Literatura judía latinoamericana contemporánea

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ga total y nos coloca por encima de intereses individuales. Y yo estaba actuando a la inversa; claudicaba, desertaba, "descendía"" . Lo único que tenía para oponer era el duro conflicto por el que atravesaba y que había enfermado a Laurita y me ponía a las puertas de que me sucediera lo mismo. ¿Servía eso, acaso, a la causa sionista? ¿Había que pagar un precio tan elevado? Por supuesto que no iba a encontrar respuestas a esos interrogantes. Además sabía -por aquella voltereta j asídica - que "las respuestas certeras clausuran la posibilidad de seguir formulando preguntas". Era consciente que estaba desechando la idea nuclear del sionismo pero, de ninguna manera, desertaba de mi condición de judía. -Aquí, y por más que haya conflictos con nuestros vecinos, nunca te van a gritar: ¡Judía de mierda! - argumentaban algunos.

y también eso era cierto. Pero tampoco esa sola razón, a modo de respuesta o j ustificación, clausuraba nuevas preguntas: ¿Deben los j udíos, en un mundo que marcha velozmente hacia la globalización, per­

sistir en el modelo tradicional del ghetto? ¿Deben encerrarse en sus recintos por temor a perder la identidad? Yo había participado en mil debates sobre estos temas. La ecuación: sionismo y/o j udaísmo fue, desde mi niñez, un problema siempre a resolver en el futuro. Mi formación estuvo orientada hacia el rechazo de las ideas aperturistas quizá como lógica prolongación de las ideas cimen­ tadas en los duros tiempos previos al establecimiento del estado judío. Mi diario, en cierto aspecto, no es otra cosa que un itinerario de transgresiones y rebeldías. Al releerlo suelo preguntarme: ¿cuál de las Marcelas escribió ese diario? Pero, sin embargo, en medio de dudas e interrogantes, algo se estaba gestando e iba teniendo carácter de perma­ nente. Y se trataba de ciertos aspectos de mi identidad cuyo perfil ya no podría prescindir -estaba comprobado - de las nutrientes argentinas. Todos mis antepasados familiares se vieron obligados -no pudieron elegir - a cortar abruptamente sus raíces. Ya habían cruzado y descruzado el Atlántico, abandonando culturas, lenguajes, llenándose de nostalgias con cada partida. Fueron dejando paisajes, idiomas y can­ ciones de Europa o el Oriente, para interrumpir en el campo entrerria­ no o en el conventillo urbano del Once o de Barracas, y después hacer, otra vez, sus valijas y volver a cruzar el mar resignando nuevas culturas, nuevos afectos, en procura de esa, tan supuesta, tan deseada, tierra prometida. Porque desde el nacimiento mismo de ese pueblo se viene anunciando la consigna, "El año que viene en Jerusalén. , ," y

cada mudanza implicaba una penosa amputación como un cuerpo

que va dejando j irones a su paso.

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