Revista 15 NUEVA POLITICA

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algunos gobiernos latinoamericanos. Mi intención fue proponer un plan que reiniciara el diálogo y promoviera una solución centroamericana al conflicto. El documento contenía 10 acciones prioritarias, una de las cuales textualmente decía: “simultáneamente con el inicio del diálogo, las partes beligerantes de cada país suspenderán las acciones militares”. La tendencia mundial en solución de conflictos, en ese entonces y aún ahora, pretende que las negociaciones se lleven a cabo precisamente para lograr el cese al fuego. El Plan de Paz, por el contrario, proponía el cese al fuego como una de las condiciones necesarias para poder dialogar sin presiones, en un ambiente verdaderamente propicio para una paz duradera. El cese al fuego servía, entonces, como obertura del Plan de Paz. Su leitmotiv, en cambio, era la democratización de la región. Ese fue el punto distintivo del acuerdo y, en última instancia, su rasgo decisivo. El Gobierno de los Estados Unidos veía con simpatía el establecimiento de un régimen democrático como una condición indispensable para alcanzar una paz duradera, pero insistía en que la única salida al conflicto emanaría del enfrentamiento armado entre la Contra nicaraguense y el Gobierno sandinista. El Gobierno de la Unión Soviética y el régimen cubano, en cambio, rechazaron desde un principio la propuesta costarricense de incluir el establecimiento de la democracia dentro del acuerdo. No había punto de encuentro, ya que tanto Reagan como Gorbachov desconfiaban de la vía diplomática. Para ellos, la paz de Centroamérica esperaba detrás de un extenso campo de batalla.

Responsabilidad histórica ¿Cómo logramos aprobar un plan que objetaban las naciones más

poderosas del mundo? Si tuviera que mencionar una sola característica que entonces compartimos los cinco presidentes centroamericanos, sería un profundo sentido de responsabilidad histórica. La capacidad de reconocer que aquello no era un pulso de poder, sino un acto de la más elemental humanidad. El destino de millones de personas pendía de nuestra disposición para dialogar, de nuestra voluntad para transigir, y de nuestra convicción en un futuro de paz para Centroamérica. El acuerdo que alcanzamos en la ciudad de Guatemala, en las horas de la madrugada del 7 de agosto de 1987, fue tan solo un paso en la lucha por lograr que se respetara la voluntad centroamericana. La implementación del Plan de Paz fue acechada sin pausa por halcones en busca del fracaso. Pero habíamos puesto ya la piedra fundamental, y contábamos con el apoyo de la comunidad internacional. Ladrillo a ladrillo, fuimos construyendo una paz que aún necesita arquitectos y albañiles. Por eso hoy escribo a quienes, en las nuevas generaciones, se encuentran dispuestos a tomar el relevo. Les escribo para que recuerden que la paz se alcanza por sus propios medios: por el diálogo y la tolerancia, por la paciencia y el respeto. Yo no sé si la violencia es un signo de la naturaleza humana. Lo que sí sé es que la paz es un signo de su evolución, de la encomiable aspiración de desprendernos de un impulso bárbaro y de regular, desde la razón, la convivencia humana. Hoy celebramos un recuerdo, pero atizamos también los carbones de un sueño que aún construimos como especie. La pretensión que formularon los griegos y que recordara Robert Kennedy el día de la muerte de Martin Luther King Jr.: domar el salvajismo del hombre y hacer apacible la vida en este mundo. Revista NUEVA POLÍTICA 15 - Mayo 2013


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