migas y las talvinas. Y eran las talvinas el plato típico y casi siempre plato único para el almuerzo o la cena del día de Todos los Santos. Las talvinas eran gachas de harina de trigo que, a diferencia de las gachas normales con leche y las gachas “coloras” a veces picantes, llevaban como condimento matalahuva y además cuscurrones de pan frito. En la mayoría de las casas se comían directamente en la sartén donde se habían hecho después rociarlas con miel, que a veces se diluía un poco con agua para que, al estar más fluida, se extendiera mejor sobre las talvinas, y en los bordes de la sartén quedase cierta cantidad de miel donde se mojaba las cucharadas de la comida para que resultasen más agradables y fáciles de ingerir. Siempre se procuraba que quedaran unas cucharadas sin comer, o se apartaban previamente para con ellas al anochecer, sobnre la media noche, tapar con ellas las cerraduras de las puertas de los vecinos. Es obligatorio aclarar que, lo que rozaba casi lo supersticioso, era que las comidas como las gachas o las talvinas nunca se hacían en ninguna casa del pueblo en los días que había un difunto en el pueblo. Ello se debía a la firme creencia de que si ese día se hacía alguna de esas comidas el muerto acudía siempre mientras las hacían, sin que lo vieran y las movía con su “pata”. Para 173


evitar comer las gachas o las talvinas movidas por la pata del muerto nadie las quería hacer en esos días. Las Navidades y la Semana Santa se vivían de una manera muy especial

Las navidades Las navidades en nuestra casa, como en la mayoría de las familias del pueblo se parecen poco a las navidades actuales y no solo por mayor o menor disponibilidad de recursos que se disponía sino por la colaboración de todos para su preparación, la participación de la familia junta en los actos religiosos y la duración de su recuerdo materializada en las reservas de roscos, mantecados y bollos de aceite que se hacían en abundancia en esos días. Aparte del Belén que se montaba en la Iglesia en el que colaborábamos bastantes niños aportando musgo, piedras toscas (caliza muy porosa alguna de gran belleza) y otros elementos decorativos porque el misterio y las figuras las tenía la Iglesia, en algunas casas también se montaban pequeños Belenes. En nuestra casa, todos los años montábamos el Belén sobre una mesa grande de alas que cuando se abrían tenía un tamaño de algo más de un metro por casi dos metros. Era un Belén con un gran predominio de elementos artesanales ya que menos el misterio y los magos el resto de los componentes los hacíamos nosotros en casa o los buscábamos de materiales reciclados. Algunos de los elementos que colocábamos como los sembrados los empezábamos a preparar desde el otoño, en unas cajas de madera del tamaño de una caja de zapatos, pero con una altura de cinco o seis centímetros que pedíamos en la tienda y sembrábamos, al entrar noviembre, yeros y alpiste o cebada muy espesos, para que al ponerlos en el belén tuvieran unos pocos centímetros de altura. Como los yeros no se podían recortar, como la cebada o el alpiste, si crecían mucho, sembrábamos varias cajas con una diferencia de unos diez días en la siembra para tener distintas alturas de crecimiento donde elegir. Los pastores y las ovejas las hacíamos con arcilla roja, cogida en la cueva refugio que teníamos en el corral, que era muy pura y se modelaba muy bien. También modelábamos con arcilla caballos, bueyes, gallinas y otros 174 Recuerdos de infancia


animales. Una vez secas las figuras las teníamos varios días junto a la lumbre para que se endurecieran más. Luego metíamos en cal las ovejas para ponerlas blancas y los pastores y otras figuras las pintábamos con cal teñida con polvos de colores que vendían en la tienda para colorear la cal cuando se blanqueaba la casa. El portal, el palacio de Herodes y las casas las hacíamos con recortables pegados sobre cartón, con gacheta de harina, para que fueran más resistentes. Unos días antes del montaje del Belén íbamos a buscar musgo por la zona de la fuente Téllez que crecía mucho y bueno o en la Huerta la Canal en el Peñón de Justicia. Como allí había piedra tosca si veíamos alguna bonita nos la llevábamos para ponerlas junto a las que guardábamos de un año para otro. Como teníamos una buena colección de piedras muy decorativas, guardadas de un año para otro, con más piedras de las que podíamos colocar en nuestro Belén siempre llevábamos algunas al cura para el Belén de la Iglesia y cuando lo desmontaban decía don Faustino que nos las lleváramos para guardarlas y volvérselas a llevar al año siguiente para que allí no se perdieran. En los diez días primeros de diciembre cada año mi madre le pagaba a la Rosario la Rufina para que viniera unos días a casa a repasar nuestra ropa y los sacos de la aceituna, pro lo primero que le daba a coser era vestir los pastores que habíamos hecho de arcilla. Cuando terminaba de vestir los pastores nos pedía garbanzos y con cada garbanzo y un trocito de tela hacia una vieja u otro pastorcillo a los que solo quedaba que pintarle los ojos y la boca con una plumilla y tinta. Esos pastores hechos con garbanzos, eran más pequeños, los colocábamos junto a los de arcillas y decíamos que eran sus hijos. Otro de los preparativos para la Navidad y quizá el más importante para la supervivencia, porque la matanza que se hacía generalmente en noviembre era para casi todo el año, era la elaboración de los dulces y productos navideños como los bollos de aceite. En la elaboración de los bollos de aceite y los roscos, los de vino y los de aguardiente, solo participaba mi madre y la tía Mercedes que los hacían en el horno mientras los demás estábamos unos en la escuela y otros recogiendo aceituna. Mi madre hacía bollos dos o tres veces porque en casa comíamos muchos y porque todos los años llevaba una cesta a mis tíos a Granada y otros pocos a la dueña de las tierras que tenía arrendadas mi padre. Cuando los hacía los ponía en una orza para que se conservaban más tiempo sin ponerse 175


duros. Cuando íbamos a la aceituna con la comida ponía mi madre algunos bollos de aceite que nos comíamos por el camino al regresar por la tarde. La casa estaba llena de orzas de distinto tamaño según a lo que se destinaban, el pan y los bollos, los mantecados, la morcilla, la longaniza etc. Para los roscos y el lomo usaba unas ollas de porcelana muy grandes. En la elaboración de los mantecados si participábamos casi toda la familia sobre todo en los difíciles primeros años de la postguerra que esos “lujos” había que hacerlos si no a escondidas si al menos en la intimidad, aunque el olor de la harina tostándose delataba lo que se estaba elaborando como el olor a cebolla cocida delataba la matanza. Pero en definitiva la elaboración del mantecado era totalmente casera. Primero se tostaba la harina en un perol de cobre puesto a la lumbre y removiéndola continuamente para que se tostara por igual sin quemarse. Luego se tostaban las almendras, si se tenían de la misma forma que la harina. Una vez tostadas las almendras se partían un paco en el almirez. Seguidamente se pesaban las cantidades necesarias de manteca y azúcar para la cantidad de harina tostada y se ponía la manteca en el perol a la lumbre y una vez derretida se le añadía la almendra, la harina y el azúcar y se amasaba todo junto hasta que estaban bien mezcladas todas las cosas y la masa se veía homogénea y suficientemente compacta al apretarla, que era el momento del moldeado. En este momento comenzaba el trabajo en cadena mi madre y la Tía Mercedes ponían masa en una fuente grande y a veces sobre la mesa y con las manos las extendían y prensaban formando una especie de torta del grueso que querían el mantecado y Manolo y yo con un molde de hojalata que le hizo “Juanico el Latero”, que era el hojalatero del pueblo, uno cortaba los mantecados y el otro los iba colocando ordenados unos encima de otros para que ocuparan menos sitio en la mesa. Cuando se habían cortado una cantidad considerable se detenía la elaboración y los cuatro nos dedicábamos a envolverlos con los papeles especiales que mi madre tenía preparados. Los primeros años el papel venia en pliegos grandes y lo teníamos que cortar al tamaño necesario. Unos años después vendían el papel ya cortado y con dibujitos y flecos. Los más pequeños estaban muy pendientes de lo que hacíamos para en cuanto veían un 176 Recuerdos de infancia


mantecado que le rompía un poco cogerlo para comérselo diciendo éste no sirve, se ha roto. Los mantecados liados eran introducidos en una orza que se guardaba en la alacena de la derecha de la chimenea junto a la del pan y la olla de los roscos. El proceso de prensado de la masa, corte y liados del mantecado se iba repitiendo hasta que se terminaba toda la masa preparada. Durante todo el proceso era el único día, o mejor dicho las únicas horas del año que teníamos todos buffet libre para la cata del mantecado, hasta los mirones. Después de algunas catas cuando cogíamos otro nos daban un toque de atención que no pasaba de decirnos ¿Otro? ¡Chiquillo que te vas a poner malo! En una fuente dejaba mi madre algunos mantecados sin envolver y cuando nos acostábamos los envolvía ella con un papel distinto. Eran los que preparaba para que nos los trajeran los Reyes y que no supiéramos que eran los que unas pocas noches antes habíamos hecho nosotros. Porque en los primeros años cuarenta los Reyes también tenían poco presupuesto y con suerte traían algo de material escolar y dulces generalmente caseros, pero aun así se esperaban con tanta o más ilusión que ahora. Poco a poco cuando la situación se fue normalizando empezaron a traer entre su cargamento algunos juguetes como peponas para las niñas y para los niños caballitos de cartón pegados a una tablita con ruedas, que no te podías acercar a la boca porque se te quedaba en los labios toda la pintura del caballo, coches de hojalata que rodaban muy bien pero solo podías jugar con ellos en la casa porque todas las calles estaban empedradas y sin aceras. Pero la verdad era que tampoco echábamos en falta los juguetes muy sofisticados porque nos divertíamos de lo lindo con los que nosotros nos hacíamos y empezamos a disfrutar mientras los hacíamos y después jugando con ellos. Además nos estimulaba la imaginación por la competencia con los amigos para conseguir que nuestro juguete fuera el mejor de todos o el más bonito. Al estar la Navidad en plena campaña de recogida de aceituna a no ser que el estado del tiempo lo impidiera todos los días se trabajaba, porque llovía con mucha frecuencia y la lluvia interrumpía la recogida. Como no había grandes fardos ni maquinaria como ahora la recogida era muy lenta y había 177


años de mucha lluvia que se prolongaba casi hasta abril. Pero los días grandes como Navidad, Año Nuevo y Reyes la jornada se terminaba antes que el resto de los días y era costumbre llevar una garrafa de vino para el almuerzo y para, al cesar el trabajo casi a media tarde, hacer el camino de vuelta más contentos y calentitos. Si durante el regreso los que habían dado de mano, cesado, antes en el trabajo veían alguna cuadrilla que aún estaba trabajando les daban cuquidos y se metían con ellos tirándoles indirectas contra su rendimiento y la actuación del dueño y diciéndoles ¡Ahí va la zorra! que en el argot laboral cogollero era similar al de ¡Os hemos mojado la oreja! Esos días toda la familia se vestía bien para cenar y después de la cena ir a la Misa del Gallo el día de Navidad y a la Misa que se decía al anochecer la víspera de Año Nuevo. A la salida de esas misas los mayores y los niños se iban a casa pero los jóvenes se iban en pandilla, de casa en casa de los componentes de la pandilla, cantando villancicos por las calles y cada uno, al llegar a su casa, invitaba a todos a una copa o dos de anís y dulces de Navidad con la peculiaridad de que sacaba la botella de anís y solamente una copa o dos y todos tenían que beber en la misma copa. Si el tiempo estaba bueno para ir a la aceituna la ronda se interrumpía de madrugada para descansar, al menos, dos o tres horas antes de irse al trabajo, pero si por el estado del tiempo no se podía ir a trabajar la ronda se alargaba hasta después de haber amanecido cuando a algunos tenían que llevarlos entre varios a su casa. En los últimos años de la década de los cuarenta el día de Año Nuevo era uno de los pocos días del año que en Cogollos se organizaba un baile con orquesta. A pesar del frio y que se hacía al aire libre en el patio del molino de Frasco, en la carretera, al baile iban casi todos los mozuelos del pueblo y muchas personas casadas. Perdón ese mozuelos está tomado con el sentido gramatical comprensivo y generalizador del masculino que se refiere a los dos sexos, no vaya alguien a pensar que era un baile de “gais” aunque, en algunos casos que las mozuelas no querían bailar con los que le pedían un baile y se ponían a bailar dos juntas. Eso ocasionaba que los dos rechazados formaran una pareja y bailaran juntos dos mozuelos, en el sentido exclusivista que ahora se da al masculino, y se dedicaran a molestar a las parejas formadas por dos mozuelas principalmente a la formada por las dos féminas que los habían 178 Recuerdos de infancia


rechazado. Las personas casadas que iban al baile lo hacían con la doble intención de pasarlo bien bailando y además vigilar, controlar o llevar la cesta, como se decía a sus hijas asistentes al baile. También se acostumbraba a organizar bailes pequeños amenizados a base de instrumentos de cuerda y a veces con un acordeón en casas particulares con motivos como el haber terminado la recolección de la aceituna, era la fiesta del “remate” o menos frecuentes por haber terminado el desfarfollo del maíz, un cumpleaños o causas así. Esos pequeños bailes se hacían en la casa del que lo organizaba por lo que solo podían participar, por falta de espacio, la familia o unos pocos amigos invitados. En algunos de estos bailes contrataban un acordeón. El día de Año nuevo después de la misa de las doce muchas personas se iban dando un paseo hasta la carretera para presenciar la competición de tiro al gallo que se hacía en dos modalidades o categorías tiro con escopeta y tiro con pistola. El tiro con pistola algunos años no se hacía por falta de participantes. El desarrollo del concurso era muy simple. Un vecino colgaba un gallo por las patas, con la cabeza hacia abajo, en uno de los almendros del pie del Tajo a la altura de la Vaguilla de Juan y desde la era de Pedro Ruano, al otro lado de la carretera se organizaba el tiro. Con las escopetas siempre se disparaba a mayor distancia, que con las pistolas, y el cartucho tenía que estar cargado con postas no podía llevar perdigones. El dueño del gallo fijaba el precio de cada disparo y los concursantes, previo pago de su importe hacían por turno sus disparos. El premio consistía en que el participante que hacía blanco en el gallo se quedaba con él. No era necesario que el gallo resultara muerto por el disparo, bastaba con que resultara herido y sangrara aunque solo fuera una gota de sangre. El concurso se daba por finalizado en cuanto resultaban muertos o heridos todos los gallos disponibles para la competición. Alguna vez ocurrió que la puntería de los tiradores era muy fina y el concurso terminara pronto por falta de gallos a menos que alguno de los presentes se ofreciera a ir a su corral a por un gallo, para que continuara el concurso, confiando en que empeorara la puntería de los tiradores y poder obtener con su gallo una sustanciosa ganancia. 179


Semana santa. Aunque en los pueblos limítrofes decían que los cogolleros en general eran muy beatos, sin embargo, o quizá por eso, durante los años cuarenta y primeros cincuenta parece que se consideraba al pueblo casi como tierra de misiones. Todos los años cuando se acercaba la Semana Santa venían unos misioneros, casi siempre Jesuitas de la facultad de teología de Cartuja, y organizaban durante unos días una serie de actividades misioneras con niños por la mañana y primeras horas de la tarde y con jóvenes y mayores a partir de media tarde. Para los niños organizaban catequesis, enseñaban canciones, propias de la Semana Santa y organizaban juegos. Para los mayores también organizaban catequesis de adultos, les enseñaban canciones y organizaban coloquios en las horas de la tarde. Luego al anochecer, después de cenar, cuando pudían asistir las personas que habían estado trabajando daban un sermón preparatorio para la Semana Santa y hacían el Viacrucis dentro del templo. El Domingo de ramos en la misa de las doce se hacia la procesión de los ramos en iglesia y salía dando una vuelta a la plaza. Junto con el olivo que siempre había labradores que lo llevaban en abundancia se bendecían las palmas que la hermandad del Santísimo llevaba para sus miembros. Después los miembros de la hermandad colocaban la palma en el balcón o en una ventana grande donde permanecía todo el año. Muchas palmas antes de colocarlas en el balcón las adornaban haciendo con sus hojas muchos elementos decorativos. A ese trabajo de decorar la palma le llamaban labrarla o rizarla. En mi casa, el tiempo que mi padre fue de la hermandad siempre rizaban la palma entre mi madre y la tía Mercedes. Algunas veces que le hacían en el centro una especie de jarrón enrollando una especie de pleita hecha con hojas de la palma sin arrancar les ayudaba mi hermano Manolo haciendo esa pleita. Para labrar la palma siempre tenían que arrancarle algunas hojas y con ellas nos hacían a los niños cruces, acordeones y lagartos. De esos 180 Recuerdos de infancia


elementos a los niños los que más nos gustaban eran los lagartos porque metiéndoles un dedo en la boca y tirando de la cola al estirarse el lagarto se apretaba al dedo y parecía que mordía. En los días grandes de la Semana Santa dedicaban unas horas a confesar y participaban en los oficios religiosos de esos días que se desarrollaban con gran solemnidad. En las celbraciones del Jueves Santo, el Sermón de las Siete Palabras de la tarde del Viernes Santo y la Misa de Resurrección del Sábado Santo por la noche la afluencia de fieles era tan grande que muchos tenían que quedarse en la puerta sin poder entrar. En cada uno de esos tres días en los Oficios los misioneros predicaban unos sermones que firmaría el mejor de los oradores y el Viernes Santo salía una procesión en la que desfilaban todas las imágenes de Semana Santa que había en la iglesia. En primer lugar iba Nuestro Padre Jesús, una imagen de vestir de un Nazareno, luego seguía el paso de Cristo Crucificado a continuación desfilaba la Virgen Chica, que es una imagen de vestir de la Virgen de los Dolores al pie de la cruz, se la llama la Virgen Chica porque es más pequeña que la otra imagen de la Virgen que hay en la iglesia. y a esa Virgen seguía el Santo Entierro con la imagen de Cristo Yacente en una urna con los laterales de cristal. Detrás de este paso iban las tres Marías y desfilaba la compañía de soldados romanos. Cerrando la procesión desfilaba el paso de la Virgen de la Soledad que también era otra imagen de vestir de la Virgen con mato negro. Esta imagen volvía a prosesionar con manto blanco el Domingo de Resurrección. Entre las cosas características de la procesión del Viernes Santo están la colecta que se hacía, para la cera de las hermandades, entre las personas que en la plaza estaban esperando la salida de los pasos con la cantinela de “hermanos y hermanas alumbrad a nuestro Padre Jesús” o a nuestra Madre de la Soledad o a la imagen de la hermandad del hermano que hacia la colecta. Otra característica era que en aquel tiempo, mientras en casi todos los sitios las hermandades tenían que pagar a los costaleros para llevar los pasos, en Cogollos eran los que querían hacer de costaleros de un paso quienes pagan para poderlos llevarlo. Para ello las túnicas, que vestían los costaleros de cada paso, eran subastadas en la puerta de la iglesia un poco antes de salir la procesión y los que más dinero ofrecían le entregaban las túnicas y eran los únicos costaleros de ese paso durante toda la procesión. 181


Había una costumbre que, no sé si continuará en la actualidad o se habrá moderado algo. En la misa de Resurrección todo el mundo iba a la iglesia llevando cencerros, almireces, tapaderas de ollas y cuanto podían para hacer ruido y en el momento que el sacerdote iniciaba el rezo o el canto del “Gloria”, que se suponía era el momento de la Resurrección, no podía ni terminar la primera palabra. Antes que el sacerdote terminara de decir “Glo” comenzaba un estruendo de todos los elementos de percusión llevados y la iglesia parecía que se iba a venir abajo. Algunos hasta llevaban piedras para golpear con ellas los bancos. Que las campanas comenzaran a repicar como locas a veces girando tan rápidas que solo emitían un zumbido, porque el badajo no llegaba a golpear la campana, o que en la plaza tiraran petardos y dispararan salvas de escopeta era una muestra de alegría por la Resurrección de Cristo pero lo que ocurría dentro de la iglesia creo que se pasaba de la raya. Al día siguiente era raro el año que no había que mandar un banco a la carpintería, y la fachada de la iglesia mostraba, por los petardos lanzados contra ella, más lunares negros que un vestido de gitana. Un año, hasta el badajo de la campana se soltó y fue a caer a un tejado casi al borde de la calle. El Domingo de Resurrección después de la misa se sacaba la procesión que la gente llamaba de los tiros. Se posesionaba un el Niño Jesús representando a Jesús Resucitado y a la Virgen, ahora vestida de blanco. Cada imagen hacía la primera parte del recorrido por distintas calles. La Virgen seguía el recorrido de todas las procesiones por Lacalle de la Pila y el Niño procesionaba por la calle de la iglesia y la calle la umbría para encontrarse los dos pasos en la Umbría baja junto al pilar. A la salida de los pasos de la iglesia eran saludados con salvas de las escopetas cohetes y algunos petardos, pero en el momento del encuentro de los dos pasos era apoteósico. Allí estaban esperando ese momento un gran número de cazadores en dos filas, una en el borde de la Umbría Alta y otros un poco más abajo en un rellano que había ante una puerta que acceso a la primera planta de la casa de Simón el barbero.

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En el momento de colocar una imagen frente a la otra era como la orden de fuego a discreción, las escopetas comenzaban a disparar como en una competición para ver la que disparaba más rápido y el ruido de los disparos de las escopetas, el de los petardos explotados contra el suelo y los cohetes dejaban pequeño al toque de gloria de la noche anterior en la iglesia. Las personas, congregadas allí para presenciar el encuentro, saltaban continuamente al impactarle en las piernas los chinos de los petardos y el humo de los disparos de las escopetas y de los petardos hacían el aire irrespirable y se agarraba intensamente a la garganta. Cuando la procesión se volvía a organizar y continuaba su recorrido, los escopeteros, cambiaban su ubicación para esperar la procesión en el Camino Ancho unos en la plazoleta de la entrada de la casa de Pepe Torres y la mayoría en la del Ayuntamiento. En estas nuevas posiciones volvían a repetir las salvas al pasar la procesión pero ya con menos intensidad. Había años que a los escopeteros de la puerta del Ayuntamiento se unía algún tirador con pistola que también disparaba algunas salvas. Al llegar la procesión al Llanete todos los años Bastián animaba la celebración derramando varias cajas de petardos en la acera que había delante 183


de su casa y con un pisón de los que se usaban para clavar las piedras de los empedrados los iba explotando de uno en uno o varios a la vez según el pisón iba aplastándolos.

LOS BAUTISMOS Los bautismos lo mismo que las bodas tampoco se solían celebrar, salvo en muy contadas ocasiones y la madre no asistía a la iglesia. El niño lo llevaba a la iglesia la madrina acompañada del padrino, el padre y algunos familiares, vecinos o amigos que daba la sensación de que asistían a la ceremonia solamente para reírse de la cara que ponía el niño al ponerle la sal en la boca, que algunos pedían al cura le echara mucha para que no fuera malasombra, o si lloraba al echarle el agua y contestar “volo” cuando el cura preguntaba en latín si quería bautizarse, aunque dudo que aparte del cura alguien supiera lo que significaba la palabra volo, pero la verdad es que de la ceremonia del bautismo eran esas cosas únicamente de lo que después se hablaba. Siempre había algunos niños jugando en la plaza y otros acudían enterados del bautizo y al salir la comitiva era rodeada por los niños pidiendo al padrino que les echara unas monedas a roña gritando repetidamente “Eche usted padrino y no lo gaste en vino”. Si el padrino se hacía de rogar, antes de lanzarles un puñado de monedas, el grito era cambiado por otro con un sentido casi de maldición: ¡Roña! ¡Roña pura! ¡Que se muera el compadre y la criatura! Con ese grito era más probable que consiguieran unas monedas. Casi siempre el padrino del bautismo como el compadre de las bodas cuando pagaban al cura el estipendio correspondiente solían dejarle unas monedas, muy pocas, para los monaguillos para que no tuvieran que competir con los niños de la plaza para conseguir alguna moneda de las arrojadas por el padrino como roña. Las bodas. En cogollos durante los años cuarenta muchas parejas de novios en lugar de casarse por la Iglesia se fugaban, durante unos días, para lo que cada una alegaba distintas razones. Las más usadas eran ahorrarse los gastos de la 184 Recuerdos de infancia


boda o la oposición de los padres de uno de ellos a que se casara con la otra persona. La fuga se realizaba generalmente durante la noche o por a madrugada y la noticia se extendía en el pueblo con rapidez ,por el procedimiento del boca a boca, con dos frases invariables según la relación de parentesco o amistad que quien la transmitía tuviera con los componente de la pareja. Así mientras unos decían fulanito se ha llevado la novia, había otros para los que era fulanita quien se había ido con el novio. Pero para los efectos: Tanto monta, monta tanto. Cuando regresaban de su fuga en el pueblo ya se les consideraba que estaban casados y formalizaban el matrimonio en el juzgado. Algún tiempo después casi todos terminaban casándose por la Iglesia. Lo de ahorrarse los gastos de la boda era por poner alguna escusa porque, en realidad, la diferencia de gasto entre una forma de casarse y la otra era mínima. Aparte del gasto en ajuar personal y para la casa el único gasto que diferenciaba las dos formas de casarse era el estipendio que debían pagar en la parroquia que era muy poco, aunque pudiera ser que, ese poco, a alguna pareja si les supusiera un esfuerzo pagarlo. Tanto las parejas que directamente se casaban por la Iglesia como las que se casaban después de la fuga la costumbre era invitar a la boda a todo el pueblo. Eso lo podían hacer porque en ninguna boda se hacía celebración ni se invitaba a nada a los asistentes. La costumbre de celebrar las bodas con una comida o un simple refrigerio se introdujo ya bien entrada la década de los cincuenta y no todas las parejas lo hacían. La inexistencia de gasto para convidar a los asistentes era la razón de que se pudiera invitar a todo el pueblo con la esperanza de que ese día el templo estuviera lo más concurrido posible. Las invitaciones tampoco les costaban nada a la pareja porque las hacían personalmente y de palabra el día antes. La costumbre era recorrer el pueblo de casa en casa juntos los dos novios o cada uno por separado acompañado de una persona amiga o familiar diciendo: ¡Que mañana me caso! Que vengáis o nos gustaría que vinierais.

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Luego al salir de la boda, mientras los asistentes hacían sus comentarios en la plaza, los recién casados desaparecían y, por el medio que tuvieran previsto, se iban de viaje a directamente a su casa los que no pensaban ir de viaje. Cuando alguno de los componentes de la pareja que se había casado era viudo, al anochecer, iban hasta la puerta de su casa muchas personas del pueblo con cencerros, campanillas, almireces o lo que tuvieran para hacer ruido y les daban una larga cencerrada que duraba hasta altas horas de la madrugada. Si al salir de la iglesia se iban de viaje la cencerrada se aplazaba a la primera noche que pasaban en el pueblo después del viaje. La ceremonia de la boda tenía un ritual prácticamente igual que el actual si exceptuamos lo que la gente llamaba el amarre de los contrayentes que hace mucho tiempo dejo de realizarse. Ese amarre consistía en que, desde el Santus de la misa hasta algo después de la Consagración, los monaguillos cubrían a los contrayentes con un paño humeral colocado sobre la cabeza del novio y los hombros de la novia, supongo que para no despeinarla, de forma que los extremos del paño cayeran por los laterales de la pareja. Ese paño cubría a los novios casi hasta la cintura. Sobre el paño humeral se colocaba un cíngulo que, doblado por el centro, caía un un par de palmos entre los novios y los extremos del cíngulo con sus borlas se dejaban caer colgando sobre los hombros del lado exterior de la pareja. Ese rito significaba que la pareja quedaba unida mediante el matrimonio. Siendo monaguillo, de todas las bodas que asistí, hubo una boda que me dejó un recuerdo especial porque se celebró al segundo intento. María, una de las trabajadoras que tenían mis tíos en el matadero, que era hija de Manuel el de la Luz como se llamaba al encargado que tenía la Sevillana en Cogollos se puso novia con un dependiente que tenían mis tíos en la tienda de la Granvia que se llamaba Gonzalo. Cuando decidieron casarse, la tarde antes como era la costumbre, los dos recorrieron el pueblo de casa en casa invitando para asistir a su boda. Al terminar de invitar Gonzalo se marchó a Granada para regresar al día siguiente, antes de la boda, en un taxi que los esperaría para llevárselos a Granada al salir de la iglesia. 186 Recuerdos de infancia


María, vestida de novia, esperaba en su casa la llegada de Gonzalo como tenían acordado. Pero cuando llegó la hora de salir para la iglesia Gonzalo no había llegado todavía y, pensando que hubiera tenido algún problema con el taxi, decidieron irse para la iglesia y esperar allí la llegada del novio porque era en la plaza donde el taxi lo dejaría. Pero el tiempo fue transcurriendo y la novia, que esperaba en el altar con los padrinos, comenzó a ser presa de los nervios viendo que del novio no había señal alguna ni siquiera la más mínima noticia. Los nervios de la novia, poco a poco, comenzaron a apoderarse de los familiares y entre los asistentes comenzaron los cuchicheos. Finalmente cansados de esperar inútilmente la llegada del novio llorando y avergonzada María se vio obligada a abandonar la iglesia y volver a su casa. Gonzalo, que hasta entonces había sido una persona seria y formal, la había dejado plantada en el altar el día de su boda ante la gran concurrencia de invitados que llenaba la iglesia. Cualquiera puede imaginar el estado de ánimo de María y su familia que estaba siendo hazmerreir del pueblo. Pero Gonzalo había prometido casarse y tres días después apareció en Cogollos dispuesto a casarse si María lo perdonaba. La culpa de todo había sido como se canta en María de la O por el maldito parné. Gonzalo como dependiente en la tienda de mis tíos no llegaría a seiscientas pesetas lo que ganaba al mes y cuando terminaba su trabajo en la tienda se dedicaba a vender jamones y chacinas por los bares y algunos clientes de la tienda. El día antes de la boda, o quizá mejor de la no boda, cuando después de haber acompañado a su novia en el recorrido por el pueblo invitando para la boda, al llegar a Granada se encontró con un cliente que quería comprarle una importante cantidad de jamones con los que podía obtener una ganancia aproximada de tres mil pesetas. El inconveniente estaba en que tenía que entregar los jamones en Alicante al día siguiente, y ese era el día de su boda. Él pensó que, si dejaba pasar aquella oportunidad, al no hacer aquella venta iba a perder lo que tardaría casi medio año en ganar en la tienda, sin posibilidad de hacer la venta unos días después. Casarse, en cambio, sí podía hacerlo unos días después cuando regresara de Alicante. Por eso tomó la decisión de a llevar los jamones donde le habían dicho.

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Pasó casi toda la noche preparando los jamones y buscando un vehículo para llevarlos y al día siguiente al comprador en lugar de ir a Cogollos a casarse. Al amanecer se fue a Alicante con el cargamento de jamones sin poder avisar a su novia del cambio de planes porque en Cogollos no había ningún telefono. Al regreso de Alicante fue a buscar a María dispuesto a casarse y de cómo fue recibido no se comentó nada, pero se puede imaginar. Al final cuando conocieron el motivo de su ausencia y vieron la suculenta ganancia obtenida no llegó la sangre al rio y celebraron el casamiento tres días después de la fecha prevista. Naturalmente Gonzalo tuvo que quedarse en Cogollos hasta que se celebró la boda para evitar que en Granada pudiera encontrar otro buen cliente. Con el dinero ganado en la venta de los jamones y los ahorrillos que tenía Gonzalo, al poco tiempo, puso una pequeña tienda de comestibles para que María la atendiera mientras él seguía de dependiente en la tienda de mis tíos. Unos años después se despidió de la tienda de mis tíos para atender su tienda y yo deje de verlo. Sin embargo casi cuarenta años después encontré a Gonzalo en la puerta de su tienda. La verdad es que fue Gonzalo quien me encontró a mi cuando yo salía de casa de mi hija Chari que entonces vivía justo en la casa que había frente a su tienda. Al pasar delante de él me conoció y me saludó, de no haberme saludado habría pasado junto a él sin reconocerlo porque estaba muy cambiado y yo no sabía que aquella tienda era la suya. El continuaba vendiendo comestibles como en su juventud y maría dijo que estaba en la casa cuidando un nieto. En el tiempo que mi hija continuó viviendo en aquella calle nos vimos varias veces. A pesar del mal comienzo de su matrimonio continuaban juntos y, según él, felices cuando en el pueblo a la vista del incidente de la boda pocos hubieran apostado por la duración de aquel matrimonio.

. ESPIRITUS Y APARICIONES 188 Recuerdos de infancia


El Tío Camuñas y el Tío Sequias En cogollos circulaban varias leyendas sobre fantasmas, apariciones, o espíritus que, aunque nunca se supo que hubieran hecho directamente daño físico a alguna persona, solían dar sustos de muerte que ponían al asustado al borde del infarto o le producían lesiones, indirectamente, por la caída sufrida al intentar huir, precipitadamente, del lugar donde recibía el susto. Entre esos seres fantasmales, espíritus o aparecidos como se les quiera llamar estaban los llamados tío Sequias, tío Camuñas y Frasquito Sandunga. Además en determinadas épocas, sobre todo en las largas de invierno, corría por el pueblo la noticia de la existencia de un fantasma, una pantasma decía la mayoría de la gente, que recorría tal o cual calle a determinada hora. Con el paso de los días se descubría que el fantasma era uno de los vecinos del pueblo que recorría las calles, disfrazado de fantasma, unas veces por el simple placer de asustar a quien lo viera, y otras veces, que pudieran ser la mayoría, para que a la hora de la aparición no pasara nadie por las calles, donde aparecía el fantasma, para él poder ir por ellas, sin ser descubierto, a sus citas ocultas generalmente de carácter amoroso. espíritus o almas en pena que habitaban en la iglesia. El Camuñas en el piso bajo de la torre, y el Sequias en el nicho de Nuestro Padre Jesús detrás de la imagen, pero que se iba muchas veces a la torre con el Camuñas y cuando se juntaban los dos era cuando daban los mayores sustos. Ese piso era oscuro porque no tenía ventana ni luz eléctrica. Solamente recibía un poco de claridad procedente de la iglesia cuando estaba abierta la puerta de entrada a la torre y además estaba encendida la luz de la capilla de la Virgen del Rosario por donde estaba la entrada a la torre. La ventana más baja, que tenía la torre, estaba en el segundo piso y desde ella no llegaba ninguna claridad a la planta baja. En ese piso de la torre, que servía también como almacén, se guardaban apiladas muchas cosas como el catafalco que se ponía en los funerales en el centro de la iglesia, las andas de las procesiones, maceteros, candelabros y otros objetos de la iglesia. La escasa claridad que llegaba desde la iglesia, por la puerta de entrada a la torre, y las cosas almacenadas daban a la estancia el aspecto lúgubre apropiado para hacer más verosímil las historias que se contaban de esos personajes.

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La cuerda atada al badajo de la campana, con la que se daban desde abajo los toques para las misas y otros actos de la parroquia, bajaba por un agujero abierto casi en el centro del suelo de cada planta al espacio que quedaba libre de objetos almacenados de la planta baja pero sin llegar al suelo. Cuando entraba aire por la ventana de la segunda y tercera planta al estar sin apoyo en el suelo la soga oscilaba y su posición iba cambiando mucho. Cuando el cura mandaba a un monaguillo a dar un toque de campana las luces de la iglesia solían estar apagadas, porque se encendían después de dar el último toque antes de la misa, y la iglesia solo tenía la tenue luz de la lamparilla del Santísimo y la de las ánimas, dos lamparillas de aceite que estaban permanentemente encendidas pero de su pobre luz no llegaba nada a la torre. Para cruzar la iglesia la luz de las lamparillas era suficiente para no tropezar con un banco o una silla pero, al entrar en la torre, la oscuridad era total. Eso te obligaba a ir avanzando, poco a poco, con los pies arrastrando por el suelo para no tropezar con ninguna de las cosas que allí había y a ir con los brazos abiertos, como jugando a la gallina ciega, buscando la soga que por culpa de las oscilaciones no se sabía dónde podría estar. Si ya habías entrado con recelo, por lo que contaban del tío Camuñas, y, mientras buscabas a oscuras, la soga movida por el aire te tocaba en alguna parte del cuerpo lo primero que pensabas era que uno de los dos espíritus, que allí vivían, había tropezado contigo o intentado cogerte y se te cortaba la respiración, un escalofrío te recorría la columna y la sangre se te helaba. En cuanto lograbas atrapar la cuerda dabas un toque corto y salías huyendo hacia la sacristía con la velocidad del rayo o como alma que se lleva el Diablo (expresión muy cogollera). Cuando llegabas a la sacristía estabas casi a punto de necesitar una lavandera para que remediara lo que el susto pasado pudiera haber afectado a tu pantalón. Algo parecido pasaba cuando había que subir a la torre para repicar las campanas que, aunque nunca subía uno solo, el ir en grupo algunas veces era peor. Para subir a la torre, como la planta baja estaba completamente a oscuras y en la primera no había ventana, siempre se subía con un cabo o dos de vela encendidos para evitar caer por el hueco de la escalera que no tenía 190 Recuerdos de infancia


pasamanos. Esos cabos de vela, encendidos, siempre los llevaban los mayores que subían corriendo, para coger los mejores sitios para repicar. Los más pequeños tenían que hacer un gran esfuerzo para no quedarse atrás y sin luz al menos antes de llegar a la segunda planta que ya tenía ventana porque casi siempre al pasar frente a las ventanas el viento apagaba los cabos de vela Al llegar a la última planta, donde estaban las campanas, se dejaban los cabos de vela que hubieran llegado encendidos en el rincón que daba menos el aire para que no se apagaran y evitar tener que bajar a oscuras. Siempre debía quedarse uno pendiente de las velas para que si alguna se apagaba encenderla antes que se apagaran todas. Al terminar de repicar se volvían a coger las velas para bajar con luz al llegar a las plantas bajas. En la bajada había más peligro de caer por el hueco de la escalera, sin pasamanos, porque se bajaba más rápido. Lo normal era bajar pegados a la pared con una mano rozando la pared, porque si te separabas de ella podías caer por el hueco, y la otra mano cogida al hombro del que bajaba delante para que no te dejara atrás cosa que no siempre se conseguía. A pesar de todo, los mayores, más rápidos, bajaban delante con las velas y los pequeños poco a poco se iban quedando descolgados del grupo. Las velas nunca llegaban abajo encendidas unas veces porque al pasar frente a las ventanas el viento las apagaba y otras porque, en el último tramo de la escalera, alguno de los mayores las apagaban soplándoles. Por una causa o por otra era rarísima la vez que se bajaran todos los pisos con alguna vela encendida. Al quedarse sin luz los mayores gritaban ¡Corred! ¡Corred antes que venga el tío Camuñas! Y apresuraban su bajada. Los más pequeños para bajar de la segunda planta a la primera y a la planta baja, ya sin luz, tardaban más tiempo. Y ese tiempo lo aprovechaban los mayores para cerrar la puerta de salida a la iglesia y dejarlos encerrados en la torre a merced del Tío Camuñas cuya presencia, al apagar las velas, los mayores habían recordado para suscitar el miedo de los pequeños. Al llegar a la planta baja los pequeños tenían que buscar a oscuras la puerta de salida y cada vez que tropezaban entre ellos el miedo aumentaba creyendo que era el misterioso habitante de la torre. 191


Algunas veces, los mayores, no se conformaban con tenerlos unos minutos encerrados sino que una de ellos se escondía detrás del catafalco o entre las cosas, allí almacenadas, y comenzaba a hacer ruidos para causar más miedo, si era posible, a los incautos encerrados. Cuando, los que cerraron la puerta, consideraban que la broma ya era suficiente les abrían la puerta, y huían corriendo antes de que el cura viendo que, desde que cesó el repique, era excesiva la tardanza en bajar se le ocurriera ir a ver por qué no bajaban y descubriera su travesura. En cuanto los encerrados notaban la escasa claridad, que entraba por la puerta abierta, salían huyendo apelotonados, tropezando unos con otros y no empezaban a recobrar el resuello hasta encontrarse, en la plaza, libres de los temores del Camuñas.

Frasquito Sandunga era otro de los espíritus que aparecían y desaparecían en Cogollos o, al menos, eso contaban los mayores del pueblo como mi tío Juan de Dios no sé si para asustarnos o para mantener viva su leyenda. Este al contrario de los dos anteriores no vivía en la iglesia pero erraba por los alrededores de ella y sus apariciones siempre sucedían en la plaza de la iglesia o sus alrededores. Donde más se le veía era sentado en la puerta de José el Campanero. Mi tío nos contaba tres de las apariciones de este personaje una de ellas decía que le había sucedido a él. Según mi tío , una noche lluviosa y oscura, volvía de la casa de su hermano Tomás y al pasar por la plaza vio un hombre sentado en la puerta del campanero a pesar de la lluvia que estaba cayendo. Él se acercó para ver si le pasaba algo y le preguntó que le pasaba para estar allí, a media noche, sentado bajo la lluvia, con peligro de ponerse enfermo, en lugar de irse a su casa y ponerse al resguardo del agua que estaba cayendo. Aquel desconocido le contestó, con voz muy ronca, que siguiera su camino y lo dejara tranquilo porque él ya no tenía casa ni se podía poner enfermo. Al terminar de hablar desapareció misteriosamente sin que mi tío pudiera explicarse la misteriosa desaparición. Por más que miró hacia la plaza 192 Recuerdos de infancia


y las tres calles que salen de aquel punto no se veía por ningún lado el menor rastro de él. En otra ocasión nos contaba que, todas las noches, el sacristán iba a la iglesia a las doce para dar con la campana el toque que llamaban de ánimas. El toque de ánimas tenía por finalidad recordad a los que lo sintieran que rezaran una oración por las almas del Purgatorio. Una noche, el sacristán, se quedó dormido y se despertó minutos antes de la hora de dar ese toque y fue corriendo a la iglesia para tratar de llegar a dar el toque con puntualidad. Cuando estaba llegando a la plaza vio que, en la puerta de José el Campanero, había un hombre sentado que le parecía que no era del pueblo, aunque no podía verle la cara, porque estaba vestido con una ropa muy antigua. Aquel hombre la preguntó dónde iba con tanta prisa que llegaba casi sin poder respirar. El sacristán le contesto que iba a dar el toque de ánimas que solo faltaban dos o tres minutos para la hora que tenía que comenzar a darlo y no quería retrasarse. El desconocido le dijo que no se preocupara, que ya no le daba tiempo de entrar a la iglesia y llegar a la torre, que se volviera a su casa porque él daría el toque desde allí. Sin levantarse del escalón de la puerta donde estaba sentado, al otro lado de la plaza, levanto una pierna que fue creciendo hasta llegar a lo alto de la torre y con el tacón del zapato fue golpeando la campana del reloj, que era la que estaba en ese lateral de la torre, y dio el toque de ánimas como solía darlo el sacristán. Al terminar de dar el toque desapareció. El sacristán, al ver aquello, se fue a su casa como le dijo el aparecido y era tal el miedo pasado que se metió en la cama, al llegar a su casa, y no salió de ella hasta que a los pocos día murió, decían que por el miedo pasado. La otra aparición de frasquito Sandunga que contaba mi tío fue a otro vecino de Cogollos, que no recuerdo como dijo que le decían. Este hombre pasaba por la plaza de la iglesia casi a la hora que el sacristán daba el toque de ánimas y pensó esperar al sacristán, si no faltaba mucho para el toque de ánimas, y después del toque irse juntos a sus casas porque los dos vivían en la misma calle. Sacó su reloj de bolsillo, miró la hora que era y, a continuación, miro el reloj de la torre para ver si su reloj estaba bien. Nada más levantar la vista 193


hacia la torre para ver la hora le hablo un hombre, situado a su lado, vestido con un traje negro muy antiguo. No se explicaba cómo había podido llegar junto a él sin sentirlo a pesar del silencio que había a aquella hora de la noche. El aparecido le dijo que no mirara al reloj de la torre porque iba adelantado pero que él lo iba a poner en hora. Entonces levantó un bazo que a medida que se levantaba se iba estirando hasta llegar al reloj y con la mano tiró del minutero y lo retrasó diez minutos. Exactamente los minutos que el reloj de la torre tenía de adelanto respecto al reloj del vecino de Cogollos. Al terminar de retrasar la hora el desconocido dijo: Ahora el reloj está bien y desapareció misteriosamente como había aparecido sin que el cogollero pudiera explicárselo. Cuando aparecieron los dibujos animados del inspector Gagcher, hace unos años, yo pensé muchas veces si estarían inspirados en la leyenda del tío Frasquito Sandunga por la forma de alargar los brazos y las piernas.

Las Ánimas En cogollos se tenía, no sé si continuará en la actualidad, una devoción muy especial a la Animas Benditas. Almas del purgatorio que habían fallecido con alguna promesa sin cumplir y decían que se aparecían a personas de su familia o a amistades para que cumplirán por ellas la promesa que les faltaba que cumplir. Como consecuencia de esa devoción, en la iglesia, se mantenía permanentemente encendida una lámpara de aceite en honor de las Ánimas, igual que se mantiene encendida la lámpara del Santísimo, y cada noche se daba un toque de campana, llamado toque de Ánimas, para que al oír ese toque las personas se acordaran de ellas y rezaran una oración por esas almas del Purgatorio. Para que siempre hubiera aceite disponible para esa lámpara había algunos labradores que donaban olivos para las Ánimas. Esos olivos se cultivaban igual que los demás de la finca y al llegar la recolección su aceituna se recogía aparte y se pesaba. Aunque se molía, junto a las demás, se calculaba el aceite que correspondía a la aceituna dada por el o los olivos de las Ánimas y 194 Recuerdos de infancia


ese aceite se llevaba a la iglesia para la lámpara que se mantenía per4manentemente encendida en honor a ellas. Había una finca de olivos que llamaban el olivar de las Ánimas porque en él estaban reunidos casi todos los olivos donados a las Ánimas por aquellas personas que carecían de olivos en propiedad. Quien quería donar un olivo para las ánimas lo comunicaba a los encargados del culto de las Ánimas y ellos valoraban el olivo donado que el donante pagaba al dueño del olivar. Ese olivo donado dejaba de pertenecer al dueño de la finca y pasaba a ser olivo de las Ánimas. El dueño de la finca continuaba cultivando el olivo pero su producción se destinaba al aceite de la lámpara de las Ánimas. En el pueblo existía la creencia de que todas las noches a las doce en punto las Animas Benditas salían en procesión por las calles del pueblo y solamente eran vistas por aquellos que se habían acostado sin cenar. Esa creencia era la motivación que usaban los padres para obligar a los niños a cenar cuando no querían. La argumentación era sencillamente: Tienes que cenar porque, si te acuestas sin cenar, esta noche vas a ver la procesión de las Ánimas. Yo no podría afirmar si era verdad que salía la citada procesión o que, por acostarme obsesionado por temor a que fuera verdad, las veía en sueños. Pero si puedo asegurar que más de una noche que me acosté sin cenar, al poco de dormirme, me había despertado pidiendo a gritos a mi madre que me diera de comer, para que se fueran los esqueletos de las Animas que estaban, alrededor de mi cama, dando vueltas en procesión.

MONAGUIILO EN COGOLLOS En Cogollos, los domingos, el cura decía dos misas. Una más temprana, a las ocho de la mañana, para que los labradores, en tiempo de recolección o cuando tuvieran labores urgentes que realizar en el campo, pudieran oír misa antes de irse a realizar sus trabajos. La otra misa se decía a las doce de la mañana, que algunas personas llamaban la misa de los ricos porque a ella iban principalmente, además de los niños que entonces nos llevaban en fila desde la escuela, las amas de casa y las personas que no tenían que ir a trabajar. 195


Aparte de esas dos misas del domingo había una misa diaria que comenzaba a las diez de la mañana y a la que iban algunas personas mayores principalmente mujeres. En las misas de diario el cura se encontraba solo, sin monaguillos porque a esa hora ya estaban en la escuela y solo, si Antoñico Fraile que era el sacristán no podía ir, cuando se trataba de una misa de boda o funeral, el maestro daba permiso a dos de los monaguillos para que no fueran a la escuela hasta que terminaran de ayudar esas misas. Pero en las dos misas de los domingos siempre había monaguillos para ayudar en la celebración. Bueno sería mejor decir casi siempre porque, en la misa temprana, alguna vez se encontró el cura sin monaguillo como el día de mi debut. Quizá por esa posibilidad de llegar tarde a clase algunos días, aunque fueran pocos, o porque, a esa edad, casi todos los niños soñábamos con poder subir a la torre para repicar o, aunque fuera simplemente, tocar la campana desde el piso bajo de la torre, pese al temor de una aparición del famoso Tío Camuñas, fue por lo que, desde los ocho o nueve años, yo deseaba ser monaguillo y, continuamente, insistía a mi madre que hablara con el cura para que me admitiera para ello. Por eso, cuando mi madre me dilo que el cura había aceptado que empezara a ir como monaguillo, sentí tanta alegría que la mejor forma que encontré de expresarla fue explotar la gran vejiga que tenía colgada en una viga de la cocina. Aquella vejiga era para mí el mejor de mis tesoros porque era la de una de las primeras vacas que tuvo mi padre y la tuvieron que sacrificar por causa de una herida, que se hizo al dar una coz a un arado. Yo soñaba que llegara el domingo para poder debutar como monaguillo y la noche del sábado anterior, en cuanto terminé de cenar, me fui a la cama para poder madrugar y no llegar a la misa temprana muerto de sueño. Pero si me hubiera quedado escuchando la radio, que mi madre había comprado unos meses antes, por la mañana me hubiera levantado con el mismo sueño porque no pude conciliar el sueño en casi toda la noche. Parecía que estaba teniendo una pesadilla estando todavía despierto. Me veía saliendo a todo trapo de la torre, después de dar un toque de misa, perseguido por el Camuñas y, al momento, rodando por la iglesia porque me 196 Recuerdos de infancia


pisé la sotana de monaguillo en mi huida mientras el Tío Sequias, asomando la cabeza por encima del hombro de la imagen de nuestro Padre Jesús, se reía de mi con una carcajada que helaba la sangre en las venas. Cuando esas imágenes se desvanecían de mi mente aparecían otras similares con los esqueletos de las Ánimas de los cuerpos, que decían estaban enterrados detrás de los nichos de nuestro Padre Jesús y la Virgen Chica (como se llamaba a la Virgen de los Dolores), que salían en procesión para protestar porque su lámpara estaba apagada. Con esas imaginaciones y otras similares pasé casi toda la noche sin dormir, tapado hasta la cabeza, para no ser descubierto por aquellos seres fantasmales que mi imaginación evocaba. Cuando mi madre me llamó, para que no llegara tarde a la misa, yo me caía de sueño y me daban ganas de no ir pero terminé arreglándome y salí camino de la iglesia. Al llegar me presenté al cura que me mandó ir a dar el toque que faltaba para la misa y que, luego, me pusiera una de las sotanas que había en una percha y un roquete y esperara a que llegara alguno de los monaguillos veteranos. Que él se iba a sentar en el confesionario hasta la hora de comenzar la misa. Salí en dirección a la torre, como me dijo el cura, para dar el toque de campana y, tras cruzar muy decidido la nave central de la iglesia y la capilla de la Virgen del Rosario, llegué a la puerta de la torre. La empujé para abrirla y las bisagras dieron un agudo chirrido que debió ponerme los pelos de punta. Al abrirse la puerta me quedé petrificado. Yo había pasado algunas veces por aquel piso de la torre, al subir y bajar hasta arriba, pero porque siempre fue a una hora más tardía o porque las luces de la iglesia estaban encendidas se veía algo en aquella estancia. Sin embargo, en esta ocasión, que no había en la iglesia más que una luz encendida y las dos lamparillas de aceite, la del Santísimo y la de las Ánimas, no llegaba nada de luz y la estancia estaba en la más completa oscuridad. Para poder tocar la campana no me quedaba más remedio que ir avanzando, lentamente con los brazos extendidos para tratar de, sin tropezar, localizar la cuerda que pendía del badajo de la campana y servía para dar los toques, sin necesidad de subir al campanario.

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La cuerda bajada en caída libre los cuatro pisos de la torre y no llegaba al suelo por lo que, como entraba viento por las ventanas de los pisos altos, oscilaba y a oscuras era difícil de atrapar. En la búsqueda a ciegas de la cuerda, dando vueltas y agitando los brazos, en una de sus oscilaciones la cuerda me rozó la espalda y me produjo un escalofrío que me dejó sin respiración. Hice un giro rápido y logré atraparla. Con eso intenté tranquilizarme pensando que al menos no era el Camuñas quien me había tocado. Hasta el momento me había librado del maléfico Camuñas, que decían que habitaba en aquel recinto, y no estaba dispuesto a darle muchas facilidades para que me atrapara así que comencé a dar el toque que, por el deseo que tenía de abandonar la torre, resultó ser el más corto que se había dado en toda la historia de la parroquia. Al terminar el toque solté la cuerda y salí de allí, a toda pastilla, hacia la tenue claridad que se veía en la capilla de la Virgen del Rosario sin dejar de mirar atrás por si me seguía el Camuñas aunque, según lo que contaban de él, nunca salía de la torre hacia la iglesia. No era como el Sequias que, decían que, algunas veces salía del nicho de nuestro Padre Jesús para ir por la iglesia a visitar al Camuñas. En mi precipitada huida me llevé por delante un reclinatorio de la capilla de la Virgen del Rosario que, aunque rodó por el suelo, no me detuve para recogerlo como tampoco me había detenido a cerrar la puerta de la torre y, en la nave central, di un pequeño rodeo para no pasar ante el confesionario y que don Faustino no viera la velocidad con que corría. Al llegar a la sacristía no había llegado todavía ninguno de los monaguillos veteranos y eso me preocupó un poco. Como el cura seguía en el confesionario miré en una alacena para ver que había. Allí estaba la botella del vino, una botella de agua bendita, unos cabos de vela y unos cuantos libros bastante grandes. Por si tenía que volver a la torre cogí uno de los cabos de vela, lo metí en el bolsillo de la sotana y me senté hasta que don Faustino regresara del confesionario o llegara algún monaguillo.

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Los minutos pasaron rápido y cuando don Faustino volvió del confesionario, para revestirse y comenzar la misa, no había llegado ninguno de los monaguillos. Esta era una circunstancia con la que yo no había contado y comencé a ponerme nervioso pensando que, si me encontraba solo como monaguillo en aquella primera misa que iba a ayudar, era muy posible que me equivocara. Ayudé a don Faustino a revestirse y, al terminar, me dijo que encendiera las velas del altar, diera el toque de la una y me quedara con él que ya estaría en el altar cuando yo regresara de dar el toque. La una era un toque, de una sola campanada, que indicaba que en ese momento comenzaba la misa. Salí de la sacristía con el cerillo (cordón encerado) para hacer lo que me había mandado, lo encendí en la lámpara del Santísimo y con él encendí las dos velas del altar y el cabo de vela que llevaba en el bolsillo. Con la luz que daba el cabo de vela al llegar a la torre no tuve problema para localizar y coger la cuerda de la campana pero al tirar de ella, con la mano que me quedaba libre, no tuve fuerza suficiente para hacerla sonar. Eso me obligo a tener que usar las dos manos y el cabo de vela se me cayó al suelo apagándose. Tiré de la cuerda con todas mis fuerzas. Al sentir la campanada solté la cuerda y salí de prisa a la iglesia temeroso de que fuera a aparecer el Camuñas. Cuando yo llegue al altar ya estaba allí el cura, esperando mi llegada, para comenzar la misa porque no había venido ningún monaguillo. Yo estaba temblando. No sé si por el miedo pasado en la torre, por los nervios de verme solo en la primer misa que ayudaba, por temor a equivocarme o, quizá, por todas esas cosas juntas sentí el presentimiento de que la iba a liar y efectivamente así ocurrió. La lie y ¡de qué forma! Con la misa en latín y mis temores creo que en ningún momento fui capaz de discernir en qué punto de la misa estaba. Con todo empecé, mucho mejor de lo que esperaba, respondiendo en cada momento adecuadamente a todo lo que tenía que decir el monaguillo, cambié a su tiempo el misal del lado de la epístola al del evangelio, serví bien el vino y el agua para la consagración y ayudé al cura en el lavatorio de manos. Hasta ese momento todo me iba saliendo bien pero no podía cantar victoria porque la misa no había terminado. Creo que, ni un segundo, había perdido de vista con el rabillo del ojo a la puerta de entrada a la torre temiendo que saliera su misterioso ocupante y ese temor no dejaba que me pudiera concentrar en el desarrollo de la misa. 199


Sabía que lo siguiente que tenía que hacer era tocar la campanilla tres veces pero la mente se me había quedado en blanco y no me acordaba después de que palabras del cura, dichas en voz alta, tenía que dar los toques. Puse la campanilla junto a mí y me preparé para tocarla en cuanto el cura dijera el latinajo en voz alta. Apenas había soltado la campanilla junto a mí cuando el cura, en voz alta, dijo: “Orate fratres”. Esas palabras me sacaron de mi abstracción yo creyendo que era el momento de dar los toques di, con todas mis fuerzas, los tres toques de campanilla que correspondía dar en el Santus. Don Faustino volvió un poco la cabeza y solo me dijo: “No”. Ya había cometido mi primer error y eso me puso más nervioso, si es que eso hubiera sido posible. Me di cuenta que debía poner más atención para no volver a equivocarme. Pero seguía sin acordarme de las palabras en las que debía tocar las tres veces y cuando, unos minutos después, el cura dijo, nuevamente en voz alta el: “Sumsum corda” me pareció que era el momento de tocar y volví a dar otros tres toques que, ahora, arrancaron una carcajada en los fieles que oían la misa. Esta vez el cura volvió la cabeza, bastante mosqueado, y me dijo, realmente me gritó: “Deja la campanilla y no toques más”. Yo la solté con una rapidez que parecía que me quemaba en las manos y no me atreví a cogerla para tocarla en toda la misa, ni siquiera para la Consagración. El resto de la misa lo pasé pensando en lo que me podría pasar cuando, al terminar la misa, me encontrara a solas con el cura en la sacristía. No temía que fuera a darme un pescozón , por mi concierto de campanilla a destiempo, pero comencé a temer que, como mínimo, me diría que cogiera la puerta, no volviera más por la sacristía y me olvidara de ser monaguillo. Así que, por un momento, pensé que lo mejor que podía hacer era, al llegar a la puerta de la sacristía, apartarme cediéndole el paso, para que entrara primero y salir corriendo a mi casa sin ni siquiera entrar en la sacristía para quitarme el roquete y la sotana. Antes que él me echara me iba yo. La sotana y el roquete, que tenía puesto, ya se lo llevaría mi madre a su casa porque, también, vivía en la Solana como nosotros. Conforme se acercaba el final de la misa yo fui desistiendo de mis deseos de huida y llegue a pensar que debía explicarle, en la sacristía, lo que me 200 Recuerdos de infancia


había pasado. Pero eso era un poco difícil porque, yo, no me explicaba como pude cometer esos errores. Ya en la sacristía, sin quitarse los ornamentos, cerró la puerta y, cuando empezó a hablarme, parecía que no estaba enfadado. La regañina que yo esperaba no apareció. Simplemente me dijo que no me preocupara porque, lo que me había pasado, eran los nervios por ser el primer día y haber estado solo. Además creía que el Camuñas también tenía su parte de culpa porque me había visto mirar mucho a la torre. También me dijo que estaba seguro de que, la próxima vez, ya no estaría nervioso y no me iba a equivocar con la campanilla. Pero que me olvidara del Camuñas y el Sequias porque solo eran historias que les contaban a los niños para asustarlos como hacen, a los más pequeños, con el Coco o el Tío del Saco. Así fue como, a pesar de mi mal comienzo, empecé a ser monaguillo y continué siéndolo hasta que me fui, a Granada, para hacer el curso preparatorio para el seminario. Al año siguiente de mi debut, cuando en Semana Santa venían a Cogollos unos misioneros Jesuitas de la Facultad de Teología de Granada, Don Faustino se iba a Nivar para celebrar allí los Oficios de la Semana Santa y a mí me encargaba de enseñarle, a los misioneros, donde estaban guardados los ornamentos y cosas que necesitaban para celebrar la Semana Santa en Cogollos.

Primeras salidas a fincas lejanas. Desde los siete u ocho años, en las vacaciones y días que no había escuela, muchas veces mi padre me llevaba al campo con él cuando iba a las fincas que no estaban demasiado alejadas del pueblo y solamente pensaba estar medio día. Pero cuando iba a una finca muy alejada, o iba para todo el día, nunca decía de llevarme y, además, creo que mi madre no me hubiera dejado ir. Los primeros años yo no hacía más que entretenerme, como podía, jugando al boli que casi siempre me llevaba, intentado subirme a los árboles, buscando animales y nidos o haciendo prácticas de puntería con el tirachinas 201


contra una piedra algo grande o contra el troco de un árbol. Algunos días, si mi padre veía que estaba más aburrido, me hacía un “mercedor” (columpio) en un árbol con una soga. El primer día, que yo recuerdo que me llevó a una finca más lejana, yo tendría casi nueve años, porque mi hermano Manolo era el primer o segundo año que estaba estudiando en el Sacromonte. Mi madre ya había heredado ese año unas fincas de sus padres entre las que había dos alpie del Peñón de la Mata, una la Fuente de la Peña y otra en las Acequias, pago que también se conocía como las Lagunillas. Estas fincas no tenían olivos, y, mis padres, pensaron sembrar olivos en ellas. Un domingo decidió mi padre ir a marcar los plivos (señalar donde quería que le hicieran los hoyos para sembrar los olivos) y para que todos estuvieran a la misma distancia y bien alineados, en una soga, señaló con un nudo la distancia a la que quería separar los olivos. Para medir la distancia, con la soga, necesitaba que alguien sujetara un extremo de la soga. Manolo estaba estudiando en Granada y por eso me llevó a mí para ayudarle. Mi madre preparó comida para los dos y, mi padre, me subió en el Felipe y nos pusimos en camino para ir a las Acequias donde estaba la finca más lejana. Al llegar a la Fuente de la Peña yo estaba ya harto de ir subido al burro y dije a mi padre que me bajara para andar un poco. Nada más pasar la fuente, que hay en el camino, mi padre me señaló la finca donde vendríamos, después, a marcar también donde se iba a sembrar cada olivo. Un poco más adelante me volvió a subir al burro para hacer la parte de camino, que aún nos faltaba. El camino iba subiendo, paralelo al rio Blanco, entre el Peñón de la Mata y el Calar. Cuando, por fin llegamos a la finca, puso mi padre una señal con unas piedras, al principio de la finca. Aquí, me dijo, estará el primer olivo. Luego cogió la soga por donde estaba el nudo y me dio el otro extremo para que me fuera retirando, hasta que estuviera toda extendida. Entonces me indicaba que me moviera hacia un lado o hacia el otro para que el extremo, que yo tenía, estuviera a la misma separación de la linde que el extremo que tenía él.

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Entonces venía, hasta donde yo estaba, y ponía allí otra señal, igual que la anterior. Él se quedaba en esa señal y yo me volvía a alejar igual que antes para situarme, siguiendo sus indicaciones, en donde debía ir el siguiente olivo, y esperaba allí a que él viniera y pusiera la señal. Fuimos repitiendo lo mismo varias veces, hasta que llegamos al final de la finca. Terminada de marcar esa primera hilera volvimos, a la parte baja de la finca, para comenzar otra hilera. Con la misma distancia, señalada por el nudo de la soga, de la primera señal que puso señaló mi padre el lugar para el primer olivo de la siguiente hilera muy próxima al abarranquillo que limitaba la finca y, desde esa señal fuimos señalando, como en la hilera anterior, donde estaría cada olivo de la nueva hilera. Esa operación la fuimos repitiendo hasta que quedaron señalados todos los olivos que se podían sembrar. En esa finca había unas piedras mucho más grandes que la mesa camilla, que teníamos en la casa, y dijo mi padre que tendrían que partirlas con barrenos para poderlas quitar pero que eso lo harían otro año. Al terminar de marcar esa finca nos fuimos a la del vecino, Juanico Lucena, que tenía varias fuentecillas. Allí comimos junto a una de las fuentes, que nacía bajo una linde y daba un agua muy fresquita. Cuando terminamos de comer nos pusimos en camino, yo de nuevo subido en el Felipe, y volvimos, por el mismo camino, hasta la Fuente de la Peña para hacer lo mismo que en la otra finca. En esta finca no había grandes piedras que estorbaran al tomar las medidas para señalar los sitios de los olivos y como yo podía moverme mejor, sin tener que ir rodeando grandes piedras, nos cundía más. Cuando todavía quedaban unas horas de sol, ya habíamos terminado también el marcado de esa finca y nos pusimos en camino para regresar a casa. Yo volvía cansado, de tanto andar por las fincas, pero volvía contento porque era la primera vez que pasaba todo el día en el campo y había estado trabajando, aunque el trabajo fuera solamente sujetar el extremo de una soga. Además tenía otro motivo para alegrarme. Había visto muy de cerca, pasando por su mismo pie, al famoso Peñón de la Mata que tanto me había obsesionado unos años antes. Y comencé a soñar con poder subir algún día, hasta arriba, para ver cómo era y todo lo que se veía desde aquel sitio tal alto.

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Pero el cumplimiento de ese deseo no tuve ocasión de realizarlo hasta siete u ocho años más tarde. Las taulas: campos de amapolas Ese mismo año me esperaba otra salida de todo el día a una finca lejana, la más alejada que teníamos. Ahora no iba a ir acompañando a mi padre ni tenía que ayudar en ningún trabajillo. Solamente sería un simple acompañante de viaje, esta vez, de mi hermano Manolo. Entre las fincas, heredadas por mi madre, había una en la Cañada de los Prados, al final del término municipal de Cogollos que lindaba con los términos municipales de Deifontes y Albolote. Para ir desde Cogollos a esa finca se tardaba casi dos horas. Esa finca, de algo más de una hectárea estaba sembrada de plantones, ya tan crecidos que parecían olivos, y mis abuelos la llamaban el plantonar del Rubio Murcia. Esos olivos estaban algo más separados de lo que se acostumbraba a sembrar los olivos en Cogollos con el fin de poder sembrar, entre ellos, cereales u otros cultivos. Ese año mi padre sembró en ella cebada que se desarrolló muy bien y produjo una buena cosecha. Cuando en junio llegó la hora de segar la cebada, las cebadas se comenzaban a segar en Cogollos al terminar las fiestas de san Antonio, mi padre ajustó la siega a unos vecinos del pueblo apodados los “Diablos” que vivían, debajo de la casa de la Mariquita Quemá, en la calle Altillo Bajo más cerca del Laero que del Pilarillo, situado frente al callejón por donde se baja a la Huerta de la Canal. Entre las condiciones acordadas para la siega, además del dinero que recibirían los segadores, mi padre se comprometió a llevarles las provisiones, que ellos le fueran indicando, cada dos días, porque para terminar el trabajo antes pensaban quedarse a dormir en la finca. De esa forma no teniendo que invertir cada día, casi dos horas para ir desde Cogollos a la finca y otras tantas para volver, podían trabajar más tiempo cada día y en las horas menos calurosas, desde el amanecer hasta media mañana y desde media tarde casi hasta que anochecía. Las horas más calurosas, desde media mañana a media tarde, las pasarían descansando a la sombra de los olivos. 204 Recuerdos de infancia


Uno de los días, que había que llevarles suministro, a mi padre le tocó regar en otra finca y, si dejaba pasar la tanda ese día, ya no podría regar hasta la tanda siguiente, con el riesgo de perder lo sembrado. Por eso mandó a mi hermano Manolo, que ya estaba de vacaciones, que fuera él a llevar con el Felipe la comida a los segadores. Manolo que ya conocía el camino, porque mi padre lo había llevado algunos días, pidió que yo lo acompañara para no ir solo tan lejos. Mi madre, al principio se opuso a que yo fuera, paro terminó aceptando. Nos cargaron la comida de los segadores, en el Felipe y comenzamos a andar el camino hacia la Cañada de los Prados mientras mi madre, desde la puerta de la casa, no cesaba de darnos consejos, principalmente a manolo, para que tuviera cuidado de mí. En el Llanete paramos, un poco, para que el burro bebiera en el pilar. Manolo me dijo que bebiera yo también porque íbamos a tardar bastante tiempo para encontrar agua. Cuando terminó de beber el animal comenzamos de nuevo a andar llevando al burro de reata. Al llegar a la bifurcación del camino, que en Cogollos llamaban la “separtá de los caminos”, tomamos el camino de la izquierda en lugar del seguido con mi padre unas semanas antes cuando fuimos a marcar los olivos y un poco más adelante, en la era de san Marcos, acercamos el burro a la linde y yo me subí a él o, quizá, sería más verdadero decir que me bajé de la linde al burro. Como había otra bifurcación del camino le dije a mi hermano si íbamos pasar por Vitar, que era lo más lejos que yo había ido por ese camino. Me dijo que no porque el otro camino era algo más corto y tenía menos cuestas. Así que tomamos otra vez el camino de la izquierda. Al llegar al barranco de Cortijo del Padre, mi hermano me dijo que, si quería, bebiera agua porque ya no íbamos a encontrar más hasta la Fuente de la Rata y no íbamos a parar porque para bajar del camino hasta la fuente había mucha pendiente. Pensé que si la llamaban Fuente era de la Rata debía ser porque allí habría ratas que podían salir mientras se bebía el agua. Como las ratas no me gustaban nada, bebí un poco de agua en el barranco para poder pasar de largo por aquella fuente.

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Yo no comprendía por que se llamaba aquel sitio el Cortijo del Padre si allí no había ningún cortijo y pensé preguntárselo a mi tío Juan de Dios, que parecía una enciclopedia, sobre todo si se trataba de duendes, fantasmas y aparecidos y cosas del pueblo. Durante todo el camino fuimos turnándonos para ir montados en el burro, aunque mis turnos eran algo más largos. Mi hermano me iba diciendo el nombre de los sitios por donde pasábamos y diciéndome, en cada cruce o bifurcación del camino, que me fijara bien el que había que tomar por si tenía que ir, algún día, yo solo. Aunque sabía que eso nunca lo consentiría mi madre hasta que no pasaran algunos años. Para pasar el rio Blanco tuvimos que subirnos los dos en el burro porque, todavía llevaba bastante agua, no había puente y las piedras grandes, colocadas para pasar de un lado a otro, estaban algo separadas para nosotros. Pero Felipe nos pasó sin problema. Al otro lado del rio había un tramo de camino llano, casi paralelo al rio, y yo pensé que ya no habría más cuestas. Pero, al poco rato, me dijo mi hermano que me bajara del burro porque llegábamos a una cuesta grande y, el animal, tenía bastante con la carga que llevaba. Que, si quería subir con más facilidad, me quedara atrás y subiera la cuesta cogido a la cola del burro porque, decían en el pueblo que la cola era media caballería. Aquella cuesta, que subía serpenteando por la solana del rio Blanco, era larga, muy pendiente y sin ninguna sombra. Yo creía que no iba a terminar nunca y como el sol estaba ya calentando bastante se hacía más penosa. Yo no pude calcular el tiempo que llevábamos subiendo cuando dijo mi hermano que, la cuesta se estaba terminando, que ya estábamos en la Taula y desde allí hasta dónde íbamos era todo llano. El camino seguía todavía un poquito pendiente y, con el cansancio que tenía, pensé que me estaba engañando para darme ánimo. Cuando estábamos llegando al camino que baja de las Taulas altas, Manolo me ayudó a subir al burro para que descansara un poco y, al subir al burro y al estar algo más alto, vi un paisaje que nunca hubiera pensado que pudiera existir. Había una gran extensión de campo completamente roja, roja como la amapola suele decirse, pero en este caso esa comparación no era necesaria porque realmente era un campo de amapolas. Pregunté a mi hermano que eran 206 Recuerdos de infancia


aquellas plantas tan rojas que había sembradas en todo aquel campo. Me dijo que eran amapolas y que no las había sembrado nadie. Nacían libremente en los barbechos por las semillas de las amapolas del año anterior que habían caido al suelo y ni las perdices ni otros pájaros se las habían comido. Si hubieran sido sembradas no estarían tan espesas como estaban aquellas, porque tan juntas no podían crecer bien. Cuando yo conocí el cuadro de Los Girasoles de Van Gogh me acordé del campo de amapolas de la Taula y pensé que si el pintor lo hubiera visto sin duda lo habría pintado mejor que a los Girasoles. Me baje del burro para tocarlas y me acorde de lo bien que se las comían los conejos del corral cuando entre la hierba iba alguna amapola. Hasta que terminaron los campos de barbecho cuajados de amapolas fui cogiendo pétalos y poniéndolos sobre el puño los estallaba al golpearlos con la palma de la otra mano. Al terminar las amapolas el camino entró en una zona de olivos que nos llevó hasta el cortijo de la Taula y unos diez minutos más tarde llegamos a final del viaje donde nos esperaban los Diablos, que ya habían dejado de segar hasta que por la tarde hiciera menos calor. Una vez descargada la comida nos pidieron que, mientras descansábamos del camino, les dejáramos el burro para ir uno de ellos al cortijo de los Prados para llenar las garrafas de agua porque ya les quedaba muy poca. Como una media hora después llego el Diablo con el agua y nosotros comenzamos el camino de regreso. Ya era casi medio día y al terminar de bajar la cuesta de la Taula dijo mi hermano que íbamos parar para comer en otra haza que teníamos junto al rio. Entramos por una vereda que, entre olivos, salía del camino casi paralela al rio, a cierta distancia de él. Un poco después nos encontramos una alberca, que en aquel momento estaba vacía, de la que salía un reguerillo de agua que manaba, dentro de ella, junto a una pared. Mi hermano me dijo que aquella alberca era de nuestro padre y de la tía Angustias porque nuestros olivos que estaban un poco más abajo habían formado una sola finca con los de mi tía Angustias donde estábamos.

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Atamos el burro, donde había algo de hierba, y nosotros nos refrescamos en un chilanquillo del rio, que apenas nos pasaba de la rodilla, en el que había algunos peces del tamaño de los boquerones. El baño duró muy poco rato, porque el agua estaba bastante fría. Nos secamos al sol y una vez vestidos nos pusimos a comer, junto a la alberca, para beber el agua, que manaba la fuente, cuando lo necesitáramos. Al terminar de comer dije a mi hermano que nos quedáramos hasta la tarde porque allí, a la sombra, se estaba fresquito con la brisa que corría. Pero mi hermano dijo que, si nos íbamos ahora, pasaríamos menos calor por el camino, que si esperábamos hasta las cuatro o las cinco de la tarde. Por eso nos pusimos en camino y fuimos parándonos a beber y refrescarnos siempre que llegábamos donde había agua cerca del camino, como la charca de los Marines, Fuente de la Rata, barranco del Cortijo del Padre y pilar del Llanete. Al fin llegamos felizmente a casa, casi a las tres de la tarde, con mucha calor pero contentos por haber realizado con éxito la tarea encomendada.

Mi primer corpus en Granada

Cuando cumplí los ocho años mi hermano Manolo y yo tratamos de convencer a mi padre para que nos llevara al Corpus de Granada. Solamente podíamos ir un día porque, ese año, el corpus cayó en junio, todavía no nos habían dado las vacaciones y la recolección del verano estaba comenzando. No podía mi padre perder días porque convenía finalizar la recolección de los cereales antes de que comenzaran las tormentas en las últimas semanas de julio o primeras de agosto. Pero la festividad del Corpus, en Cogollos, era de las pocas fiestas del año que se respetaba rigurosamente el precepto de no trabajar aunque se estuviera en plena recolección. Si el día del Corpus mi padre nos llevaba a Granada no perdería ningún día de recolección y nosotros tampoco perderíamos un día de escuela, mi padre accedió a llevarnos. Nosotros queríamos ir el miércoles, día de la Tarasca, aunque decían que era el día de los catetos, porque así nos perdíamos un día de clase pero 208 Recuerdos de infancia


donde manda patrón no manda marinero y el patrón dijo que el jueves o nada. Así que nos tuvimos que conformar con el jueves. El miércoles, por la tarde, mi madre fue a la casa de Filomeno, que tenía la empresa de los coches de viajeros, para encargar los billetes para los tres al día siguiente. Pero no pudo hacerlo porque Filomeno dijo que el día del Corpus no iba a ir a Granada porque no tenía ningún viajero para ese día. Aunque la cosa se estaba complicando nosotros no cejamos en nuestro empeño de ir al Corpus y dijimos que si el coche no iba iríamos andando. A mis padres les parecía una locura pero nosotros cada vez estábamos más decididos a ir incluso solos si era necesario. Mi padre pensando darnos un escarmiento tomó la decisión de hacernos el gusto y llevarnos andando creyendo que, antes de llegar a Güevejar, íbamos a pedirle llorando que nos volviéramos a Cogollos porque estábamos agotados. Pero nada más lejos de la realidad. El jueves nos levantamos temprano y desayunamos bien pues nos esperaba una mañana dura. Vestidos con ropa de fiesta pero con alpargatas, para andar más cómodos, nos pusimos en camino casi antes de que saliera el sol. En una bolsa cada uno llevábamos los zapatos para ponérnoslos en Granada, tortas y chocolate, por si nos daba hambre en el camino, y una botella con agua. Desde Cogollos hasta Güevejar fuimos por la Cuesta del Higuerón, porque se acortaba mucha distancia. A partir de Güevejar seguimos por la carretera y, para entretenernos mientras andábamos, nos dedicamos a contar los pasos que separaban los mojones que, al borde de la carreta, indicaban la distancia en kilómetros hasta Granada. Cuando estábamos entrando en Granada, apenas pasar el Fielato situado donde ahora está la intersección de la Ribera de Beiro y la Avenida de Pulianas, oímos unos cohetes y palmas reales. Mi padre dijo que la procesión estaba saliendo de la catedral y que teníamos tiempo para verla porque duraba varias horas pero, a pesar de eso, aligeramos un poco el paso. Para tener más probabilidad de verla entera mi padre nos llevó casi al final del recorrido, a la calle Capuchinas entre el Pie de la Torre y la Plaza de la Trinidad. Allí, sentados en el escalón de un escaparate mi hermano y yo, 209


esperamos que llegara la procesión que tardó muy poco en llegar. Para nosotros quizá hubiera sido mejor que tardara más para poder descansar más tiempo sentados. A nosotros nos llamó la atención que la calle estuviera llena de juncos, mastranzos y juncia, tres plantas que conocíamos bien por distintos motivos. Nos dijeron que era como una alfombra que los labradores de la Vega ofrecían en homenaje al Santísimo. Mi hermano comentó que podían haber usado otras plantas mejores que los mastranzos que tan malos eran para los conejos y la juncia que no había forma de eliminarla de los cultivos del maíz, las remolachas o lo que se sembraba en la Canal. Mi padre, que seguía de pie junto a nosotros, nos avisó que la procesión estaba llegando. Nos pusimos de pie en el escalón para verla mejor. En ese momento nos olvidamos del cansancio del camino y con los ojos como platos estuvimos mirando cómo pasaban la guardia municipal a caballo con sus cascos relucientes adornados con grandes plumeros y largos sables, detrás seguía una banda de música, los gigantes y los cabezudos aporreando las cabezas con sus vejigas, que eran mucho más pequeñas que la que yo tenía de la vaca Granaina, y a continuación la Tarasca. Detrás de ese cortejo comenzaba la procesión con largas filas de niños vestidos de comunión, mujeres con mantillas casi todas blancas, señores muy trajeados y entre ellos y la carroza del Santísimo iban tantas monjas y tantos curas que, si no los hubiera visto, diría que no era que se pudieran reunir tantos. Detrás del Santísimo seguía un grupo de hombres unos con traje y otros con uniformes militares, que mi padre dijo que eran las autoridades. Con otra otra banda de música terminaba la procesión. Al terminar de pasar la procesión fuimos a comer a la casa de mis tíos porque, cuando íbamos hacia la calle Capuchinas, pasamos por la puerta y mi padre entró para decirles que iríamos a comer después de la procesión. Después de almorzar descansamos un rato, mientras mi padre y sus hermanos estuvieron hablando de la familia, Cogollos y la recolección, antes de irnos al ferial. La feria del Corpus se hacía en las orillas del Genil, en la plaza del Humilladero y los paseos del Salón, la Bomba y los Basilios. En aquella zona se

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concentraban los columpios, las casetas y todos los puestos, tenderetes, un circo y otras atracciones que entonces se montaban en la feria. Mis tíos cuando salíamos para el ferial nos dieron unas pesetillas para que disfrutáramos más en los columpios y compráramos turrón, barretas o helado. En el ferial nos encontramos con unos cogolleros que dijeron que habían ido en el coche de viajeros que salió de Cogollos cerca de las once y regresaba a las ocho y media de la tarde. Poco después de las siete y media nos fuimos, en el tranvía, desde el ferial hasta el triunfo para tratar de irnos a Cogollos en el coche de viajeros. Al llegar a la parada Filomeno dijo que no podíamos ir en el coche porque solo tenía plaza para los que habían bajado con él por la mañana y que si queríamos volver a Cogollos que lo hiciéramos andando como habíamos bajado a Granada. Mi padre pensó dejarnos a mi hermano y a mí en la casa de mis tíos y el irse andando porque, con la caminata de la mañana y la tarde en la feria, veía imposible que pudiéramos regresar andando. Mi padre quiso pagar nuestro billete para que al día siguiente no nos dijera que tampoco podíamos ir en el coche. Cuando salimos andando para la casa de mis tíos Filomeno, creyendo volvíamos a Cogollos, llamó a mi padre y le dijo que a los dos niños podía hacernos un hueco aunque alguien nos tuviera que llevar sentados en sus piernas pero que a él era imposible poderlo subir. Mi padre pagó nuestro billete, le pidió a uno de los había allí que estuviera pendiente para que no perdiéramos el coche y comenzó a andar camino de Cogollos. El coche tardó bastante tiempo en salir y alcanzó a mi padre cuando estaba terminando de subir la cuesta de Tejutos, que después llamaron cuesta del muerto por un accidente ocurrido en ella. Desde el coche le gritaron que lo esperaban al terminar la cuesta poco más de doscientos metros más arriba de donde iba porque, si el coche paraba allí para que se subiera, el gasógeno no tenía fuerza para comenzar a andar en aquella pendiente. Al terminar la fuerte pendiente el coche paró para esperar a mi padre que, al llegar allí, siguió adelante sin mirar al coche ni hacer caso a las llamadas de Filomeno para que se subiera. Como seguían insistiéndole para 211


que subiera al coche les dijo que en Granada le dijo Filomeno que, si quería volver la hiciera andando como había ido, y eso era lo que pensaba hacer. Ya le quedaba poco camino y continuó andando carretera adelante sin hacer caso a las llamadas que le hacían desde el coche. Viendo que mi padre ahora no quería subir Filomeno puso el coche en marcha y continuó renqueando hasta Güevejar. Allí paró para que bajaran unas personas y cogieran los bultos que llevaban en la baca. Cuando nuevamente se puso en marcha para seguir hasta el apeadero de Nívar, que era la última parada antes de llegar a Cogollos, mi padre había adelantado al coche y dejado la carretera, por el camino que pasaba el rio por el Molino de La Puente, para llegar a Cogollos por la Cuesta del Higuerón. Cuando nosotros llegamos a la casa a mi madre le extrañó que llegáramos nosotros sin mi padre, le explicamos lo que había pasado y ella solo nos dijo que tanto amor propio a veces no era bueno. Luego no sé si hablarían ellos sobre ese tema pero nosotros nunca oímos hablar sobre ello. No llevábamos media hora en la casa cuando llegó mi padre cansado pero satisfecho de ver como habíamos disfrutado nosotros. Casi no había hecho más que sentarse cuando nos dijo: nosotros que estábamos menos cansados, porque habíamos venido en coche, lleváramos los mulos y el burro a beber agua y, de paso, lleváramos una garrafa de agua fresca del pilar para la cena. Mientras hacíamos lo que nos mandó, según mi hermano Antonio, refirió la sorpresa que le habíamos dado aguantando, a nuestra edad, el camino hasta Granada y las horas que estuvimos en la feria sin quejarnos por cansancio ni una vez. Quizá por eso se dice que sarna con gusto no pica.

Accidentes Algunos de los sucesos que narraré como accidentes posiblemente hoy no se podrían considerar como tales por ser consecuencia normal de una imprudencia pero como de alguna manera tenía esa es la primera palabra que ha venido a mi mente.

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Entre esos pequeños accidentes o simplemente adversidades solamente me referiré a: El clavo de herradura Un día de verano, que la era había quedado desocupada, mi padre y mi hermano Manolo fueron para hacer una parva con los haces de trigo que llevaban varios días, hacinados en una orilla, a la espera de poder ser trillados. Ese día, al terminar en la era, tenían que ir al Tesorillo para regar las remolachas que mi padre tenía sembradas en aquella finca. El riego en aquel pago se organizaba por tanda y a cada finca le correspondía unas horas de agua en función de su extensión. El agua para los riegos en el pago del Tesorillo se captaba del barranco del Cortijo del Padre por una pequeña presa y tenía un caudal muy pequeño para regar con ella al mismo tiempo que se iba captando. Por eso se embalsaba en una charca hecha para ese fin y la charca se vaciaba a la hora de regar con un mayor caudal de agua a voluntad del regante pero siempre mayos que el que se captaba en el barranco. De esa forma en solo unas horas se utilizaba el agua embalsada durante todo un día lo que además de suponer un ahorro de tiempo hacía posible que la superficie regada fuera mayor. Para no tener que ir desde la era a la casa para almorzar y después ir al Tesorillo para regar con el agua embalsada dijeron a mi madre que a medio día les mandara conmigo la comida al Tesorillo. Sobre la una de la tarde mi madre puso en una cesta una olla con la comida, el pan y los cubiertos y me la dio para que la llevara sin entretenerme en el camino para que no llegara muy fría. Camino del Tesorillo yo iba contento pensando que mientras mi padre y mi hermano comían tal vez pudiera darme un baño en el agua que les quedara en la charca que debía estar más de media. Para ir a llevar la comida me fui por la Era de la Loma porque para ir por el “Empedrao” tenía que atravesar casi todo el pueblo. Yo caminaba algo rápido cuidando de no derramar la comida que iba en la olla. Ya había pasado la Era de la Loma cuando al llegar al tramo que llamaban “detrás de la era” vi que casi por el centro del camino había como una veredita estrecha formada de 213


un polvo muy fino, como harina, formado por el continuo paso de las bestias siempre por el mismo sitio. Di un pisotón en aquella vereda polvorienta y parte del polvo contenido en ella salió despedido con fuerza hacia los lados y un poco hacia arriba que me llegó hasta la altura de la rodilla causándome una agradable sensación de frescor en las piernas porque llevaba pantalón corto. A partir de ese momento seguí mi camino pisando con los dos pies dentro de aquella vereda polvorienta muy fuerte como si estuviera marcando el paso en un desfile. A los pocos metros era tanto el polvo que ya tenía pegado en las piernas que parecía que llevaba calcetines y apenas notaba el frescor que sentía al principio. Cuando estaba terminando el tramo llano y el camino iba a comenzar a descender para cruzarse con el que venía desde la “Cuesta del Empedrao” sentí en el pie derecho un pinchazo tan fuerte que casi dejo caer la cesta de la comida. Salí del sendero polvoriento apoyando solo la punta del pie herido y deje la cesta en el suelo para ver la causa de aquel dolor. Al quitarme la alpargata vi que en la planta del pie tenía una masa roja formada por el polvo que había entrado dentro de la alpargata y la sangre que me salía de una herida en el pie. Miré la alpargata y su suela de goma, ya algo desgastada, estaba atravesada por un clavo de herradura que salía más de un dedo por dentro de la alpargata y era lo que me había hecho en la planta del pie una herida que no dejaba de sangrar. Con un pico del pañuelo me limpié lo pude el pie y luego me lie el pie con el pañuelo esperando que contuviera algo la hemorragia. A continuación saque el clavo de la suela de la alpargata con la ayuda de la navajita que hacía tiempo que tenía, me guardé en el bolsillo el clavo y la navaja y me puse la alpargata. Como llevaba andado más de la mitad del camino cogí la cesta para continuar hasta donde me estaban esperando con la comida. Ahora andaba cojeando porque el pie derecho solo lo podía apoyar por la punta y aun así con gran dolor logré llegar con la comida aunque un poco más tarde de lo que esperaba. Cuando di la comida a mi padre y mi hermano y 214 Recuerdos de infancia


les conté lo que me había pasado me fui a la entraba del agua a la finca para lavarme el pie con agua clara y poder ver bien la herida que tenía. Una vez que me había lavado las piernas que parecían pescados enharinados, lave la alpargata y el pañuelo. Aunque ya no salía sangre de la herida me volví a poner el pañuelo para que al menos no me entrara nada en la herida y volví a donde estaba comiendo mi padre y mi hermano. Cuando mi padre vio la herida que tenía en la planta del pie dijo a mi hermano que terminara de comer rápido y me llevara en el burro a Cogollos para que me curaran bien el pie para ver si tenía suerte y no se me infectaba. Al llegar a Cogollos mi hermano llamó a nuestro primo Juan de Dios, que vivía junto a nuestra casa, y estaba con permiso y fue quien me curó el pie porque, aunque ahora era teniente de artillería, también era practicante y había hecho la guerra como practicante. A pesar de que la herida me la hizo un clavo no me pusieron la inyección del tétanos porque dijo que al haber sangrado mucho y no estar oxidado el clavo creía que lo más probable era que no me pasara nada. El se iba a encargar de revisarme la herida varias veces cada día por si aparecía algún síntoma de infección actuar en seguida. Unos años después conocí las consecuencias del tétanos porque un vecino que vivía entre nuestra casa y la de mi abuela tenía un burro al que le dio el tétanos porque se había pinchado con un clavo enterrado en el estiércol de la cuadra. Cuando yo vi los síntomas de esa enfermedad y la rigidez que tenía el animal por culpa del tétanos me entraron ganas de matar a mi primo por no aconsejar ponerme la vacuna antitetánica y haberme expuesto a pasar por lo que aquel animal estaba pasando. El borrico a consecuencia de la enfermedad vivió menos de una semana. Caída del ciruelo Teníamos en la Huerta de la Canal un ciruelo con dos pies, según unos o dos ciruelos muy próximos según otros. Era un ciruelo Claudio que daba unas ciruelas muy dulces cuando estaban maduras. Pero, por alguna razón, no se podía esperar para cogerlas a que estuviesen bien maduras porque, en cuanto maduraban, casi todas se llenaban de gusanos y no se podían comer. 215


Por esa razón nosotros, los niños, en cuanto las veíamos un poco pintonas comenzábamos a comerlas. Aunque la realidad era que, casi todos los años, nos las comíamos cuando todavía estaban muy verdes y mis padres nos reñían diciendo que, cualquier día, nos iba a dar un dolor por culpa de las ciruelas verdes. Un año para impedir que, al menos las ciruelas que no se alcanzaban desde el suelo, nos las comiéramos muy verdes mi padre puso una pella de zarzas en la cruz de cada uno de los pies del ciruelo. Las zarzas impedirían que nos pudiéramos subir a coger las ciruelas antes de tiempo. Un día, de los que iba allí a coger la hierba para los conejos, se vino conmigo Manolito, el hijo del sargento de la guardia civil, y, cuando llenamos de hierba la espuerta, pensamos comernos unas ciruelas que ya estaban empezando a tomar un poco color. El problema era que ya no quedaban ninguna, que se pudiese alcanzar desde el suelo, y, para cogerlas, había que subirse al árbol, algo que no podíamos hacer porque nos pinchábamos con las zarzas. Pensamos tirar de las zarzas, con cuidado de no pincharnos y quitarlas pero, después, no podríamos volver a ponerlas sin una horca y mi padre sabría que nos estábamos comiendo las ciruelas. Pensamos que si yo saltando lograba cogerme al tronco, más arriba de las zarzas, luego Manolito podía empujarme a los pies para subirme, directamente más arriba de ellas, sin pasar por la cruz del ciruelo. La idea estaba bien y parecía fácil de realizar pero conseguirlo no me iba a resultar tan fácil. En ese momento me acordé que mi hermano Antonio decía que “de ningún cobarde se había escrito nada” y yo a la hora de poner en práctica, lo que habíamos pensado, no tenía nada de cobarde aunque después pensé que lo que me faltó de cobardía me sobró de temeridad. Comencé a saltar tratando de cogerme al tronco, que crecía más derecho algo alejado de la linde, y después de varios intentos logré cogerme algo más arriba de las zarzas. Con la ayuda de mi amigo, que me empujaba a los pies, conseguí subir los brazos más arriba y pasar una pierna por encima del tronco u poco más arriba de donde están las zarzas.

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Una vez que tenía todo el cuerpo sobre el tronco, que era lo más complicado, no me resultó demasiado difícil incorporarme y empezar a moverme de rama en rama y de ese pie pasé al otro que era donde nos parecía que estaban las mejores ciruelas. Comencé a comer y, de vez en cuando, le echaba algunas a mi amigo. Yo las encontré todavía algo fuertes y pensé que no valía la pena el esfuerzo realizado para no poder comer casi nada por lo fuertes que estaban. Mi amigo en cuanto dio el primer bocado a una ciruela lo escupió diciendo que era veneno. En vista del fracaso obtenido me dispuse a bajarme de aquel ciruelo y para no recorrer a la inversa, de rama en rama el recorrido seguido para llegar allí, baje hasta una rama que había, casi horizontal, paralela a la linde pero alejada de ella casi un metro. Esa rama, como casi todo ese pie del ciruelo, crecía inclinada fuera de la linde de nuestra finca a una altura entre dos y tres metros sobre la finca de abajo. Cuando me preparé para saltar no me fijé en un zarzal que crecía en la linde bajo el ciruelo que algunas de sus rastras llegaban a ls ramas del ciruelo. Al dar el salto desde la rama a la finca los pies se me engancharon en las zarzas y no pude salvar la distancia que me separaba de la linde. Mis pies quedaron retenidos por la zarza en el vacío, el cuerpo me giró hacia adelante como una campana y caí de cabeza a la finca de abajo. No pude ver ni la distancia a la que me quede de caer en nuestra finca ni a la altura a la que quedó mi cabeza de la finca de abajo, al terminar de hacer el giro. Mi amigo tampoco me lo pudo decir porque, decía que, cuando fui a saltar le dio miedo y cerró los ojos. No sé el tiempo que tardé en levantarme aunque supongo que no debió ser mucho ya que mi amigo tardó poco en llegar donde yo estaba, aunque dio la vuelta por la vereda, porque le daba miedo bajar junto a las higueras como hacíamos nosotros. La cabeza y el cuello me dolían bastante y, al tocarme la cabeza, me miré la mano esperando verla llena de sangre ya que sentía algo líquido que me caía de la cabeza. En la mano no tenía sangre, por el momento, solamente era barro lo que había tocado en mi cabeza. Había vuelto a nacer, aquella tarde, gracias a que por el brazal, que había al pie de la linde, estaba corriendo el agua, tenía bastante barro y en aquel sitio había unas matas de berros que estaban muy crecidas. Por suerte no 217


había ninguna piedra donde cayó mi cabeza, aunque había algunas cerca, pero había bastantes berros aplastados. Con el agua, que pasaba por el brazal, me limpié el barro, que me llegaba hasta las cejas y las orejas, lo mejor que pude y, en cuanto me repuse un poco, emprendimos el regreso para el pueblo. Por el camino nos pusimos de acuerdo para no decir nada de mi caída porque, decía mi amigo que. si se enteraba su padre, no lo dejaría venir más con nosotros y era al único sitio donde lo dejaba ir. Al terminar de subir el callejón, en el Pilarillo, metí la cabeza debajo del caño de agua para limpiarme bien si me quedaba algún barro, y continuamos para mi casa pensando en la excusa que podría dar si me preguntaban por qué llevaba la cabeza tan mojada. Aquel día, otra vez más, volví a poner a mi Ángel de la Guarda en un gran aprieto y él cumplió sobradamente con su misión.

Accidente en la era Desde que los niños cumplían los diez u once años en los veranos, durante la recolección de los cereales, era el otro periodo del año, después de la recolección de la aceituna, que eran empleados de una manera especial para realizar determinados trabajos principalmente como trilleros y otras faenas de la era como remeter las orillas de la parva, ayudar con el rastro cuando la parva se recogía en un montón para aventarla o realizar el abaleo de las granzas mientras se aventaba (en cogollero ablentaba). Como para hacer de trillero no se requería la utilización de mucha fuerza era la tarea en la que más horas se empleaba a los niños y los labradores que no tenían hijos solían pedir a algún familiar, vecino o amigo que tuviera un hijo con la edad apropiada que le dejara a su hijo como trillero en los días que tenía que realizar esa labor, cuando la trilla se realizaba con máquina que el trillero realizaba su tarea sentado. Si la trilla se hacía usando un trillo de cuchillas, que por no tener asiento como las máquinas el trillero tenía que ir todo el tiempo de pie sobre el 218 Recuerdos de infancia


trillo, nadie se arriesgaba a pedir o un padre que le dejara a su hijo como trillero porque era una tarea algo peligrosa para un niño. Cuando yo tenía más o menos diez años un día mi tío Pedro le pidió a mi padre que nos dejara a uno de nosotros ir con él para quedarnos trillando unas horas mientras él iba a regar, creo que al Higuerón, para no perder la tanda del riego ni una mañana de trilla porque tenía muy retrasadas las faenas de la recolección. Mi padre me dijo a mí que me fuera con su hermano y mis hermanos se irían con él a nuestra era donde también estaba trillando una parva de trigo. Yo me fui loco de contento a la era de mi tío porque en la yunta que tenía para trillar había una yegua, que enganchada al cabo, era más rápida que los mulos y durante la trilla se podía correr más rápido y alegrar de vez en cuando la monotonía de ir continuamente dando vueltas en la parva siempre con la yunta al paso. Mi tío me dijo y me repitió muchas veces antes de irse a regar que dejara a la yunta ir al paso sin arrearlas ni siquiera al trote para que la parva no se extendiera demasiado y no tuviera que parar la trilla, de vez en cuando, para remeter las orillas y evitar que la parva se saliera de la era. Cuando mi tío se fue a su riego yo me quedé solo en la era trillando tranquilamente como me había dicho pero al poco tiempo no pude de resistir la tentación de alegrar un poco la trilla porque con aquel paso cansino estaba a punto de quedarme dormido. Además por un trotecillo de dos o tres vueltas a la parva tan poco iba a pasar nada. Así que sin pensarlo arreé las bestias y estas emprendieron una vuelta al trote pero a la segunda vuelta el trote iba tan rápido que más que trote era ya era casi un galope. Al aumentar la velocidad de giro aunque los animales se mantenían algo separados de la orilla de la parva, por efecto de la fuerza centrípeta, el recorrido de la máquina iba por el mismo borde de la parva que comenzó a extenderse amenazando salirse de la era. Para evitar que se extendiera más la parva tiré del cabestro del mulo que iba a la mano para recortar una vuelta más al centro y en ese momento la máquina enganchó el ramal de un haz que estaba perdido en la parva. El ramal se enredó en dos o tres de los cilindros impidiendo su giro y la máquina, cuando paró la yunta, había hecho una arrolladura juntando un enorme montón de 219


mies delante de ella y dejando detrás un camino sin mies que parecía una autopista. Pisando en el bordo de la máquina me colgué de la silleta para ponerla de canto, hasta que pasara la mies arrollada, extender la mies arrollada hacia la calva abierta en la parva y quitar el ramal que había bloqueado el giro de los cilindros. Pero al poner nuevamente la máquina derecha, en posición de seguir trillando dio varios vuelcos alternativamente de un lado a otro y en una de ellos me cayó sobre el pie derecho y uno de los dientes de las ruedas me hizo una herida algo profunda, en el empeine, que sangraba bastante. Fui al hato y con el agua de la garrafa, que había para beber me limpié la herida y con el pañuelo improvise un vendaje para tratar que siguiera sangrando y poder continuar trillando hasta que volviera mi tío pero ya sin el más mínimo deseo de que la yunta corriera aunque al ir al paso me quedase dormido. Cuando llegó mi tío, después de remeter las orillas, cogió el cabestro de la yunta para seguir trillando él. Yo conté a mi tío el problema de la arrolladura producida por el ramal y como es algo que ocurre con bastante frecuencia no le dio importancia. Me dijo que, si quería, me podía ir a nuestra era por si a mi padre me necesitaba para algo. No se había dado cuenta de mi herida, porque entre el pantalón largo y la alpargata tapaban el pañuelo ensangrentado, antes que se diera cuenta emprendí el camino hacia nuestra era. Al llegar a nuestra era mi padre me dijo que debí haberme ido a la casa porque ya iban a irse ellos a comer para volver por la tarde un poco antes a amontonar la pava para aventarla al día siguiente. Como había llegado cojeando un poco me preguntaron que era la que me pasaba para cojear y yo, como había pensado por el camino, dije que por no dar la vuelta por los sifones baje hasta el camino por las lindes y, como había zarzas y pitas por donde bajé, me había enganchado con un pincho de una pita, y que no me explicaba cómo había podido pasarme. Camino de la casa para ir a comer mi padre iba en una mula y mi hermano y yo en la otra. Mi hermano me dijo que la herida no era de zarza ni de pita que donde estaba era de un diente de la máquina de trillar. Yo mantuve mi versión y mi hermano volvió a la carga preguntándome si corría mucho la 220 Recuerdos de infancia


yegua a lo que yo contesté, para que no siguiera sonsacándome, que la próxima vez fuera él y lo comprobara. Nuevamente otra imprudencia me salió cara pero yo seguía sin escarmentar

El gasógeno En aquellos primeros años de la postguerra entre las muchas cosas que escaseaban estaban los combustibles y ello dio lugar a que se recurriera a los gasógenos para hacer andar a los vehículos, porque la gasolina también estaba racionada y el cupo que se podía adquirir, para cada vehículo, era insuficiente para cubrir el consumo del mismo. Eso obligaba a los dueños de los vehículos, si no quería o no podían prescindir de ellos, a recurrir al mercado negro y comprarla a precio de estraperlo, si la encontraban, o instalar un gasógeno que, aunque resultara cara la instalación, al funcionar a base de madera no tenían problema para conseguir combustible. Los Filomenos que eran los dueños de la Alsina o coche de viajeros, que era como se llamaba al autobús que realizaba a diario el servicio entre Cogollos y Granada, instalaron en su autobús un gasógeno, muy grande, para que pudiera mover el pesado autobús y subir las grandes cuestas de la carretera. Con el gasógeno se destilaba la madera que se le introducía y el gas que se desprendía, en esa destilación, era el que hacía funcionar el motor del vehículo. La cantidad de gas que se producía dependía de la temperatura que hubiera en el interior del gasógeno, a mayor temperatura mayor producción de gas. Para que estuviera bien encendido el gasógeno y con una temperatura alta para que produjera el gas suficiente, antes de emprender el viaje, comenzaban a encenderlo con bastante antelación. Para avivar el fuego interior disponía de un ventilador en la parte baja que se movía manualmente con una manivela y era el modo de forzar la entrada de aire al gasógeno produciendo un sonido semejante al de una sirena. 221


El autobús salía para Granada poco antes de la entrada a la escuela, en la sesión de la mañana, y los niños procurábamos llegar antes de su salida porque queríamos dar vueltas con la manivela de aquel ventilador y escuchar su sonido de sirena con sordina, El encargado de encender el gasógeno era el Elias de Filomeno, cobrador del autobús, que seguramente estaba deseando, cada mañana, que comenzaran a llegar niños porque todos nos peleábamos por darle a la manivela y entre todos lo liberábamos de su trabajo. Mientras un niño daba vueltas a la manivela los demás, a su alrededor, no parábamos de empujarnos para abrirnos paso hasta la manivela y, a veces, de esos empujones resultaba una buena quemadura por caer el empujado sobre la carcasa caliente del gasógeno. que se ponía a mayor temperatura que la plancha de un wok. En una de esas achuchadillas me tocó a mí salir rebotado hacia el gasógeno y, cuando estaba extendiendo los brazos instintivamente para no darme de cara con el cacharro, el que estaba dando a la manivela se levantó, en ese momento, y chocó conmigo. El resultado fue que yo caí contra el autocar, rozando el gasógeno y se me churrascó un poco el chaleco de lana que llevaba. El otro cayo de costado sobre el caliente aparato y se quemó una mano. Como dicen que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, a pesar de las frecuentes quemaduras, continuábamos peleándonos por dar vueltas a la manivela del gasógeno y competíamos para ver quien conseguía que el sonido que emitía fuera el más fuerte de todos. Mientras el cobrador del autobús se dedicaba a poner un poco de orden complacido porque le estábamos realizando su trabajo. Unos diez minutos antes de entrar a la escuela, el cobrador, quitaba la manivela del ventilador y el coche se ponía en marcha perseguido por todos los niños, que corríamos gritando, hasta la Vaguilla de Juan que ya había alanzado una velocidad que no se podía seguir. OTROS RIESGOS La persiana Estando asistiendo a la escuela en la carretera estuve a punto de sufrir otros accidentes causados por mis despistes y la curiosidad de querer 222 Recuerdos de infancia


enterarme del funcionamiento de aquellas cosas que llamaban mi atención por parecerme casi imposibles. Por suerte sus consecuencias no pasaron de pequeños sustos lo que podía haberme ocasionado lesiones serias. El primer año de estar la escuela en la carretera, a los siete años me atraía con una fuerza especial las persianas metálicas de las puertas de las cocheras de los coches de viajeros cada vez que las bajaban poco antes de irse el coche. Yo me devanaba los sesos pensando cómo era posible que aquel agujero tan grande de la puerta que llegaba casi hasta el tejado lo cerraran con una puerta de hierro que caía del techo y que, al subirla,l no se veía ni dentro de la cochera ni por fuera. ¿Sería posible que los Filomenos tuvieran una perta mágica? o ¿Que fueran magos como los de los cuentos que nos contaba el tío Juan de Dios y sus hijas? No creía que fuera cosa de magia y me propuse descubrir el misterio de aquella puerta. Así fue como un día cuando iban a bajar la persiana me coloque en el hueco de la puerta mirando hacia arriba dispuesto a ver de dónde sacaban aquella enorme puerta. Había llegado la hora de resolver el misterio. El Filomeno mirando hacia arriba para enganchar la persiana y tirar de ella no vio donde yo estaba debajo y tiro fuerte para bajarla. Yo mirando igualmente para ver de dónde salía aquella puerta tan alta tampoco vi que habían tirado de ella. Cuando la persiana comenzó a caer por su propio peso fue cogiendo cada vez más velocidad ya había caído casi la tercera parte de la persiana cuando me vio Filomeno y me grito. Solamente pudo decir ¡Niño! Yo asustado quise echarme atrás pero ya era casi tarde. La persiana bajo delante de mí como un rayo y sentí un restregón la mi nariz y al momento el golpe de la llegada de la persiana al suelo. La nariz me dolía horrores pero hacia esfuerzos por no llorar porque la culpa había sido mía. Filomeno salió por la puerta de la oficina más amarillo que un chino. Me estuvo mirando la nariz y dijo que no parecía nada grave. Aquella mañana en la escuela la nariz me dolía mucho y me escocia porque la persiana me había causado un buen desollón. Dos centímetros más adelante y la persiana me abre la cabeza como una sandía. Por esto y otros sucesos posteriores tengo que reconocer que debo haber tenido un eficaz Ángel de la Guarda o que si es cierto eso de la reencarnación en mi vida anterior debí haber sido un gato y ese día me descontaron otra de las siete vidas. 223


Las máquinas del sanatorio Cuando estaban terminando de arreglar el camino vinieron unos camiones con grandes máquinas para la construcción del sanatorio y como todavía no podían llegar hasta donde lo iban a construir no tuvieron mejor idea que descargarlas en el espacio que había entre la escuela y la carretera, donde pasábamos la mayor parte del tiempo en los recreos. El espacio para jugar había quedado muy reducido por culpa de las máquinas pero en compensación nos habían proporcionado unos nuevos motivos de distracción, no durante los recreos que don Juan no quería que jugáramos con la maquinaria, sino en las esperas antes de entrar a la clase que disfrutábamos haciendo girar sus ruedas y tocándolas por todas partes tratando de descubrir su funcionamiento y para que servirían. Alguna de las máquinas allí descargadas que estuvieron unos pocos días, como las hormigoneras, aunque no sabíamos para que eran le dimos un uso apropiado a nuestra edad porque nos introducíamos uno dentro y entre otros dos daban vueltas a la rueda para pasear al que estaba dentro. Girábamos las ruedas que tenía un correíllo para ver como giraba la rueda del otro extremo del correíllo y a veces desde esa rueda el movimiento pasaba a otra más. Esto ocasionaba que alguna vez resultara una mano o un dedo atrapado entre el correíllo y la rueda. Uno de los dedos que resultaron atrapados era mío porque no se me ocurrió nada mejor que intentar probar si un carrillo salía de la rueda acanalada y mientras intentaba sacarlo alguien manipuló la otra rueda por la que pasaba el corrillo que giró un poco atrapándome el dedo que cuando logré sacarlo casi parecía un destornillador. El resultado fue el dedo morado unas días y la uña negra bastantes más días que el moratón. Pero yo debía ser muy corto de memoria porque en cuanto me desaparecían las secuelas que me dejaba alguna de mis hazañas olvidaba lo sucedido y no tardaba en verme involucrado en otra. Si la curiosidad mató al gato a mí la curiosidad no llegó a matarme pero estuvo cerca y me dejó muchos dolorosos recuerdos.

Quemadura del pie

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Durante algunos años, antes de irme al Palo, estuvimos criando gusanos de seda y lo que al principio comenzó siendo una distracción terminó siendo una forma de conseguir unas pesetillas extra por la gran cantidad que criábamos. Hubo un año que obtuvimos más de seis quilos de capullos de dos variedades unos amarillos oro y otros amarillo verdoso. Para tener los gusanos cuando ya pasaban la primera muda de la piel y empezaban a blanquear usábamos las cribas de la era y grandes caja de cartón. Esa actividad nos obligaba, cuando las orugas tenían unas semanas, a dedicar bastante tiempo para proveer las hojas de moral necesarias para su alimentación y, en las semanas anteriores a la formación del capullo, el consumo de hojas era enorme. Encontrar tanta hoja no era un problema porque en Cogollos había muchos morales grandes. La dificultad era cogerlas porque, las que se alcanzaban desde el suelo, se terminaban pronto y había que subirse a los árboles para conseguirlas. Además algunos vecinos, que tenían un moral en su puerta, no querían que cogiéramos las hojas porque la sombra que daban disminuía. Eso nos obligaba a cogerlas en las horas que era menos probable que nos vieran. Generalmente en las horas calurosas del centro del día que se refugiaban dentro de las casas, con las puertas y ventanas protegidas por gruesas cortinas de saco, para resguardarse del calor. Uno de esos días que, entre las dos y las tres de la tarde, fui a por hojas a los morales que había en la plaza del Llanete delante de la casa de Pedro Bigote. Me subí como de costumbre a uno de ellos sin prestar atención a la ceniza que había junto al pie del árbol. Junto a cada uno de los árboles había siempre un montoncito de ceniza porque el hornero de la “Frasquita Peas” tenía la costumbre de depositar las cenizas, que sacaba del horno cuando lo barría para meter el pan, junto al tronco de los árboles. Para subirnos al árbol no me molestaban las cenizas pero, a la hora de bajarnos, era rara la vez que un pie o los dos no caían dentro del montón de la ceniza del horno. Siempre que habíamos pisado la ceniza al bajar la ceniza estaba fría porque llevaba allí varias horas y al pisarla no pasaba nada.

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Pero ese día, porque hubiera cocido varias hornadas de pan o porque lo hiciera más tarde, la ceniza estaba todavía caliente, muy caliente, y, al pisarla, me quemé el pie derecho. Aunque corrí rápido a mojarme el pie en el agua, que salía del pilar, la quemadura empezó a dolerme bastante y se me formaron varias ampollas del tamaño de las habas, que tardaron bastantes días en curarse. Esta vez sí aprendí la lección y, siempre que podía, evitaba ir al Llanete por las hojas y cuando me veía obligado a ir, antes de subirme a ninguno de los morales, me aseguraba que la ceniza estuviera fría.

Carretera del sanatorio: Caida de Antonio En el año cuarenta y siete del siglo pasado comenzaron a construir en Cogollos, en el pago de Catacena uno edificio muy grande destinado a ser sanatorio antituberculoso porque entonces la tuberculosis estaba muy extendida en España. Como preparación previa al comienzo de la construcción tuvieron la necesidad de acondicionar el camino que iba desde Cogollos a Catacena y convertirlo en carretera para que pudieran circular por él los camiones que tendrían que venir para traer todos los materiales que iban a necesitar en su construcción. Ese acondicionamiento del camino, en general, no ofrecía mucha dificultad salvo en un punto que era desde los Sifones hasta algo más de cien metros más delante de donde el camino se bifurcaba por la derecha donde partía el camino de las Acequias. En ese tramo que no llegaba a medio kilómetro tenían que rellenar la depresión por donde pasaba el barranco de las Casillas y desmontar, abriendo una trinchera el montículo que se elevaba al rebasar el camino de las Acequias. Esos trabajos en la actualidad, con la maquinaria que existe, se habrían realizado en unos pocos días pero en aquel tiempo ni se podía imaginar que alguna vez pudiera existir dicha maquinaria y se tuvo que realizar el trabajo a base de pico y pala y algún que otro barreno. El único adelanto que pudieron utilizar fue la instalación de una vagoneta de las usadas en minería para llevar 226 Recuerdos de infancia


los materiales que se arrancaban abriendo la trinchera hasta la depresión, por donde para el barranco pasaba, para irla elevando. La vagoneta no tenía ningún motor para moverse y tenía que ser empujada por los obreros. Afortunadamente para ellos cuando iba cargada su recorrido era pendiente abajo y apenas necesitaba esfuerzo para desplazarse pero de regreso para ser nuevamente cargada la pendiente era hacia arriba y necesitaba el empuje de dos o tres hombres para hacerla llegar hasta donde iba a ser cargada. Ese trabajo tardó varios meses en realizarse y constituyo una distracción para los habitantes de Cogollos que acudían a ver como bajaba la vagoneta con su carga sobre los raíles instalados y al llegar al punto conveniente la volcaban para vaciar su contenido y volver por otra carga. Yo creo que no debió quedar nadie en cogollos sin ir a ver cómo iban los obreros abriendo la trinchera y trasladando con la vagoneta el material que arrancaban porque hasta mi hermano Antonio, sin poder andar, fue a verlo. En realidad quiso verlo y nosotros lo llevamos en una silla con ruedas que hacía poco tiempo le habían comprado mis padres. Antes de esa silla que estaba equipada con ruedas normales de bicicleta tenía una silla de anea con patas muy gruesas a la que el herrero le había adaptado unas ruedas he hierro que por ser pequeñas y muy anchas era muy difícil hacerla andar por las calles empedradas y con esa silla hubiera sido muy difícil llevarlo hasta los Sifones para que viera lo que allí hacían. Ese día no fui yo quien sufrió el accidente pero me sentí casi responsable de él. Mi hermano Antonio nos dio un susto que hizo que nos arrepintiéramos de haberlo llevado a ver las obras porque nos pidió que le diéramos la vuelta a la silla para quedar mirando a Cogollos y poder ver cómo iban volcando las vagonetas cargadas. Nosotros hicimos lo que nos pidió y calzamos la rueda delantera con una piedra para que no se fuera la cuesta abajo. Ese calzo no nos sirvió de mucho porque lo que el pretendía no era ver como vaciaban las vagonetas sino comprobar si, con aquella silla, desde allí podía solo llegar casi hasta Cogollos porque casi todo el camino, que ya estaba arreglado, era cuesta abajo. El creía que con el freno que tenía la rueda delantera podía controlar la velocidad de bajada de la silla y cuando nos vio distraídos comenzó a mover la 227


rueda de un lado a otro hasta que quito la piedra de delante de ella y la silla comenzó a rodar pendiente abajo. Al darnos cuenta corrimos para tratar de darle alcance y detenerla pero todo fue inútil porque él, al mismo tiempo que apretaba la maniqueta del freno, parece que torció la rueda delantera y la silla realizó medio trompo y volcó cayendo a la carretera mi hermano por un lado y la silla por otro. Cuando llagamos a su lado temíamos que estuviera seriamente herido. El no cesaba de decir que no nos preocupáramos, que estaba bien pero con la costalada que había dado eso era lo menos probable. Algunas personas que por allí subían nos ayudaron a levantarlo y ponerlo en la silla para comprobar el resultado de su caída. A pesar de la dureza de la caída solamente tenía unos arañazos en la cara y los brazos y el pantalón roto por las rodillas. Con un pañuelo mojado en los sifones le limpiamos los arañazos y emprendimos el camino para casa con temor por el recibimiento que íbamos a tener al llegar. Pero el recibimiento no fue en casa como esperábamos. La noticia del accidente ya se la habían dado a mi madre y venia en nuestra busca. Y al vernos se sintió aliviada y solamente dijo un ¡Ay, menos mal! Me habían dicho que… Nunca conseguimos que nos dijera lo que le habían dicho ni quien se lo había dicho. Travesuras La zambomba. Al regresar de Churriana parecía que mi tío Juan de Dios y su hija Carmen se propusieron que no pudiéramos dormir tranquilos, sobre todo los más pequeños, por culpa del repertorio de cuentos de miedo que comenzaron a contarnos cada vez que veían que estábamos dos o tres juntos en la casa. Las misteriosas apariciones que nos contaban de la Procesión de las Ánimas, el Sequías, el Camuñas y otros aparecidos, con los que se asustaba a los niños en el pueblo, eran simples anécdotas comparadas con los cuentos de mi tío y mi prima. Al no haber televisión ni radio con los que poder distraerse por la noche, casi en cuanto se terminaba de cenar, a los niños nos mandaban a la cama. Naturalmente los mayores no tardaban mucho en hacer lo mismo y las 228 Recuerdos de infancia


noches de invierno, más que largas, parecían interminables porque, nos acostaban casi antes de las nueve de la noche, cuando llegaban las seis o las siete de la madrugada ya estábamos despiertos y más que hartos de dar vueltas en la cama. Los más pequeños, ya sin sueño, se acordaban de los cuentos y comenzaban a llorar diciendo que tenían miedo. Mis padres dormían en la planta de arriba y los niños en el dormitorio de abajo. Para quitar, un poco, el miedo a los que estaban asustados nos levantábamos todos los que dormíamos abajo, encendíamos una lumbre para no pasar frio y nos entreteníamos como Dios nos daba a entender, pero casi siempre jugando a las cartas, hasta que mi madre se levantaba y preparaba los desayunos. En los días próximos a la Navidad y los posteriores, mientras quedaban provisiones de la repostería de fabricación casera, no era raro que diéramos unos picotacillos a las orzas donde estaban los mantecados, los roscos o los bollos de aceite. Una de las cosas, a las que más tiempo dedicábamos, era cantar villancicos al son de la zambomba y los instrumentos navideños de fabricación casera que teníamos. Naturalmente, antes del concierto, uno de nosotros subía la escalera, silenciosamente, a cerrar la puerta de entrada al dormitorio de mis padres y, luego, la puerta de la cocina, que cerraba la escalera, para que no sintieran nuestra algazara. La zambomba era especial pues estaba hecha con un caño de barro de los que usaban en las cañerías que traían el agua a los pilares del pueblo. Eran tubos con una longitud de casi cuarenta centímetros y de diámetro interior más de quince centímetros, por el lado más ancho y diez o doce por el lado fino que era donde tenía el parche hecho con la piel de un conejo, que primero pelábamos con las tijeras, y, después, con agua muy caliente le quitábamos el resto de los pelos igual que se hacía en las matanzas a los cochinos. Una vez limpia de pelo la piel del conejo le atábamos en el centro el carrizo, con hilo de cáñamo. Luego la piel se ataba, lo más tirante que podíamos, tapando la embocadura fina del caño con varias vueltas del mismo hilo, que llamaban hilo bramante. Ya, solo, quedaba secar la piel para que se tensara y sonara bien. Eso requería una buena mano de ajo, cortado por la mitad, y ponerla cerca de la lumbre para que con su calor se secara antes. 229


Durante el tiempo de secado nosotros dábamos ajo a la piel, varias veces, porque así al secarse encogía más, quedaba más tensa y si, al tocarla, le caía agua resbalada del carrizo la despedía mejor. Una vez terminada sonaba de maravilla y no nos preocupaba si se rompía el carrizo porque, todos los años, cuando íbamos a quitar los mamones a los olivos del Hoyo del Colmenar nos traíamos una buena provisión de carrizos de las carriceras que había, en la misma linde de la finca, junto al rio. Pues con aquella zambomba, de sonido ronco y seco, en las madrugadas invernales nos íbamos turnado para, desde un rincón de nuestro dormitorio que coincidía con el dormitorio de mi tío Juan de Dios, darle un prolongado concierto de zambomba que lo tuviera despierto un rato por aquello que donde las dan las toman. Él nos desvelaba con el miedo de sus cuentos y nosotros, con la zambomba, le pedíamos que nos acompañara en las horas de desvelo. La verdad es que los primeros días no confiábamos mucho que, el sonido de la zambomba, llegara hasta el dormitorio de mi tío porque nos separaba una gruesa pared de tierra de casi un metro de espesor pero cuando, a la mañana siguiente, venían a darle quejas a mi madre por nuestro concierto, nos dimos cuenta de la potencia sonora del instrumento y nos animamos a repetirlos varias madrugadas en cada semana. Mi madre nos reñía y amenazaba con romper la zambomba o guardarla, bajo llave, hasta la Noche Buena. Pero nosotros, que no podíamos decir que era para devolverle a mi tío insomnio por insomnio, nos excusábamos diciendo que como no podíamos dormir, por el miedo del cuento que nos había contado mi tío, pensábamos que tocando la zambomba asustaríamos, con su ruido, al fantasma del cuento para que no viniera por nosotros. La verdad es que nuestra excusa no era de mucho peso, pero la zambomba seguía estando a nuestro alcance y todo se terminaba así, quizá, porque a muestra madre no le gustaba que nos contaran esos cuentos de miedo.

El Pelotas

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Cuando el diablo no tiene nada que hacer mata moscas con el rabo. Así dice uno de los refranes castellanos que yo oí, muchas veces, siendo todavía niño. Pues a mi hermano Antonio le sucedía una cosa parecida. Su forzada inactividad sin poder levantarse de la silla y dependiendo, siempre, de los demás para todas las cosas hacía que, su imaginación, volara creando situaciones jocosas y bromas que, es posible que, a él le hubiera gustado realizar, tal vez, por la simple curiosidad de ver la reacción de quien las recibía. Algunas veces su deseo de conocer la reacción de las personas ante una situación rara o, simplemente poco frecuente, le llevaba a pedirnos que provocáramos nosotros alguna de esas situaciones que para él eran imposibles de realizar. En esta ocasión, él solito, ideó la broma y la llevó a la práctica porque, estando sentado asomado a la puerta de la casa como cada día, vio venir por la parte baja de la Solana al Pelotas, un gitano que entonces tendría quince o dieciséis años, y pensó que era la persona adecuada para gastarle una de sus bromas. Cuando el Pelotas llegó a la puerta se paró un paco para hablar con mi hermano, como hacía casi siempre que pasaba por la puerta de la casa. Mi hermano le preguntó si quería hacerle un favor porque, necesitaba una cosa de la tienda y, no estábamos allí ninguno de los hermanos para ir por ella. El gitano, muy servicial, le dijo: “¡Claro que sí!, ¡Señor Antonio, yo voy y le traigo lo que usted me diga!”. Entonces mi hermano le dijo que iba a escribirle en un papel lo que necesitaba para que no se le fuera a olvidar y trajera una cosa distinta. Escribió algo en un papel y se lo dio diciéndole que dijera en la tienda que le dieran lo que decía el papel y por la tarde iría mi madre a pagarlo. El Pelotas que no sabía leer fue con su papel a la tienda de la María Sacristán, le dio el papel al hijo, que estaba despachando en ese momento, y le dijo, como le había dicho mi hermano, que le diera aquello para Antonio de la Visitación que, por la tarde, iría la madre a pagarlo. Al leer el papel al tendero le dio un ataque de risa que le impedía a hablar. Pero el gitano viendo no hacía más que reír y no le daba nada, para 231


llevarlo a mi hermano, le insistía que le diera aquello porque a mi hermano le estaba haciendo mucha falta. Cuando el tendero logró poder hablar algo dijo al Pelotas, sin dejar de reír, que le dijera a mi hermano que eso, en aquel momento, no se lo podía dar. Como el Pelotas seguía insistiendo, vino María para ver qué pasaba. Su hijo le dio el papel y la risa de la madre fue mayor que la del hijo. Finalmente, sin dejar de reír, los dos explicaron, como pudieron, al gitano que no podían darle lo que decía el papel porque, mi hermano, pedía que le dieran: LA MUERTE A ESCOBAZOS. Volvió el Pelotas a la Solana y, muy serio, dijo a mi hermano: ¡Válame señor Antonio! ¡Con lo mucho que yo le aprecio a usted! ¿Por qué me quiere Usted tan mal para pedir que me maten? Y ¡Además a escobazos como a las ratas! Por más que mi hermano intentó que comprendiera que había sido una broma para hacerle ver que debía aprender a leer, porque si hubiera sabido leer el papel no habría ido a la tienda, no logró convencerlo y el Pelotas se fue Solana arriba refunfuñando. Tan mal debió sentarle la broma que, en muchos mese, mi hermano no lo volvió a ver por al Solana. Chocolate de Lodo Una tarde estábamos jugando a los barrenos, frente a la casa, en la acera de poco más de treinta centímetros de ancha que había junto a la tapia del corral para evitar las filtraciones del agua que caía de las canales cuando llovía. Mi hermano Antonio, sentado en su silla en la puerta de la casa, nos observaba entre pensativo y divertido viendo como discutíamos cada vez que a un barreno, al explotar, se le formaba un agujero grande y los demás racaneaban para no rellenar con su barro todo el agujero. El dueño del barreno explotado reclamaba a los otros que pusieran más barro hasta tapar bien el agujero. Muchas veces al reclamar mayor cantidad de barro lo llamábamos manteca y las reclamaciones se hacían pidiendo que siguieran poniendo manteca sobre el agujero.

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En esa dinámica de usar distintas materias para sustituir a “barro” a uno se le ocurrió pedir que pusieran chocolate para tapar el agujero de su barreno. Es posible que al oír la palabra chocolate a mi hermano le surgiera la idea que buscaba para una de sus bromas. Al irse mezclando, con el juego, arcillas de distintos tonos de color el barro de algunos tenía un color muy parecido al del chocolate Doria que nos daba mi madre algunas tardes para merendar. Entonces Antonio nos propuso el reto de ver quien modelaba mejor, con su barro, una tableta como las de chocolate, y para eso le pidió a mi madre el envoltorio de una tableta que había empezado aquella misma tarde para que que nos sirviera de medida en el desafío propuesto por mi hermano. Mi madre le dio el envoltorio de papel y mi hermano le pidió también el papel de plata que venía entre el chocolate y el papel. Tomando los envoltorios como medida después de algunos retoques conseguimos hacer con el barro una tableta de las mismas dimensiones que las del chocolate y con un palito hicimos las marcas de división de las onzas. Mi hermano nos dijo que pusiéramos la mejor hecha en la azotea, hasta el día siguiente, para que se secara un poco y que al día siguiente haríamos un experimento que, si salía bien, nos iba a divertir mucho. Esa tarde dejamos el barro y nos fuimos a la parte alta de la calle a jugar en la placetilla de la puerta de los Ruano. Al día siguiente nos volvimos a reunir esperando ver el experimento que pensaba hacer mi hermano con la tableta modelada con barro la tarde anterior. Mi hermano envolvió cuidadosamente la tableta con el papel de plata del chocolate. Después le puso la envoltura de papel del Chocolate Doria, que le había dado mi madre, y después de pegar la envoltura nos mandó colocarlo en la parada del coche de viajeros, sin que nos viera nadie dejarlo, mientras toda la gente estaba pendiente de los bultos que bajaban de la vaca del coche. Además de dejarla sin ser vistos debíamos estar pendientes de quien cogía la tableta para ver como reaccionaba al darse cuenta de que, en lugar de chocolate, había encontrado una tableta de arcilla.

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Como nadie es perfecto, al dejar la tableta, también nos pusimos a mirar las cosas que bajaban del coche y no vimos quien fue el afortunado que tuvo el hallazgo y nos quedamos sin poder conocer cómo reaccionó ante el fiasco. Mi hermano nos dijo que no nos preocupáramos porque el barro todavía no estaba muy duro y, si quien lo había cogido lo abría donde u hubiera mucha luz y lo mordía porque el papel olía a chocolate no había peligro de que se rompiera un diente, salvo que tardaran varios días antes de abrirlo para comérselo y en ese caso, simplemente por el tacto, se podía notar que no era lo que olía. Pasaron días, semanas y meses sin que se oyera ningún comentario sobre el hallazgo de aquel chocolate de lodo. Eso indicaba que el contenido real de la tableta había sido descubierto y quien la había cogido quiso permanecer en el anonimato para que no se supiera que la gustaba coger lo que no era suyo.

Natillas –tillas. En las fiestas que se celebraban en octubre, un día, mi madre nos preguntó si queríamos de postre, por la noche, arroz con leche o natillas. Antonio le dijo que natillas pero que nos dejara a nosotros abrir el sobre. Cuando, después de almorzar, se puso a hacer las natillas para que por la noche estuvieran frías nos dio dejó abrir el sobre de Flamín el Niño diciendo que si lo derramábamos nos íbamos a quedar sin las natillas y sin el arroz con leche. Introduciendo una aguja colchonera, por una de las esquinas, fuimos girándola y haciendo presión bajo la solapilla que cerraba el sobre y conseguimos abrirlo sin romperlo. Vaciamos el contenido donde mi madre nos dijo y nos quedamos con el sobre para volver a rellenarlo. En la azotea Antonio y yo fuimos raspando, con la navaja, trozos de tiza hasta tener una cantidad de polvo de tiza similar a la cantidad de flan que venia en el sobre abierto y para que se pareciera al contenido original del sobre le mezclamos un poco de colorante amarillo.

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Nosotros sabíamos que la tiza era inocua porque en la escuela algunas veces, para no tener que escribir con tinta, la consumíamos mojando rozos de tiza que luego nos comíamos para que no los viera don Juan. Por eso elegimos tiza para la broma. Con el polvo de tiza pigmentado con el colorante amarillo rellenamos el sobre del Flamín y lo abandonamos en el Camino Ancho, a la altura del portón de nuestro corral, con la parte impresa, con la cara del niño y el flan, hacia arriba para que llamara mejor la atención. Es curioso como ese producto después de tres cuartos de siglo se sigue comercializando con el mismo nombre y la misma presentación. Cuando dejamos el sobre serían las cuatro de la tarde y hacía un sol de justicia que, en la azotea vigilando el sobre, nos iba a asar haciendo honor al nombre de la calle: Solana. Como el tiempo iba pasando y la calle seguía desierta pensamos en bajar y recoger el paquetito para ponerlo cuando hiciera menos calor. En ese momento apareció por el Altillo una mujer que vivía un poco más abajo antes de llegar a la casa de Chaboro. Su aparición hizo que repentinamente nos olvidásemos del calor y pusiéramos toda nuestra atención en observar su reacción al encontrar el sobre. Unos pocos metros antes de llegar se dio cuenta del sobre y exclamó” ¡Un sobre de natillas! Continuó andando pero mirando continuamente a ambos lados de la calle para comprobar si la veía alguien. Pero se le olvido mirar hacia arriba donde nosotros estábamos observándola a través del enrejado de ladrillos que formaban la baranda de la azotea. Al llegar al sobre se detuvo, volvió a mirar nuevamente a los dos lados y al no ver a nadie se agachó cogió el sobre, con rapidez se lo metió bajo su delantal y continuó calle abajo hasta la tienda de la María Sacristán. Unos minutos después salió de la tienda y comenzó a subir la calle en dirección a su casa. Ahora venía con el sobre de Flamín en la mano moviéndolo al andar como queriéndolo enseñar a los que pudieran encontrarse con ella. Cuando estaba llegando al lugar donde encontró el sobre se cruzó con otra mujer, que iba en dirección a la tienda, y orgullosa le enseño el sobre diciéndole: “Mira he comprado esto para hacer unas natillas para esta noche”. 235


Ella continuó el camino a su casa y nosotros en cuanto se perdió por el Altillo entramos a la casilla para librarnos de aquel sol abrasador. Nunca logramos enterarnos del resultado de la nueva fórmula que inventamos para hacer natillas por si merecía la pena patentarla. Muchas veces he pensado si esa tendencia a disimular, cuando nos encontramos algo, y asegurarnos que nadie nos ha visto cogerlo para poder quedárnoslo, tranquilamente, es innata del ser humano o, simplemente, un vicio muy generalizado. Para mí eso sigue siendo un misterio. Todo por la música A mi hermano Antonio le gustaba mucho escuchar la banda de música. Pero como no podía ir, como los demás niños, acompañando a la música en los recorridos, que hacia tocando por las calles del pueblo, le pidió a mi madre que le pidiera al mayordomo, que acompañaba a la banda en sus recorridos, que se detuvieran un poco, junto a nuestra casa, como hacían ante las casas de los mayordomos y autoridades, cuando en su recorrido pasaban por la calle. Ante la negativa del mayordomo, entre otras razones, porque ese año la banda no pasaría por la Solana, pensamos llevar a mi hermano a la azotea de la casilla para que la escuchara al pasar por el Camino Ancho. Con esa solución nos parecía muy corto el tiempo que iba a poder escuchar la música. En la azotea, Antonio y yo, comenzamos a pensar cómo podríamos conseguir que la banda se viera obligada a parar en ese tramo de calle, aunque fuera solamente unos minutos, y cuál sería el mejor lugar donde nos convenía que se parara. No fue difícil de determinar en qué sitio de la calle nos convenía detener el paso de la banda de música para nuestro propósito. Lo que iba a resultar más difícil era la forma de obligar, a la banda, a que se detuviera y, si queríamos lograrlo, debíamos actuar rápido porque quedaba menos de una hora para que la bando iniciara su recorrido. Después de mucho pensar lo único que se no ocurrió fue usar a los niños que en multitud acompañaban a la banda en sus recorridos, la mayoría siguiendo el compás y dirigiéndola con su dedo, para que formaran un tapón que no permitiera el paso de los músicos. Aunque no muy convencidos del resultado que daría, lo único que se nos ocurría era usar unos caramelos o unas

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monedas y lanzarlas delante, al llegar la banda, como la roña que los padrinos echaban al salir de la iglesia en los bautismos, El único problema era que, con ese plan, casi se nos iba a ir el presupuesto que disponíamos para las fiestas y, sin desecharlo, nos pusimos a pensar en la posibilidad de recuperar el cebo que pusiéramos a los niños dejando caer unas monedas atadas con un hilo de cáñamo, que siempre había en la casa, y tirar de ellas antes de que llegaran a atraparlas. Eso implicaba el riesgo de que no pudiéramos tirar de la cuerda, con la suficiente rapidez, y alguno lograra atrapar la moneda y, por otro lado, con ese método apenas lograríamos detener a la música un minuto o dos. A nosotros nos interesaba que el paso estuviera cortado el mayor tiempo posible y la única forma, que veíamos, era poniendo el cebo clavado al suelo. Al fin se hizo la luz en nuestro cerebro y vimos una posible solución. No podría decir, en este momento, de quien fue la idea, aunque, supongo, que sería de mi hermano que era la mente pensante de los hermanos sobre todo a la hora de hacer barrabasadas. Había, en aquel tiempo, unas monedas de níquel que valían un real, veinticinco céntimos, que tenían un agujero en el centro de unos tres milímetros de diámetro. Por aquel agujero pasaba, muy justo, una puntilla algo mayor que las que llamaban de entablar. Esas puntillas tenían una longitud de siete u ocho centímetros que, clavadas en la calle de tierra dura, no resultaría fácil de sacar. Ya teníamos un buen plan, ahora, había que realizarlo sin pérdida de tiempo. Así que sacamos un real de una sarta de casi un centenar que tenía mi hermano ensartada con un hilo bramante, y yo con el real, la puntilla y un martillo bajé al Camino Ancho. Antonio, desde la azotea, me fue indicando el lugar que más le convenía para contemplar el resultado que esperábamos que diera aquel invento porque ahora no se conformaba con oír un rato la música sino que además quería ver la pelea de los niños por conseguir la moneda. Lo peor que podía pasar era que perdiéramos un real, pero también era muy posible que diera el resultado que queríamos. El suelo estaba tan duro que la puntilla entraba con tanta dificultad que, por un momento, comencé a dudar que pudiera hincar toda la puntilla. Después de mucho golpear con el martillo, logré clavarla casi completamente y 237


terminé desistiendo cuando, solo, quedaban dos o tres milímetros por entrar en el suelo. Pensando que hubiera tropezado con alguna piedra desistí de seguir intentando clavarla completamente porque, los dos milímetros que quedaban de la puntilla sin clavar, quizá animaría a los niños a seguir intentando arrancarla viendo que se movía y no era holgura suficiente para introducir los dedos debajo de ella para poder tirar con más fuerza. Para evitar que si pasaba alguna caballería pudiera levantar polvo y tapar la moneda, con una botella, vertí agua alrededor y, en la zona mojada, la moneda se veía a bastante distancia. La dificultad encontrada para clavar la moneda, nos hacía confiar que sería bastante difícil sacarla y que nuestro plan podía tener éxito. Regresé a la azotea junto a mi hermano y nos preparamos para no perder de vista al real y poder disfrutar de la reacción de los transeúntes al encontrarla. Pasaron dos o tres mujeres camino de la tienda y al ver, desde alguna distancia, el real se agachaban para cogerlo pero, al encontrarlo cavado al suelo, seguían su camino. Poco tiempo después llegó la banda al Camino Ancho, tocando sin cesar, por la esquina del Ayuntamiento precedida por más de una veintena de niños. Desde la azotea se escuchaba perfectamente la música y su sonido hizo aparecer la alegría en la cara de mi hermano. En ese momento, yo lo hubiera dado todo porque él, al menos esa tarde, hubiera podido abandonar su silla para acompañar a la banda como los demás niños. Pero tendríamos que conformarnos con escuchar, unos poco minutos más, la música si no lográbamos detener a la comitiva con nuestra argucia. Cuando los niños, que marchaban delante, estaban terminando de rebasar la casa de Antoñico Fraile vieron el señuelo preparado y, al grito de un real se lanzaron en tromba para apoderarse de él, porque era suficiente para subir un par de veces en los columpios. Tal como habíamos previsto se formó una pelotera de niños, empujándose unos a otros, para conseguir la moneda y cortaron la calle. Algunos, con los empujones que se daban, corrieron el riesgo de caer rodando por el Laero. La banda, sin poder pasar, continuó tocando lo que interpretaba cuando llegó allí, terminó la pieza y comenzó a tocar otra mientras, el mayordomo, luchaba por apartar los niños y despejar el paso a la banda. 238 Recuerdos de infancia


Los músicos, ajenos al forcejeo de niños y mayordomo, continuaban tocando, tan divertida encontraron la situación que algunos de los componentes, incapaces por la risa de seguir soplando su instrumento, se lo retiraban de la boca para dar rienda suelta a su risa. Cuando el mayordomo, sudoroso, logró despejar la calle lo suficiente. para que los músicos pasaran de uno en uno. la pieza comenzada a ejecutar, durante su detención, se terminó y comenzaron a interpretar otra que casi habían terminado al perderse por el Altillo. Los niños, al ver la música marcharse, se fueron con ella, sin dar por perdido el real porque algunos decían que pensaban volver, con una espiocha, para apoderarse de aquella moneda para subir con ella en los columpios. En cuanto la comitiva dobló la esquina del altillo yo bajé, rápido, con el martillo que tenía narices o pata de cabra, que llaman algunos, y haciendo palanca primero apoyado en el suelo y, a medida que el clavo fue saliendo, colocando una piedra debajo para elevar el punto de apoyo recuperé el real y volví a la azotea con mi hermano. Desconocemos lo que aquel mayordomo pensaría de lo sucedido pero si hubiera accedido a la petición de mi madre para que la música parara, unos minutos, en la puerta de casa nada de aquello hubiera ocurrido y la banda de música hubiera tardado menos tiempo en hacer aquella ronda.

El topo Uno de los años que teníamos sembradas remolachas en el Tesorillo la colonia de topos que Vivian en aquellas fincas, se había multiplicado bastante y estaban causando muchos daños en el cultivo cuando, las remolachas, tenían un tamaño similar al de las zanahorias. Al excavar sus galerías, a poca profundidad, se encontraban las remolachas en su trayectoria y las cortaban a unos pocos centímetros del nacimiento de las hojas por lo que cada día aparecían varias remolachas con las hojas mustias porque los topos las había cortado y en pocos días se secaban completamente.

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Fuera por casualidad que los topos encontraran las remolachas en sus excavaciones o que las fueran buscando intencionadamente el resultado era que, en algunas zonas, las plantas secas aumentaban considerablemente. Había que buscar una solución antes que terminaran de arruinar el sembrado. El dueño de una finca vecina enseñó a mi padre a poner unos lazos con un mamón de olivo clavado en el suelo, cerca de la topera ,por un extremo. El mamón se doblaba para que actuara como una ballesta y el otro extremo al que se ataba una cuerda con un lazo corredizo, que se colocaba alrededor de la entrada de la topera, se fijaba al suelo de modo que el topo para salir tenía cortar la fijación del mamón al suelo o arrancarla escarbando. Al quedar suelto el extremo del mamón se enderezaba y el topo quedaba colgado de él y generalmente resultaba ahorcado. Era el mismo sistema que se usaba para cazar los conejos pero en miniatura. Como las remolachas lindaban con los olivos del olivar de Vera, que labraba mi padre, cortó mamones y colocaron muchos lazos aunque fueron pocos los que funcionaron. O los topos eran muy listos, y al ver algo raro en la salida daban la vuelta para salir por otra de las entradas o que, aunque los destrozos eran muchos, los topos eran muy pocos y tenían mucha actividad. Cada vez que se regaba despejábamos las entradas de las toperas, que siempre estaban bajo el montoncito de tierra que iban sacando al excavar, para que se inundaran y tuviera que salir el topo que se suponía dentro. Pero se ve que, los topos, sabían cuando tocaba regar y se mudaban temporalmente a otra zona o tenían las toperas con una eficaz protección contra inundaciones porque, al contrario de lo que esperábamos, era raro cuando veíamos salir huyendo a ningún topo al que intentábamos darle caza. Como toda regla tiene su excepción, una tarde, un topo no abandonó a tiempo su agujero y se vio sorprendido por la inundación de sus galerías y obligado a salir huyendo o, tal vez, fue sacado a rastras por el agua que había penetrado en su galería como un tsunami. Aquel topo, sorprendido por el agua, tuvo además la mala suerte de que la salida por donde apareció a la superficie se encontraba en una zona que ya estaba inundada por el agua y, para poder correr con más velocidad, tenía que huir al descubierto sobre las hojas de las remolachas, que se mantenían secas sobre el agua. Eso, unido a su poca visión a plena luz, hacía que en su huida 240 Recuerdos de infancia


estuviera desorientado y, buscando un refugio, continuamente cambiara de dirección y pudiera ser seguido perfectamente en todo momento. Si, por el contrario, hubiese salido por una salida que todavía no hubiera sido inundada le hubiera sido posible hacerlo a mayor velocidad y ocultándose a nuestra vista bajo las hojas y, posiblemente, su huida hubiera tenido éxito. Al poder ser seguido visualmente durante toda su huida, por la dificultad que encontraba para moverse por aquel terreno inundado y que algunas hojas al subir sobre ellas se hundían haciéndolo caer al agua, al cabo de un rato, su velocidad fue disminuyendo y terminé atrapándolo aunque su captura la pagué con un mordisco que me atravesó la yema de un dedo, dejándome de recuerdo un agujero por el que podía pasar perfectamente un palillo de los dientes. Mi primera reacción fue lanzarlo, con fuerza, contra el suelo y que pagara caro aquel mordisco pero quizá me contuvo el deseo de mi hermano Antonio que, en varias ocasiones, dijo que le gustaría ver cómo era un topo, aunque fuera un topo muerto. Por eso decidí tratar de conservarlo vivo para llevárselo a mi hermano. Ese día había llevado una jaula para coger, en el olivar de Vera, una pareja de tórtolas, que ya estaban a punto de abandonar el nido, porque mi hermano Manolo que criaba palomas, en la cámara del orujo, quería ver si se podían cruzar las palomas con las tórtolas. Encerré el topo en la jaula y la colgué de un membrillo para llevarlo a Cogollos al terminar de regar. Cuando llegué con el topo enjaulado, durante unas horas fue una atracción sobre todo para los niños de la calle que vinieron muchos a verlo. Cuando el sol estaba ya casi para ponerse fui, con la jaula, a enseñarles mi trofeo a mi abuela y la tía Mercedes. Al pasar por la casa de los Ruanos estaba la madre en la puerta y también se acercó para ver al topo. No sé cómo esperaría que fueran los topos porque comento que era como un ratón y me pidió que, cuando lo vieran en la casa de mi abuela ,se lo diera para ver si su gata era buena cazadora. Yo pensé que, si se lo comía el gato, se lo merecía por todas las remolachas cortadas y el agujero de mi dedo pero, que al menos, pudiera tener una oportunidad de

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salvar su vida si corría más que el gato y, además, ahora se encontraba descansado y su huida sería por un terreno seco. Cuando salí de la casa de mi abuela la placetilla estaba llena de gente, casi todos niños, esperando contemplar el “espectáculo del verano”: La gata de Eloisa Montijano con fama de buena cazadora, en plena acción cazando un topo. Cuando trajeron la gata la sujetaron en el suelo, en el centro de la plazoleta, a una distancia de algo más de un metro de la jaula, yo abrí la jaula y cuando el topo salió soltaron la gata que se lanzó en busca del topo. Casi todos los niños gritaron: ¡Ya está! ¡Ya está! ¡Ya se lo zampa! La gata salvó, de dos saltos, la distancia que la separaba del topo que continuaba sin moverse. Cuando llegó hasta el topo con la boca abierta y parecía que se lo tragaría de un solo bocado, sin darnos tiempo a darnos cuenta de lo que había pasado, comenzó a dar saltos maullando desesperadamente y darse manotazos en la cara. El topo, que de antemano dábamos por derrotado había mordido a la gata en el labio inferior y colgaba de él sin soltarse. Cuando por fin el topo se soltó, o quizá la gata logró quitárselo de encima, la gata huyó despavorida dentro de la casa y dejando algunas gotas de sangre en el camino. Dos o tres gallinas que estaban picoteando, por la puerta del pajar de Pepe Torres, también pareció que eran espectadoras de la cacería que a pocos metros se estaba realizando y al darse cuenta de que el topo, libre del gato, estaba huyendo comenzaron a perseguirlo con el pico abierto dispuestas a terminar con él, aunque no creo que fuera para vengar lo que había hecho a la gata. El topo que no había huido de la gata si huyó de las gallinas y perseguido por ellas y la mayoría de los niños, que habían presenciado lo sucedido, corrió calle abajo hacia el Altillo y consiguió la salvación en el “Laero” donde se supone que emprendería nueva vida alejado de su colonia.

El lagarto 242 Recuerdos de infancia


En el verano del año cuarenta y nueve o cincuenta descubrimos la existencia de un lagarto en una linde cercana a nuestra era. Ese lagarto atrajo nuestra atención porque era el más grande de todos los que habíamos visto, su cabeza era casi del tamaño de un kiwi, los puntitos de colores de su lomo brillaban como gemas y su cola en los tres o cuatro últimos centímetros estaba bifurcada, cosa que rara vez se ve en lagartos y lagartijas. La bifurcación del extremo de su cola demostraba que, en alguna ocasión, había estado en serio peligro de perder la vida y, aunque salió victorioso, no salió indemne del suceso pues había estado a punto de perder el extremo de su cola que le quedó casi arrancada. Sabido es que la cola es un elemento imprescindible para lagartos y lagartijas porque les sirve de contrapeso y apoyo que evita que, en los rápidos giros en sus carreras de caza o huida, caigan rodando. Apoyando la cola en el suelo consiguen continuar de pie después de un giro brusco y por eso si, por accidente, pierden la parte final de la cola la regeneran. El cuerpo de aquel lagarto había reaccionado como si hubiera perdido completamente el extremo de su cola y la regeneró, con un nuevo extremo, a la vez que se afianzó la conservación del que tenía medio caído. Más que por poder exhibir aquel enorme ejemplar me propuse cazarlo para que algunos incrédulos vieran que era verdad que había visto un lagarto con dos puntas en la cola. La acción de su captura me ocupó varios días de acechar el agujero en los ratos que tenía de descanso en las tareas de la era y bastantes carreras, tras el animal, intentando atraparlo. Finalmente conseguí atraparlo y, si trabajo me dio su cacería, no fue menor el que me dio para mantenerlo ileso y que no escapara hasta la hora de terminar el trabajo de aquel día. Después de haber exhibido mi trofeo pensaba volver a llevarlo, al día siguiente, a las proximidades de donde lo atrapé para que continuara viviendo en su hábitat. El animal parecía haber comprendido que, en su nueva situación de cautividad, le convenía más estar tranquilo que bregar para escaparse y, 243


mientras lo teníamos en la mano sujeto por el cuello, se quedaba relajado inmóvil como si estuviera dormido. Esa inmovilidad total y mantener los ojos cerrados hacía pensar a algunos que el lagarto estaba muerto pero, la realidad, era que estaba descansando para poder, si encontraba una mínima oportunidad, emprender una huida lo más veloz que pudiera hacia la libertad. Estando en el Camino Ancho con el saurio salieron para verlo la mujer y las hijas de Antoñico Fraile a las que impresionó mucho el tamaño del animal y su quietud. Al preguntarme que pensaba hacer con él les dije que llevarlo a donde lo había cogido y dejarlo en libertad. Ellas querían ver la rapidez con que podía correr un lagarto y me pidieron que lo soltara un poco en el suelo para comprobarlo. Yo me resistía a soltarlo porque sabía que si lo soltaba allí, tan cerca del Laero, difícilmente lo podría volver a capturar para llevarlo de nuevo cerca de la era pero, ante la insistencia de Joaquina, la madre, pensé que un lagarto y mucho más aquel con el tamaño que tenía debía ser capaz de buscarse la vida en cualquier lugar y si se escapaba al Laero, éste era mucho mayor que la linde donde había vivido. Por eso puse con cuidado al animal en el suelo y él, abriendo los ojos, fue girando el cuerpo léntamente y mirando en todas direcciones. Inesperadamente comenzó una veloz carrera en dirección a la puerta de la casa de Antoñico Fraile que estaba abierta. Ya estaba a punto de penetrar en la casa cuando alguien logró interponerse entre él y la puerta y evitar que entrara a la casa. El lagarto entonces giró bruscamente en dirección al Laero, por el punto donde había una acacia, y desapareció entre los brotes de la acacia, las malvas y los cardos que crecían allí. De aquel lagarto nunca más se supo. Joaquina y sus hijas corrieron chillando a su casa y cerraron la puerta y las ventanas de la planta baja, que en el verano siempre tenían abiertas desde que dejaba de dar el sol, por temor a que el lagarto regresara y se colara en la casa.

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En todo lo que quedó de aquel verano siempre mantuvieron la puerta y las ventanas cerradas, por miedo al lagarto, y me culpaban de que el animal pudiera entrar en su casa, por haberlo traído a Cogollos. Aunque yo les decía que si aquel animal se iba del Laero nunca sería para entrar en una casa sino hacia las fincas de abajo para alejarse de las casas ellas seguían conservando el miedo al lagarto. Pero, como el miedo es libre, ellas mantuvieron mucho tiempo el miedo de ver su casa invadida por el mayor ejemplar de lagarto visto en Cogollos que si ahora estaba en el Laero era porque ellas me pidieron que lo soltara en la calle.

Vendedores ambulantes Las tiendas que había en cogollos vendían casi de todo lo necesario para cubrir las necesidades básicas de alimentación, ropa y calzado a precios asequibles para la débil economía de la mayoría de los habitantes de la localidad. Los géneros más caros, por su calidad o novedad, no se vendían en el pueblo, a no ser que fueran expresamente encargados por alguien, ya que ninguno de los tenderos se exponía a invertir en ellos y encontrarse con que no los podía vender. Otra cosa que tampoco se encontraba, en las tiendas, eran las chucherías para los niños que, aunque no existía una gran variedad de ellas, eran un lujo fuera del alcance de la gran mayoría de las familias. Y es ese tema de las chucherías el que, en parte, resolvían unos vendedores ambulantes que venían a Cogollos, dos o tres días en semana, con una cesta llena de chucherías cono caramelos, barquillo, que llamaban pan de la Habana, y otras cosas como sobres con sorpresas e incluso matasuegras. Estos vendedores tenían dos formas de realizar la venta de sus mercancías. Una era una transacción normal de intercambio del producto por el dinero que valía y la otra, que no la admitían todos los vendedores ambulantes, solamente la realizaba el trapero o Tío de lo Viejo, era el trueque o intercambio de la mercancía por objetos viejos ya inservibles o pieles de animales. Cada uno de estos vendedores tenía su pregón exclusivo que, además de anunciar su presencia y la clase de mercancía que traía, explicaba cuando en 245


lugar de venta lo que hacía era un trueque el tipo de objetos que aceptaba a cambio de ella. Entre estos vendedores ambulantes, que casi traían toda la mercancía expuesta en la cesta que llevaban al brazo, estaba el quincallero, el del barquillo, caramelos y otras chucherías comestibles, el trapero, otro que vendía productos de droguería y uno que, en lugar de vender, compraba amínales de corral y pieles de animales. En el comercio ambulante de la época estaban también incluidos los pescaderos y los que venían buscando el aceite y algunos granos, principalmente garbanzos y judías, que se llevaban, para revenderlos, en una bicicleta y también en mulos o caballos en el caso del aceite. Estos eran los estraperlistas a los que ya, antes, me he referido. El quincallero era, quizá, el único vendedor ambulante que hacía competencia a las tiendas del pueblo porque en ellas se vendía prácticamente de todas las cosas que traía este vendedor. En su recorrido por las calles se iba anunciando con un pregón que decía: Ovillos, bobinas, carretes, peines, lendreras, medias, calcetines y horquilla para la melena. Además de esos productos solía llevar otros como algún encaje, broches, corchetes, agujas, imperdibles y cosas pequeñas. El barquillero, casi exclusivamente, vendía barquillo presentado en diferentes formatos y colores, entre ellos unos redondos del tamaño de un disco de vinilo o para quien no conoció esos discos del tamaño de una pizza pequeña. El pregón de este vendedor era muy corto, solamente pregonabas: Pan de la Habana. Al rico pan de la Habana, que se come sin gana. Este vendedor, como el de los caramelos, solía traer en el centro de le cesta una ruleta y, por unas perras gordas, le dabas a la ruleta y, el vendedor, te daba un barquillo de la clase que indicaba la ruleta al pararse. El tío de los caramelos además de caramelos de varias clases y chupones, que eran unos caramelos redondos y alargados, traía también barquillo y otras chucherías comestibles. Entre los caramelos que los traía, que eran de distintos colores y sabores, destacaban unos de forma cilíndrica, con varios diámetros cruzados, que parecían ruedas gruesas de carro y otros, con sabor a mandarina, que 246 Recuerdos de infancia


tenían forma de gajo de naranja y que venían empaquetados como una naranja. A esta vendedor se le podía comprar, directamente, lo que se quería o probar suerte pagando una a varias tiradas con la ruleta que llevaba en la cesta y obtener el caramelo que indicaba la ruleta. El pregón con el que se anunciaba el tío de los caramelos decía.: ¡Niños! tirarse al suelo, romped los baberos que ya está aquí el tío de los caramelos. A este vendedor acudían muchos niños, aunque no tuvieran dinero para comprar nada, simplemente para ver las novedades que traía y lo que compraban otros niños con la esperanza de que alguno los invitara. El trapero cambiaba objetos de desecho, que luego vendía en las traperías, para su reciclaje, que ya entonces se hacía. Recogía cuanto le daban trapos y alpargatas viejas por sucios y rotos que estuvieran, también admitía hierros viejos, sacos de papel, pellejos de conejo y cuanto era susceptible de poder obtener de ello alguna utilidad. A cambio de esas cosas daba caramelos, barquillo, baratijas o sorpresas. Las sorpresas consistían en un pequeño canuto de cartón, envuelto en papel de colores para que no se viera el contenido. El cliente que prefería una sorpresa, en sustitución de la recompensa ofrecida por el trapero, elegía una o varias sorpresas, según el valor que le daba el trapero a la mercancía entregada, y dentro podía encontrar cualquier cosa como anillos o relojes de lata, caramelos y cosas así. El pregón que daba decía. ¡Trapero! trapos viejos, ropa vieja, alpargatas viejas, to lo viejo. El trapero llevaba, en una cesta la mercancía, que traía para entregar a los clientes, y para llevar los trapos y lo que le entregaban llevaba un borrico con unos canastos donde los depositaba, medio clasificados, para facilitar su venta en las traperías. Otro, de los vendedores, se dedicaba a la venta de productos de droguería que anunciaba en su pregón voceando: Jabones, brillantina, colonia, flix para las moscas, polvo para la pulgas etc. Este pregón lo alternaba con otro, exclusivo para los polvos de matar las pulgas, que decía: Cógili púlguili, ábrili pículi, échili pólvili, cátili mortili. Cuando el vecino Castillo oía este pregón, le gritaba que era tonto de remate, 247


porque ¿Quién iba a comprar unos polvos que, para matar con ellos una pulga, tenía que cogerla y abrirle el pico para echarle los polvos dentro y espera a que se muriera? Con lo fácil que era matar una pulga una vez que se ha atrapado. El pellejero era un comprador de animales pequeños, en su mayoría gallinas y conejos, pero que si se los ofrecían también compraba los pellejos de conejo o de choto, y hasta huevos y chotos. Quizá se le debió llamar el gallinero porque lo que más compraba eran gallinas, pero él se pregonaba como el pellejero. Su pregón decía: el pellejero, compro gallos, gallinas, conejos, pellejos de choto, pellejos de conejo, to lo compro... Una de las cosas que, aun siendo pequeña, pagaba muy bien porque rara vez se la vendían eran los cuajos de los chotos. El cuajo era el estómago del choto que, cuando se sacrificaba antes de que comenzara a comer, se separaba del intestino y se ataba como una morcilla por la entrada del esófago y la salida al intestino. Ese estómago se procurara que tuviera una buena cantidad de leche porque cuanta más leche cuajada contenía mayor era su valor. Para ello se sacrificaba cuando el animal terminaba de mamar, se colgaba en un clavo y se dejaba secar. Una vez seco se usaba su contenido como fermento natural para hacer el queso. Un poco del contenido de ese cuajo era suficiente para que varios litros de leche se cuajaran, por eso se llama cuajo, y se convirtieran en queso quedando solamente que eliminar el suero sobrante y prensarlo en moldes apropiados. Los pescaderos llevaban el pescado en bicicleta, normalmente llevaban una caja o dos por culpa de la cuestas que tenía la carretera para venir a Cogollos. De pequeño recuerdo que venían los dos hermano Bravo, Pepe y Miguel, y otro pescadero que se llamaba Nicolás. En el camino paraban un poco tiempo en Pulianas y Güevejar , para vender algo y quitarse algún peso para lo que les quedaba de camino. Luego uno subía a Nivar y los otros dos seguían hasta Cogollos. Estos al llegar al chorreadero donde cae el agua que bajaba de los molinos de la Ribera, con el platillo de la romana que llevaban para pesar el pescado, echaban agua al pescado para que llegara a Cogollos limpio y con buena vista para facilitar su venta porque hasta allí con el traqueteo sufrido por los baches de la carretera 248 Recuerdos de infancia


llegaba tan batido y con tan mala presencia que pocas mujeres lo hubieran comprado. El pescado que llevaban era especies populares y poco variadas, generalmente, llevaban sardinas, boquerones, morralla o jureles y, con menos frecuencia vendían almejas, pescada o japuta. Luego, a mediados de los cincuenta, se les unió o mejor dicho, les hicieron la competencia Paquito Talero y Pepe Colorín que eran de Cogollos y traían el pescado en moto. Como llegaban antes tenían más facilidad de vender su mercancía. Como nota curiosa recuerdo que Colorín repostaba la moto añadiendo a la gasolina una parte generosa de petróleo que era bastante más barato. Además de esos vendedores ambulantes, que venían a Cogollos, había otros vendedores, que eran del pueblo, entre los que recuerdo a Jonio con sus “arrendundes” (garbanzos tostados), Jules que vendía helado, Luis que alternaba el helado y las almendras tostadas según la época del año, la Rosario Rufina con sus polos de hielo, Dolores la Albarrana que vendía telas y la quincallera que siendo yo pequeño dejó la venta porque era muy mayor. El Jonio vivía cerca del Corral de Concejo y era un especialista en tostar los garbanzos que vendía y también cambiaba. Recorría las calles generalmente por las tardes, ya que las mañanas las dedicaba tostar los garbanzos. El tostado lo realizaba en un perol de cobre puesto al fuego con yeso donde, una vez que estaba bien caliente, echaba los garbanzos ya hinchados, por haberlos tenido en agua bastantes horas, como si se fuera a hacer con ellos un cocido o un potaje. Desde el momento que echaba los garbanzos al perol, con el yeso, los iba removiendo constantemente con un mancho (manojo) de esparto. El yeso iba absorbiendo la humedad del garbanzo y la altísima temperatura que alcanzaba, puesto al fuego, aceleraba el proceso de tostado. Cuando los garbanzos conseguían el punto de tostado suficiente, los retiraba del fuego y, con una criba, los separaba del yeso quedando listos para comerse. En el recorrido de las calles, para vender o cambiar los garbanzos, llevaba los tostados en una esportilla y los que le entregaban, cuando se 249


trataba de un cambio, los iba echando en una talega que llevaba para eso. Los garbanzos que recogía en los cambios eran los que tostaba en los días siguientes. Cuando se trataba de una venta no cabía sospecha de ser engañado porque cada una de las medidas que llevaba tenía su precio y cada cliente le pedía la medida que deseaba. El truco, si es que se puede llamar así, estaba en la medida porque lo normal era que te diera una medida rasa de garbanzos tostados por la misma medida colmada de garbanzos sin tostar. Es posible que con el aumento de los garbanzos, al estar hinchados por las horas que habían estado en remojo, hubiera obtenido una ganancia suficiente, pero o no era así o quería obtener más beneficio y, entonces, entraba en juego su truquillo que se encontraba en la vasija. Los garbanzos que se entregaban y los tostados se medían con la misma vasija, de forma cúbica y apariencia normal exteriormente. Pero tenía la base tan gruesa que la cabida interior era solo la mitad, o menos, de la altura exterior y en el colmo entraban casi tantos garbanzos como cabían en el hueco de la vasija. De esa forma la cantidad que recibías de garbanzos tostados era muy poquito más de la mitad de los que tu habías entregado. Por eso no aceptaba nunca si uno pretendía hacer las mediciones con una medida normal de un cuartillo o medio cuartillo. Pero esas eran sus condiciones y si querías comer los garbanzos tostados tenías que aceptarlas. El no obligaba a nadie para que le comprara o cambiara los arrendundes, que era como el pregonaba sus garbanzos tostados. Jules era el primer vecino de Cogollos que se dedicaba a vender helado en los veranos. El helado lo compraba en Granada ya hecho y lo traía en unos recipientes termo, especiales para helado y, a partir de media tarde, hacia un recorrido por las calles llevando el helado en un carrito que empujaba, con bastante trabajo,, y avanzaba dando algunos saltos por las calles empedradas. El carrillo del helado tenía un toldillo para que en la medida de lo posible las tapaderas de las garrafas del helado, que no tenían aislamiento térmico, estuvieran en sombra y el helado aguantara más tiempo sin derretirse.

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En su recorrido anunciaba su presencia pregonando repetidamente el clásico ¡helado! ¡Helado! ¡Al rico helado de fresa, turón,,,,,! Y citaba las variedades que llevaba. Durante unos años fue el único vendedor de helado en el pueblo. Luego otro cogollero, Luis, comenzó a hacerle la competencia en la venta del helado. Luis recorría las calles, pregonando su helado, pero iba sin carrillo y llevaba la garrafa del helado cogida por una corea colocada en forma de asa. Al no tener la dificultad del carrillo para desplazarse por las calles empedradas hacía el recorrido más rápido y podía hacer la venta antes. Sin embargo Jules tenía muchos clientes fijos que aunque Luis pasara antes por su calle esperaban a que llegara él para comprar el helado. Luis subía algunos días a la Solana cosa que no podía hacer Jules por lo difícil que hubiera resultado subir por las cuestas tan pendientes. En los meses menos calurosos, que no traían helado, y algunas tardes del verano , después de vender el helado, Luis se dedicaba a vender almendras tostadas que él las preparaba y llevaba al horno para tostarlas. Llevaba almendras tostados de dos clases una con piel, que estaban más saladas, y otras sin piel, más blancas y menos saladas. Las almendras que vendía Luis tenían fama de estar muy buenas pero eran algo caras pues, si no recuerdo mal, una docena costaba una peseta cuando un jornal se pagaba a menos de dieciséis pesetas. En los meses de verano, cuando Jules y Luis llevaban unos años vendiendo helado, se empezó a vender otro producto refrescante que, aunque le llamaban polos, no era un polo como los que se venden ahora. A ese producto elaborado en presencia del cliente, tal vez sería más propio llamarle granizada, pero como su vendedora le llamaba polos pues valga ese nombre. Rosario la Rufina comenzó a vender en la puerta de su casa, cerca del Corral de Concejo, esos polos y al poco tiempo trasladó su “industria” al Llanete. Estos polos que vendía la Rufina refrescaban más que el helado y costaban bastante menos. Ella , sentada en una silla baja, tenía en una mesita, sobre un hule, una barra de hielo, de la que iba arrancado trocitos con una pequeña caja metálica 251


que tenía un raspador, colocado de forma que las raspaduras de hielo ,que arrancaba de la barra, se iban introduciendo en la caja. Cuando la caja estaba llena de aquellas raspaduras, arrancadas a la barra, las sacaba de la caja y las rociaba con uno de los líquidos que, con varios colores y sabores, tenía junto a ella en botellas. Así eran los famosos polos que vendía la Rufina, muy frescos porque eran puro hielo con un poco colorante dulce y el sabor que elegía el cliente entre los que tenía. También era posible pedirle más de un sabor. Por su frescor y lo económicos que eran tenían mucha aceptación entre los niños y los no tan niños porque con lo que costaba un cucuruchito de helado, de Jules o de Luis, te podías comer tres o cuatro polos de la Rufina y, la verdad ,en aquellos veranos calurosos casi primaba más la cantidad que la calidad. Dolores la Albarrana, la madre de los Motas, vendía algunas telas en su casa al comienzo de la Umbría Alta. Casi siempre eran encargos que le hacían pero cuando iba a Granada a por los encargos siempre compraba alguna tela que encontrara de oferta para revenderla en el pueblo entre sus clientas. Las telas que generalmente traía para vender, sin encargo, era rizo para pañales, lona para lienzos para la recogida de aceituna, pana y dril para pantalones y chaquetas para el campo y telas para camisas y faldas y sábanas. Esas telas que adquiría sin encargo las llevaba, directamente , a la casa de las clientas que creía más probable que pudieran comprarlas y, por eso, no necesitaba ir pregonando, por la calle, las telas que tenía para su venta. Cuando iba a las casas de las clientas para llevarle los encargos, que le habían hecho, aprovechaba para ofrecerles las telas traídas sin encargo. De esa forma la mujer, que era viuda y tenía dos hijos, se iba ayudando a sacar su casa adelante. Otra vendedora ambulante, que vivía en Cogollos, era la conocida como “Anica la Quiquillera” por el hecho que vendía quincalla recorriendo las calles llevando, en el brazo, una cesta donde llevaba su mercancía. Esta mujer que no recuerdo su nombre, igual que la Albarrana, no iba pregonando su mercancía por las calles sino que, directamente, preguntaba a 252 Recuerdos de infancia


aquellas mujeres que pensaba que podían comprarle algo si necesitaban alguna cosa de las que vendía. Pero, como era muy mayor, salía pocas veces a vender por la calle y las clientas iban, directamente a su casa, algunas principalmente por ayudarle, porque el vendedor que venia de fuera le hacía mucha competencia, que por tener necesidad urgente de lo que le compraban. De ella, mi madre y mi abuela, contaban que cuando se quedó viuda comenzó a pasar muchos apuros económicos hasta el punto de comprometer seriamente la felicidad de su hija. Muchas veces oí contar que en una ocasión que necesitó reparar el tejado de su casa al no tener dinero pidió prestado al Tío Antoñico Robles, que era prestamista, veinticinco duros para pagar la reparación. El Tío Robles era muy mayor y estaba soltero se los dio con la condición de que si llegada la fecha que acordaron para la devolución no se los podía pagar la hija de la Quinquillera se tenía que casar con él. Cuando estaba próxima la fecha del vencimiento la hija, que decían que era muy guapa y casi cuarenta años menor que Robles, viendo que no iban a poder pagar el préstamo decía continuamente a su madre que si pudieran darle a Antoñico Robles los veinticinco duros no se casaba con él pero que estaba viendo que no iba a tener más remedio que casarse. Un día, que pasó vendiendo por la Solana, pidió a mi abuela que le comprara algo para ver si juntaba lo suficiente para que su hija no se tuviera que casar. Mi abuela extrañada intentó corregirla diciendo que querría decir para poder casar a su hija. Entonces, la Quinquillera, le dijo que ella no quería que su hija tuviera que casarse con Robles por la deuda contraída y la contó la causa de esa situación. Mi abuela no se lo podía creer pero le dijo que no se preocupara, que ya encontrarían una solución y que volviera al cabo de tres o cuatro días para ver si se le había ocurrido hacer algo. Cuando llegaron unos de Guadix comprando aceite, mi abuela les vendió unos pellejos (odres) de aceite. El día que volvió la Quinquillera para ver qué le aconsejaba mi abuela que hiciera, para no tener que casar a su hija con el viejo prestamista, mi abuela sacó dinero de su faltriquera y le dijo: Toma, págale a Robles, y, si algún día puedes, me lo devuelves si no puedes en paz estamos. 253


Lo que nunca quisieron contarnos fue si pudo devolverle el dinero o resultó ser un préstamo a fondo perdido. La radio En la segunda mitad de la década de los cuarenta Antonio estaba completamente impedido de movimiento como consecuencia de la polio que le afectó desde los cinco años y desde que lo levantaban hasta que lo acostaban tenía que pasar todo el tiempo sentado en una silla. Es verdad que le habían procurado una silla que le resultara lo más cómoda posible pero hasta en la silla más cómoda del mundo estar obligado a permanecer sentado día tras día desde que te sacan de la cama hasta que te llevan a ella suponía un suplicio difícil de soportar. Sim embargo él nunca dio muestras de desesperación y soportaba su situación con una entereza y un estoicismo digno de la mayor admiración. Él se había acostumbrado a moverse por la cocina haciendo movimientos bruscos de cintura de forma alternativa hacia un lado y hacia el otro. Con esos movimientos conseguía dejar un instante la silla a tres patas, con una pata delantera levantada, y que la pata levantada se desplazara hacia adelante unos centímetros. Con esos forzados movimientos de cintura tenía cierta capacidad de movimiento por el suelo llano de la habitación y, aunque no podía salvar escalones por pequeños que fueran, podía llegar hasta la puerta de la casa, cuando no había nadie que lo llevara, para entretenerse viendo las personas o los animales que pasaban por la calle. Esos desplazamientos autónomos eran tan lentos que tardaba casi diez minutos en recorrer la distancia de un extremo al otro de la cocina. Por eso solamente recurría a ellos cuando no había en la casa quien lo desplazara o cuando, en ocasiones él quería hacer algún ejercicio. Mientras que don Juan estuvo yendo a casa para darle clase como necesitaba cada día unas horas para hacer los ejercicios y aprender las lecciones le quedaba menos tiempo para aburrirse. Pero desde dejó de ir a darle clase no tenía en que ocupar el tiempo como no fuera en leer algunos libros que le traían o pasar horas y horas asomado a la puerta de la casa, mirando a la calle, para ver lo que ocurría en ella. 254 Recuerdos de infancia


Para ampliar su campo de observación, cuando estaba asomado a la puerta se le dejaba abierta la puerta de bajada al corral y a través de su abertura podía ver los escasos movimientos que pasaban por la carretera desde casi el tercer puente hasta las terreras de Nivar. A Antonio le gustaba tanto escuchar música que un día mi abuela Modesta le regaló una gramola que tenía y diez o doce discos parecidos a los de vinilo que, aunque eran de mayor tamaño que un LP de los años cincuentasesenta, solamente contenían una canción por cada cara. Casi todos aquellos discos eran de una discográfica que se llamaba La Voz de su Amo. Aquellos discos tenían el problema de que eran tan frágiles que, al menor golpe, se hacían añicos y por eso había que manejarlos con mucho cuidado. Para reproducir el disco se usaban unas agujas metálicas que eran muy blandas porque ninguna aguja aguantaba más de diez o doce reproducciones porque, en seguida, se gastaba la punta como si la hubieran limado por un lado y el sonido salía distorsionado. Para hacer de altavoz tenía un cono metálico retorcido en forma de espiral por la cúspide y por ese extremo estaba unido a una cajita que era donde de colocaba la aguja sujeta por un tornillo pequeño. Aquella gramola funcionaba con cuerda, parecida a las cuerdas de los relojes de pared, que se accionaba mediante una manivela pequeña y se dejaba frenada por una palanquita que al cambiarla permitía a la cuerda ir desenrollándose y que el disco girara. Como la velocidad de giro iba disminuyendo a medida que la cuerda iba perdiendo fuerza el sonido de la gramola se iba poniendo más grave al aminorar la velocidad. Ese efecto lo usábamos algunas veces, para asustar a los niños pequeños, poniendo la gramola a funcionar cuando solo se había enrollado una parte de la cuerda para que el disco girara lentamente produciendo unos sonidos muy graves y alargados como arrastrando las sílabas y les decíamos que era la voz del Tío Camuñas, que era el más usado en Cogollos para asustar a los niños, que estaba queriendo salir de la gramola. Aquella gramola los primeros días sirvió a Antonio mucho para distraerse pero el reducido número de canciones que disponía, la cantidad de agujas especiales que necesitaba y la rápida disminución del número de discos, porque al menor descuido se rompían, hizo que muy pronto perdiera el interés por la gramola y tuviera que resignarse nuevamente a la observación de la calle y la carretera el tiempo que no tenía ganas de leer. 255


Eso fue lo que llevo a mi madre uno de los días que tuvo que ir a Granada a preguntar por una radio de segunda mano que vio en un escaparate. Entro en la tienda decía que para saber , por curiosidad lo que costaba, convencida de que las radios debían ser bastante caras porque era un aparato que en Cogollos solamente decían que tenía una Pepe Jiménez. Pero como preguntar no le iba a costar dinero, ella no pensaba volver a Cogollos sin saber lo que valía aquel aparato de radio y volver a su casa soñando con la esperanza de poder comprar, algún día, una que sería la mejor distracción que podía proporcionar a su hijo impedido. En la tienda antes de decirle el precio se la conectaron para que viera cómo funcionaba. Mientras iban escuchando el receptor no cesaban de hacerle preguntas para conocer las razones por las que se interesaba por aquel aparato tal vez buscando una motivación para sacarle el mayor dinero posible por ella. Al conocer que el único interés que mi madre tenía era proporcionar una distracción a su hijo que estaba impedido de movimiento el de la tienda le dijo que el receptor no era de él. Él tenía un taller de reparaciones y se la habían dejado para que la vendiera por una cantidad y lo que pudiera sacar demás se lo quedara él. Pero que al conocer la razón que tenía mi madre para comprarla él estaba dispuesto a dársela por lo que quería el dueño sin ganarse nada. Como mi madre no llevaba suficiente dinero para pagarla fue a la tienda de mis tíos y le contó a mi tío Rafael la ocasión que había encontrado de comprar el receptor para Antonio. Mi tío dejo al dependiente en la tienda y se fue con mi madre a ver si el receptor funcionaba bien y merecía la pena comprarlo. Cuando mi tío vio el receptor y cómo funcionaba aconsejó a mi madre que lo comprara que él le dejaba el dinero que le faltaba y cuando se lo fuera a devolver le perdonaría algo para contribuir a alegrar la vida de su sobrino. El hombre del taller les estuvo explicando cómo tenían que instalarla, ponerle la antena y cómo funcionaba. Pagaron el receptor pero lo dejaron en el taller porque el hombre le prometió llevarlo al coche de cogollos antes de que saliera y que en la caja le iba a poner de regalo unos metros de cable para que pusieran una buena antena. 256 Recuerdos de infancia


Además se ofreció a subir el domingo siguiente a Cogollos en una moto que tenía para comprobar que estaba bien instalada y solucionar si tenía algún problema. El domingo por la mañana subió como había prometido y después de revisar como se había instalado dio su visto bueno. Aquel hombre me parece que se apellidaba Quesada guardó buena relación con Antonio y fue quien, unos años después, lo animó para que hiciera el curso de radio por correspondencia de la academia Radio Maimó. Cuando Antonio hizo el curso de radio y comenzó a montar aparatos algunos le dieron problemas a la hora de afinarlos, porque al no tener oscilador tenía que afinarlos de oído, y mi madre los llevaba al taller de Quesada y él se lo afinaba sin cobrarle nada. El día que, casi de noche, llegó mi madre de Granada con el receptor de radio la sorpresa que nos llevamos todos en la casa fue mayúscula. Nosotros habíamos ido a la carretera a la parada del coche de viajeros, como cada vez que iba a Granada, deseando ver lo que traía y al ver la gran caja donde venía embalado el receptor le insistíamos para que nos dijera lo que traía en aquella caja tan grande. Pero ella, durante todo el recorrido hasta la casa, se mantuvo firme en su decisión de no desvelarnos el contenido hasta que no estuviéramos todos juntos en la casa. Del mismo modo que no consistió dejar, ni un momento, que nosotros lleváramos la caja porque decía que era una cosa muy frágil. Cuando estábamos todos juntos en la casa nos enseñó todas las cosas que había comprado menos el contenido de la caja que era lo que más nos intrigaba a nosotros. El misterioso contenido de la caja dijo que no lo veríamos hasta que hubiésemos cenado. Esa noche la cena duró poco tiempo porque el deseo de que mi madre abriera pronto aquella caja hacía que nos tragáramos la comida, casi sin masticarla, como los pavos. Al terminar la cena colocó la caja sobre la mesa y comenzó a abrirla para que viéramos su contenido mientras iba explicando que era un aparato de radio para que pudiéramos escuchar música y a Antonio se le hicieran los días más cortos.

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Ella quería dejar para el día siguiente, porque venía muy cansada, la instalación del receptor y que viéramos cómo funcionaba pero no lo pudo conseguir porque todos nos negamos a ir a acostarnos sin haber escuchado un poco aquel aparato y comprobar que era verdad que podía hablar. Por eso para que no nos acotáramos muy tarde se decidió a hacer lo que le explicó el vendedor para que funcionara. Encendió el candil para que no nos quedásemos a oscuras y desenroscó la bombilla de la luz para poner en su lugar un portalámparas más largo que el de la casa que tenía a los lados dos enchufes que dijo que era un ladrón y al colocar la bombilla en ese nuevo portalámparas volvimos a tener luz eléctrica. El cable con enchufe que traía la radio lo enchufó a una caja pequeñita que venía con la radio, era un elevador-reductor de la corriente, y el cable que traía este aparato lo enchufó al ladrón. En cuanto enchufó el cable del elevador-reductor al ladrón la aguja que tenía detrás de un cristal como media esfera de un reloj comenzó a moverse y se quedó señalando casi vertical en una escala que había detrás de ella una rayita entre el 90 y el 100. Entonces giró un poco un botón que tenía en la parte baja y la aguja fue avanzando hasta llegar al 110. En ese momento dejó de girar el botón y dijo que ya, solamente, quedaba que conectar la antena. La antena era un cable largo que venía en la caja con un enchufe en un extremo que dijo que era una banana. Metió la banana en el agujero de un enchufe que ponía antena y nos dijo que extendiéramos el cable por la cocina. Con la ayuda de una escoba extendimos el cable pasándolo por encima de los clavos que había en las vigas para colgar los melones y otras frutas. El aparato estaba instalado provisionalmente y era el momento de ver si funcionaba. Entonces mi madre se dispuso a hacer la prueba. Se santiguó y dijo bajito: ¡Vamos a ver! Ella giró un poco uno de los batones de la parte delantera y se oyó un clic. Creímos que se había roto algo dentro y se nos cortó la respiración pero mi madre siguió girando el botón y empezamos a oír un ruido como un soplido cada vez más fuerte. Cambió de botón y al ir girándolo, muy despacio, comenzó a moverse una aguja grande que había delante de un cristal que tenía escrito el nombre de muchas ciudades. Unas eran españolas como Sevilla, Madrid, Barcelona, Granada, etc. y otras extrajeras como Roma, Barí, Paris, Lyon, Marsella, Moscú 258 Recuerdos de infancia


etc. y mi madre nos dijo que eran los nombres de emisoras de radio que había en esas ciudades. De pronto el soplido desapareció y salió hablando una mujer. Pero debía ser una emisora extranjera porque ninguno entendíamos lo que decía. No faltó quien se pusiera a mirar por la parte trasera de la radio para ver donde estaba la mujer que hablaba porque, creíamos que si la voz salía de la radio, aquella mujer tenía que estar dentro. Al continuar girando el botón distintas voces de personas y música se iban escuchando y callaban para al momento comenzar a oiré otra cosa. En una de las emisoras que se oían con más volumen dijeron algo de Paris y en seguida empezó a oírse una música de acordeón muy alegre que estuvimos escuchando un rato hasta que mi madre se puso seria y nos obligó a irnos a la cama con la promesa de al día siguiente dejarnos oír la radio toda la tarde desde que llegáramos de la escuela. Al día siguiente sacamos el cable de la antena por la ventana, lo subimos hasta la terraza y lo que llegaba lo extendimos entre dos piquetas como si fuera un tendedero. Ahora con la antena más alta y más extendida la radio sonaba más fuerte y se recibían muchas más emisoras. Como mi madre nos había prometido nos dejó toda la tarde escuchando música por la radio. Enseñándole a muchos vecinos lo bien que funcionaba porque se corrió la voz de que teníamos una radio y vino mucha gente a verla. Desde ese día mucha gente en el pueblo comenzó a considerarnos nuevos ricos porque además de Pepico Jiménez éramos los únicos que teníamos radio. Antonio en pocos días se aprendió las emisoras que emitían música o noticias y a las horas que ponían cada cosa y se encargaba de buscar lo que queríamos oír. Por las tardes en algunas emisoras radiaban novelas y Antonio, como no tenía ni podía hacer otra cosa, se aficionó a ellas. Yo también me enganche a uno de esos culebrones que duró casi desde primero de mayo hasta final de octubre que se llamaba Diego Valor y trataba de una guerra espacial entre Marte y la Tierra en la que los protagonistas eran Senro, que era el jefe de los marcianos, y Diego Valor, que era el comandante de las fuerzas de los terrícolas. Algunas noches había emisoras que transmitían obras 259


de teatro completas, que nos gustaba escuchar a toda la familia. La mayoría de las obras que radiaban eran de autores clásicos como Lope de vega y Calderón de la Barca. Entre los locutores que mejor interpretaban esas obras estaban Pedro Pablo Ayuso y Juanita Hilton. Algunas noches que radiaban alguna obra teatral venían a oírla personas de la familia o vecinas. Pero había dos vecinos Barrilado y Castillo que le decían a mi hermano que los llamaran cuando emitiera propaganda una emisora clandestina que emitía desde Francia con el indicativo de Radio España Independiente emisora Transpirinaica porque querían oír los mítines que daban contra el gobierno de Franco. A los pocos días de tener la radio el pariente Tomás Jiménez, que se había salido del seminario e ingresado en la policía, le dijo a mi madre que no sintonizaran nunca esa emisora porque podía meterse en serios problemas si se enteraba la Guardia Civil. Desde entonces nosotros, porque lo prohibido es lo que más se apetece, cuando mis padres y los pequeños se acostaban, algunas noches la poníamos muy bajito para que ni mis padres se enteraran ni se oyera desde la calle. Unos meses después de tener en casa la radio nos enteramos que la placa de enchufe, similar a la de la antena, que la radio tenía en la parte trasera en la que ponía fono servía para que el receptor funcionara como amplificador si se la conectaba a esa placa el plato de un tocadiscos o un micrófono especial. Antonio y yo nos propusimos sacarle provecho a esa placa y usar el receptor como Karaoke y como medio para gastar alguna broma. Desde ese momento nuestros esfuerzos se dirigieron a localizar uno de esos micrófonos y comenzamos a ahorrar el poco dinero que conseguíamos para poderlo comprar. Antonio pidió a Radio Maimó información sobre el curso de Técnico de Radio que tenían por correspondencia y casualmente con la información solicitada le enviaron catálogos de algunas tiendas que vendían materiales de radio y electrónica. Entre ellos había uno de Retel Kiss dedicado la venta por correspondencia de repuestos de electrónica y kit completos de montaje de aparatos electrónicos. Además vendían ya montados y ajustados algunos de esos kits entre ellos el micrófono que nosotros buscábamos. El primero de nuestros objetivos, localizar el micro, ya estaba logrado, ahora, solamente faltaba reunir el dinero necesario que, aunque no era mucho, para nosotros en 260 Recuerdos de infancia


aquel momento era casi un imposible. Por eso tuvimos que esperar a que llegaran las fiestas de san Antonio y con el presupuesto que nos dieron a los dos para las fiestas, si no gastábamos nada, casi juntábamos lo suficiente para comprarlo. Solo nos faltaban unas cuantas pesetas y los gastos de envió que no veíamos como los íbamos a conseguir. Quiso la fortuna que vinieran unos hombres de Guadix buscando aceite y la tía Mercedes decidió vendérselo. Mi padre no estaba para sacarlo de la tinaja y yo le dije que podía sacarlo. Ella al principio dijo que no porque decía que podía caerme dentro de la tinaja pero al final consintió que lo sacara yo. Mientras yo me cambie el pantalón por uno más viejo, por si me manchaba con el aceite, ella se fue a su casa y cuando llegué ya habían pesado los pellejos para luego destarar su peso al pesarlos llenos. Como yo no sabía que los habían pesado le dije a los compradores de pesarlos antes de llenarlos como se hacía siempre. Ellos dijeron que ya los habían pesado y mi tía tenía anotado el peso en un papel. Se me ocurrió mirar el papel donde estaban apuntados los pesos y cuando vi el peso que habían anotado les pregunté si eran nueve o diez los pellejos que se iban a llevar. Como ellos me dijeron que eran solo seis pellejos los que iban a llevarse les dije que no era posible que solo seis pellejos pesaran tanto, que yo había ajustado muchas veces las cuentas del aceite vendido en mi casa y el vendido por la tía mercedes y nunca los pellejos habían pesado tanto. Los de Guadix alegaron que sus pellejos eran muy grandes y estaban untados con mucha greda y que, además, los sacos que los envolvían estaban muy entrapados y por eso pesaban tanto. Yo volví a insistir en que debía haber un error en el peso o en la anotación y que se debían pesar otra vez para comprobar que el peso anotado estaba bien que eso solo nos iba a llevar unos minutos y así quedábamos todos tranquilos pero no estaban dispuestos a que se repitiera la pasada. La tía Mercedes me dijo que dejara de discutir y comenzaría a sacar el aceite. Ante eso solo pude decirle que el aceite era suyo y si quería regalarles más de media arroba de aceite yo me callaba y lo sacaba de la tinaja. Eso le hizo pensar que yo pudiera tener razón y hubieran tratado de engañarla en la tara dijo que, para tranquilidad de todos, lo mejor era volver a realizar el peso porque solo se tardarían unos pocos minutos. 261


Al final los compradores cedieron insistiendo que el peso que habían hecho antes estaba bien y que mi tía lo había visto en la romana. Es posible que temieran tener que irse sin aceite porque antes habían preguntado en varias casas y en ninguna quisieron venderles aceite ese día. Colgamos los pellejos de la romana y cuando se colocó el pilón en el punto exacto quisieron descolgar la romana para acercarla a la puerta y “ver mejor el peso”. Pero antes de que descolgaran la romana yo mire el peso y lo dije en voz alta. Ellos acercaron la romana a la puerta para ver el peso allí que había más luz y fingiendo estar sorprendidos dijeron que era lo que yo decía y que seguramente cuando antes acercamos la romana a la puerta se debió correr el pilón un poco por el mástil de la romana y por eso vimos más peso. Los pellejos pesaban casi ocho kilos menos que en la primera pesada. Cuando se llenaron los seis pellejos y empezamos a pesarlos yo, que había ido contando las medidas que sacaba, les dije que llevaban treinta y seis arrobas y media de aceite. Ellos dijeron que ahora si estaba yo equivocado porque nunca había cabido tanto aceite en aquellos pellejos pero que de todas formas la romana lo diría. Cuando sumamos los seis pesos y descontamos la tara el peso neto del aceite resulto ser el que yo había dicho menos un cuarterón. Ajustamos la cuenta del valor del aceite y cuando se fueron mi tía me dio cinco duros diciéndome toma que te los has ganado bien. Cuando se los enseñé a mi hermano Antonio se puso loco de contento y comenzó a escribir una carta pidiendo el micrófono que nos tardó en llegar algo más de una semana. Con la radio y el micrófono Antonio se lo pasaba de maravilla haciendo de locutor y gastando alguna broma que otra que citaré en otro momento. Algunas tardes en la azotea radiábamos nuestras obrillas de teatro de los Hermanos quintero que leíamos en un colección que yo había comprado de la colección Biblioteca Teatral Salesiana.

Bromas radiofonicas: Discos dedicados

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Una vez conseguido el micrófono que nos permitía hablar por nuestra radio fueron muchas las bromas que, con él, gastó Antonio a la gente que pasaba por la calle durante las emisiones del programa de discos dedicados. El procedimiento era muy simple. Cuando el locutor anunciaba el disco que iban a emitir, si veía que alguien se acercaba por la calle, desplazaba el dial a una zona sin emisora, daba volumen a la radio y, con el micro, dedicaba el disco a la persona que se acercaba como si fuera una petición realizada por un amigo. Casi siempre la dedicatoria era la que más veces se oía en aquel programa: de una persona que lo aprecia, o algo similar. Al terminar la dedicatoria volvía a sintonizar la emisora para que se oyeran el resto de las dedicatorias pedidas para aquel disco y a continuación, como era natural, la reproducción del disco. Muchos de los destinatarios de esas misteriosas dedicatorias entraban a preguntarle a mi hermano si él se había enterado quien había dicho el locutor que le dedicaba el disco o qué disco era el que le habían dedicado y se esperaba para oír el disco. Al terminar la reproducción del disco continuaba su camino pensando, intrigado, quien podría ser la persona que le había dedicado el disco. Cuando se terminó la casa del Camino Ancho y nos fuimos a vivir a ella mi hermano encontró en las hijas de Antoñico fraile las víctimas propicias para seguir con sus bromas radiofónicas durante el programa de discos dedicados. Nuestra casa y la de Antoñico Fraile eran las únicas casas que tenían la entrada entre las dos subidas desde el Camino Ancho a la Solana y desde la habitación donde teníamos la radio hasta la habitación donde ellas pasaban buena parte del día bordando mantillas no había ni quince metros de distancia por lo que, dando un poco volumen, la radio de una casa se podía oír perfectamente en la otra cuando se tenían las ventana abiertas. Las vecinas, mientras bordaban, escuchaban su radio con muy poco volumen. Durante la mayor parte del año por la orientación de las dos casas durante las mañanas, que era cuando se emitía el programa de discos dedicados, era agradable estar con la ventana abierta. Circunstancia que propiciaba la realización de las bromas.

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El procedimiento seguido era el ya descrito, silenciar la emisora para meter con el micro, a todo volumen, una cuña con una dedicatoria especial para ellas que, casi siempre, era “para las bordadoras más simpáticas, del Camino Ancho de Cogollos Vega, de un admirador. El elevado volumen de nuestra radio superaba al volumen de la radio de ellas que, al escuchar lo de bordadoras del Camino Ancho, venían corriendo a nuestra casa para ver por qué emisora escuchaba mi hermano el programa porque ellas no encontraban esa emisora. Mi hermano siempre les decía que era una emisora que solo podían sintonizar las radios que tenía incorporado un tándem triple, condensador variable con tres grupos de armaduras, porque eran más sensibles y podían sintonizar emisoras que los receptores normales, con tándem doble, no podían sintonizar. De ese modo estuvo, durante unos meses, dedicándoles cada día un disco o dos hasta que ellas, viendo que no podían descubrir la identidad del admirador que les dedicaba tanto disco, optaron por poner su radio, cuando emitía el programa de discos dedicados, a mayor volumen para no escuchar la nuestra. Los discos solicitados Poco tiempo después, en Radio Granada, E A J 16, pusieron en antena un programa nuevo, llamado discos solicitados. Era similar al de los discos dedicados con la única diferencia de que se podía solicitar la emisión del disco que se quería oir pero sin poderlo dedicar a otra persona. Los solicitantes del disco se daban a conocer, generalmente, por un seudónimo y una auto descripción, la mayoría de las imaginaria, para no ser conocido y producir un poco de intriga en los oyentes que trataran de identificar a la persona solicitante. Era algo parecido a un chat radiofónico donde los oyentes, que solicitaban un disco, escudados en el anonimato del seudónimo daban una breve referencia de la actividad que desarrollaban normalmente o concretándola al tiempo de emisión del programa sin que se pudiera comprobar si lo que decían era realidad o pura ficción.

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Esos datos, que el solicitante enviaba por carta a la emisora, el locutor los leía y en ocasiones introducía algún comentario casi siempre jocoso. Hubo una cogollera que, con el seudónimo de la Marquesita de Cogollos Vega, se hizo asidua solicitante de discos de ese programa. Mi hermano Antonio fue cogiendo pistas de los comentarios que, la Marquesita, ponía intencionadamente o se le escapaban en las cartas al solicitar los discos y descubrió que era Maite, hija de un carpintero que le llamaban Bernabé y era hermano de la mujer de Cazuelas. Desde ese momento se convirtió en asiduo participante del programa y, con el seudónimo de los Tenorios de Cogollos Vega con el que nos designó a los hermanos, desmentía la información de las actividades, con las que fantaseaba la Marquesita, con afirmaciones en las que de forma irónica le indicaba que él sabía que todo lo que contaba en sus cartas era pura fantasía. Así se organizó una lucha sin cuartel entre la Marquesita, que trataba de conseguir pistas para descubrir quiénes estaban detrás del seudónimo de los Tenorios, y mi hermano que pretendía demostrarle que a él no podía “venderle la burra” como al resto de radioyentes que no la conocían, porque mi hermano, a pesar de su inmovilidad, tenía amigos como Antonio de la Ceferina y Manolo de Juan que lo mantenían perfectamente informado de lo que pasaba en el pueblo. Los meses fueron pasando entre ironías de un lado y fantasías del otro hasta que llegó la recolección de la aceituna y la Marquesita se despidió del programa para irse una temporada “de vacaciones” a Mallorca. Desde allí no se escuchaba la emisora no podía seguir participando en el programa. Mi hermano también se despidió del programa porque tenía que ir a recoger aceituna. De esa forma despistaba más a la Marquesita, si tenía alguna sospecha de que detrás de los Tenorios estaba mi hermano, porque era imposible pensar que pudiera ir a la aceituna. Si amor con amor se paga del mismo modo deberán pagarse los embustes ¿ 0 no? Al terminar la aceituna la Marquesita reapareció en el programa presumiendo de unas vacaciones maravillosas y del bronceado adquirido durante ellas. Pero mi hermano, que sabía que los días de vacaciones eran los días que había estado recogiendo aceituna, no se hizo esperar para darle 265


réplica y pidió a la emisora que pusieran el disco de Manolo Escobar “Debajo de los olivos” para que, la Marquesita, no olvidara sus maravillosas vacaciones y el bronceado aceitunero, casi de albañil, conseguido en ellas. Con la dedicatoria de ese disco terminó la “guerra” entre la Marquesita y los Tenorios pues ambos dejaron de participar en el programa al menos con esos seudónimos. La letra de la canción comenzaba diciendo:

Debajo de los olivos estaba la niña bella. Por ver su cuerpo de diosa, la noche, noche era.

Los tesoros Desde tiempos muy lejanos en Cogollos se tenía la creencia de que en la ladera del Peñón de la Mata había un gran tesoro enterrado por los moros cuando fueron apeados de sus propiedades. Ese tesoro consistía en una piel de toro rellena de alhajas y monedas de oro que no se pudieron llevar al ser expulsados. Ellos escondieron ese tesoro con la esperanza de poder volver algún día a recuperarlo y para reconocer el lugar donde estaba enterrado lo señalaron con un gran clavo de hierro, clavado en el suelo, de forma que solo se le veía la un poco de su cabeza. Fueron muchas personas las que, en distintas épocas, habían buscado inútilmente el clavo indicador del tesoro dejado por los moros, pero la creencia de su existencia continuaba viva en las mentes de los cogolleros y se transmitía de padres a hijos con la esperanza de que alguien, con el tiempo, terminara encontrándoselo. La creencia en la existencia de ese gran tesoro dio origen a otra de menor importancia pero no por eso menos firme. Se creía que, además del gran tesoro contenido en la piel de toro, los moros habían dejado algunos tesoros 266 Recuerdos de infancia


pequeños escondidos en las paredes de las casas donde vivían antes de ser expulsados. Como consecuencia de esa creencia todas las casas más antiguas que, según el libro de los Apeos, habían sido habitadas por moros antes de su expulsión eran sospechosas de contener uno de esos pequeños tesoros entre sus muros de tierra de casi un metro de anchura. Por eso los dueños de esas casas soñaban con que su casa fuera una de las que tenían tesoro y que, en alguna pequeña reparación o raspado de la gruesa capa de cal que recubría sus paredes, apareciera la figura de un moro como aviso de la existencia de un tesoro porque se decía que enfrente del moro estaba el tesoro. Pero nadie se atrevía a escarbar en las paredes de su casa por temor a destrozarla y no encontrar nada. El puchero de los ruanos La creencia en los tesoros dejados por los moros llegó a su punto álgido cuando se encontró un tesoro en la Solana. Los Ruanos, que vivían en el número 35 de la calle junto a la casa de mis abuelos, realizaron una obra bastante grande en su casa y con los mulos retiraban el cascajo para tirarlo en el campo. Cuando ya habían tirado casi todo el cascajo se encontraron, entre el cascajo que quedaba en la casa, dos o tres monedas de oro y, junto a ellas, un trozo de un puchero de barro. Este hallazgo les hizo pensar que, en la pared derribada, se hallaba uno de aquellos tesoros de los que tanto se hablaba y sin darse cuenta lo habían tirado entre el cascajo de la pared. Para recuperar la parte del tesoro, tirada entre el cascajo, fueron con cribas hasta donde lo habían tirado y cernieron, minuciosamente con ellas, todo el cascajo que habían depositado allí para que no quedara perdida ninguna moneda. En esa operación encontraron un puchero casi entero lleno de papeles y en el fondo había algunas monedas de oro. Nunca dijeron cuantas monedas formaban aquel tesoro, ni si además de las monedas encontraron joyas u objetos de valor o lo que eran aquellos papeles. Eso fue un secreto guardado tan celosamente por la familia que ni a los niños, que solíamos ser más indiscretos, a pesar de estar cada día jugando en la plazoleta varias horas con nosotros les pudimos sacar ninguna información sobre ello. Pero si se supo que aquello no había sido ocultado por los moros 267


porque, entre las monedas, había algunos duros de los llamados del tío sentado. Después circularon rumores de que el tesoro era algo mayor de lo encontrado por los Ruanos, porque los albañiles se habían quedado con algunas monedas que vieron antes que los dueños de la casa.

El no tesoro de la tía Mercedes El hallazgo del tesoro en la casa de los Ruanos hizo que mi tía Mercedes creyera que en su casa, que lindaba con la de ellos, era posible que existiera otro tesoro porque la antigüedad de las dos casas era similar. Unos pocos años después la tía Mercedes hizo obra en la casa para cambiar, en dos o tres habitaciones, la solería de barro por solería hidráulica más moderna. El recuerdo del tesoro encontrado en la casa de los vecinos estaba tan presente en la mente de todos que Sánchez, el albañil que hacía la obra, nos tenía continuamente pendientes de su trabajo a tres o cuatro como "capataces" para evitar que, si aparecía algo, Sánchez no hiciera como decían que hicieron los albañiles en la casa de los Ruanos. Hasta mi hermano Antonio hizo que lo lleváramos a ver la obra porque, si aparecía algo de valor, quería presenciar su descubrimiento. Mi hermano Manolo era el peón que ayudaba a Sánchez y yo me encontraba entre los "capataces" mirones. Cuando estaba quitando la solería del dormitorio, al levantar una loseta apareció una moneda muy oxidada y tanto Sánchez como los mirones gritamos a coro ¡Una moneda! ¡Aquí está el tesoro! La tía Mercedes, que en ese momento estaba en la cocina, llegó corriendo para ver el hallazgo. No estaba dispuesta a que el albañil se quedara con parte de su tesoro como se decía que le había ocurrido a los vecinos. Apareció otra segunda moneda y la excitación de todos llegó a su punto máximo. Sánchez comenzó a escarbar con la picola cada vez más rápido y la tía Mercedes cada vez se acercaba más esperando que, cada golpe de la picola, sacara un puñado de monedas. Tanto se acercó que Sánchez, que no levantaba

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los ojos del punto donde descargaba el golpe con la picola, al levantarla le dio con el peto en una pierna y le hizo una herida bastante grande. A pesar de que la herida le sangraba no quería retirarse, para vendarse la pierna, porque el albañil decía que el tesoro siempre era para quien lo encontraba y ella porfiaba que el tesoro estaba en su casa y era solo de ella. Después de cavar tanto que perforaron el suelo y se veía la cuadra se convencieron de que el único tesoro que allí había era aquellas dos monedas que al limpiarlas, con vinagre y bicarbonato, resulto que eran dos monedas de cobre de diez centimos, de las llamadas perra gordas que se habían introducido por una rendija entre dos losetas. El fiasco de las monedas encontradas terminó con la discusión sobre la propiedad del tesoro y con nuestra ilusión por presenciar el hallazgo de un tesoro que no existía y que además de dejar a la tía Mercedes una herida en la pierna, que tardó bastante en curar, dejó en el suelo del dormitorio con un gran agujero por el que casi se podía bajar a la cuadra. El enigma del moro Algunos meses después ocurrió en la Solana un descubrimiento que presagiaba la existencia de otro tesoro más real y, posiblemente, de más valor que los anteriores. Ahora parecía que se trataba de un verdadero tesoro dejado por los moros. En la casa nº 31, que decían que era una de las casas más antiguas del pueblo y estaba dos casas más arriba que la nuestra, después de que fuera de ella Pedro de la Amalia vino a vivir Manuel Corpas, apodado Perete, por su baja estatura ( el perete era el nombre que se daba a una bestia pequeña, generalmente un burro, que se colocaba delante en los tiros de los carros haciendo de guía y regulando el paso del tiro). Antes de venir a vivir a esa casa, me parece que de recién casados, la estuvieron blanqueando, limpiando y haciendo algunas reparaciones. En el hueco de debajo de la escalera, que subía a la parte alta, había una cantarera grande con capacidad para tres cántaros. La pared que había detrás de ella tenía unos grandes desconchones que mostraban una gruesa capa de cal de más un centímetro, acumulada por las muchas manos de cal que había recibido. 269


Para que al blanquear los desconchones no quedaran más hundidos que el resto de la pared decidieron quitar, con una rasera, la gruesa capa de cal para que al blanquear la pared quedara más lisa. Al quitar la capa de cal y quedar al descubierto el yeso apareció lo que, en sus tiempos, debió ser un fresco con la figura de un moro y debajo la leyenda: "enfrente del moro está el tesoro". Pronto se corrió la noticia del hallazgo por el pueblo y todo el mundo vino a ver el moro y a dar su opinión del lugar donde era más probable que se encontrara el tesoro. Además trataban de convencer a Perete para que lo buscara incluso le ofrecieron ayuda para buscarlo incluso derrumbando alguna pared si era necesario. He de reconocer que yo fui uno de los que estuvo en la casa para ver al moro y no una vez sino cuatro o cinco veces y la pintura estaba tan deteriorada, por la humedad y las capas de cal recibidas, que yo nunca logré ver al moro aunque si vi parte de la leyenda. A mí lo que decían que era la pintura de un moro me parecía una mancha de humedad, más oscura que el resto de la pared, y que como las famosas caras de Bélmez, que aparecieron años después, o el dichoso gato del mármol de la sacristía de la Cartuja se necesitaba, para verlo, más imaginación que la que yo tenía en aquel tiempo. Admitiendo que era un moro, porque todos decían que era un moro, estaba mirando hacia la puerta por donde se salía al corral y desde él a las cuadras. Por eso muchos opinaban que era en esos sitios donde debía encontrarse el tesoro y era por donde animaban a Corpas para que empezara a buscar. Pero, que yo sepa, Corpas nunca se decidió a buscar el posible tesoro por temor a que terminara la casa destrozada y y con el tesoro le ocurriera como a mi tía Mercedes. El decía que si en aquella casa los moros hubieran dejado algo escondido en los más de cinco siglos, pasados desde que se fueron los moros, alguien lo debía haber encontrado y por eso taparon el moro con cal. Pero, como cada uno es libre de pensar lo que quiera, fueron muchas las opiniones que se dieron, sobre el fresco y su leyenda. Desde los más prácticos que decían que un tesoro para la familia eran los animales que criaban en el 270 Recuerdos de infancia


corral y la cuadra o los que decían que se refería a que el estiércol, que generaban los animales, era un tesoro para los cultivos hasta las opiniones más filosóficas que afirmaban que cada uno era su tesoro. "Si el tesoro está delante del moro y delante del moro está quien lo está observando para leer la leyenda, el tesoro para quien lo mira es su propia persona. Naturalmente de todas las interpretaciones dadas a la misteriosa aparición, quizá, la menos acertada fue la que consideraba que el tesoro era el estiércol de la cuadra porque, unos meses más tarde, un borrico que tenía Manuel Corpas terminó demostrando que aquel estiércol lejos de ser un tesoro para Corpas resultó ser casi una ruina. Al poco tiempo el borrico se clavó en una pata una puntilla que se hallaba enterrada en el estiércol y, a consecuencia de la herida y la suciedad del estiércol, le dio el tétanos y a pesar de los cuidados, que le dio el veterinario, terminó muriendo. Era impresionante ver al pobre animal tan rígido que cuando perdía el equilibrio y se caía para ponerlo de pie se tenían que reunir varios hombres y parecía como si estuvieran poniendo de pie un potro de los utilizados en gimnasia.

Vecinos “ilustres” de la solana Posiblemente entre anécdotas y curiosidades que ahora voy recordando de los habitantes de Cogollos, durante el tiempo que viví allí, habría materia para escribir un libro más gordo que el de Petete. Pero no creo que cuando termine estos apuntes, si es que puedo, me encuentre con ánimo para acometer esa tarea. Por eso no quiero pasar por alto algún hecho puntual, sucedido en la Solana, al que aún no me haya referido y que por su singularidad represente la idiosincrasia de aquel Cogollos de la España profunda que aunque tenía bastantes representantes proporcionalmente eran minoría. Los castillo

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Castillo era el vecino que vivía dos casas más abajo que la nuestra en el nº 23 de la calle, aunque en ninguna casa ponía sobre la puerta el nº que le correspondía. Por su gran corpulencia y ojos algo saltones era el modelo de ogro que nos ponían cuando aparecía uno de esos personajes en los cuentos que nos contaban. Siempre después de citar al ogro nos decían: que era como Castillo pero todavía más grande. Era uno de los dos compañeros de juego de mi abuelo y cuando no estaba jugando al tresillo con él estaba en su casa porque tenía asma, como mi abuelo, y no trabajaba en el campo. Vivía del estraperlo de aceite y granos, principalmente trigo que compraba en tiempo de recolección y luego revendía a precios mucho mayores de lo que le costaron y de las ganancias que le producía el dinero que prestaba a gabela. Pero esa actividad era un alivio para algunos vecinos, como mi madre y la tía Mercedes, pues cuando necesitaban dinero y no venía nadie comprando aceite Castillo les solucionaba el problema comprándoselo él. Naturalmente algo más barato que lo pagaban los que venían a comprarlo con los pellejos para tener ganancia al venderlo. Precisamente por esa actividad cuando venían los inspectores de consumo registrando las casas era la casa de Castillo una de las que más veces registraban y en una ocasión parece que le encontraron algo irregular y querían llevárselo a la cárcel, pero su hijo mayor, Manolo, declaró que aquella mercancía era suya y no de su padre. Creo que, por eso, se lo llevaron detenido porque estuvo algunos meses sin verse por Cogollos y cuando lo volvimos a ver le hablaba a mi hermano Antonio de las manualidades que hacían los presos y nos enseñó a tejer correas de colores, con hilos de seda o de algodón, actividad que dijo que hacían los presos. Aquella técnica de tejer fue para nosotros una forma tan atractiva para entretenernos que hicimos, con trozos de tabla, unos telares y las herramientas necesarias y con ellas tejimos muchos cinturones y correas con varias combinaciones de colores. Todavía conservo una de aquellas correas que tejimos enla escopeta de aire comprimido. Al poco tiempo Manolo Castillo que decía que en Cogollos se ahogaba, se fue a Tenerife buscando una vida alejada del estraperlo y la verdad es que no 272 Recuerdos de infancia


le fue mal porque cuando yo fui a los Rodeos para hacer el campamento de la I.P.S. estuve con él varias veces y era el propietario de uno de los mejores, si no el mejor, almacén de muebles de Santa Cruz. Cara sabio Cara Sabio era el mote que mi hermano Antonio le puso al hijo menor de Castillo, Antonio Castillo Torres. Tenía, más o menos, la edad de mi hermano Gonzalo y el mote podíamos decir que fue sugerido por su propia madre. A mi hermano, sentado permanentemente en la puerta de la casa observando lo que pasaba en la calle, la llamó mucho la atención del comportamiento de Antonio Castillo cuando apenas sabía andar. Ese comportamiento y el comentario de la madre, en alguna ocasión, motivaron a mi hermano para confirmarlo con el mote. En la Solana casi todos los vecinos tenían al menos una bestia y, menos las tres casas que tenían otra salida por la calle Umbría Alta, las bestias entraban a sus cuadras por la Solana generalmente en dirección al Llanete. Además, a la puerta de Castillo, solían venir bastantes arrieros con sus bestias a comprar aceite y grano, generalmente trigo, pues el estraperlo de esos productos era la principal fuente de ingresos de Castillo. Habitualmente las bestias al salir a la calle solían defecar y eran pocas las veces que no había algún montoncito de cajoneras dejado por alguna bestia aunque, cada día, las mujeres barrían la calle frente a su puerta para mantenerla limpia, que los excrementos no atrajeran las moscas y para aprovechar el estiércol cuando sembraran las hortalizas. Antonio Castillo, que aunque andaba algo, apenas si hablaba en aquel tiempo tenía una rara costumbre. Cada vez que veía un montoncito de cajoneras en la calle se iba hacia él, dando trompicones en el empedrado, y se acostaba en la calle poniendo su cara sobre las cajoneras. Si aún estaban calientes permanecía más rato sobre ellas. A la madre parecía no desagradarle esa acción porque en lugar de reñirle le gritaba, casi dándole ánimos, diciéndole: ¡Ay mi niño! ¡Qué listo es que busca lo más tierno y calentito para poner la cara! ¡Con esa carita que tiene de sabio !

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Si para la madre tenía cara de sabio mi hermano Antonio aceptando la opinión de la madre le comenzó a llamar Cara Sabio y cada vez que lo veía salir a la calle nos llamaba para ver quien acertaba el tiempo que tardaría en planchar las cajoneras con la cara. Cuando fue un poco mayor se fue a Tenerife con su hermano para trabajar con él. La caja Una de las cosas por las que más peleábamos, en mi casa, los hermanos era por tener la mejor caja donde guardar nuestros valiosísimos tesoros. Esos tesoros eran los materiales que usábamos en los juegos y que guardábamos celosamente como las canicas, cartones, botones, chapas de las gaseosas, trabucos de saúco, lavativas y pitos de caña, el tirachinas, etc., etc. También usábamos las cajas como carros o camiones para transportar con ellas las diversas mercancías imaginarias, en que se convertía la simple tierra, con las que traficábamos en los juegos. Esas cajas camiones no nos duraban demasiado tiempo y por eso cuando en la casa entraba una caja de lo que fuera el primero que la veía la pedía para él. A veces surgía un problema porque la pedíamos más de uno al mismo tiempo. Ese afán por tener la caja más grande y más fuerte hizo que, cuando yo estaba un Viernes Santo por la mañana en la puerta de la casa, viera pasar dos hombres con una caja negra muy grande. Yo, que tenía unos cinco años, pensé que en aquella caja se podían guardar muchísimas cosas y puse atención para ver donde la llevaban. Cuando los que llevaban la caja pasaban por la puerta de mi tía Presentación mi prima Carmen que estaba barriendo la puerta les preguntó si la caja era para la Helena Castillo. Como los de la caja le dijeron que sí yo entré corriendo en nuestra casa gritando a mi madre que fuera corriendo a la casa de Castillo a decirle a su mujer que cuando no le sirviera la caja grande se la diera para mí. Mi madre y mi mis hermanos mayores sin poder aguantar la risa me dijeron que aquella caja era para enterrar a la Helena de Castillo que se había muerto la tarde antes. Yo contesté que no se había muerto porque las

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campanas no habían doblado como hacían cuando se moría alguien y que si ella no quería ir a pedirle la caja yo iba y se la pedía. Mi madre me explicó que las campanas no habían doblado tocando a muerto porque era Viernes Santo y las campanas no podían tocar hasta que el domingo resucitara el Señor. Que la pobre Elena se había muerto en el único día del año que las campanas no podían doblar por ella anunciando su muerte.. Por esa razón la Elena se quedó sin los dobles de las campanas y yo sin la mayor caja que hubiera podido tener para guardar juntos todos mis tesoros. Los Campana: Un velatorio atípico Ya que citado la muerte me voy a referir al velatorio doloroso y poco convencional de un bebé, ocurrido en la Solana sobre el año cuarenta, en la casa siguiente a la de Castillo. En esa casa vivían los Campanas un matrimonio con un hijo y dos hijas mucho mayores que nosotros. Cuando la hija más pequeña tendría unos diez años tuvieron un cuarto hijo. Un niño muy hermoso y aparentemente muy sano que llenó a la familia de alegría y era el juguete de las dos hermanas mayores. Pero por las circunstancias de la vida, en aquellos años, y los pocos adelantos de la medicina la mortalidad infantil era muy alta y el hijo de los Campanas fue uno los bebés que contribuyo a incrementar ese índice de mortalidad infantil. A pesar de la frecuencia con que ocurrían fallecimientos de bebés era difícil acostumbrarse y aceptarlo como ley de vida y la consternación, en todo el pueblo, era mucho mayor que cuando el fallecido era una persona mayor. En esos casos se puede uno imaginar la pena, dolor y desesperación de la madre. Pero como es impredecible la forma en que cada persona puede reaccionar bajo esos efectos, en este caso fue muy comentada la reacción de la madre ante la dolorosísima muerte de su hijo y muchas personas, que asistieron al velatorio, dijeron que la pena le había causado una demencia transitoria. La costumbre de Cogollos, entonces, era velar el cadáver de las personas mayores amortajado sobre la cama y cuando lo introducían en el

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féretro se colocaban a este sobre la cama, nunca en el suelo. Cuando el fallecido era un niño pequeño se velaba amortajado sobre la mesa de la cocina comedor. Siguiendo esa costumbre al hijo de los Campana, durante el velatorio, lo tenían sobre la mesa y decían que la madre, cada momento, se levantaba de la mecedora que ocupaba y gritando ¡Ay mi hijo! ¡Qué lástima de mi hijo! Se acercaba a la mesa, levantaba el cadáver y poniéndolo de pie sobre la mesa lo agitaba para que abriera los ojos. Al ver que no se movía lo soltaba, para volver a su mecedora, y el cuerpo caía sobre la mesa golpeándose contra ella con un escalofriante sonido al caer. Esa operación la repetía varias veces cada hora y decían que al enterrarlo no debía quedarle ni un hueso entero.

Paco Paublica Aunque este vecino aparece en otro apartado, como una victima de nuestras fechorías, creo que no puede faltar, por méritos propios, al hablar de los vecinos "típicos" de la Solana. Este vecino al que no se le conocía vida social en la calle vivía con su mujer en la que debía ser la casa nº 17 de la calle. La casa debía ser bastante oscura porque en la fachada solamente tenia una ventana pequeña además de la puerta, que nunca se veía abierta salvo en los momentos de entrar o salir algún miembro del matrimonio o de sus dos nietos que Vivian en la casa siguiente la nº 15 con su madre, que estaba viuda, pues el padre que era hijo de Paco Paulica decían que murió en la Guerra. Su aislamiento y falta de vida social parece que comenzó a raíz de la muerte de su hijo pero la dejadez por la limpieza, que se observaba, nadie se conocía si era anterior a la muerte del hijo o a partir de ella. Lo más probable es que también comenzara a raíz de la muerte del hijo llevados del deseo de conservar la casa en el estado que se encontraba cuando vivía el hijo. Sea por una causa u otra ni limpiaban ni consentía que la nuera entrara para limpiar y las pocas personas que habían logrado ver algo decían que parecía un almacén de cosas viejas, inservibles y rotas.

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El estado de la casa era tan lamentable que hasta el pobre más pobre del pueblo tenía una casa más en condiciones que ellos a pesar de tener propiedades para llevar una vida acomodada y al estallar le guerra un considerable capital en metálico. A causa de una enfermedad tuvo que entrar en la casa el médico para verlo y el practicante para ponerle unas inyecciones y salió tan escandalizado del lamentable estado de abandono de la casa que afeó a los vecinos que no les ayudaran a poner remedio a tanto abandono. Los vecinos hicieron lo mismo con la nuera de Paco y esta tomó la decisión, para que no la criticaran, de poner fin a tanta suciedad haciendo una limpieza a fondo. En cuanto vio que por la mañana su suegro se fue al campo a trabajar fue a la casa y, sin necesidad de vestirse de loca, tiró al Laero todo lo que vio roto, muy viejo o inservible y después fregó la casa. Al regresar del campo Paco creyó que se había equivocado de casa porque aquella casa estaba limpia y no tenía casi nada de lo que había en su casa cuando se fue a trabajar. Preguntó a su mujer qué había hecho y donde había puesto las cosas que faltaban y ella le dijo que la Adela, su nuera, había limpiado y tirado, al Laero, todos los trastos viejos. Recorrió la casa para comprobar las cosas que faltaban y en cuanto subió arriba bajo gritando repetidamente como un poseso: ¡Y el irrigador! ¡Dónde está el Irrigador! La mujer le dijo que, la lavativa, estaba en el Laero con todos los demás cacharros que había tirado la nuera. Sin decir una palabra Paco corrió al Laero para buscar el añorado irrigador. Entre los múltiples cacharros mugrientos y rotos encontró su irrigador y al mirar en su interior respiró aliviado porque su preciado contenido se encontraba todavía dentro de él. Al llegar a la casa trató de convencer a su mujer de que era un irrigador y no una lavativa como ella lo llamaba y que con él habían tirado la fortuna de la familia. La mujer no podía creerse que aquella Lavativa, de porcelana desconchada, valiera una fortuna y pensó que, al ver la limpieza, se había vuelto loco.

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Entonces Paco que traía la lavativa abrazada, sin soltarla, introdujo su mano en ella y sacó los trapos viejos que contenía. Luego volvió a introducir la mano y sacó un fajo de billetes que enseñó a su mujer diciéndole: ¡Mira! ¡Toda nuestra fortuna estaba en el irrigador! Según se comentó en aquella caja de caudales improvisada había nada menos que treinta mil pesetas, acumulada poco a poco con gran esfuerzo. Lo que él no sabía era que aquellos billetes acuñados en la República ya no tenían valor. Este hecho dio origen a dos versiones opuestas porque mientras casi todo el pueblo decía que las perdió, porque había terminado el plazo que el gobierno dio para cambiar el dinero republicano, algunos, los menos, afirmaban que había conseguido que se los cambiaran por dinero de curso legal. Pero pasara lo que pasara con aquellos billetes de la República Paco Paulica continuó con la misma vida que hacía antes de ocurrir este suceso. Pepe Torres Pepe Torres posiblemente sería el vecino de la Solana con el que los niños más deseábamos encontrarnos cuando salía de su casa que estaba situada entre nuestra casilla y la cuesta que une la Solana con el Camino Ancho por el lado del Altillo. A su casa se entraba por la plazoleta situada en el centro de la cuesta citada y tenía otra salida a la Solana por la que acostumbraba a salir por las tardes cuando los niños jugábamos en la placeta de la parte alta de la calle. Esa puerta era la del pajar de la casa. Parecía una persona bastante mayor, estaba soltero y vivía solo. Bueno parecía mayor, aunque en los años a los que yo me refiero no habría cumplido los sesenta años, porque en aquellos tiempos con sesenta o sesenta y cinco años las personas parecían verdaderos ancianos. Casi más ancianos que ahora las personas de ochenta años. Al parecer debían gustarle bastante los niños porque yo nunca vi que nos gritara o tratara con malos modos cuando al salir de su casa los niños lo rodeábamos acosándolo para conseguir sus nueces. Cuando yo estaba estudiando en Málaga Pepe Torres se casó, sorprendiendo a todos por la edad que tenía.

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Tenía una gran afición a la astronomía y a la observación de los fenómenos meteorológicos por lo que había adquirido amplios conocimientos para la predicción del tiempo basándose en las cabañuelas. Basándose en los pronósticos sobre el tiempo que publicaba el almanaque Zaragozano y en los pronósticos de Pepe Torres eran muchos los labradores que adelantaban o retrasaban sus siembras de cereales en el otoño que para nacer bien necesitaban suficiente humedad en la tierra. Pero no era por sus conocimientos para hacer previsiones del tiempo por lo que los niños queríamos verlo cuando salía de su casa por las tardes y principalmente cuando salía por la puerta que daba a la Solana. Posiblemente tendría uno o más nogales porque durante casi todo el año siempre al salir de su casa llevaba algunas nueces en los bolsillos aunque luego creo que se comía pocas por culpa de los niños de la calle. Por las tardes, cuando estábamos jugando en lo alto de la calle, en cuanto alguno sentía del chirrido de los goznes de su puerta daba la voz de alarma ¡Que sale Pepe Torres¡ Inmediatamente el juego se paralizaba y corríamos todos hacia la puerta de Pepe. Antes de que terminara de cerrar la puerta se encontraba rodeado por el grupo de niños que con las manos extendidas le gritábamos ¡Dame una nuez! ¡Pepe dame una nuez! ¡Chacho Pepe dame una nuez! El pacientemente, mientras se llevaba la mano al bolsillo, decía que no tenía para todos y comenzaba a sacar nueces del bolsillo para irlas repartiendo entre las manos extendidas sin poner demasiada atención en quien era el afortunado que obtenía nuez o quien se quedaba sin ella. Cuando repartía todas las nueces que llevaba sencillamente decía no tengo más y se marchaba en dirección a la calle Umbría Alta. Al final era raro que alguien se quedara sin probar las nueces porque al partirlas lo normal era que los que habían conseguido nuez la repartieran con los que no obtuvieron ninguna. Una vez comidas las nueces continuábamos con nuestros juegos hasta que comenzaban a oírse la voces de las madres reclamando nuestro regreso a casa. 279


Matadero en cogollos Cuando nosotros nos vinimos desde Churriana a Cogollos, en el verano del año treinta y nueve, mis tíos cerraron el cebadero de cerdos que tenían en Churriana, del que se había encargado mi padre, y el matadero que tenían en Granada, en la calle Arandas, lo trasladaron a Cogollos a una casa muy grande que tenían en el Llanete. Del control del matadero, ahora, se encargaba mi tía Antonia, mi tío Rafael seguía al frente de la tienda y mi tío Pepe aunque ayudaba algo en la tienda se dedicaba principalmente a comprar los cerdos para el matadero, que comenzaron a comprarlos ya cebados, a la venta de la producción del matadero y la compraventa, al por mayor, de plátanos y otras frutas, porque donde tenían el matadero en Granada pusieron una cámara de maduración de plátanos que a los pocos años convirtieron en almacén de frutas. De los trabajadores que tenían en el matadero, en Granada, solo continuaba en Cogollos el matarife, Antonio, que era de Marcena y venia cada día, hasta Cogollos, en bicicleta. El resto de trabajadores fijos, como el ayudante del matarife y las tres o cuatro mujeres que se encargaban de hacer las chacinas, eran todos de Cogollos. Los dos o tres días en semana que se mataban cerdos ayudaban, al matarife y su ayudante, otro hombre de Cogollos y algunas veces además el carrero, que si no recuerdo mal era Frasquera. Recuerdo que una de las mujeres, que trabajaban en la elaboración de las chacinas, se llamaba María y era hija de Manuel Antoné, el Tío de la Luz, y que unos años después, siendo yo monaguillo, se casó con Gonzalo, un dependiente que tenían mis tíos en la tienda. María y Gonzalo se casaron al segundo intento como expondré más adelante. Aunque compraban ahora los cerdos, ya cebados, no los sacrificaban el mismo día que llegaban a Cogollos porque, decía el matarife, que llegaban muy estresados y no era bueno sacrificarlos entonces. Además cada vez que llevaban cerdos lo hacían en cantidad suficiente para tener surtido el matadero al menos dos semanas.

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Eso obligaba a tener que cuidarlos, desde su llegada hasta el día del sacrificio, y eso lo hacían en la casa de mi tía María que también estaba en el Llanete y tenía mucha anchura, porque, ya no tenían los animales de labor ya que había arrendado todas la fincas, al haber quedado solas mi tía y su hija Dolores. Los demás hijos, cuatro maestros, un franciscano y un militar habían terminado sus carreras y estaban todos ejerciéndolas lejos de Cogollos. Para alimentar a los cerdos en esos días de espera, que cuando se trata de personas se dice que estaban en capilla, llevaban con mucha frecuencia algarrobas, fruto al que yo me había hecho adicto en Churriana y eso me hacía frecuentar mucho la casa de mi tía. En vacaciones y en los días que no teníamos escuela, si hacían matanza, me gustaba ir al matadero para ver con la facilidad que se desenvolvía el matarife y sus ayudantes para sacrificar los animales, principalmente si el animal que iban a sacrificar era un buey o una vaca, porque esa era una clase de matanza que hasta entonces no hacían en el pueblo, ni siquiera los carniceros, y además, yo deseaba ser el primero en conseguir una vejiga de vaca. Para no estorbar a los hombres en su trabajo, mi tía me dejaba mirar por una ventana de la cocina, que daba al patio donde se realizaban las matanzas. Para poder mirar por la ventana tenía que acercar una silla y subirme a ella. Muchas veces también se ponía junto a mí, para mirar por la ventana, Ana la Gorda como la llamaban mis primos. Ana era la criada que tenían mis tíos, en Granada, y se vino a Cogollos, con mi tía Antonia. Era de Churriana, muy alta y, más que gruesa, un poco obesa. Aunque, al verla, se pudiera pensar que, con aquel corpachón, sería una persona fofa y sin fuerza Ana era una mujer fuerte, quizá más fuerte que muchos hombres. Ya llevaba varios años, en Granada, sirviendo en la casa de mis tíos cuando se vino a Cogollos con mi tía Antonia y, cuando cerraron el matadero en Cogollos, se volvió a ir con ellos a Granada. Creo que siguió con ellos hasta que se casó ya bien entrada la década de los cincuenta. Ana, desde su observatorio de la ventana de la cocina, se metía con los hombres del matadero cuando los veía que casi no podían mover un animal sacrificado y ellos le daban replica a sus comentarios cuando tenía que pasar por el patio-matadero para ir al huerto de la casa o al gallinero y la guerra dialéctica, entre ellos, parecía que no tendría nunca final. 281


Pero, como nada es eterno en este mundo, aquella guerra tuvo un final inesperado resultando vencedora la parte que menos se podía esperar. En una ocasión, que habían matado una vaca bastante grande, estaban el matarife y su ayudante, después de haber desangrado al animal, tratando de elevarla para que todo su cuerpo quedara al aire y proceder a desollarla con más facilidad. Ana, que pasaba por el patio, al ver el esfuerzo de los dos hombres comenzó a reírse de ellos porque entre los dos no podían subir la vaca cuando, les dijo que, ella sola se sentía capaz de subirla con el polipasto que estaban usando. Los dos hombres la desafiaron para que demostrara lo que acababa de decir y, si lo conseguía, prometieron no volver a meterse con ella, ni gastarle más bromas. La noticia del desafío corrió por toda la casa y la actividad del matadero quedó paralizada. Acudieron al patio todas las trabajadoras del matadero, incluida mi tía Antonia, porque nadie se quería perder ver si Ana sería capaz de realizar su apuesta y dejar en ridículo a los dos hombres. El carrero que llegaba en ese momento también se unió a los espectadores. Es muy posible que, las mujeres estuvieran temiendo el ridículo que iba a hacer Ana y los hombres desearan que lo hiciera para tener más motivos para seguir gastándole bromas. Con mucha tranquilidad Ana quitó la rejilla del sumidero, que había en el patio, agarró la cuerda del polipasto, que tenía tres o cuatro poleas móviles, y se desplazó con ella hasta el sumidero, destapado, para apoyar en él un pie y así evitar que, con el esfuerzo, sus pies resbalaran en el cemento mojado del patio. Cuando se encontró segura de no resbalar echó el cuerpo algo atrás, hasta quedar inclinada, y con las piernas un poco flexionadas, para que sus ciento y algunos kilos más la multiplicación que se proporcionaba el conjunto de poleas, ayudaran a contrarrestar el peso de la vaca. Entonces comenzó a tirar avanzando sus manos, por la cuerda, cada vez, lo imprescindible, para ir colocando la mano trasera delante de la otra. La vaca fue poco a poco levantándose hasta quedar apoyada en el suelo solamente por la cabeza y parte del cuello.

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En ese momento se detuvo un poco para recobrar la respiración. Cuando se encontró algo recuperada comenzó a tirar nuevamente y los presentes, con toda seguridad, debieron pensar que no lo conseguiría porque hasta ese momento, al apoyar en el suelo parte de la vaca el peso a subir era menor, pero pronto iba a quedar todo el cuerpo en el aire y tendría que elevar todo su peso. Pero ella continuó tirando lentamente y entre algún que otro ¡Oooh!, de los mirones, el animal fue subiendo hasta que los dos juegos de poleas, fijas y móviles, estuvieron juntas. Había subido al animal hasta lo más alto posible. Cuando todos los presentes estaban aplaudiéndola, entusiasmados por su proeza, ella con toda la parsimonia que la caracterizaba, fue aflojando la tensión de la cuerda y, ante la sorpresa del matarife y su ayudante dejó caer, completamente, la vaca hasta el suelo. Dirigiéndose al matarife y su ayudante les dijo: Ya lo habéis visto. Ahora ahí la tenéis. Tomad la cuerda y la subís vosotros para desollarla. Ese es vuestro trabajo. Y saliendo del patio fue hacia el huerto a por la que iba antes del incidente. Desde entonces, no volvieron a gastarle ninguna broma más, como habían prometido. En una de mis visitas al matadero conseguí, después de mucho pedirla, que me diesen una vejiga de vaca, que si ya de por si era grande, comparada con la de los cochinos, cuando la tuve bien sobada contra la pared se puso enorme, bastante más grande que un balón de baloncesto. Esa vejiga la conservé colgada, como un trofeo, en un clavo del techo de la cocina frente a la ventana para que se viera desde la calle, muchos meses sin permitir que nadie la tocara. Finalmente cuando el cura dijo a mi madre que podía empezar a ir de monaguillo, con la alegría de la noticia, descolgué la vejiga y puesta en el suelo salté sobre ella, desde una silla, y explotó con tal ruido que mi prima Carmen, que estaba barriendo su puerta, vino para ver que había sido aquella explosión. Cambio de animales de labor En aquellos años, que el matadero estuvo en Cogollos, mi padre compró una yunta de vacas para las labores del campo en sustitución del mulo con el que aparceaba con Antoñico Ribera. Eran dos vacas negras, bastantes grandes que las llamó, o quizá las llamaran ya cuando él las compró, Granaina y Bragá. 283


Con esa yunta de vacas hacía, prácticamente todos, los trabajos incluso la trilla. Lo único que no hacía era la barcina y encerrar los granos y la paja. Las dos vacas eran mansas y nobles y no dieron grandes problemas aunque yo recibiera una coz, de una de ellas que casi me sacó de la cuadra, pero reconozca que fue más culpa mía que de la vaca porque yo, creyendo que las vacas no estaban todavía en la cuadra entré, corriendo y sin mirar, para buscar entre las granzas una con nudo para hacer un abejorro con una cerda. Cuando me di cuenta que estaban allí, ya era tarde para detenerme y fui directo a la pata de la vaca, que estaba comenzando a comer, porque no habían hecho más que llegar del campo. Al caer mi cuerpo sobre la pata de la vaca esta reacciono con una coz para quitarme de encima y salí despedido hasta el escalón de la cuadra donde quedé sentado. Afortunadamente mi cuerpo estaba junto a la pata, cuando esta inició su movimiento de extensión, y no recibí ningún golpe ni impacto fuerte, solo recibí un brusco empujón. Si me hubiera cogido un poco retirado no quiero ni pensar lo que me hubiera sucedido al recibir el impacto de la coz. No llevaba mi padre dos años con la yunta de vacas cuando una se lesionó gravemente porque un día, que habían estado arando, mientras las desuncían al terminar de arar había muchos tábarros (tábanos) dando vueltas alrededor de ellas y, de vez en cuando, daban como un amago de coz para retirarlos de ellas porque, con los movimientos de la cola, no lo lograban. Pero en uno de esos intentos, de alejar los tabarros, extendió completamente la pata y dio a la reja del arado que se le clavó, entre las pezuñas, causando una herida bastante profunda. El veterinario dijo que, por el lugar de la herida y su profundidad, debería estar varios meses sin poder trabajar y había mucho peligro de una infección por tétanos que podía acabar con la vida de la vaca. Ante ese riesgo mis tíos le propusieron que se la vendieran para el matadero antes de que la herida se infectara y como era muy grande con un poco más de lo que recibiría por la vaca herida podía comprar una algo más pequeña que le iba a dar el mismo servicio que la lesionada. Así fue como la vaca lesionada fue sacrificada para carne. Mi padre, en lugar de comprar otra vaca, se trajo una de la Sierra de Huetor Santillán, para un par de meses, hasta que terminara de levantar los rastrojos y darle a los olivos la reja que le daba en otoño. 284 Recuerdos de infancia


Esas vacas las dejaban por un procedimiento que llamaban: lo comido por lo servido. Se trataba de pequeños labradores que, como mi padre, usaban vacas para sus labores y una vez que terminaban de realizar todo su trabajo, después de recoger la cosecha del verano, ya hasta que comenzaran a hacer la siembra las vacas estarían comiendo sin trabajar. Para ahorrarse la comida durante ese ese tiempo las cedían a otro labrador para que trabajara con ellas con la única condición de que la tuviera bien alimentadas durante el tiempo de la cesión. Era una especie de simbiosis que dirían los científicos. Una vez resuelto el problema de las ariegas del otoño, había tiempo de buscar una solución para cuando llegara el tiempo de empezar a arar en primavera. Y la solución llegó de una forma imprevista a través del matadero. En enero llamaron mis tíos a mi padre porque tenían una vaca , que les habían vendido para carne, y el matarife decía que aquella vaca estaba preñada aunque de muy poco tiempo. A ellos les daba pena matar la vaca porque al ser pequeña y delgada tenía menos carne que una vaca normal. Si era verdad que estaba preñada, durante el embarazo era normal que ganara peso y, después del parto, tendrían más kilos de carne de la vaca y un ternero que supliría, con creces, el gasto de mantenerla viva esos meses. Por otro lado mi padre no había comprado ninguna vaca, para sustituir a la lesionada, y le propusieron que se llevara aquella vaquilla roja unos meses mientras se confirmaría si como decía el matarife estaba preñada o no. Durante esos meses mi padre podría completar la yunta, con la vaca que le quedaba y la que le ofrecían sus hermanos, y arar sin problemas todo lo que necesitaba arar en primavera solamente por el gasto de la comida de la vaca. Era una cesión parecida a la que trajo de la sierra de Huetor. De esta forma, otra vez, dispuso mi padre de una yunta de vacas y era la segunda vaca que llegaba a la casa por el procedimiento de lo comido por lo servido. Esta vaquilla roja no era tan mansa como las otras y no se le podía quitar ojo de encima porque si te descuidabas intentaba envestirte. Por esa razón no se tenía en la cuadra de nuestra casa con la otra, donde nosotros entrabamos mucho, sino que se encerraba en la cuadra de la casa de la tía Mercedes. Cuando se confirmó con certeza que la vaca estaba preñada ya estaba arado, casi todo la que se tenía que arar en primavera y, todavía, podía seguir trabajando sin riesgo para su embarazo. Así que, con ella, se terminó de 285


arar. Al terminar de arar a primero de mayo ya no quiso mi padre que trabajara más, hasta que pariera, para evitar posibles complicaciones y, ese verano, realizamos la trilla con una sola vaca. Sobre final de julio la vaca parió un becerra, también roja como ella, parecía ser que ese era su primer parto y terminó siendo el ultimo, porque desde el momento del parto no se podía entrar a la cuadra casi ni para echarle de comer. La vaca envestía aunque no te acercaras a su hija. Para echarle de comer había que ir dos con una vara para arrearla hasta el final de la cuadra y mientras uno, con la vara, cuidaba que se mantuviera al final de la cuadra con la becerra, el otro le ponía la comida en el pesebre y en un barreño echaba un par de calderos de agua. Como también envestía a los que se asomaban por la ventana, para ver la becerra, a las pocas semanas del parto se la llevaron mis tíos, al matadero, y la sacrificaron. También se llevaron la becerra y la vendieron a unos hombres que decían que vivían en un cortijo. Cierre del matadero A los pocos años de tener mis tíos el matadero en Cogollos comenzaron a hacer acto de presencia los que llamaron Tíos de la Sierra, que eran personas “fugitivas” que, sea porque hicieron la guerra en el bando republicano o, porque durante la guerra cometieran alguna fechoría, tenían cuentas pendientes con la Justicia y la Guardia Civil los andaba buscando para que pagaran las consecuencias de sus actuaciones. Por eso para no ir a dar con sus huesos en la cárcel o, lo que sería peor, ser sometidos a un juicio sumarísimo y terminar fusilados, no podían reintegrarse a sus poblaciones de origen, ni a ninguna otra, y vivían huidos en las sierras practicando robos en cortijos y poblaciones pequeñas y, a veces, realizando secuestros como medio de conseguir dinero, fácil y rápido, con el que poder comprar las cosas que necesitaban. Por la zona de Cogollos actuaban algunos de esos bandidos entre los que se encontraban Olla Fría y Los Queros. Estos “Tíos de la Sierra” realizaron algunos secuestros de hombres o muchachos de Cogollos como modus operandi de solucionar sus problemas económicos. 286 Recuerdos de infancia


Esos secuestros de los que se conocieron los nombres de los secuestrados y, en algunos casos, la cantidad de dinero que se les exigía se resolvieron de distintos modos pero, en casi ninguno de los casos se hizo público si la familia del secuestrado había pagado, ni la cantidad pagada a los secuestradores por temor a las posteriores actuaciones de la Guardia Civil por haber cedido al Chantaje. En Cogollos fueron secuestradas más de una docena de personas y algunas de ellas pertenecían a nuestra familia, aunque no a los miembros más próximos, pero sólo haré mención a uno de esos secuestros que, aunque el secuestrado no era miembro de nuestra familia, fue retenido con la creencia que se trataba de un primo hermano mío. Mis tíos llevaban unos años con el matadero en el Llanete y, aparentemente, el negocio les iba viento en popa a tenor de la cantidad de animales que sacrificaban y que toda la producción se repartía en Granada. Sin embargo una cosa era lo que parecía y otra la realidad como expondré más adelante. Casi siempre unos días antes de producirse un secuestro aparecía por el pueblo uno o varios hombres mal vestidos, como pordioseros, y a veces haciéndose el tonto. Esos hombres recorrían las calles, sin acercarse a ninguna casa para pedir nada, observando con mucho detenimiento las casas y lo que se veía por las ventanas, sobre todo las de la planta alta, por las que con frecuencia podían verse los jamones y otros productos de la matanza colgados del techo para deducir el nivel económico de la familia que allí vivía. Los vecinos sospechaban que esos hombres eran Tíos de la Sierra y esa sospecha se reafirmaba porque siempre, al día siguiente de su aparición, venía al pueblo la Guardia Civil haciendo preguntas sobre ellos. Por eso una tarde de verano, en el año cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco, se dispararon la alarmas porque uno de aquellos hombres sospechosos pasó mucho tiempo haciéndose el tonto en la plaza del Llanete, y haciendo reír a la gente y entre cantos y bailes, decía repetidamente : ”Mañana voy a traer toros a la plaza del Llanete” La gente lo estaba pasado bien con lo que aquel tonto, llegado de no se sabía dónde, decía y hacía principalmente cuando anunciaba que iba a traer toros. Pero, al día siguiente, cuando se conoció el secuestro de Manolo Bruno, 287


en realidad se llamaba Manuel Gómez, empezaron a sospechar que eso eran los toros que anunciaba la tarde anterior el tonto que, sin duda, resultó ser un listo que con sus tonterías fue recogiendo los datos que les faltaran para su secuestro del día siguiente. La intención que tenía la gente de la sierra era secuestrar a mi tío Pepe el “Granaino”, que era quien tenía a su nombre el matadero y, ahora, estaba en Cogollos supervisando la recolección de los cereales. Ya que mientras estaba en Granada el secuestro era más difícil de realizar. En esos días, concretamente, estaban trillando una parva de trigo, con su yunta y la su hermano Pedro, en la era que tenían en la Capellanía y tenían contratado como trillero a Manolo Bruno por unas pocas pesetas al día, lo que se pagara a los trilleros. Bruno era el apodo de la familia porque sus apellidos eran Gómez Aguado, El Granaino le comenzamos a llamar los primos a su hijo Antonio y luego por afinidad pasaron, también, a ser Granainos mi tío Pepe y su hija Mercedes. La razón de ponerle ese mote no era como la gente creía por el solo hecho de vivir en Granada sino porque, por parte de mi padre, éramos treinta y nueve primos hermanos y de ellos seis se llamaban Antonio como el abuelo paterno. Para diferenciarlos y saber a cuál de ellos nos referíamos, al hablar de alguno, en la familia los llamábamos por el nombre y el apellido no común. Pero al existir dos Antonios Hurtado Hurtado los diferenciábamos llamando Granaino al hijo de mi tío Pepe por vivir casi siempre en Granada. Con el tiempo en todo el pueblo solo se les conocía como los Granainos. Hecha esta aclaración voy a seguir con mis recuerdos sobre este caso antes que terminen en el olvido. Como ya he dicho Manolo, que solo tenía un año o dos más que yo, estaba trabajando de trillero con mi tío en la misma era donde la máquina de trillar me pasó por encima de un pie dejándome de recuerdo una buena cicatriz. Con él estaban en la era los gañanes de las dos yuntas y mi tío Pepe. Mi tío dejó a los tres en la era y se fue a un campo que tenía sembrada de maíz en la Fuente del Ciruelo, donde ahora está el molino de Régulo, para cortar unos cabos del maíz que sirvieran de pienso a los mulos cuando dieran de mano a medio día. Tenía pensado volver a la era, cuando cortara los cabos, hasta que los que estaban trillando dieran de mano para irse a almorzar.

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Según contaron los gañanes y Manolo Bruno a poco de irse mi tío llegó a la era un hombre que no conocían y les preguntó si podían dejarle una de las máquinas de trillar mientras se iban a almorzar. Los gañanes le dijeron que ellos no sabían si el dueño, que se había ido al maíz a cortar cabos, se la querría dejar. pero que si esperaba un poco a que volviera el dueño podían pedírsela a él o que viniera más tarde cuando estuviera allí el Granaino. El hombre que pedía la máquina pidió a los gañanes que dieran una voz a mi tío para que subiera un momento a la era para poder preguntarle si quería dejarle la máquina o no. Y puso como excusa, para no bajar él hasta el maíz para preguntárselo a mi tío, que subiendo mi tío a la era le podía decir cuál de las dos máquinas podía dejarle. Pero, como después se vio, la verdad era que no se atrevía a bajar hasta el maíz y secuestrar allí a mi tío porque estaba junto al camino de la era de la Loma y, por ese camino, estaban continuamente pasando muchas personas que podían hacer fracasar su intento de secuestro. Los gañanes dieron voces llamando a mi tío porque la distancia de la era hasta el maíz era poca. Pero mi tío, cuando había cortado suficientes cabos, se fue a Cogollos a tomar café y después fue a la era para quedarse allí hasta que fuera la hora de dar de mano para el almuerzo. Las voces de los gañanes dijo que no las había oído y por eso se fue a tomar café. El desconocido se sentó, con mi tío, a la sombra de un olivo para hablar y le dijo claramente quien era y quería que les diera cincuenta mil pesetas. Mi tío le dijo que no disponía de ese dinero, pero que podía ir a Cogollos y traerles comida, ropa o lo que necesitaran. El de la Sierra le contestó que eso lo hablarían cuando llegaran sus compañeros. Continuaron sentados a la sombra un rato fumando y hablando, mi tío mandó al trillero a llenar la garrafa de agua y los compañeros que esperaba el secuestrador no llegaban. Yo creo que no esperaba a ningún compañero. Lo que esperaba era que se fueran los gañanes y el trillero para poder llevárselo secuestrado sin nadie que pudiera defenderlo. Mientras mi tío intentaba llegar a un acuerdo con aquel individuo no dejaba de pensar en la forma de librarse de él. De repente se levantó y decidido caminó hacia el lado opuesto de la era donde la yegua de mi tío Pedro estaba atada en un olivo. El desconocido le preguntó dónde iba. Mi tío, sin volver la 289


cara, le respondió que iba a desenredar la yegua, antes que se lesionara, porque se había enredado con la soga. El individuo sacó una pistola y le ordenó que volviera pero mi tío, que había llegado por el borde de la era casi hasta la mitad, salto a la parata de abajo y corrió en zigzag para esquivar las balas de los disparos de la pistola del secuestrador y las que le disparaban con metralletas, desde los olivos que había más arriba de la era, los compinches. Sintiendo las balas pasar cerca de él y a veces impactar a su alrededor continuó saltando de parata en parata hasta llegar al camino que va de Cogollos a los Sifones, ahora convertido en carretera hasta el instituto. Al llegar a cada linde no podía entretenerse a buscar el mejor sitio para bajar y se lanzaba linde abajo sin mirar si por donde bajaba había zarzas, pitas u otros obstáculos. Cuando llegó al camino, aunque por la altura de las lindes que había bajado ya no era posible ser alcanzado desde donde le disparaban, continuó corriendo sin parar hasta Cogollos. Los de la sierra le gritaron que él se había escapado pero que se llevarían a su hijo y tendría que pagar el doble por su rescate. Dando por hecho que, el trillero, era el hijo de mi tío lo cogieron y se lo llevaron con ellos sin tener en cuenta que, Manolo Bruno, entre llantos les decía que el que se había ido no era su padre , que su padre había muerto en la guerra. Los gañanes, igualmente, les decían que aquel niño no tenía padre ni le tocaba nada al Granaino pero ellos no los creían y se lo llevaron a la fuerza monte arriba hacia el Portichuelo. Cuando llevaban bastante rato subiendo encontraron unos muchachos guardando cabras y como, al preguntarles de donde eran, dijeron que eran de Cogollos les amenazaron con llevárselos también por ser de Cogollos. Aquellos pastores temiendo que se los llevaran por ser de Cogollos comenzaron a decir que no eran de Cogollos que eran de otros pueblos que citaron. Cuando vieran que los pastores estaban bien asustados les preguntaron si conocían a aquel niño. La respuesta fue afirmativa y los separaron para interrogarlos por separado y averiguar si era verdad, como decían los gañanes, que no era hijo del Granaino. Al comprobar por los informes de los pastores que Manolo no tenía ningún parentesco con mi tío, lo dejaron ir y se fueron en dirección de Carifaquin. 290 Recuerdos de infancia


Cuando Manolo llegó al Llanete, ya los gañanes habían contado lo sucedido, y estaba reunido medio pueblo para ir a buscarlo por donde se lo habían llevado. Al día siguiente mi tío se fue a Granada con sus hijos y en cuanto terminaron de sacrificar los cerdos que quedaban en la casa de mi tía María terminaron con la actividad del matadero en Cogollos para ponerlo en Atarfe, junto a la estación del tren, en unas naves que llamaban santa Amalia. Unos dos años después tuvieron que cerrar ese matadero y abandonaron definitivamente el negocio de las carnes. Esa decisión fue tan acertada que, si la hubieron tomado mucho tiempo antes, las pérdidas hubieran sido menores ya que lo que parecía ser un negocio floreciente, por el volumen de ventas que tenían, en realidad resultó ser un negocio muy ruinoso. Era cierto que toda la producción del matadero la vendían rápidamente y a buen precio pero, en su venderla en sus establecimientos no la pagaron. Ellos tuvieron que recurrir al juzgado para tratar de cobrar lo que les debían pero, a través de las diligencias judiciales, pero solo recibieron buenos propósitos y muy poco o ningún dinero. Yo recuerdo que uno de los días que pasaba en Granada en casa de mis tíos para irme al día siguiente a Málaga mi prima Mercedes, viéndome aburrido,, me dijo que me bajara a la oficina donde había varias máquinas de escribir que no estaban siendo usadas y me entretuviera escribiendo con una de ellas. Cuando entré en la oficina estaba mi tío Rafael y otro señor, que decían que era un perito contable del juzgado, con una caja muy grande llena de sobres, que luego supe que contenían los resultados de las diligencias que habían hecho a través del juzgado para tratar de cobrar lo que les debían. Mientras yo iba buscando las letras en el teclado, para escribir algo, veía de reojo a mi tío que iba abriendo los sobres y dándoselas al contable. Este, después de mirar la carta, escribía algo con su máquina y decía a mi tío: Otro que reconoce una deuda de tantas pesetas pero dice que no puede pagar porque su negocio ha quebrado. Este reconoce que debe x pesetas y pagará cuando pueda. Este no reconoce la deuda y dice que no debe nada de lo que se reclama. Así, toda la mañana, fueron abriendo sobres, uoa tras otoa, y todas las que abrieron mientras yo estuve allí decían prácticamente lo mismo. 291


Luego a la hora del almuerzo, cuando mi tío Pepe llegó de la tienda le comentó que, aunque todavía no habían abierto ni la mitad de las cartas, ya llevaban contabilizadas diligencias por más de dos millones de pesetas de clientes que pagarían cuando pudieran y casi otro tanto de los que decían que no podían pagar porque el negocio les iba mal o habían quebrado. Así fue como mis tíos que se libraron por pies de tener que pagar un rescate a los Tíos de la Sierra. Al cerrar el matadero en Cogollos abrieron otro en Atarfe que tuvieron que cerrar unos años después porque de los tíos de la sierra se pudieron librar pero no se pudieron librar de las enormes pérdidas que les causo el matadero por la excesiva confianza depositada en los clientes a los que daban fiados los productos.

Cine en cogollos Hacia la mitad de los años cuarenta, vino a Cogollos un señor para improvisar un cine de verano y proyectar películas los fines de semana y días de fiesta. Si la gente respondía bien con su asistencia, posiblemente, un día en medio de la semana también se podría poner alguna película. Después de recorrer todo el pueblo, buscando el emplazamiento más idóneo, aquel señor llegó a la conclusión de que el sitio que mejores condiciones reunía era el Corral de Consejo, si los dueños del huerto que le dijeron que había detrás de la tapia del fondo, donde no había casas, le daban permiso para instalar el proyector allí o no le cobraban demasiado caro. El huerto en cuestión era de mis tíos y estaba en la parte trasera de la casa del Llanete, donde tenían el matadero. El señor aquel fue a hablar con mi tía Antonia, que era la que entonces estaba en Cogollos, para ver en qué condiciones le permitiría realizar desde allí la proyección. Mi tía le objetó diciendo que el huerto lo tenían sembrado de hortalizas que, si al entrar y salir se pisaban, se iba a perder parte de la cosecha, pero, si se comprometía a que no se iba a estropear nada de lo sembrado, no tenía inconveniente para que se proyectaran desde allí las películas. También le dijo que tenía unos sobrinos y que a ella le gustaría que vieran, desde allí, alguna película. Al hombre no debió parecerle mal porque mi tía no le iba a cobrar nada por el uso del huerto. Por eso le contestó que 292 Recuerdos de infancia


naturalmente que, sus hijos y sobrinos, podían ver las películas que quisieran desde el huerto, junto a él, sin tener que ir a lo que sería “el patio de butacas” y pagar entrada. Mi tía, por lo que pudiera pasar, no le dijo que era soltera, quizá pensando hacernos pasar por hijos suyos ante el del cine. Así que, mientras el sábado preparaban la plazoleta para convertirla en cine, nos mandó llamar y nos dijo que los domingos por la tarde, antes que llegara el hombre del cine, nos fuéramos a su casa para que cuando llegara con la película nos viera allí. Aquel sábado estuvieron dos hombres, casi todo el día, ocupados con los preparativos para que el estreno del cine, al día siguiente, fuera un éxito y la gente se animara para asistir a las películas en los días sucesivos. Así que tendieron un cable fuerte, siguiendo la línea de fachada de la calle, desde la esquina del Corral de Consejo hasta la casa de Régulo y, de ese cable, fueron colgando unos telones oscuros, que llegaban hasta el suelo ,de forma que toda la plazoleta quedó aislada de la calle y se convirtió en lo que iba a ser sala de cine. Por la parte interior de esos telones colgaron una gran pantalla blanca, para proyectar sobre ella ,con eso el recinto quedo preparado para el cine. Por la tarde fue el Tío de la Luz y conectó un cable, desde el tendido eléctrico hasta el fondo del huerto, donde había un cobertizo en el que estaría la máquina de proyección al resguardo, por si algún día llovía. Sobre el recinto cerrado instalaron dos bombillas, que se controlaban con un interruptor colocado en el cobertizo, para poder poner luz mientras se realizaban los cambios de rollo de las películas o se arreglaban los posibles cortes de la cinta. Cuando terminaron de preparar todo entraron al huerto, conectaron la máquina y realizaron una prueba de proyección para asegurarse de que todo estaba correctamente instalado. Al encontrar que todo funcionaba bien de despidieron de mi tía para volver al día siguiente, domingo, sobre las nueve de la noche y empezar a proyectar, cuando fuera totalmente de noche. Ya, por la tarde, habían contratado a una persona para que, a media tarde, recorriera las calles con una pancarta que contenía el cartel de la película que se iba a proyectar y la fotografía de algunas escenas de ella. La

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persona que llevaría cartel debía, cada cierto tiempo, dar un pequeño pregón anunciando la película que se iba a proyectar y la hora de comienzo. El domingo, a las ocho y media, ya estábamos nosotros en la casa de mi tía esperando que llegara el del cine, para que nos viera allí al llegar como nos había dicho mí tía. Nosotros estábamos más nerviosos que el jopo (hopo, rabo) de un chivo. No habíamos visto nunca una película y aunque habíamos oído hablar del cine no era lo mismo que te cuenten que verlo tú. Con los nervios, que teníamos, íbamos a volver loca a preguntas a mi tía y Ana la Gorda asistía en silencio a la escena y, de vez en cuando, miraba a mi tía como compadeciéndola. De repente mi tía miró el reloj y salió de la habitación, donde estábamos, que su ventana daba al Llanete. Es posible que ella, que tenía la ventana enfrente, hubiera visto llegar el coche en que venían los del cine. Pero no dijo nada al salir y al momento llamaron a la puerta. Ana fue a ver quién había llamado. Era uno de los hombres del cine que venía con un saco grande de lona, donde dijo que venía la película, y una maleta pequeña que dejó a la entrada diciendo que volvería por ella, cuando dejara la película. Mientras el hombre decía eso a Ana, mi tía llegó con unos vasos de leche y unas galletas y nos dijo que nos las tomáramos porque la película era muy larga. El del cine nos miró sonriendo y continuó hacia el huerto llevando la película al hombro. Creo que nunca habíamos tomado la leche y las galletas con la rapidez de aquel día, porque no queríamos perder detalle de todas las manipulaciones que se hicieran para proyectar una película. Cuando volvió el hombre, a recoger la maleta, estábamos terminando la leche y las galletas y nos fuimos, detrás de él, dispuestos a darle gusto al ojo. A los pocos minutos llegó Ana y nos dijo bajito: Si no os portáis bien esta es la última película que veis. Por encima del telón se veía a la gente que venía para ver el cine, cada uno con su silla, y al verlo me acordé de las cadenas de hormigas, llegando al hormiguero, cargadas con un grano de cebada. El telón, junto a la fachada de la casa de regulo, estaba un poco levantado y en el hueco, que dejaba abierto, había un hombre a cada lado que iban recogiendo el dinero de la entrada a las personas que llegaban y se iban sentando en la silla que traían.

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Antes de la diez el recinto cercado estaba tan lleno que creo que no hubiera podido entrar una persona más. Los balcones de la casa de Regulo, también estaban llenos de gente y en el huerto además de nosotros y Ana había llegado mi primo Antonio Hurtado, hijo de mi tío Pedro, uno de los cinco primos hermanos, por parte de mi padre, llamados Antonio. Cuando apagaron las bombillas, para empezar la película, salto por la tapia desde su huerto Pepe de la Pilar, que con el tiempo seria conocido como Pepe el del Cine, para ver la película con nosotros. Yo creo que abajo estaban reunidos casi todos los vecinos de cogollos y que, a una gran mayoría, igual que los que estábamos asomados a la tapia del huerto les pasaba como a mí, que era la primera película que íbamos a ver. En los cambios de rollo se encendían las luces, puestas en la improvisada sala de cine, y al momento a todo el mundo entraban ganas de fumar y subía tal humareda, que parecía que se estaba quemando un rastrojo. Era curioso escuchar los comentarios que hacían, casi gritando, los que estaban sentados viendo la película. ¿Te diste cuenta de……¿Has visto cómo…. ¿Y cuándo…..Así todo el tiempo que tardaba, el operador, en cambiar el rollo de la máquina. Cada vez que se reanudaba la proyección el aplauso era ensordecedor y al terminar la película durante un rato estuvieron pidiendo otra. Pero pronto comenzaron a desalojar el recinto para volver a sus casas, ahora más agrupados que a la venida, y con los comentarios que iban haciendo en voz tan alta que, con toda seguridad, debieron despertar a los pocos que no habían ido al cine y estaban dormidos. En un momento, los hombres del cine, recogieron el telón que cerraba el recinto, junto a la casa que hacia esquina para cuando volvieran, para poner otra película, solamente tener que correrlo como una cortina. Todas las semanas, después de la proyección, se quedaba aquel gigantesco telón colgado en la calle, junto a la esquina, y durante los tres meses del verano ni se lo llevó nadie ni lo estropearon. Ese verano las semanas pasaban rápidamente y, entre los corros de amigos, casi no había otro tema de conversación que no fuera recordar cosas de la película que habían puesto el domingo anterior. Cuando pasaron tres o cuatro semanas, desde que se inauguró el cine, colocaron en el Llanete, junto al tablón donde el ayuntamiento ponía los edictos, otro tablón donde desde el miércoles o el jueves se anunciaba la 295


película que iban a poner el domingo siguiente. Era el mismo tablón que el domingo, a media tarde, paseaba el pregonero por el pueblo anunciando repetidamente, con un pregón, la película que se podría ver aquella noche. Nosotros continuábamos asistiendo cada domingo a la función, junto al operador, desde la tapia del huerto y en los cambios de rollo y, sobre todo, cuando la cinta se rompía nos acercábamos al operador para ver como retiraba de la máquina los rollos y volvía a poner el nuevo pasando la cinta entre tantos engranajes. Cuando el parón se debía a una rotura de la cinta, cosa que empezó a ser bastante frecuente, nos acercábamos con más interés porque, siempre, tenía que cortar algunos fotogramas, que el operador nos daba, habíamos acordado un turno de reparto entre nosotros. El operador debió darse cuenta de nuestro acuerdo, porque ya no discutíamos por coger los fotogramas cortados, y a las pocas semanas, cuando tenía que cortar fotogramas, nos preguntaba ¿estos a quién le tocan hoy? Cuando las noches empezaron a refrescar, la asistencia a las proyecciones fue disminuyendo y, los del cine, dieron por terminada la temporada de cine veraniego. Desmontaron los telones y la instalación eléctrica, que habían puesto para el funcionamiento del cine, y se llevaron todo lo que habían traído a principio de verano. Pero una vez que se había comprobado que, a los habitantes de Cogollos, les gustaba bastante el cine, unos meses más tarde, pusieron un cine en el pueblo y ahora no fue al aire libre como el del Corral de Concejo. Este cine lo pusieron en la parte baja del pueblo, en la penúltima casa de la calle los Morales, en una casa que tenía un patio grande en el que construyeron un salón que sería salón de cine, durante todo el año, y de baile, en los días de fiestas, cuando se organizaban bailes. A este cine ya no había que ir con la silla, como al anterior cine de verano, porque tenía bastantes sillas de anea. Entre la ubicación de este cine y la casa de mi tía María, la hermana de mi madre, por la calle había una sola casa pero, por la parte trasera de las casas, que era donde hicieron el cine, lindaban las dos casas porque, en la casa donde vivía mi tía, había existido un molino de aceite, del que aún quedaba la parte fija de la prensa, los pozuelos excavados en el suelo y algunos vestigios más. 296 Recuerdos de infancia


El patio de ese molino, donde habían estado los atrojes, y el patio de la casa, donde hicieron el cine, estaba separados por una tapia medianera de unos dos metros de altura que aún se conservaba. Adosada a esa tapia levantaron una pared para sostener el tejado del salón construido para cine, en el patio de la casa contigua. En esa pared, que estaba orientada de norte a sur, hicieron dos o tres ventanas para que el salón tuviera por la tarde luz natural. Las ventanas estaban a una altura menor de un metro sobre la tapia antigua, que separaba los dos patios. Eso facilitaba que, los días que proyectaban una película, mis primos y yo, usando una escalera, nos subiéramos a la tapia y a través de las ventanas, aunque no estuviésemos muy cómodos podíamos verla. En cuanto al sonido no teníamos ningún problema porque los altavoces funcionaban a tal potencia que, desde la parte del patio opuesta a la tapia de separación, se oía perfectamente hasta cuando los actores susurraban. Nuestro visionado gratis de las películas no llegó a un año porque, con los ruidos que hacíamos sobre el estrecho tejadillo de la tapia, nuestro intrusismo fue detectado y colocaron unas cortinas en las ventanas que nos impedían la visión de la pantalla. Junto a la tapia tenían mis tíos unos haces cañas, tendidos en el suelo, y uno de mis primos nos propuso que los colocáramos de pie, apoyados en la tapia, para tapar con ellos las ventanas y que no entrara la luz del sol al salón del cine pero, por miedo a la reacción que pudiera tener su padre, no nos atrevimos. Aquél cine no resultó lo rentable que los dueños esperaban y dejó de funcionar poco tiempo después. Cuando transcurrió una larga temporada, sin cine en el pueblo, Joseico de la Pilar construyó un nuevo cine en la carretera. Este era mucho más moderno. Tenía butacas para sentarse y además un escenario. Ese cine además de la proyección de películas se usaba para representar obras de teatro, bailes con orquestas y conciertos musicales de artistas famosos como Gelu. Cuando este cine comenzó a funcionar yo, apenas si iba por Cogollos unos pocos días en vacaciones, y ya existía la televisión por lo que, ir al cine, no era tan atractivo como cuando, solamente, había unos pocos receptores de radio en todo el pueblo.

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La planta de don juan Cuando don Juan comenzó a venir a casa para dar clase a Antonio aprovechaba para dármela a mí también, ya que así yo no tenía que ir a su casa y, en mi lugar, podía admitir otro alumno de los que querían ir pero no tenía suficiente espacio para admitirlos. Una tarde le dijo mi madre que, al día siguiente, yo no iba a estar para la clase porque íbamos a sembrar la planta (tomates, pimientos, etc.). Por eso, si quería, no fuera a dar la clase solamente para Antonio y lo dejara descansar un día. Don Juan comentó que le gustaría también poder sembrar un poco planta porque, aunque le regalaban tomates y otras cosas, había ocasiones en las que se les apetecían y no podían comprarlos porque, como prácticamente todo el pueblo los sembraba, en las tiendas no los llevaban para vender. Además decía que debía resultar más satisfactorio cuando se consumían productos se habían producido con el propio trabajo. Mi madre le dijo que, cuando llegara el tiempo, podía ir a nuestra planta a por lo que quisiera o, si lo prefería, le podíamos a sembrar un par de canteros para él. Podía ir con nosotros al día siguiente para ver donde se sembraba o cualquier otro día, a la hora que él pudiera, íbamos con él y le enseñábamos donde estaba. Pero esa proposición no satisfacía a don Juan. El sólo deseaba tener un cantero de planta que él lo sembrara y él hciera todo el trabajo para cultivarlo. Entonces le dijeron que, si eso era lo que quería, se viniese al día siguiente, por la tarde, con nosotros, y sembrara la cantidad que quisiera porque teníamos joya de sobra y había bastante tierra que iba a quedar sin sembrar. Al día siguiente, a la hora que quedamos, llegó don Juan preparado para convertirse en destripaterrones. Salimos para la Huerta Vieja, al bancal que labrábamos junto al barranco, llevando herramientas, las plantas de pimientos y tomates, que habíamos cogido de la joya sembrada en la azotea, y algunas semillas.

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Al llegar, una vez determinado donde íbamos a sembrar cada cosa, comenzamos a hacer los arroyos para los pimientos y los tomates y acto seguido metimos el agua del barranco y empezamos la siembra. Don Juan, haciendo los arroyos, sudaba más que un pipote en verano y, de vez en cuando, se secaba el sudor de las manos en el pantalón, se las miraba, las soplaba y las sacudía. Lo que no vimos nunca que hiciera era escupirse en las manos, como hacían algunos labradores, para que el astil de la azadilla resbalara mejor. Para ser un trabajo que, decía que, no había hecho nunca hizo los arroyos bastante bien y el agua no dio problemas para pasar por ellos. Cuando se metió, descalzo,. para trasplantar los pimientos y tomates intentamos picarlo diciéndole que pusiera cuidado como lo hacía porque la joya era especial y si enterraba parte del tallo y dejaba la raíz fuera daban más fruto. Es posible que pensáramos que, por no haber hecho aquello antes, lo podíamos engañar como a un tonto y los tontos éramos nosotros al olvidarnos que era maestro. Al terminar de sembrar los pimientos y los tomates decidimos dejar para el día siguiente la siembra de los pepinos, melones y sandías. Ese día don Juan sembró también unas pocas judías, decía que para consumirlas verdes. Don juan, que había comenzado el trabajo con mucho ímpetu, poco a poco fue aminorando el ritmo y mirándose las manos con más frecuencia. Le habían salido una cuantas borregas, que se le reventaron y debían dolerle bastante, pero como él quería comer algo cultivado con su trabajo pues “por un gustazo…. Ya se sabe el refrán. A los pocos días le dijimos que aquella noche, sobre las cuatro de la madrugada, tocaba regar con la tanda del agua de la Canal si regábamos su planta o también quería hacerlo él. En esta ocasión dijo que los riegos los hiciéramos nosotros pero que para escardar le avisáramos cuando se podía hacer para venir, ese día, a escardar su planta. En aquella primera escarda le preparamos una broma que no se esperaba. A los dos días de haber regado fuimos, por la tarde, y con el chorrillo de agua que iba por el barranco volvimos a regar solo la planta de don Juan. Por eso cuando, unos días después, la nuestra tenía la tierra oreada para poder escardarla, la de él estaba muy pesada (húmeda), se le quedaba pegado el barro al amocafre y, de vez en cuando, tenía que quitársela con la otra mano. 299


Cuando nos preguntó extrañado por qué sus arroyos tenían más humedad que los nuestros, dijimos que no lo sabíamos, que nos parecía muy raro. Aunque pudiera ser que hubiera hecho sus arroyos algo más hondos y con menos corriente que los nuestros y, por eso, hubieran retenido más agua. No sé si eso lo convencería pero no creo que pudiera sospechar que los suyos se habían regado dos veces. Aprovechando esa circunstancia comenzamos a desafiarlo para ver quien terminaba antes de escardar cada arroyo. El resultado del desafío quedó en un empate técnico porque a pesar de tener nosotros la ventaja del mejor estado de la tierra algunas veces nos ganaba él. Desde ese día decidimos enterrar el hacha de guerra, fumar la pipa de la paz y convivir pacíficamente como buenos vecinos de cultivo. En verdad que don Juan fue un buen vecino de cultivos y cuando íbamos a escardar, como él tenía menos extensión, terminaba antes y nos ayudaba hasta que terminábamos nuestra planta. Si fuera verdad que las satisfacciones engordan aquel año D. Juan se tenía que haber puesto como un gerpil de satisfecho que se sentía cada vez que recogía algo de las hortalizas que estaba cultivando con su trabajo. Fin de la escuela en cogollos. A los diez años mi hermano Manolo era casi el número uno de la escuela a pesar de que había muchos niños mayores que él y por eso Pepe Filomeno, que era el hijo menor de los que tenían los coches de viajeros, continuamente trataba de convencerlo para que a los doce o trece años se fuera a trabajar como cobrador a la empresa de su familia. Pero don Juan Menéndez era un maestro que además de preocuparse de que sus alumnos terminaran la escolaridad con la mejor preparación posibles se preocupaba de su futuro y el que veía que tenía capacidad para hacer estudios superiores a los de la primera enseñanza hacia todo lo posible y casi lo imposible para que continuara estudiando al menos el Bachillerato que entonces eran siete cursos y una reválida. Así fue como en el año 1943 logró convencer a mis padres para que mi hermano Manolo estudiara el Bachillerato. Mis padres veían bien que Manolo comenzara a estudiar el bachillerato si pudiera ir y volver cada día al instituto 300 Recuerdos de infancia


en el coche de viajeros pero los horarios de ese transporte eran incompatibles con el horario de las clases del instituto y por lo tanto tendría que estar en un internado y eso era muy caro. El único internado que había en Granada donde poder estudiar el Bachillerato un niño era en la Abadía del Sacromonte que era demasiado cara para que mis padres pudieran pagarla. Allí estaban mis primos Manolo y Antonio de Pulianas que estudiaron todo el Bachillerato y la carrera de Derecho. Como el único problema para que Manolo estudiara era el económico D. Juan fue al Sacromonte para enterarse si había alguna forma de conseguir una beca o algo parecido para que no resultara tan gravosa la estancia en el internado. Le ofrecieron, si aprobaba el examen de ingreso en junio, darle una plaza de fámulo que consistía en darle una media beca de interno a cambio de que ayudara en el comedor a poner las mesas, servir las comidas y recoger la vajilla. Esa posibilidad le pareció muy bien a mi hermano y a mis padres así que llevaron la solicitud para examinarse, en junio, se examino de ingreso y, como aprobó, lo matricularon para primero de bachiller y a primero de octubre se fue interno al Sacromonte. Allí estudió los siete cursos del bachillerato aprobando siempre en junio todas las asignaturas pero el curso que termino séptimo al presentarse a la reválida en junio no aprobó y decidió no presentarse en la convocatoria de septiembre. Para que en casa no le riñeran solicitó irse voluntario al ejército. Su solicitud fue admitida y se fue, como voluntario, a una compañía de automovilismo que había en Melilla, porque el capitán de esa compañía era nuestro primo Manuel Fernández, hijo de la hermana María de mi padre. El curso en bachillerato no empezaba hasta el uno de octubre y terminaba el último día de mayo. La verdad era que a mí no me hacía mucha gracia que mi hermano tuviera en verano dos meses más de vacaciones que yo porque en la escuela el curso empezaba el uno de septiembre y terminaba el treinta de junio. Debido a esas largas vacaciones a mí comenzaron a entrarme ganas de comenzar a estudiar en cuanto tuviera la edad suficiente. Pero después de todo, pensándolo fríamente, esos dos meses más de vacaciones tampoco eran un chollo para mi hermano porque en Cogollos, 301


siendo hijo de labrador y teniendo más de diez años, en los meses de verano había que trabajar de sol a sol y a veces hasta por la noche si te llegaba el turno de riego en alguna finca. En mi caso el abandono de la escuela para comenzar a estudiar fue también con una buena participación de la mano de don Juan. Cuando venía D. Juan a casa para darnos clase a Antonio y a mí yo era monaguillo y mi madre le decía muchas veces que yo iba a ser cura. El maestro se reía y decía ¡Ya veremos, ya veremos! Para examinarse de ingreso había que tener cumplidos los diez años. Yo por haber nacido a final de noviembre para poder examinarme tenía que esperar como mínimo a junio del año siguiente cuando ya me faltaba poco para cumplir los once años. Por eso en cuanto cumplí esa condición de la edad mi hermano Manolo me presentó una solicitud para el examen de ingreso en el Sacromonte y don Juan sin saberlo nosotros me presentó otra en el Padre Suarez. Cuando llegó la fecha de los exámenes en junio el primer examen era el del Sacromonte y yo me presenté con más miedo que vergüenza, porque era el primer examen de mi vida, y el miedo, los nervios o que simple y llanamente no sabía lo que preguntaron aquel fue mi primer examen y mi primer suspenso. Cuando D. Juan se enteró casi me mata, si le hubiera picado un enjambre de abejas quizá no se hubiera puesto tan furioso, pero ya no tenía remedio, después de aquel examen quedaba otra oportunidad en septiembre o quizá no. Tres días después al salir de la escuela por la mañana me dijo el maestro esta tarde no vengas a la escuela, te quedas tranquilo en tu casa y mañana te vas en el coche a Granada que a las diez y media te examinas en el instituto. Como yo no sabía que él había presentado allí la solicitud me sonó un poco a chino así que le dije a mi madre aquello y a ella le pasó igual. Fue a hablar con él cuando se enteró bien volvió diciendo “Nada que mañana tenemos que ir a Granada porque te tienes que examinar y a ver esta vez qué haces”

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A la mañana siguiente fui con mi madre al coche de viajeros y allí estaba D. Juan con otros dos niños que también iban a examinarse. Al llegar a Granada nos llevó hasta el Padre Suarez y estuvo con nosotros hasta que nos llamaron para entrar al aula del examen. Nos dijo que entráramos tranquilos porque sabíamos todo lo que nos iban a preguntar, que iba a volver antes de que termináramos pero que si alguno terminaba antes que se esperara allí hasta que él regresara. Cuando salimos del examen nos estaba esperando con nuestras madres y después de contarle lo que habían puesto en el examen nos animó diciendo que eso lo aprobábamos todos y cada uno nos fuimos por un lado con nuestras madres hasta la hora de coger el coche, al atardecer, para volver a Cogollos. Mi madre y yo nos fuimos a casa de mis tíos y por la tarde compró algunas cosas antes de irnos al triunfo para coger el coche de regreso. Unos días después D. Juan nos dijo que su mujer había mirado las notas en el instituto y habíamos aprobado todos y que él nos avisaría cuando teníamos que matricularnos para primero de bachillerato. Mi madre preguntó en el Seminario y le dijeron que, para poder entrar, además de haber aprobado el examen de ingreso tenía que hacer un año de preparatorio para tener los suficientes conocimientos de lengua para empezar a estudiar el latín, y que ese curso se tenía que hacer en una escuela preparatoria que había en los bajos del Seminario mayor en la carreta de Alfacar. Las clases en esa escuela eran de nueve y media a dos pero algunos días tendríamos que ir además por la tarde por lo que no eran compatibles con el horario que tenía el coche de viajeros para poder venir desde Cogollos a la clase cada día.

Curso en la escuela preparatoria Unos días después de saber las notas vino D. Juan para hablar con mi madre sobre mis estudios y a proponerle algo que había conseguido para que el año de preparatorio no le saliera muy caro, pero que ese plan no era completo porque no comprendía el alojamiento por la noche. Si mi madre conseguía donde pudiera dormir por lo demás no había que preocuparse.

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La solución hubiera sido la casa de mis tíos pero ya estaban estrechos los que Vivian en la casa y para una noche o dos se podía buscar una solución pero un curso entero no era pasible. Entonces pensaron en dos primas de mi madre y que también eran primas segundas de mi padre, creo que eran hermanas de José El Campanero. Eran dos mujeres Dolores que era viuda y María que era soltera. María era la portera de una casa de la Gran Vía junto a la tienda de mis tíos y Dolores tenía una lechería en la calle Azacayas. En el semisótano de la portería también vendían, al por mayor, a algunas cafeterías la leche que le traía una de sus hijas de una cacería que tenía en la vega. En el semisótano tenían cocina, comedor y dos o tres dormitorios donde dormían María y Aurora, una nieta de Dolores que estaba estudiando medicina. Dolores y Salva, un nieto de dolores que estudiaba segundo de bachillerato, se iban a dormir a un piso que tenían en la calle Elvira. La habitación donde dormía el nieto era grande y tenía dos camas así que no tuvieron ningún problema para que yo durmiera en la habitación del nieto y además me darían el desayuno. Nunca quise preguntar ni a ellas ni a mi madre si le tenían que pagar algo por ello. Solucionado el problema del alojamiento D. Juan nos dio a conocer el resto de su plan. Conocía a una señora, siempre he sospechado que era la dueña de la pensión Olimpia, que quería ayudar a costear los estudios a algún niño y don Juan le propuso que la ayuda me la diera a mí. Como yo era monaguillo en Cogollos no sé si era una parte del plan o una exigencia de la benefactora para tenerme más controlado, durante el curso de preparación tenía que ser monaguillo en el Corazón de Jesús que formaba parte de la misma manzana que la pensión. A sí que D. Juan me llevo al Corazón de Jesús una tarde y me presentó al hermano Navajas que era como el sacristán de la iglesia. Este estuvo hablando un rato conmigo durante el que me hizo toda clase de preguntas y al final me dijo que tenía que ir todos los días a las ocho y media para ayudar a misa y luego, por la tarde, cuando a las cinco saliera de clase. Él hermano Navajas ya había hablado con don José Peralta,el maestro de la escuela preparatoria, para que me dejara entrar tarde si algún día la misa duraba más. Además me dijo que al salir de clase a medio día y por la noche iría para almorzar y cenar a la pensión Olimpia y que allí, en la sacristía, nos darían una movidito. 304 Recuerdos de infancia


Aquella misma noche comencé a ir a cenar a la pensión donde me recibieron muy bien, me pasaron a la cocina y me dieron la cena preguntando siempre si me gustaba un plato o prefería mejor otra cosa de las que tenían preparadas para las personas alojadas en la pensión. Yo supuse que esa posibilidad de elegir el menú habría sido por ser el primer día y que después tendría que comer lo que me pusieran sin poder elegir. Pero estaba en un error porque pude elegir siempre que fui a comer. Terminada la cena me despedí hasta el día siguiente y salí camino de la portería de las parientas para esperar la hora de ir a la calle Elvira para acostarnos. Todos los días del curso era repetir la misma rutina y a contra reloj. Levantarse algo antes de las ocho para ir a la Gran Vía a desayunar y salir con los libros para la iglesia y ayudar a la misa de ocho y media. Al terminar la misa tenía algo menos de media hora para llegar a clase en la escuela preparatoria. Y desde allí a la pensión para almorzar y volver al semisótano de la Gran Vía hasta la hora de salir para clase o directamente para la escuela si el almuerzo se alargaba. Al salir de clase a las cinco tenía que volver rápido al Corazón de Jesús para, después de merendar, hacer los ejercicios con el hermano Navajas. Después nos ponía a hacer cuatro cosillas como llenar los copones de ostias, preparar los ornamentos para las misas del día siguiente, hacer cordones y borlas para los cíngulos, regar las macetas de la iglesia etc. El día que no teníamos que preparar muchas cosas en la sacristía después de los ejercicios de la escuela el hermano nos explicaba algo casi siempre de lengua, matemáticas o religión. A los monaguillos que no les tacaba ese día rezar el rosario se podían ir, pero al que tocaba el rosario se quedaba para, sobre las siete, que era la hora del rosario dirigir el rezo desde el púlpito vestido con sotana y roquete. Al terminar el rezo del rosario había que esperar que se quedara vacía la iglesia para cerrar la puerta por dentro y entonces se podía ir a su casa saliendo por la puerta de la residencia. Los días que me tocaba a mí el rosario, al terminar, me iba directamente a la pensión para cenar.

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Cada vez que iba a comer a la pensión, al entrar en la cocina, me acordaba de los conejinos que contaba mi primo Juan Fernández le ponían en una pensión de Burgos, cuando estuvo allí de maestro, y un día descubrió que eran ratas de acequia, Ese recuerdo me hacía mirar para todos los rincones de la cocina, los días que la comida tenía carne, buscando alguna evidencia sobre la clase de animal al que pertenecía la carne aunque por el tamaño de las tajadas era evidente que no podía ser de conejinos como los que servían a mi primo. Pero entre el tamaño de las tajadas y que la cocinera solía comer cuando yo de la misma comida me tranquilizaban lo suficiente para lograr tragarme la carne pero no era suficiente para apartar de mi cabeza los famosos conejinos burgaleses. Cuando llevaba unos días comiendo en la pensión al despedirme por la noche, después de cenar, me dijo la cocinera que esperara un momento. Yo me puse en lo peor y pensé que había hecho algo mal y me iba a reñir pero ella me dio un paquetito y me dijo toma para que comas algo en el recreo que la mañana es muy larga y con las caminatas que tienes que andar te dará hambre. Yo lo cogí por no hacerle un desprecio, le di las gracias y las buenas noches y me fui a casa de las parientas para esperar la hora que decidieran que nos fuéramos a dormir a la calle Elvira. A Partir de aquel día todas las noches me dio algo para tomar a media mañana casi siempre biscocho, galletas a algún dulce. Metido en problemas Cuando por las noches íbamos a acostarnos a la casa de la calle Elvira, como Salva tenía un cine Nick y muchas películas, antes de acostarnos pasábamos un rato viendo películas y haciendo que los dibujos se movieran a distintas velocidades incluso haciéndoles correr hacia atrás. Una noche, cuando yo llevaba unos tres meses durmiendo allí, Salva se sacó del bolsillo un paquete de ideales y estuvimos fumando un pitillo cada uno. Para que en la habitación no quedara olor al tabaco y su abuela no lo descubriera entreabríamos la ventana y fumábamos junto a ella de forma que el humo saliera directamente a la calle. Cada calada que le daba al cigarro me parecía que se me iban a rajar los bronquios pero para que no se riera de mí aguantaba como podía. Aquello no era como los cigarrillos de matalahúva que fumábamos los niños a escondidas en las matanzas. 306 Recuerdos de infancia


Con aquel paquete teníamos para fumar un cigarro cada uno durante diez días pero no pudimos ni siquiera fumarnos aquel primer paquete. El piso era un bajo, la ventana de nuestro dormitorio daba a la calle a menos de un metro de altura de la acera y, una noche, cuando estábamos terminando nuestro cigarrillo, que sería el tercero o el cuarto desde que comencé a fumar, paso por la acera una clienta de la lechería y el humo que salía por la ventana llegó hasta ella que continuó sin decir nada. Sin embargo al día siguiente cuando fue a comprar la leche como cada día, nada más llegar dijo, Dolores no me habías dicho que tu nieto fumaba. La pobre Dolores muy extrañada le dijo que no era posible, que debía estar equivocada. Pero la clienta, que debía pertenecer a la liga contra el vicio, insistió diciendo que había pasado por la noche y estábamos los dos fumando como chimeneas y que salía por la ventana tanto humo que casi no se podía pasar por la acera. Esa información dio lugar a que Dolores, cuando cerró la lechería fuera a la casa y realizara un registro, más minucioso que los que años antes hacían los Inspectores de Consumo y los Guardias de Asalto en las casas de los labradores de Cogollos, y encontrara el cuerpo del delito en la maleta de Salva. Las consecuencias no se hicieron esperar y aquella misma noche, cuando después de cenar llegué a la Gran Vía para esperar la hora de irnos a dormir a la calle Elvira nos llamó a los dos y enseñándonos el paquete de ideales, casi medio, nos dijo: “Si me entero que fumáis un cigarro más tú, señalando a su nieto, te vas a trabajar a la cacería con tu padre y tú, ahora me señaló a mí, te vas a Cogollos. ¿Está claro? Como a ninguno de los dos nos convenía tentar a la suerte por si la abuela Dolores cumplía lo que decía nos olvidamos de los ideales que sustituimos por otro vicio más entretenido y menos peligroso, las pipas. De ese curso que pasé en la escuela preparatoria para el seminario pocos recuerdos dignos de mencionarse porque los continuos desplazamientos que tenía que hacer, las clases, la realización de las tareas que nos ponía el maestro, D. José Peralta, que unas veces eran ejercicios que realizar y otras materia que aprender y las actividades como monaguillo en el Sagrado Corazón me dejaba poco tiempo para aventuras. No obstante citaré algunas aunque no tengan demasiada importancia. 307


Monaguillo de las monjas Un domingo, cuando llegué al Sagrado Corazón para ayudar a la misa que me correspondía el hermano Navajas me dijo que, en lugar de ayudar la misa de allí, fuera al Carmen de Conchita Barrechiguren, por debajo del Carmen de los Mártires, para ayudar en la misa que decían a las monjas y luego volver para ayudar en la misa de doce en el Sagrado Corazón. Esos días no tenía que ir a la carretera de Alfacar pero la caminata no era mucho más corta porque tenía que subir por la cuesta Gomérez al Hotel Palace y bajar un poco hasta el Carmen de Conchita y al terminar la misa volver por el mismo camino a la Gran Vía. Las misas en el Carmen duró más tiempo que las que ayudaba en la iglesia porque las monjas cantaban mucho pero eran misas mas amenas y no se hacían largas. Al terminar la misa las monjas me llevaban a la cocina para ponerme un desayuno, no me valía decirles que ya había desayunado, siempre decían que tenía que comer porque estaba creciendo y que además tenía que andar mucho para volver y si no comía podía marearme en el camino. A la hora de despedirme me preguntaban si al domingo siguiente iba a volver yo para ayudar en la misa. Yo supuse que eso mismo preguntaría a todos los monaguillos que iban porque, a las monjas, debería serles indiferente que el monaguillo fuera uno u otro y les contesté que no lo sabía porque eso dependía del hermano Navajas que era quién decidía que monaguillo tenía que ir. Pero el Hermano, desde entonces, comenzó a mandarme a mí todos los domingos por lo que comencé a sospechar que las monjas debían haberle dicho algo sobre los monaguillos que mandaba para ayudar en la misa. En aquel tiempo, durante la misa, las mujeres no podían acercarse al altar y por eso no podía una monja ayudar en la misa.

Pedi en la puerta de la iglesia El día de Navidad el hermano Navajas nos mandó que al terminar cada misas nos colocáramos con unas bandejas dos monaguillos, uno a cada lado de la puerta, para pedir a los fieles que salían de misa, el aguinaldo para los monaguillos, petición que decían se acostumbraba a hacer todos los años.

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El hermano nos agrupó en parejas y adjudicó a cada pareja la misa en la que debíamos pedir. A mí me puso en la pareja que debía pedir en la misa de las doce y tal como nos había indicado solo teníamos que recitar con un sonsonete “Aguinaldo para los monaguillos” y dar las gracias a los donantes. A mí la verdad no me hacía eso mucha gracia pero como donde manda patrón…… ya se sabe, no tuve más remedio que ponerme a pedir en la puerta de la iglesia. Todo iba a pedir de boca y la bandeja se iba llenando de monedas y algún que otro billetillo de una peseta o dos pesetas, donativos bastante generosos si consideramos que el jornal de un hombre en la aceituna era de unas seis o siete pesetas. Casi de los últimos fieles salió un señor regordete y sacando de su cartera un billete de veinticinco pesetas fue a ponerlo en mi bandeja pero se detuvo y se volvió mirando a la bandeja de mi compañero, que estaba al otro lado de la puerta, y quedó un momento pensativo sin decidirse en qué bandeja dejar el billete. Al fin tomó la decisión salomónica de darnos medio billete a cada uno para que no nos peleáramos. Yo le dije que no rompiera el billete porque el hermano Navajas era quien juntaba todo lo recogido por todos y lo repartía por igual entre los monaguillos y que si no se fiaba se la diera al otro. Entonces el hombre, aunque no muy convencido, lo dejo en mi bandeja no sin dejar de decirme con un tono casi amenazante: “¡Que no me entere yo que no lo habéis repartido. Eh! Con lo cogido de los aguinaldos el hermano nos compró algún material escolar, dulces y además nos dio a cada uno más de cuarenta pesetas que, en aquellos tiempos, era un dineral y una cantidad impensable para un niño. (Una arroba de aceite 12´5 litros costaba solo cuarenta y seis pesetas) Perdido en el albaicin Durante el año que estuve en Granada haciendo el curso preparatorio algunos domingos, por la tarde, al terminar de almorzar, si no me tocaba el rezo del rosario en el Corazón de Jesús subía, dando un paseo, hasta el Sacromonte para pasar la tarde con mi hermano Manolo que ya estaba estudiando el tercero de Bachillerato. Algunos de esos domingos no pasábamos la tarde solos porque mis dos primos de Pulianas y Jaime Barea que también estudiaban allí se venían con nosotros y pasábamos la tarde los cinco jugando al futbol en un campo que había con porterías al bajar, si no recuerdo mal, la segunda de las siete cuestas. 309


Al poco de dejar la cuesta del Chapiz y desviarme por el camino del Sacromonte siempre subía con un poco de recelo porque mis primos, siguiendo la costumbre del verano que pasé con ellos al comenzar la Guerra, me asustaron contándome fechorías de los gitanos con la navaja de muelles que siempre llevaban los hombres en la faja y las mujeres en la liga. Mi hermano también me contó que en una cueva, que había junto al camino al pasar el puentecillo que existía a la altura del patio de recreo de las escuelas del Ave María, tenían encerrado a un loco que daba gritos a los que pasaban por el camino y sacaba las manos entre las rejas intentando atrapar a los transeúntes. Por eso me decía mi hermano que al llegar allí pasara aquel tramo pegado al pretil del camino para eludir las manos del loco. Cuando estaba llegando a aquel punto del camino el loco comenzaba a gritar repetidamente, todos los días lo mismo: ¡José Antonio Primo de Rivera! ¡Clamor! ¡Clamor! ¡Clamor de guerra! Y sacaba los brazos por la reja como me dijo mi hermano. Yo pasaba aquel tramo del camino tan pegado a la tapia que algunas veces la manga de la camisa se enganchaba en sus chinos. Y avanzaba sin dejar de mirar de reojo hacia la temiendo que se escapara. Unos metros más adelante comenzaba la subida zigzagueante de las siete cuestas que había que subir para llegar hasta la Abadía. En una de esas visitas domingueras a mi hermano nos entretuvimos demasiado hablando y cuando yo me dí cuenta faltaba poco para que se pusiera el sol y cuando el sol se ponía antes de la media hora, como era invierno, ya era de noche. Por eso o me daba prisa en bajar o me anochecería en el camino de regreso. Bajé lo más rápido que pue por las cuestas y el camino del Sacromonte y al llegar a la Cuesta del Chapiz como estaba empezando a oscurecer pensé que si, en lugar de bajar la cuesta hasta el Paseo de los Tristes, cruzaba el Albaicín, lo más recto que pudiera, llegaría a la calle Elvira por uno de los callejones que desde el albaicín bajan hasta ella en bastante menos tiempo porque la distancia a recorrer casi en línea recta sería ás corta que volviendo por el Paseo de los Tristes.

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En teoría mi razonamiento era bueno si el albaicín hubiera tenido un trazado de sus callejones medio rectas como las calles que yo conocía de Granada pero mi sorpresa fue aumentando a medida que me adentraba en el barrio. Al principio mientras quedó un poco de luz del día medio me iba orientando sabiendo que debía seguir siempre en la dirección de donde venía la luz del crepúsculo. Pero eso era difícil, por no decir imposible, porque los callejones daban vueltas, subían o bajaban continuamente y así, ya casi sin luz, era imposible orientarse en la dirección correcta. En algún momento incluso tuve que dar media vuelta porque me había adentrado en un callejón sin salida. A medida que el tiempo pasaba mi temor fue aumentando al comprobar que estaba perdido en un laberinto de callejones del que no sabía que dirección tomar para lograr salir y volver atrás, hasta la Cuesta del Chapiz, era imposible porque con tanta revuelta dada no sabía en que dirección se encontraría. Ya era completamente de noche, aquellos callejones tenían muy poca luz y además del temor por las historias de robos, heridos y desapariciones que contaban del Albaicín empecé a sentir frio. Después de haber pasado casi toda la tarde jugando al sol y sudando ahora, al enfriarse el sudor, casi temblaba de frio o quizá sería de miedo. Finalmente me decidí a tomar en cada cruce de callejas la que bajara más pendiente porque la Granada que yo conocía estaba mucho más baja que el Albaicin y si continuaba bajando no tardaría en llegar a Plaza Nueva, a la Calle Elvira o a la Carrera del Darro. Alguno de aquellos callejones después de un tramo de bajada hacía un recodo y comenzaba a subir otra vez llegando a un sitio donde me parecía que había pasado antes. En todo el tiempo que llevaba dando vueltas no me encontré en la calle a nadie al que poder preguntar para que me orientara. Finalmente cuando estaba decidido a llamar a alguna casa para preguntar cómo podía salir de allí vi un callejón muy estrecho que descendía en una fuerte pendiente y me decidí a bajar por él pensando que, si resultaba que no tenía salida, no me quedaban fuerzas para volver atrás por aquella pendiente.

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Ya había recorrido una buena distancia pendiente abajo cuando con la escasa luz que daba una bombilla parecía que se terminaba, sin salida, un poco más abajo. A pesar de ello decidí continuar hasta el final y si tenía que volver atrás sentarme en el suelo a descansar un poco. Afortunadamente el callejón que no tendría dos metros de ancho hacía un recodo en ángulo recto y al doblar el recodo a la escasa distancia de unos treinta metros se veía que pasaba una calle más ancha. Al fin pude respirar porque se había terminado mi aventura. Aquella calle era, la Calle Elvira y estaba muy cerca de la casa donde íbamos a dormir cada noche. No sabía la hora que era pero me parecía demasiado tarde para ir a la pensión a cenar. No obstante me dirigí a ella para ver si todavía me daban la cena. Al llegar a la pensión la cocinera que ya estaba preparada para irse me pregunto por qué había ido tan tarde. Si hubiera llegado dos o tres minutos después ella se habría ido y no quedaba quien me diera la cena. Mientras me ponía la cena le fui contando mi aventura por el laberinto del Albaicín y como creyendo que iba a tardar menos tiempo terminé tardando casi tres veces más. Ella con una sonrisa entre divertida y compasiva me dijo el refrán ”no dejes el camino viejo por el nuevo” y menos en el Albaicin donde se pierden hasta los que viven allí. Yo seguí subiendo algunos domingos a ver a mi hermano pero de regreso nunca más se me ocurrió repetir la experiencia de cruzar por el Albaicín y siempre volvía mas de una hora antes de se pusiera el sol.

Accidente eléctrico: Había en la iglesia varias macetas de pilistra que por las mañanas se colocaban adornando el altar y, al terminar las misas, se sacaban a un pequeño patio que separaba la iglesia de la calle Elvira para regarlas y que recibieran unas horas de luz natural. Uno de los días que me tocó a mí el rezo del rosario al terminar era ya de noche y cuando volví a la sacristía por la puerta de salida al patio que 312 Recuerdos de infancia


estaba abierta vi que llovía muy fuerte. En ese momento me acordé de las macetas que estaban en el patio y con la lluvia tan fuerte se le podían romper las hojas. Para que no se estropearan las macetas decidí ir por ellas y ponerlas en la sacristía. Al salir al patio como no se veía nada tenía que encender una luz que tenía el interruptor algo alejado de la puerta. Yo sabía aproximadamente por donde estaba el interruptor pero no se veía el sitio exacto y tuve que ir con la mano tanteando la pared para buscarlo. Con la intensidad de a lluvia y el agua que encharcaba el patio en un momento tuve los pies tan mojados como la mano con al que tanteaba la pared y continué inconscientemente buscando el interruptor de la luz ajeno al peligro que me esperaba. De improviso lo encontré o quizá sería él quien me encontró a mí y me aviso de su presencia con una descarga eléctrica que me recorrió todo el cuerpo y mantenía mi mano unida a él sin poderla retirar. Cuando logre separar la mano del interruptor la tenía tan dormida que no podía mover los dedos y en el espejo que había sobre las cajoneras de los ornamentos me vi más amarillo que un sobre de especias. Poco a poco me fui recuperando y cuando llegó el hermano y le conté lo que me había ocurrido me dijo que había tenido mucha suerte y que nunca más volviera a hacer lo de esa noche. Al día siguiente cuando, por la tarde, estábamos todos los monaguillos el hermano Navajas nos dio una clase magistral sobre los peligros de la electricidad y precauciones que debíamos tomar siempre. Además el interruptor de la luz del patio lo cambió de sitio y lo puso dentro de la sacristía. La procesión del Sagrado Corazón Todos los años, el último viernes de junio se sacaba en procesión, y se continúa sacando, la imagen del Sagrado Corazón que es muy pesada por sus dimensiones y porque está tallada en un tronco de madera maciza. Para bajarlo del retablo y colocarlo sobre las andas instalan en la iglesia una plataforma que se desliza sobre dos vigas de hierro inclinadas, que van desde el suelo hasta el retablo, y en esa plataforma se baja la imagen y se vuelva a su lugar después de la procesión.

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Desde unos días antes de la procesión el hermano asigna a cada monaguillo lo que debe llevar en la procesión. A mí, en un principio, me asignó llevar uno de los incensarios pero el mismo viernes por la mañana me dijo que como yo era el más pequeño de todos creía que no podría soportar ir moviendo el incensario todo el tiempo de la procesión y había pensado que era mejor que yo llevara la caja del carbón para ir repostando a los tres incensarios. Yo sospeche que alguno había protestado, por llevar de monaguillo más tiempo que yo, y por eso me cambiaron pero, como me quedaba menos de una semana que estar allí de monaguillo, no quise decir nada. Por otro lado, con la caja del carbón, no tenía que ir vestido de monaguillo y podía ir fuera de la procesión para entrar solamente cuando algún incensario necesitara carbón. Eso me permitía poder beber agua o comer cuando quisiera así que no perdí nada yendo de carbonero.

El padre Delgado Una tarde del mes de mayo, cuando al terminar “las flores” entré en la sacristía me dijo el hermano Navajas que el padre Delgado había venido de Málaga y a él le gustaría que me conociera, que, si no tenía nada que hacer, me esperara un poco porque estaba a punto de llegar. Yo que no sabía quién era aquel padre Delgado porque era la primera vez que tenía noticia de su existencia comencé a pensar quien sería aquel padre Delgado y por qué querría el hermano que me conociera. Lo único que se me ocurría pensar era que, sin darme cuenta hubiera hecho algo mal, y el hermano quisiera que fuera otro quien me llamara a capítulo, pero por más que pensaba no encontraba la causa por la que pudiera encontrarme en un lío. Así que deje de preocuparme porque fuera por lo que fuera no tardaría en enterarme y si me echaban de monaguillo y no podía seguir comiendo en la pensión como quedaba poco más de un mes para acabar el curso ya encontraríamos una solución. Cuando llegó el padre Delgado el hermano Navajas se fue, después de presentarme, y hasta entonces no me di cuenta que era yo el único monaguillo que quedaba allí, pero ya era tarde para poner una excusa e irme porque el padre Delgado estaba allí y había comenzado a hacerme preguntas sobre mí y mi familia, de por qué estaba en Granada, como iba con las clases de 314 Recuerdos de infancia


preparatoria, y otras muchas cosas durante un interrogatorio de más de media hora. Yo creía que ya no quedaría nada que quisiera saber sobre mí pero aún quedaba otra pregunta que me hizo sospechar la finalidad de aquel interrogatorio. ¿Te gustaría, me dijo, en lugar de comenzar el curso que viene a estudiar primero en el seminario de Granada venirte conmigo a Málaga y estudiar el primero en el seminario del Palo? Yo no me podía esperar una proposición así y me quedé un momento “fuera de juego”. Por mi cabeza pasó en un instante Málaga y el mar, que me gustaría conocer. En seguida le respondí que me gustaría pero que si era más caro que en Granada no podría ser. Ahora el sorprendido pareció ser él y me dijo que subiera el domingo a las cinco de la tarde a Cartuja, a la facultad de Teología no al monasterio, y preguntara por él porque a esa hora le iba a hacer un pequeño examen a unos niños y le gustaría que yo lo hiciera también. Como yo no tenía nada que hacer a esa hora subí a Cartuja principalmente llevado por la curiosidad de saber cómo iba a ser el examen y que resultado obtendría porque ya me había examinado de ingreso dos veces la primera fue un fracaso y en la segunda aprobé y si ahora, sin costarme nada y sin derivarse ninguna consecuencia, tenía la oportunidad de un nuevo examen sería como un desempate que me atraía conocer. El padre Delgado nos llevó un aula a los cinco o seis niños que habíamos ido, nos dio un folio y un lápiz y nos dictó un problema de matemáticas para que lo resolviéramos. Había que tener cuidado de no cometer errores pues no teníamos goma para borrarlos y al tachar lo equivocado se notaba Yo resolví el problema por una regla de tres compuesta en poco tiempo y al entregar el folio me dio un libro para que leyera en silencio durante diez minutos y ver hasta dónde llegaba leyendo en ese tiempo. Pasados los diez minutos me preguntó hasta dónde había leído. Yo le señalé hasta dónde había llegado y tomando el libro el padre Delgado me preguntó qué decía lo que había leído. Cuando le dije lo que me había enterado de la lectura me dijo que podía irme y que dijera a mis padres que les iba a mandar una carta.

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A mediado de junio mis padres recibieron una carta del padre Delgado diciendo que estaba interesado en que me fuera a Málaga para para estudiar el bachillerato en el seminario que los Jesuitas tenían en el colegio san Estanislao en El Palo. Que en caso de aceptar debíamos confirmárselo lo más pronto posible y necesitaba llevar la ropa y utensilios que figuraban en la hoja que adjuntaban, todo marcado con el número 936. Que la estancia en el Colegio, los estudios, libros y material escolar eran gratis y solamente tendría que abonar cada curso la cantidad de mil pesetas para los desplazamientos entre Granada y Málaga y la limpieza y arreglos de ropa y calzado durante el curso. Naturalmente a mis padres le pareció muy bien todo aquello y mandaron una carta aceptando las condiciones y comenzaron a prepárame la ropa y todo lo que tenía que llevar para cuando me comunicaran que tenía que irme. Para llevar la ropa y equipamiento que pedían en la carta encargaron a Antoñico el Fraile, que además de sacristán y barbero era carpintero, que me hiciera una maleta que cuando yo la vi me pareció muy grande para mi estatura pero para meter dentro todo lo que tenía que llevar era más bien pequeña y cerrarla costaba lo suyo. Desde aquel momento mi vida comenzaba a dar un cambio grande durante los meses del curso porque quedaba atrás definitivamente la Enseñanza Primaria y se iniciaba el largo, y decían duro, periodo de siete años de Enseñanza Media. Naturalmente ese cambio fue solamente respecto a los meses de curso porque durante los periodos vacacionales el cambio era cero ya que había que dedicarse en exclusiva a la agricultura de consumo de la que dependía la economía familiar y en esas actividades entonces pocos cambios se podían introducir y todas las manos resultaban escasas.

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