Rosario, elena, inés, amparo

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ROSARIO, ELENA, INÉS, AMPARO


COLECCIÓN ESCRITORAS MEXICANAS

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS División de Estudios de Posgrado


Rosario, Elena, Inés, Amparo

Una antología de cuentos de las escritoras mexicanas

Nohemí Zavala, Víctor Ramírez

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN Monterrey 2013


Primera Edición 2013 ©NOHEMÍ ZAVALA ©VÍCTOR RAMÍREZ ©UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE NUEVO LEÓN Ciudad universitaria, San Nicolás de los Garza, N L FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio, sin autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. ISBN-en trámite Impreso y hecho en México


Para Rosario, Elena, InĂŠs y Amparo



PRESENTACIÓN DE LA COLECCIÓN ESCRITORAS MEXICANAS Amable lector, hemos pensado esta colección para ti que das tus primeros pasos en el deleite de la lectura. Si ya eres un asiduo leedor, de igual forma serán primeros pasos en el goce de descubrir obras que probablemente no conozcas a fondo. Son las de las autoras mexicanas, todas obras espléndidas, pero que no siempre han estado al alcance de los amantes de la literatura. Pero no vale detenernos en la merecida crítica que debe hacerse acerca de por qué el sistema educativo no promueve la literatura en general, y en particular la nacional; o las implicaciones de la pobreza económica en la pobreza intelectual y cultural de nuestro entorno así como la falta de garantía en materia de derechos, igualdad o justicia que dificulta o invisibiliza el trabajo de las mujeres y de otros grupos sociales. Queremos dedicar esta colección al placer de la lectura, de la mano de las mujeres mexicanas que lo conocieron, lo vivieron y nos lo entregaron en magnificas obras literarias. Aunque no se reconozca todos los días, las mujeres en nuestro país han jugado un papel fundamental en la cultura y las escritoras que en esta colección queremos reunir han aportado puntos de vista únicos con los cuales mirar al mundo fuera de todo discurso político, ético y social, aunque participaran de ello. Actualmente, dentro de los más altos grados académicos estas obras se estudian y poco a poco más autoras van entrando en el canon de la literatura mexicana. Poco a poco este conocimiento se va filtrando a los lectores, aparecen ediciones con obra reunida o estudios críticos y esperamos que no desaparezcan de nuevo de nuestro entorno. Esta colección de Escritoras Mexicanas se une a esos esfuerzos o fenómenos de promoción de la lectura de obras escritas en México y, singularmente, las escritas por mujeres. Está dividida por épocas y géneros. El primer volumen está dedicado a las cuentistas nacidas entre los años 20 y 30 que comparten algunas características generacionales como son: la transición de la vida del campo a la ciudad en México y una mayor y más numerosa injerencia de las mujeres en los círculos intelectuales, artísticos, culturales, profesionales y políticos en nuestro país. Una característica que quizá comparten Rosario, Elena, Inés y Amparo con las demás autoras de nuestra colección es que el elemento femenino deja de tratarse como un estereotipo, idealización o demonización de las mujeres como el sexo débil, la Eva que traiciona el paraíso o un símbolo de pureza y perfección, para tratarse como una experiencia singular con numerosas zonas inexploradas como la irracionalidad, lo fantástico e insólito, la interioridad profunda, filosófica, fenomenológica, etc. Y representa, a menudo, una subversión del estatus quo o el papel que en la cultura y específicamente en la literatura han tenido las mujeres como personajes y no como autoras. Así, Rosario Castellanos, Elena Garro, Inés Arredondo y Amparo Dávila integran este primer volumen de cuentistas magistrales, con su inclinación por lo fantástico en las tradiciones mexicanas, el origen prehispánico de nuestra cultura, lo colonial, la vida moderna en la ciudad, frente a las sociedades del campo. Rosario Castellanos y Amparo Dávila compartirán otro volumen dedicado a la Poesía con Sor Juana Inés de la Cruz, Enriqueta Ochoa, Coral Bracho, Pita Amor, Nahui Olin. También Rosario y Elena Garro integrarán junto con Luisa Josefina Hernández el volumen dedicado a teatro, y el de novela junto a Nellie Campobello, Josefina Vicens, Maria Luisa Puga y Elena Poniatowska. Por último reuniremos a Nahui Olín con Adela Fernández, Leonora Carrington, Patricia Laurent Kullick y Guadalupe Dueñas con un nuevo volumen de cuentos en donde cabe la experimentación y entra lo sobrenatural, lo surreal y la alquimia.

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Estamos seguros de que esta colección no sólo difundirá la literatura que se realiza en México, el importante trasfondo cultural en el que nos encontramos, sino que también alimentará el goce de los sentidos, de la inteligencia, la intuición y el conocimiento que trasmite la lectura de obras de ficción. Esperamos que la disfrutes como nosotros seguimos disfrutando a estas autoras que no se acaban.

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BREVE INTRODUCCIÓN AL ARTE DEL CUENTO Y SUS AUTORES A PROPÓSITO DE ROSARIO, ELENA, INÉS Y AMPARO El cuento, artefacto literario de invención europea que a finales del siglo XIX, casi agotado, migró a América y se fundió con sus culturas para crecer en tierra virgen y nutrida tiene a algunos de sus máximos representantes en Latinoamérica como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga, Edmundo Valadés, Adolfo Bioy Cásares, etc.. Las escritoras que reunimos aquí conocían bien esa tradición y si pudieron insertarse en ella es porque dominaron los mecanismos del cuento y replicaron los temas, o mejor dicho, la forma de presentar los temas en la tradición cuentística, y también innovaron. El arte del cuento no comprende una definición totalizante, pero sí algunas reglas que lo establecen como tal, y lo separan de otros géneros literarios. Por ejemplo, decía Cortázar, que si la novela gana por puntos, el cuento gana por knockout, y Borges, que nada que tuviera que escribirse en más de cinco páginas valía la pena leerse. Con ellos los dos celebraban la brevedad del cuento como una característica fundamental y una de las más poderosas frente a otros géneros literarios. Horacio Quiroga en su Decálogo del perfecto cuentista recomienda seguir ciegamente a Maupassant, Poe y Chejov y Piglia en su Tesis sobre el cuento teoriza que el cuento clásico se basa en la construcción de una doble historia: una visible o superficial y la otra secreta que sólo surge al final creando el elemento sorpresa. Así, podemos ver que en Latinoamérica no sólo se escribió cuento si no que, de diferentes maneras se teorizó sobre ello, y se implementó esa teoría desde la literatura y no desde la academia. Estos escritores, además, entre otros constituyen parte de las influencias de nuestras escritoras en el arte del cuento. Veremos a Amparo Dávila influenciada por la escritura de Agustín Yañes, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Cortázar y Alfonso Reyes, así como los modernistas europeos. En Rosario Castellanos a Simone de Bouvoir, Virginia Woolf, Paul Válery, César Vallejo pero también autores de Asia, anglosajones, soviéticos y europeos a los que leyò y comentó durante toda su vida en su papel como critica. Rosario fue, además, la primera en buscar una influencia exclusivamente de parte de la cultura femenina, tal como desarrolla en Mujer que sabe latín con comentarios sobre sus lecturas de otras escritoras como Maria Luisa Bombal, Clarice Lispector, etc. Inés Arredondo defendió la idea de que es un error dividir a la literatura entre escritores y escritoras y estuvo influenciada por la filosofía y como sus compañeros de la Generación de Medio Siglo, por Juan García Ponce. Elena Garro enamorada de los clásicos griegos y los españoles, también estudiante de Literatura en la UNAM, como Inés Arredondo. Por su controversial relación y separación con Octavio Paz, su exilio y sus supuesta afiliación al poder para denunciar a intelectuales, la figura de Elena Garro ha mantenitdo un estigma tal que apenas ve la luz de los estudios, críticas y trabajos que la están revalorando. También conocían bien la realidad de México, su historia, tradiciones, origen, realidad social, etc. Vida y literatura se unieron para crear en ellas una visión cosmopolita, humanista y artística, y no exclusivamente en el cuento, sino con el cuento como una de las muchas habitaciones de esa casa que es la escritura.

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ROSARIO CASTELLANOS Su obra es extensa y comprende la poesía, el ensayo, la narrativa y el teatro. Destaca en todos ellos por su discurso crítico del status quo en la sociedad mexicana de su tiempo y su capacidad para dar voz a grupos sociales marginados por un sistema altamente jerarquizado que favorece principalmente al hombre blanco, una realidad que se vive en México todavía en nuestros días pero que antes se promulgaba como “normal”. Como escritora mantiene a lo largo de toda su obra una postura con conciencia de género, empezando por su ensayo Sobre cultura femenina, una investigación y defensa del papel de la mujer en el mundo de las ideas que llevó a cabo a partir de una inquietud: ¿las mujeres hacen cultura? Otro de sus temas es un honesto interés por comprender y defender a los pueblos indígenas, tradicionalmente explotados. La influencia de este tema en Castellanos proviene de de los años que vivió en Comitán Chiapas, donde convivía con estos grupos y pudo tener una visión cercana al interior de su mundo. De esta visión surgen sus novelas Balùn Canán y Oficio de tinieblas, un relato basado en hechos reales sobre un levantamiento de indígenas tzotziles que termina con la crucifixión de uno de ellos. Castellanos interpreta esto como “Por un momento, y por ese hecho, los chamulas se sintieron iguales a los blancos”. Este último en 1962 obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, que destaca las obras literarias hechas por mujeres, entre otros reconocimientos. Su libro de cuentos Ciudad Real obtuvo el premio Xavier Villaurrutia, uno de los reconocimientos que tienen en común varios de los escritores mexicanos que demostraron dominio y talento, siempre con innovación. Así entre los escritores que modernizaron la literatura mexicana, lo volvieron cosmopolita, está Rosario Castellanos. De Rosario Castellanos leeremos “Lección de Cocina” y “La muerte del tigre


Lección de cocina

La cocina resplandece de blancura. Es una lástima tener que mancillarla con el uso. Habría que sentarse a contemplarla, a describirla, a cerrar los ojos, a evocarla. Fijándose bien esta nitidez, esta pulcritud carece del exceso deslumbrador que produce escalofríos en los sanatorios. ¿O es el halo de desinfectantes, los pasos de goma de las afanadoras, la presencia oculta de la enfermedad y de la muerte? Qué me importa. Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú. ¿Cómo podría llevar al cabo labor tan ímproba sin la colaboración de la sociedad, de la historia entera? En un estante especial, adecuado a mi estatura, se alinean mis espíritus protectores, esas aplaudidas equilibristas que concilian en las páginas de los recetarios las contradicciones más irreductibles: la esbeltez y la gula, el aspecto vistoso y la economía, la celeridad y la suculencia. Con sus combinaciones infinitas: la esbeltez y la economía, la celeridad y el aspecto vistoso, la suculencia y... ¿Qué me aconseja usted para la comida de hoy, experimentada ama de casa, inspiración de las madres ausentes y presentes, voz de la tradición, secreto a voces de los supermercados? Abro un libro al azar y leo: “La cena de don Quijote.” Muy literario pero muy insatisfactorio. Porque don Quijote no tenía fama de gourmet sino de despistado. Aunque un análisis más a fondo del texto nos revela, etc., etc., etc. Uf. Ha corrido más tinta en torno a esa figura que agua debajo de los puentes. “Pajaritos de centro de cara.” Esotérico. ¿La cara de quién? ¿Tiene un centro la cara de algo o de alguien? Si lo tiene no ha de ser apetecible. “Bigos a la rumana.” Pero ¿a quién supone usted que se está dirigiendo? Si yo supiera lo que es estragón y ananá no estaría consultando este libro porque sabría muchas otras cosas. Si tuviera usted el mínimo sentido de la realidad debería, usted misma o cualquiera de sus colegas, tomarse el trabajo de escribir un diccionario de términos técnicos, redactar unos prolegómenos, idear una propedéutica para hacer accesible al profano el difícil arte culinario. Pero parten del supuesto de que todas estamos en el ajo y se limitan a enunciar. Yo, por lo menos, declaro solemnemente que no estoy, que no he estado nunca ni en este ajo que ustedes comparten ni en ningún otro. Jamás he entendido nada de nada. Pueden ustedes observar los síntomas: me planto, hecha una imbécil, dentro de una cocina impecable y neutra, con el delantal que usurpo para hacer un simulacro de eficiencia y del que seré despojada vergonzosa pero justicieramente. Abro el compartimiento del refrigerador que anuncia “carnes” y extraigo un paquete irreconocible bajo su capa de hielo. La disuelvo en agua caliente y se me revela el título sin el cual no habría identificado jamás su contenido: es carne especial para asar. Magnífico. Un plato sencillo y sano. Como no representa la superación de ninguna antinomia ni el planteamiento de ninguna aporía, no se me antoja. Y no es sólo el exceso de lógica el que me inhibe el hambre. Es también el aspecto, rígido por el frío; es el color que se manifiesta ahora que he desbaratado el paquete. Rojo, como si estuviera a punto de echarse a sangrar. Del mismo color teníamos la espalda, mí marido y yo después de las orgiásticas asoleadas en las playas de Acapulco. Él podía darse el lujo de “portarse como quien es” y tenderse boca abajo para que no le rozara la piel dolorida. Pero yo, abnegada mujercita mexicana que nació como la paloma para el nido, sonreía a semejanza de Cuauhtémoc en el suplicio cuando dijo “mi lecho no es de rosas y se volvió a callar”. Boca arriba soportaba no sólo mi propio peso sino el de él encima del mío. La postura clásica para hacer el amor. Y gemía, de desgarramiento, de placer. El gemido clásico. Mitos, mitos. Lo mejor (para mis quemaduras, al menos) era cuando se quedaba dormido. Bajo la yema de mis dedos —no muy sensibles por el prolongado contacto con las teclas de la máquina de escribir— el nylon de mi camisón de desposada resbalaba en un fraudulento esfuerzo por parecer encaje. Yo jugueteaba con la punta de los botones y esos otros adornos que hacen parecer tan femenina a quien los usa, en la oscuridad de la alta noche. La albura de mis ropas, deliberada, reiterativa, impúdicamente simbólica, quedaba abolida transitoriamente. Algún instante quizá alcanzó a consumar su significado bajo la luz y bajo la mirada de esos ojos que ahora están vencidos por la fatiga. Unos párpados que se cierran y he aquí, de nuevo, el exilio. Una enorme extensión arenosa, sin otro desenlace que el mar cuyo movimiento propone la parálisis; sin otra invitación que la del acantilado al suicidio. Pero es mentira. Yo no soy el sueño que sueña, que sueña, que sueña; yo no soy el reflejo de una imagen en un cristal; a mí no me aniquila la cerrazón de una conciencia o de toda conciencia posible. Yo continúo viviendo con una vida densa, viscosa, turbia, aunque el que está a mi lado y el remoto, me ignoren, me olviden, me pospongan, me abandonen, me desamen. Yo también soy una conciencia que puede clausurarse, desamparar a otro y exponerlo al aniquilamiento. Yo... La carne, bajo la rociadura de la sal, ha acallado el escándalo de su rojez y ahora me

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resulta más tolerable, más familiar. Es el trozo que vi mil veces, sin darme cuenta, cuando me asomaba, de prisa, a decirle a la cocinera que... No nacimos juntos. Nuestro encuentro se debió a un azar ¿feliz? Es demasiado pronto aún para afirmarlo. Coincidimos en una exposición, en una conferencia, en un cine-club; tropezamos en un elevador; me cedió su asiento en el tranvía; un guardabosques interrumpió nuestra perpleja y hasta entonces, paralela contemplación de la jirafa porque era hora de cerrar el zoológico. Alguien, él o yo, es igual, hizo la pregunta idiota pero indispensable: ¿usted trabaja o estudia? Armonía del interés y de las buenas intenciones, manifestación de propósitos “serios”. Hace un año yo no tenía la menor idea de su existencia y ahora reposo junto a él con los muslos entrelazados, húmedos de sudor y de semen. Podría levantarme sin despertarlo, ir descalza hasta la regadera. ¿Purificarme? No tengo asco. Prefiero creer que lo que me une a él es algo tan fácil de borrar como una secreción y no tan terrible como un sacramento. Así que permanezco inmóvil, respirando rítmicamente para imitar el sosiego, puliendo mi insomnio, la única joya de soltera que he conservado y que estoy dispuesta a conservar hasta la muerte. Bajo el breve diluvio de pimienta la carne parece haber encanecido. Desvanezco este signo de vejez frotando como si quisiera traspasar la superficie e impregnar el espesor con las esencias. Porque perdí mi antiguo nombre y aún no me acostumbro al nuevo, que tampoco es mío. Cuando en el vestíbulo del hotel algún empleado me reclama yo permanezco sorda, con ese vago malestar que es el preludio del reconocimiento. ¿Quién será la persona que no atiende a la llamada? Podría tratarse de algo urgente, grave, definitivo, de vida o muerte. El que llama se desespera, se va sin dejar ningún rastro, ningún mensaje y anula la posibilidad de cualquier nuevo encuentro. ¿Es la angustia la que oprime mi corazón? No, es su mano la que oprime mi hombro. Y sus labios que sonríen con una burla benévola, más que de dueño, de taumaturgo. Y bien, acepto mientras nos encaminamos al bar (el hombro me arde, está despellejándose), es verdad que en el contacto o colisión con él he sufrido una metamorfosis profunda: no sabía y sé, no sentía y siento, no era y soy. Habrá que dejarla reposar así. Hasta que ascienda a la temperatura ambiente, hasta que se impregne de los sabores de que la he recubierto. Me da la impresión de que no he sabido calcular bien de que he comprado un pedazo excesivo para nosotros dos. Yo, por pereza, no soy carnívora. Él, por estética, guarda la línea. ¡Va a sobrar casi todo! Sí, ya sé que no debo preocuparme: que alguna de las hadas que revolotean en torno mío va a acudir en mi auxilio y a explicarme cómo se aprovechan los desperdicios. Es un paso en falso de todos modos. No se inicia una vida conyugal de manera tan sórdida. Me temo que no se inicie tampoco con un platillo tan anodino como la carne asada. Gracias, murmuro, mientras me limpio los labios con la punta de la servilleta. Gracias por la copa transparente, por la aceituna sumergida. Gracias haberme abierto la jaula de una rutina estéril para cerrarme la jaula de otra rutina que, según todos los propósitos y las posibilidades, ha de ser fecunda. Gracias por darme la oportunidad de lucir un traje largo y caudaloso, por ayudarme a avanzar el interior del templo, exaltada por la música del órgano. Gracias por... ¿Cuánto tiempo se tomará para estar lista? Bueno, no debería de importarme demasiado. porque hay que ponerla al fuego a última hora. Tarda muy poco, dicen los manuales. ¿Cuánto es poco? ¿Quince minutos? ¿Diez? ¿Cinco? Naturalmente, el texto no especifica. Me supone una intuición que, según mi sexo, debo poseer pero no poseo, un sentido sin el que nací que me permitiría advertir el momento preciso en que la carne está a punto. ¿Y tú? ¿No tienes nada que agradecerme? Lo has puntualizado con una solemnidad un poco pedante y con una precisión que acaso pretendía ser halagadora pero que me resultaba ofensiva: mi virginidad. Cuando la descubriste yo me sentí como el último dinosaurio en un planeta del que la especie había desaparecido. Ansiaba justificarme, explicar que si llegué hasta ti intacta no fue por virtud ni por orgullo ni por fealdad sino por apego a un estilo. No soy barroca. La pequeña imperfección en la perla me es insoportable. No me queda entonces más alternativa que el neoclásico y su rigidez es incompatible con la espontaneidad para hacer el amor. Yo carezco de la soltura del que rema, del que juega al tenis, del que se desliza bailando. No practico ningún deporte. Cumplo un rito y el ademán de entrega se me petrifica en un gesto estatuario. ¿Acechas mi tránsito a la fluidez, lo esperas, lo necesitas? ¿O te basta este hieratismo que te sacraliza y que tú interpretas como la pasividad que corresponde a mi naturaleza? Y si a la tuya corresponde ser voluble te tranquilizará pensar que no estorbaré tus aventuras. No será indispensable — gracias a mi temperamento— que me cebes, que me ates de pies y manos con los hijos, que me amordaces con la miel espesa de la resignación. Yo permaneceré como permanezco. Quieta. Cuando dejas caer tu cuerpo sobre el mío siento que me cubre una lápida, llena de inscripciones, de nombres ajenos, de fechas

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memorables. Gimes inarticuladamente y quisiera susurrarte al oído mi nombre para que recuerdes quién es a la que posees. Soy yo. ¿Pero quién soy yo? Tu esposa, claro. Y ese título basta para distinguirme de los recuerdos del pasado, de los proyectos para el porvenir. Llevo una marca de propiedad y no obstante me miras con desconfianza. No estoy tejiendo una red para prenderte. No soy una mantis religiosa. Te agradezco que creas en semejante hipótesis. Pero es falsa. Esta carne tiene una dureza y una consistencia que no caracterizan a las reses. Ha de ser de mamut. De esos que se han conservado, desde la prehistoria, en los hielos de Siberia y que los campesinos descongelan y sazonan para la comida. En el aburridísimo documental que exhibieron en la Embajada, tan lleno de detalles superfluos, no se hacía la menor alusión al tiempo que dedicaban a volverlos comestibles. Años, meses. Y yo tengo a mi disposición un plazo de… ¿Es la alondra? ¿Es el ruiseñor? No, nuestro horario no va a regirse por tan aladas criaturas como las que avisaban el advenimiento de la aurora a Romeo y Julieta sino por un estentóreo e inequívoco despertador. Y tú no bajarás al día por la escala de mis trenzas sino por los pasos de una querella minuciosa: se te ha desprendido un botón del saco, el pan está quemado, el café frío. Yo rumiaré, en silencio, mi rencor. Se me atribuyen las responsabilidades y las tareas de una criada para todo. He de mantener la casa impecable, la ropa lista, el ritmo de la alimentación infalible. Pero no se me paga ningún sueldo, no se me concede un día libre a la semana, no puedo cambiar de amo. Debo, por otra parte, contribuir al sostenimiento del hogar y he de desempeñar con eficacia un trabajo en el que el jefe exige y los compañeros conspiran y los subordinados odian. En mis ratos de ocio me transformo en una dama de sociedad que ofrece comidas y cenas a los amigos de su marido, que asiste a reuniones, que se abona a la ópera, que controla su peso, que renueva su guardarropa, que cuida la lozanía de su cutis, que se conserva atractiva, que está al tanto de los chismes, que se desvela y que madruga, que corre el riesgo mensual de la maternidad, que cree en las juntas nocturnas de ejecutivos, en los viajes de negocios y en la llegada de clientes imprevistos; que padece alucinaciones olfativas cuando percibe la emanación de perfumes franceses (diferentes de los que ella usa) de las camisas, de los pañuelos de su marido; que en sus noches solitarias se niega a pensar por qué o para qué tantos afanes y se prepara una bebida bien cargada y lee una novela policíaca con ese ánimo frágil de los convalecientes. ¿No sería oportuno prender la estufa? Una lumbre muy baja para que se vaya calentando, poco a poco, el asador “que previamente ha de untarse con un poco de grasa para que la carne no se pegue”. Eso se me ocurre hasta a mí, no había necesidad de gastar en esas recomendaciones las páginas de un libro. Y yo, soy muy torpe. Ahora se llama torpeza; antes se llamaba inocencia y te encantaba. Pero a mí no me ha encantado nunca. De soltera leía cosas a escondidas. Sudando de emoción y de vergüenza. Nunca me enteré de nada. Me latían las sienes, se me nublaban los ojos, se me contraían los músculos en un espasmo de náuseas. El aceite está empezando a hervir. Se me pasó la mano, manirrota, y ahora chisporrotea y salta y me quema. Así voy a quemarme yo en los apretados infiernos por mi culpa, por mi grandísima culpa. Pero niñita, tú no eres la única. Todas tus compañeras de colegio hacen lo mismo, o cosas peores, se acusan en el confesionario, cumplen la penitencia, la perdonan y reinciden. Todas. Si yo hubiera seguido frecuentándolas me sujetarían ahora a un interrogatorio. Las casadas para cerciorarse, las solteras para averiguar hasta dónde pueden aventurarse. Imposible defraudarlas. Yo inventaría acrobacias, desfallecimientos sublimes, transportes como se les llama en Las mil y una noches, récords. ¡Si me oyeras entonces no te reconocerías, Casanova! Dejo caer la carne sobre la plancha e instintivamente retrocedo hasta la pared. ¡Qué estrépito! Ahora ha cesado. La carne yace silenciosamente, fiel a su condición de cadáver. Sigo creyendo que es demasiado grande. Y no es que me hayas defraudado. Yo no esperaba, es cierto, nada en particular. Poco a poco iremos revelándonos mutuamente, descubriendo nuestros secretos, nuestros pequeños trucos, aprendiendo a complacernos. Y un día tú y yo seremos una pareja de amantes perfectos y entonces, en la mitad de un abrazo, nos desvaneceremos y aparecerá en la pantalla la palabra “fin”. ¿Qué pasa? La carne se está encogiendo. No, no me hago ilusiones, no me equivoco. Se puede ver la marca de su tamaño original por el contorno que dibujó en la plancha. Era un poco más grande. ¡Qué bueno! Ojalá quede a la medida de nuestro apetito. Para la siguiente película me gustaría que me encargaran otro papel. ¿Bruja blanca en una aldea salvaje? No, hoy no me siento inclinada ni al heroísmo ni al peligro. Más bien mujer famosa (diseñadora de modas o algo así), independiente y rica que vive sola en un apartamento en Nueva York, París o Londres. Sus affaires ocasionales la divierten pero no la alteran. No es sentimental. Después de una escena de

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ruptura enciende un cigarrillo y contempla el paisaje urbano al través de los grandes ventanales de su estudio. Ah, el color de la carne es ahora mucho más decente. Sólo en algunos puntos se obstina en recordar su crudeza. Pero lo demás es dorado y exhala un aroma delicioso. ¿Irá a ser suficiente para los dos? La estoy viendo muy pequeña. Si ahora mismo me arreglara, estrenara uno de esos modelos que forman parte de mi trousseau y saliera a la calle ¿qué sucedería, eh? A la mejor me abordaba un hombre maduro, con automóvil y todo. Maduro. Retirado. El único que a estas horas puede darse el lujo de andar de cacería. ¿Qué rayos pasa? Esta maldita carne está empezando a soltar un humo negro y horrible. ¡Tenía yo que haberle dado vuelta! Quemada de un lado. Menos mal que tiene dos. Señorita, si usted me permitiera... ¡Señora! Y le advierto que mi marido es muy celoso... Entonces no debería dejarla andar sola. Es usted una tentación para cualquier viandante. Nadie en el mundo dice viandante. ¿Transeúnte? Sólo los periódicos cuando hablan de los atropellados. Es usted una tentación para cualquier x. Silencio. Síg-ni-fi-ca-ti-vo. Miradas de esfinge. El hombre maduro me sigue a prudente distancia. Más le vale. Más me vale a mí porque en la esquina ¡zas! Mi marido, que me espía, que no me deja ni a sol ni a sombra, que sospecha de todo y de todos, señor juez. Que así no es posible vivir, que yo quiero divorciarme. ¿Y ahora qué? A esta carne su mamá no le enseñó que era carne y que debería de comportarse con conducta. Se enrosca igual que una charamusca. Además yo no sé de dónde puede seguir sacando tanto humo si ya apagué la estufa hace siglos. Claro, claro, doctora Corazón. Lo que procede ahora es abrir la ventana, conectar el purificador de aire para que no huela a nada cuando venga mi marido. Y yo saldría muy mona a recibirlo a la puerta, con mi mejor vestido, mi mejor sonrisa y mi más cordial invitación a comer fuera. Es una posibilidad. Nosotros examinaríamos la carta del restaurante mientras un miserable pedazo de carne carbonizada, yacería, oculto, en el fondo del bote de la basura. Yo me cuidaría mucho de no mencionar el incidente y sería considerada como una esposa un poco irresponsable, con proclividades a la frivolidad, pero no como una tarada. Ésta es la primera imagen pública que proyecto y he de mantenerme después consecuente con ella, aunque sea inexacta. Hay otra posibilidad. No abrir la ventana, no conectar el purificador de aire, no tirar la carne a la basura. Y cuando venga mi marido dejar que olfatee, como los ogros de los cuentos, y diga que aquí huele, no a carne humana, sino a mujer inútil. Yo exageraré mi compunción para incitarlo a la magnanimidad. Después de todo, lo ocurrido ¡es tan normal! ¿A qué recién casada no le pasa lo que a mí acaba de pasarme? Cuando vayamos a visitar a mi suegra, ella, que todavía está en la etapa de no agredirme porque no conoce aún cuáles son mis puntos débiles, me relatará sus propias experiencias. Aquella vez, por ejemplo, que su marido le pidió un par de huevos estrellados y ella tomó la frase al pie de la letra y... .ja, ja, ja. ¿Fue eso un obstáculo para que llegara a convertirse en una viuda fabulosa, digo, en una cocinera fabulosa? Porque lo de la viudez sobrevino mucho más tarde y por otras causas. A partir de entonces ella dio rienda suelta a sus instintos maternales y echó a perder con sus mimos... No, no le va a hacer la menor gracia. Va a decir que me distraje, que es el colmo del descuido. Y, sí, por condescendencia yo voy a aceptar sus acusaciones. Pero no es verdad, no es verdad. Yo estuve todo el tiempo pendiente de la carne, fijándome en que le sucedían una serie de cosas rarísimas. Con razón Santa Teresa decía que Dios anda en los pucheros. O la materia que es energía o como se llame ahora. Recapitulemos. Aparece, primero el trozo de carne con un color, una forma, un tamaño. Luego cambia y se pone más bonita y se siente una muy contenta. Luego vuelve a cambiar y ya no está tan bonita. Y sigue cambiando y cambiando y cambiando y lo que uno no atina es cuándo pararle el alto. Porque si yo dejo este trozo de carne indefinidamente expuesto al fuego, se consume hasta que no queden ni rastros de él. Y el trozo de carne que daba la impresión de ser algo tan sólido, tan real, ya no existe. ¿Entonces? Mi marido también da la impresión de solidez y de realidad cuando estamos juntos, cuando lo toco, cuando lo veo. Seguramente cambia, y cambio yo también, aunque de manera tan lenta, tan morosa que ninguno de los dos lo advierte. Después se va y bruscamente se convierte en recuerdo y... Ah, no voy a caer en esa trampa: la del personaje inventado y el narrador inventado y la anécdota inventada. Además, no es la consecuencia que se deriva lícitamente del episodio de la carne. La carne no ha dejado de existir. Ha sufrido una serie de metamorfosis. Y el hecho de que cese de ser perceptible para los sentidos no significa que se haya concluido el ciclo sino que ha dado el salto cualitativo. Continuará operando en otros niveles. En el de mi conciencia, en el de mi memoria, en el de mi voluntad, modificándome, determinándome, estableciendo la dirección de mi futuro.

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Yo seré, de hoy en adelante, lo que elija en este momento. Seductoramente aturdida, profundamente reservada, hipócrita. Yo impondré, desde el principio, y con un poco de impertinencia las reglas del juego. Mi marido resentirá la impronta de mi dominio que irá dilatándose, como los círculos en la superficie del agua sobre la que se ha arrojado una piedra. Forcejeará por prevalecer y si cede yo le corresponderé con el desprecio y si no cede yo no seré capaz de perdonarlo. Si asumo la otra actitud, si soy el caso típico, la femineidad que solicita indulgencia para sus errores, la balanza se inclinará a favor de mi antagonista y yo participaré en la competencia con un handicap que, aparentemente, me destina a la derrota y que, en el fondo, me garantiza el triunfo por la sinuosa vía que recorrieron mis antepasadas, las humildes, las que no abrían los labios sino para asentir, y lograron la obediencia ajena hasta al más irracional de sus caprichos. La receta, pues, es vieja y su eficacia está comprobada. Si todavía lo dudo me basta preguntar a la más próxima de mis vecinas. Ella confirmará mi certidumbre. Sólo que me repugna actuar así. Esta definición no me es aplicable y tampoco la anterior, ninguna corresponde a mi verdad interna, ninguna salvaguarda mi autenticidad. ¿He de acogerme a cualquiera de ellas y ceñirme a sus términos sólo porque es un lugar común aceptado por la mayoría y comprensible para todos? Y no es que yo sea una rara avis. De mí se puede decir lo que Pfandl dijo de Sor Juana: que pertenezco a la clase de neuróticos cavilosos. El diagnóstico es muy fácil ¿pero qué consecuencias acarrearía asumirlo? Si insisto en afirmar mi versión de los hechos mi marido va a mirarme con suspicacia, va a sentirse incómodo en mi compañía y va a vivir en la continua expectativa de que se me declare la locura. Nuestra convivencia no podrá ser más problemática. Y él no quiere conflictos de ninguna índole. Menos aún conflictos tan abstractos, tan absurdos, tan metafísicos como los que yo le plantearía. Su hogar es el remanso de paz en que se refugia de las tempestades de la vida. De acuerdo. Yo lo acepté al casarme y estaba dispuesta a llegar hasta el sacrificio en aras de la armonía conyugal. Pero yo contaba con que el sacrificio, el renunciamiento completo a lo que soy, no se me demandaría más que en la Ocasión Sublime, en la Hora de las Grandes Resoluciones, en el Momento de la Decisión Definitiva. No con lo que me he topado hoy que es algo muy insignificante, muy ridículo. Y sin embargo...

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La muerte del tigre 100 80 60

Este

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Oeste

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Norte

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2do trim.

3er trim.

4to trim.

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ELENA GARRO Escritora prolífica, se movió en los géneros del cuento, el periodismo y destacó sobre todo en el teatro y en la novela. Estudió la carrera de Letras en la UNAM y a partir de ahí lo que determinó su vida fue entrar en relación con Octavio Paz quien durante décadas fue el epicentro de la cultura y particularmente la literatura en México, a su alrededor se configuró el grupo de intelectuales que dominó la época. Paz marca a Elena porque a partir de su relación con él, después de su matrimonio, ella se dedica a su carrera como escritora y después como dramaturga. Es así que sus obras empiezan a ser reconocidas hasta llegar al punto en que se separa de Paz y tiempo después se distancia de los intelectuales en México a causa de la acusación de haber denunciado a escritores ante el gobierno represor de Díaz Ordaz. Esta, se piensa, ha sido la razón por la cual ella como escritora vivió marginada (voluntaria e involuntariamente) después de huir a México y a su regreso, siguió escribiendo y sus obras leyéndose pero con el estigma de aquella traición. Sin embargo hoy en día se estudia la vida de Elena, se valora su trabajo más allá de la supuesta influencia de Octavio Paz, se reconoce el lugar de algunas de sus novelas y piezas teatrales en la literatura de México y a aunque su nombre no se ha limpiado del todo, poco a poco esa polémica va quedando atrás mientras sus obras son leídas, comentadas, reconocidas, estimadas. En esta antología, recopilamos el cuento “La culpa es de los tlaxcaltecas” donde fantástico y delirio se conjugan para ilustrar un mundo propio, un amor fuera de los estatutos sociales, la incertidumbre de la razón y la sinrazón, sin dejar de lado la critica social por las relaciones entre clases, y las estructuras culturales que condicionan la vida de cada mujer.


La culpa es de los tlaxcaltecas Nacha oyó que llamaban en la puerta a la puerta de la cocina y se quedó quieta. Cuando volvieron a insistir abrió con sigilo y miró la noche. La señora Laura apareció con un dedo en los labios en señal de silencio. Todavía llevaba el traje blanco quemado y sucio de tierra y sangre. —¡Señora!... —suspiró Nacha. La señora Laura entró de puntillas y miró con ojos interrogantes a la cocinera. Luego, confiada, se sentó junto a la estufa y miró su cocina como si no la hubiera visto nunca. —Nachita, dame un cafecito... Tengo frío. —Señora, el señor... el señor la va a matar. Nosotros ya la dábamos por muerta. —¿Por muerta? Laura miró con asombro los mosaicos blancos de la cocina, subió las piernas sobre la silla, se abrazó las rodillas y se quedó pensativa. Nacha puso a hervir el agua para hacer el café y miró de reojo a su patrona; no se le ocurrió ni una palabra más. La señora recargó la cabeza sobre las rodillas, parecía muy triste. —¿Sabes, Nacha? La culpa es de los tlaxcaltecas. Nacha no contestó, prefirió mirar el agua que no hervía. Afuera la noche desdibujaba a las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras. Muy atrás de las ramas brillaban las ventanas iluminadas de las casas vecinas. La cocina estaba separada del mundo por un muro invisible de tristeza, por un compás de espera. —¿No estás de acuerdo, Nacha? —Sí, señora... —Yo soy como ellos: traidora... —dijo Laura con melancolía. La cocinera se cruzó de brazos en espera de que el agua soltara los hervores. —¿Y tú, Nachita, eres traidora? La miró con esperanzas. Si Nacha compartía su calidad traidora, la entendería, y Laura necesitaba que alguien la entendiera esa noche. Nacha reflexionó unos instantes, se volvió a mirar el agua que empezaba a hervir con estrépito, la sirvió sobre el café y el aroma caliente la hizo sentirse a gusto cerca de su patrona. —Sí, yo también soy traicionera, señora Laurita. Contenta, sirvió el café en una tacita blanca, le puso dos cuadritos de azúcar y lo colocó en la mesa, frente a la señora. Ésta, ensimismada, dio unos sorbitos. —¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo los caminos vacíos y los ojos de los

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indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas blancas. La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil empezaron a flotar en ella. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una tarjeta postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante, también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. “Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras irrevocables como ésa”, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida, ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo, En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores? Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió convencida. —Así eran, señora Laurita. —Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía. —La culpa es de los tlaxcaltecas— le dije. El se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos. “—¿Qué te haces? —me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita. “—¿Y los otros? —le pregunté. “—Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo—. Vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la vergüenza de mi traición. “—Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono... “—Ya lo sé —me contestó y agachó la cabeza. Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía vergüenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró. “—Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo. “—Hace ya tiempo que no me pega el sol—. Bajó los ojos y me dejó caer la mano: Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Na-chita, que el tiempo y el amor son uno solo.

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“—¿Y mi casa? —le pregunté. “—Vamos a verla—. Me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. “Lo perdió en la huida”, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos. “—Ya no camino... —le dije. “—Ya llegamos —me contestó. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos acarició mi vestido blanco. “—Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas —me dijo quedito. Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé a su cuello y lo besé en la boca. “—Siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho —me dijo. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola. “—Somos tú y yo —me dijo sin levantar la vista. Yo, Nachita, me quedé sin palabras. “—Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo... por eso te andaba buscando—. Se me había olvidado, Nacha, que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor... soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. “—Éste es el final del hombre —dije. “—Así es —contestó con su voz encima de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me lanzaba a escribir señales en el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado como un tigre rojo y blanco. “—A la noche vuelvo, espérame... —suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba. “—Nos falta poco para ser uno —agregó con su misma cortesía. Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo. “—¿Qué pasa? ¿Estás herida? —me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra que se había metido en mis cabellos. Desde otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos. “—¡Estos indios salvajes!... ¡No se puede dejar sola a una señora! —dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a auxiliarme. Al anochecer llegamos a la ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no puede creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú. ¿Te acuerdas?

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Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran. Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo: —¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta recordar lo malo? La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como diciéndole: “¡Cállate, tenle lástima!”. La señora Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor, volvió a hablar del presidente López Mateos. “—Ya sabes que ese nombre no se le cae de la boca —había comentado Josefina, desdeñosamente. En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor presidente y de las visitas oficiales. —¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esa noche! — comentó la señora abrazándose con Pablo hasta esa noche dándoles súbitamente la razón a Josefina y Nachita. La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza. —Desde que entré a la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. “Este marido nuevo, no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada día.” “—Tienes un marido turbio y confuso —me dijo él volviendo a mirar las manchas de mi vestido. La pobre de mi suegra se turbó y como estábamos tomando el café se levantó a poner un twist. “—Para que se animen —nos dijo, dizque sonriendo, porque veía venir el pleito. “Nosotros nos quedamos callados. La casa se llenó de ruidos. Yo miré a Pablo. “Se parece a...” y no me atreví a decir su nombre, por miedo a que me leyeran el pensamiento. Es verdad que se le parece, Nacha. A los dos les gusta el agua y las casas frescas. Los dos miran al cielo por las tardes y tienen el pelo negro y los dientes blancos. Pero Pablo habla a saltitos, se enfurece por nada y pregunta a cada instante: “¿En qué piensas?” Mi primo marido no hace ni dice nada de eso. —¡Muy cierto! ¡Muy cierto que el señor es fregón! —dijo Nacha con disgusto. Laura suspiró y miró a su cocinera con alivio. Menos mal que la tenía de confidente. —Por la noche, mientras Pablo me besaba, yo me repetía: “¿A qué horas vendrá a buscarme?”. Y casi lloraba al recordar la sangre de la herida que tenía en el hombro. Tampoco podía olvidar sus brazos cruzados sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. Al mismo tiempo tenía miedo de que Pablo notara que mi primo me había besado en la mañana. Pero no notó nada y si no hubiera sido por Josefina que me asustó en la mañana, Pablo nunca lo hubiera sabido. Nachita estuvo de acuerdo. Esa Josefina con su gusto por el escándalo tenía la culpa de todo. Ella, Nacha, bien se lo dijo: “¡Cállate! ¡Cállate por el amor de Dios, si no oyeron nuestros gritos por algo sería!”. Pero, qué esperanzas, Josefina apenas entró a la pieza de los patrones con la bandeja del desayuno, soltó lo que debería haber callado. “—¡Señora, anoche un hombre estuvo espiando por la ventana de su cuarto! ¡Nacha y yo gritamos y gritamos!

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“—No oímos nada... —dijo el señor asombrado. “—¡Es él...! —gritó la tonta de la señora. “—¿Quién es él? —preguntó el señor mirando a la señora como si la fuera a matar. Al menos eso dijo Josefina después. La señora asustadísima se tapó la boca con la mano y cuando el señor le volvió a hacer la misma pregunta, cada vez con más enojo, ella contestó: “—El indio... el indio que me siguió desde Cuitzeo hasta la ciudad de México... Así supo Josefina lo del indio y así se lo contó a Nachita. “— ¡Hay que avisarle inmediatamente a la policía! —gritó el señor. Josefina le enseñó la ventana por la que el desconocido había estado fisgando y Pablo la examinó con atención: en el alféizar había huellas de sangre casi frescas. “—Está herido... —dijo el señor Pablo preocupado. Dio unos pasos por la recámara y se detuvo frente a su mujer. “—Era un indio, señor —dijo Josefina corroborando las palabras de Laura. Pablo vio el traje blanco tirado sobre una silla y lo cogió con violencia. “—¿Puedes explicarme el origen de estas manchas? La señora se quedó sin habla, mirando las manchas de sangre sobre el pecho de su traje y el señor golpeó la cómoda con el puño cerrado. Luego se acercó a la señora y le dio una santa bofetada. Eso lo vio y lo oyó Josefina. —Sus gestos son feroces y su conducta es tan incoherente como sus palabras. Yo no tengo la culpa de que aceptara la derrota —dijo Laura con desdén. —Muy cierto —afirmó Nachita. Se produjo un largo silencio en la cocina. Laura metió la punta del dedo hasta el fondo de la taza, para sacar el pozo negro del café que se había quedado asentado, y Nacha al ver esto volvió a servirle un café calientito. —Bébase su café, señora —dijo compadecida de la tristeza de su patrona. ¿Después de todo de qué se quejaba el señor? A leguas se veía que la señora Laurita no era para él. —Yo me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien y o no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad. Inmediatamente volvía a ser absurdo, sin memoria, y sólo repetía los gestos de todos los hombres de la ciudad de México. ¿Cómo querías que no me diera cuenta del engaño? Cuando se enoja me prohíbe salir. ¡A ti te consta! ¿Cuántas veces arma pleitos en los cines y en los restaurantes? Tú lo sabes, Nachita. En cambio mi primo marido, nunca, pero nunca, se enoja con la mujer. Nacha sabía que era cierto lo que ahora le decía la señora, por eso aquella mañana en que Josefina entró a la cocina espantada y gritando: “¡Despierta a la señora Margarita, que el señor está golpeando a la señora!”, ella, Nacha, corrió al cuarto de la señora grande.

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La presencia de su madre calmó al señor Pablo. Margarita se quedó muy asombrada al oír lo del indio, porque ella no lo había visto en el Lago de Cuitzeo, sólo había visto la sangre como la que podíamos ver todos. “—Tal vez en el Lago tuviste una insolación, Laura, y te salió sangre por las narices. Fíjate, hijo, que llevábamos el coche descubierto. Dijo casi sin saber qué decir. La señora Laura se tendió boca abajo en la cama y se encerró en sus pensamientos, mientras su marido y su suegra discutían. —¿Sabes, Nachita, lo que yo estaba pensando esa mañana? ¿Y si me vio anoche cuando Pablo me besaba? Y tenía ganas de llorar. En ese momento me acordé de que cuando un hombre y una mujer se aman y no tienen hijos están condenados a convertirse en uno solo. Así me lo decía mi otro padre, cuando yo le llevaba el agua y él miraba la puerta detrás de la que dormíamos mi primo marido y yo. Todo lo que mi otro padre me había dicho ahora se estaba haciendo verdad. Desde la almohada oí las palabras de Pablo y de Margarita y no eran sino tonterías. “Lo voy a ir a buscar”, me dije. “Pero ¿adónde?”. Más tarde cuando tú volviste a mi cuarto a preguntarme qué hacíamos de comida, me vino un pensamiento a la cabeza: “¡Al Café de Tacuba!”. Y ni siquiera conocía ese café, Nachita, sólo lo había oído mentar. Nacha recordó a la señora como si la viera ahora, poniéndose su vestido blanco manchado de sangre, el mismo que traía en este momento en la cocina. “—¡Por Dios, Laura, no te pongas ese vestido! —le dijo su suegra. Pero ella no hizo caso. Para esconder las manchas, se puso un sweater blanco encima, se lo abotonó hasta el cuello y se fue a la calle sin decir adiós. Después vino lo peor. No, lo peor no. Lo peor iba a venir ahora en la cocina, si la señora Margarita se llegaba a despertar. —En el Café de Tacuba no había nadie. Es muy triste ese lugar, Nachita. Se me acercó un camarero, “¿Qué le sirvo?”. Yo no quería nada, pero tuve que pedir algo. “Una cocada”. Mi primo y yo comíamos cocos .de chiquitos... En el café un reloj marcaba el tiempo. “En todas las ciudades hay relojes que marcan el tiempo, se debe estar gastando a pasitos. Cuando ya no quede sino una capa transparente, llegará él y las dos rayas dibujadas se volverán una sola y yo habitaré la alcoba más preciosa de su pecho”. Así me decía mientras comía la cocada. “—¿Qué horas son? —le pregunté al camarero. “—Las doce, señorita. “A la una llega Pablo”, me dije, “si le digo a un taxi que me lleve por el Periférico, puedo esperar todavía un rato”. Pero no esperé y me salí a la calle. El sol estaba plateado, el pensamiento se me hizo un polvo brillante y no hubo presente, pasado ni futuro. En la acera estaba mi primo, se me puso delante, tenía los ojos tristes, me miró largo rato. “—¿Qué haces? —me preguntó con su voz profunda. “—Te estaba esperando. Se quedó quieto como las panteras. Le vi el pelo negro y la herida roja en el hombro. “—¿No tenías miedo de estar aquí sólita? “Las piedras y los gritos volvieron a zumbar alrededor nuestro y yo sentí que algo ardía a mis espaldas. “—No mires —me dijo. “Puso una rodilla en tierra y con los dedos apagó mi vestido que empezaba a arder. Le vi los ojos muy afligidos.

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“—¡Sácame de aquí! —le grité con todas mis fuerzas, porque me acordé de que estaba frente a la casa de mi papá, que la casa estaba ardiendo y que atrás de mí estaban mis padres y mis hermanitos muertos. Todo lo veía retratado en sus ojos, mientras él estaba con la rodilla hincada en tierra apagando mi vestido. Me dejé caer sobre él, que me recibió en sus brazos. Con su mano caliente me tapó los ojos. “—Éste es el final del hombre —le dije con los ojos bajo su mano. “— ¡No lo veas! “Me guardó contra su corazón. Yo lo oí sonar como rueda el trueno sobre las montañas. ¿Cuánto faltaría para que el tiempo se acabara y yo pudiera oírlo siempre? Mis lágrimas refrescaron su mano que ardía en el incendio de la ciudad. Los alaridos y las piedras nos cercaban, pero yo estaba a salvo bajo su pecho. “—Duerme conmigo... —me dijo en voz muy baja. “—¿Me viste anoche? —le pregunté. “—Te vi... “Nos dormimos en la luz de la mañana, en el calor del incendio. Cuando recordamos, se levantó y agarró su escudo. “—Escóndete hasta el amanecer. Yo vendré por ti. “Se fue corriendo ligero sobre sus piernas desnudas... Y yo me escapé otra vez, Nachita, porque sola tuve miedo. “—Señorita, ¿se siente mal? Una voz igual a la de Pablo se me acercó a media calle. “—¡Insolente! ¡Déjeme tranquila! “Tomé un taxi que me trajo a la casa por el Periférico y llegué... Nacha recordó su llegada: ella misma le había abierto la puerta. Y ella fue la que le dio la noticia. Josefina bajó después, desbarrancándose por las escaleras. “—¡Señora, el señor y la señora Margarita están en la policía! Laura se le quedó mirando asombrada, muda. “— ¿Dónde anduvo, señora? “—Fui al Café de Tacuba. “—Pero eso fue hace dos días. Josefina traía el Últimas Noticias. Leyó en voz alta: “La señora Aldama continúa desaparecida. Se cree que el siniestro individuo de aspecto indígena que la siguió desde Cuitzeo, sea un sádico. La policía investiga en los estados de Michoacán y Guanajuato”. La señora Laurita arrebató el periódico de las manos de Josefina y lo desgarró con ira. Luego se fue a su cuarto. Nacha y Josefina la siguieron, era mejor no dejarla sola. La vieron echarse en su cama y soñar con los ojos muy abiertos. Las dos tuvieron el mismo pensamiento y así se lo dijeron después en la cocina:

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“Para mí, la señora Laurita anda enamorada”. Cuando el señor llegó ellas estaban todavía en el cuarto de su patrona. “—¡Laura! —gritó. Se precipitó a la cama y tomó a su mujer en su brazos. “—¡Alma de mi alma! —sollozó el señor. La señora Laurita pareció enternecida unos segundos. “—¡Señor! —gritó Josefina—. El vestido de la señora está bien chamuscado. Nacha la miró desaprobándola. El señor revisó el vestido y las piernas de la señora. “—Es verdad... también las suelas de sus zapatos están ardidas... Mi amor, ¿qué pasó?, ¿dónde estuviste? “—En el Café de Tacuba —contestó la señora muy tranquila. La señora Margarita se torció las manos y se acercó a su nuera. “—Ya sabemos que anteayer estuviste allí y comiste una cocada. ¿Y luego? “—Luego tomé un taxi y me vine acá por el Periférico. Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza. “—¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?... ¿Por qué traes el vestido quemado? “—¿Quemado? Si él lo apagó... —dejó escapar la señora Laura. “—¿Él?... ¿el indio asqueroso? —Pablo la volvió a zarandear con ira. “—Me lo encontré a la salida del Café de Tacuba... —sollozó la señora muerta de miedo. “—¡Nunca pensé que fueras tan baja! —dijo el señor y la aventó sobre la cama. “—Dinos quién es —preguntó la suegra suavizando la voz. —¿Verdad Nachita, que no podía decirles que era mi marido? —preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera. Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada por la situación de su ama, había opinado: “—Tal vez el indio de Cuitzeo es un brujo. Pero la señora Margarita se había vuelto a ella con ojos fulgurantes para contestarle casi a gritos: “—¿Un brujo? ¡Dirás un asesino! Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero, ¿quién podía callar a Josefina? —Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana —anunció al llevar la bandeja con el desayuno.

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El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez la huella de sangre fresca. La señora se puso a llorar. “—¡Pobrecito!... ¡pobrecito!... —dijo entre sollozos. Fue esa tarde cuando el señor llegó con un médico. Después el doctor volvió todos los atardeceres. —Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la Conquista de México. ¿Tú me entiendes, verdad? —preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas amarillas. —Sí, señora... —Y Nachita, nerviosa, escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver entre sus sombras. Recordó la cara desganada del señor frente a su cena y la mirada acongojada de su madre. —Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia de Bernal Díaz del Castillo. Dice que eso es lo único que le interesa. La señora Margarita había dejado caer el tenedor. “—¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca! “—No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlán —agregó el señor Pablo con aire sombrío. Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su casa, la señora Laurita se encerraba en su cuarto para leer la Conquista de México de Bernal Díaz. Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada. “—¡Se escapó la loca! —gritó con voz estentórea al entrar a la casa. —Fíjate, Nacha, me senté en la misma banquita de siempre y me dije: “No me lo perdona. Un hombre puede perdonar una, dos, tres, cuatro traiciones, pero la traición permanente, no.” Este pensamiento me dejó muy triste. Hacía calor y Margarita se compró un helado de vainilla; yo no quise, entonces ella se metió al automóvil a comerlo. Me fijé que estaba tan aburrida de mí, como yo de ella. A mí no me gusta que me vigilen y traté de ver otras cosas para no verla comiendo su barquillo y mirándome. Vi el heno gris que colgaba de los ahuehuetes y no sé por qué, la mañana se volvió tan triste como esos árboles. “Ellos y yo hemos visto las mismas catástrofes”, me dije. Por la calzada vacía, se paseaban las horas solas. Como las horas estaba yo: sola en una calzada vacía. Mi marido había contemplado por la ventana mi traición permanente y me había abandonado en esa calzada hecha de cosas que no existían. Recordé el olor de las hojas de maíz y el rumor sosegado de sus pasos. “Así caminaba, con el ritmo de las hojas secas cuando el viento de febrero las lleva sobre las piedras. Antes no necesitaba volver la cabeza para saber que él estaba ahí mirándome las espaldas”... Andaba en esos tristes pensamientos, cuando oí correr al sol y las hojas secas empezaron a cambiar de sitio. Su respiración se acercó a mis espaldas, luego se puso frente a mí, vi sus pies desnudos delante de los míos. Tenía un arañazo en la rodilla. Levanté los ojos y me hallé bajo los suyos. Nos quedamos mucho rato sin hablar. Por respeto yo esperaba sus palabras. “—¿Qué te haces? —me dijo. Vi que no se movía y que parecía más triste que antes. “—Te estaba esperando —contesté. “—Ya va a llegar el último día...

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Me pareció que su voz salía del fondo de los tiempos. Del hombro le seguía brotando sangre. Me llené de vergüenza, bajé los ojos, abrí mi bolso y saqué un pañuelito para limpiarle el pecho. Luego lo volví a guardar. El siguió quieto, observándome. “—Vamos a la salida de Tacuba... Hay muchas traiciones... Me agarró de la mano y nos fuimos caminando entre la gente, que gritaba y se quejaba. Había muchos muertos que flotaban en el agua de los canales. Había mujeres sentadas en la hierba mirándolos flotar. De todas partes surgía la pestilencia y los niños lloraban corriendo de un lado para otro, perdidos de sus padres. Yo miraba todo sin querer verlo. Las canoas despedazadas no llevaban a nadie, sólo daban tristeza. El marido me sentó debajo de un árbol roto. Puso una rodilla en tierra y miró alerta lo que sucedía a nuestro alrededor. El no tenía miedo. Después me miró a mí. “—Ya sé que eres traidora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto con lo malo. Los gritos de los niños apenas me dejaban oírlo. Venían de lejos, pero eran tan fuertes que rompían la luz del día. Parecía que era la última vez que iban a llorar. “—Son las criaturas... —Me dijo. “—Éste es el final del hombre —repetí, porque no se me ocurría otro pensamiento. El me puso las manos sobre los oídos y luego me guardó contra su pecho. “—Traidora te conocía y así te quise. “—Naciste sin suerte —le dije. Me abracé a él. Mi primo marido cerró los ojos para no dejar correr las lágrimas. Nos acostamos sobre las ramas rotas del pirú. Hasta allí nos llegaron los gritos de los guerreros, las piedras y los llantos de los niños. “—El tiempo se está acabando... —suspiró mi marido. Por una grieta se escapaban las mujeres que no querían morir junto con la fecha. Las filas de hombres caían una después de la otra, en cadena como si estuvieran cogidos de la mano y el mismo golpe los derribara a todos. Algunos daban un alarido tan fuerte, que quedaba resonando mucho rato después de su muerte. Falta poco para que nos fuéramos para siempre en uno solo cuando mi primo se levantó, me juntó ramas y me hizo una cuevita. “—Aquí me esperas. Me miró y se fue a combatir con la esperanza de evitar la derrota. Yo me quedé acurrucada. No quise ver a las gentes que huían, para no tener la tentación, ni tampoco quise ver a los muertos que flotaban en el agua para no llorar. Me puse a contar los frutitos que colgaban de las ramas cortadas: estaban secos y cuando los tocaba con los dedos, la cáscara roja se les caía. No sé por qué me parecieron de mal agüero y preferí mirar el cielo, que empezó a oscurecerse. Primero se puso pardo, luego empezó a coger el color de los ahogados de los canales. Me quedé recordando los colores de otras tardes. Pero la tarde siguió amoratándose, hinchándose, como si de pronto fuera a reventar y supe que se había acabado el tiempo. Si mi primo no volvía, ¿qué sería de mí? Tal vez ya estaba muerto en el combate. No me importó su suerte y me salí de allí a toda carrera perseguida por el miedo. “Cuando llegue y me busque...” No tuve tiempo de acabar mi pensamiento porque me hallé en el anochecer de la ciudad de México. “Margarita ya se debe haber acabado su helado de vainilla y Pablo debe de estar muy enojado”... Un taxi me trajo por el Periférico. ¿Y sabes, Nachita?, los Periféricos eran los canales infestados de cadáveres... por eso llegué tan triste... Ahora, Nachita, no le cuentes al señor que me pasé la tarde con mi marido”. Nachita se acomodó los brazos sobre la falda lila.

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—El señor Pablo hace ya diez días que se fue a Acapulco. Se quedó muy flaco con las semanas que duró la investigación —explicó Nachita satisfecha. Laura la miró sin sorpresa y suspiró con alivio. —La que está arriba es la señora Margarita —agregó Nacha volviendo los ojos hacia el techo de la cocina. Laura se abrazó las rodillas y miró por los cristales de la ventana a las rosas borradas por las sombras nocturnas y a las ventanas vecinas que empezaban a apagarse. Nachita se sirvió sal sobre el dorso de la mano y la comió golosa. —¡Cuánto coyote! ¡Anda muy alborotada la coyotada! —dijo con la voz llena de sal. Laura se quedó escuchando unos instantes. —Malditos animales, los hubieras visto hoy en la tarde —dijo. —Con tal de que no estorben el paso del señor, o que le equivoquen el camino —comentó Nacha con miedo. —Si nunca los temió ¿por qué había de temerlos esta noche? —preguntó Laura molesta. Nacha se aproximó a su patrona para estrechar la intimidad súbita que se había establecido entre ellas. —Son más canijos que los tlaxcaltecas —le dijo en voz muy baja. Las dos mujeres se quedaron quietas. Nacha devorando poco a poco otro puñito de sal. Laura escuchando preocupada los aullidos de los coyotes que llenaban la noche. Fue Nacha la que lo vio llegar y le abrió la ventana. —¡Señora!... Ya llegó por usted... —le susurró en una voz tan baja que sólo Laura pudo oírla. Después, cuando ya Laura se había ido para siempre con él, Nachita limpió la sangre de la ventana y espantó a los coyotes, que entraron en su siglo que acababa de gastarse en ese instante. Nacha miró con sus ojos viejísimos, para ver si todo estaba en orden: lavó la taza de café, tiró al bote de la basura las colillas manchadas de rojo de labios, guardó la cafetera en la alacena y apagó la luz. —Yo digo que la señora Laurita, no era de este tiempo, ni era para el señor —dijo en la mañana cuando le llevó el desayuno a la señora Margarita. —Ya no me hallo en casa de los Aldama. Voy a buscarme otro destino, le confió a Josefina—. Y en un descuido de la recamarera, Nacha se fue hasta sin cobrar su sueldo.

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INÉS ARREDONDO En los cuentos de Inés Arredondo elegidos para esta antología, el lector se sumergirá en una atmósfera que plantea al menos dos planos: uno en donde pareciera que el personaje vive una situación adversa, trágica, y que, a manera de pesadilla, despierta en un segundo plano que da un vuelco al efecto inicial planteado en la estructura narrativa. Así, los cuentos están dotados de una densidad tal, que genera en el lector cierta tensión al final del cuento cuando se libera el cúmulo de elementos ambientales agolpados a lo largo de la experiencia de lectura y, sólo en las últimas líneas, quien lee caerá en la cuenta de un final sorpresivo. Situación incómoda porque la expectativa era una suerte de pesadilla que se ha derrumbado y en su lugar queda la realidad del personaje, tal vez peor que el sueño. Arredondo lleva al límite la lucidez de sus personajes y a partir de ellos y de sus acciones hace una aguda crítica de la sociedad al tiempo que sus personajes transgreden los convencionalismos del “buen” comportamiento. En sus cuentos, los seres fantásticos no son sino distorsiones de la realidad que, al momento de enfocar, el lector se dará cuenta que son aquellas fobias con las cuales convivimos a diario.


Orfandad

A Mario Camelo Arredondo

Creí que todo era este sueño: sobre una cama dura, cubierta por una blanquísima sábana, estaba yo, pequeña, una niña con los brazos cortados arriba de los codos y las piernas cercenadas por encima de las rodillas, vestida con un pequeño batoncillo que descubría los cuatro muñones. La pieza donde estaba era a ojos vistas un consultorio pobre, con vitrinas anticuadas. Yo sabía que estábamos a la orilla de una carretera de Estados Unidos por donde todo el mundo, tarde o temprano, tenía que pasar. Y digo estábamos porque junto a la cama, de perfil, había un médico joven, alegre, perfectamente rasurado y limpio. Esperaba. Entraron los parientes de mi madre: altos, hermosos, que llenaron el cuarto de sol y de bullicio. El médico les explicó: —Sí, es ella. Sus padres tuvieron un accidente no lejos de aquí y ambos murieron, pero a ella pude salvarla. Por eso puse el anuncio, para que se detuvieran ustedes. Una mujer muy blanca, que me recordaba vivamente a mi madre, me acarició las mejillas. — ¡Qué bonita es! — ¡Mira qué ojos! — ¡Y este pelo rubio y rizado! Mi corazón palpitó con alegría. Había llegado el momento de los parecidos, y en medio de aquella fiesta de alabanzas no hubo ni una sola mención a mis mutilaciones. Había llegado la hora de la aceptación: yo era parte de ellos. Pero por alguna razón misteriosa, en medio de sus risas y su parloteo, fueron saliendo alegremente y no volvieron la cabeza. Luego vinieron los parientes de mi padre. Cerré los ojos. El doctor repitió lo que dijo a los primeros parientes. — ¿Para qué salvó eso? —Es francamente inhumano. —No, un fenómeno siempre tiene algo de sorprendente y hasta cierto punto chistoso. Alguien fuerte, bajo de estatura, me asió por los sobacos y me zarandeó. —Verá usted que se puede hacer algo más con ella. Y me colocó sobre una especie de riel suspendido entre dos soportes. —Uno, dos, uno, dos. Iba adelantando por turno los troncos de mis piernas en aquel apoyo de equilibrista, sosteniéndome por el cuello del camisoncillo como a una muñeca grotesca. Yo apretaba los ojos. Todos rieron. — ¡Claro que se puede hacer algo más con ella! — ¡Resulta divertido! Y entre carcajadas soeces salieron sin que yo los hubiera mirado. Cuando abrí los ojos, desperté. Un silencio de muerte reinaba en la habitación oscura y fría. No había ni médico ni consultorio ni carretera. Estaba aquí. ¿Por qué soñé en Estados Unidos? Estoy en el cuarto interior de un edificio. Nadie pasaba ni pasaría nunca. Quizá nadie pasó antes tampoco. Los cuatro muñones y yo, tendidos en una cama sucia de excremento. Mi rostro horrible, totalmente distinto al del sueño: las facciones son informes. Lo sé. No puedo tener una cara porque nunca ninguno me reconoció ni lo hará jamás.

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A PUNTE

GÓTICO Para Juan Vicente Melo

Cuando abrí los ojos vi que tenía los suyos fijos en mí. Mansos. Continuó igual, sin moverlos, sin que cambiaran de expresión, a pesar de que me había despertado. Su cuerpo desnudo, medio cubierto por la sábana, se veía inmenso sobre la cama. La vela permanecía encendida encima de la mesita de noche del lado donde él estaba, y su luz hacía difusos los cabellos de la cabeza vuelta hacia mí, pero a pesar de la sombra sus ojos resplandecían en la cara. La claridad amarillenta acariciaba el vello de la cóncava axila y la suave piel del costado izquierdo; también hacía salir ominosamente el bulto de los pies envueltos en la tela blanca, como si fueran los de un cadáver. La tormenta había pasado. Él hubiera podido apagar la vela y enviarme a dormir en mi cama, pero no lo hacía. No se movió. Siguió con el tronco levemente vuelto hacia la derecha y el brazo y la mano extendidos hacia mí, con el dorso vuelto y la palma de la mano abierta, sin tocarme: mirándome, reteniéndome. Mi madre dormía en alguna de las abismales habitaciones de aquella casa, o no, más bien había muerto. Pero muerta o no, él tenía una mujer, otra, eso era lo cierto. Era la causa de que mi madre hubiera enloquecido. Yo nunca la he visto. Vi la blanca carne del brazo tendido hacia mí, tersa, sin un pelo, dulce y palpitando con el vaivén de la flama. Los dedos ligeramente curvos sobre la mano ofrecida apenas: abierta. Hubiera querido poner un pedacito de mi lengua sobre la piel tibia, en el antebrazo. Tenía los ojos fijos en mí, tan serenos que parecía que no me veía. Llegué a pensar que estaba dormido, pero no, estaba todo él fijo en algo mío. Ese algo que me impedía moverme, hablar, respirar. Algo dulce y espeso, en el centro, que hacía extraño mi cuerpo y singularmente conocido el suyo. Mi cuerpo hipnotizado y atraído. Ese algo que podía ser la muerte. No, es mentira, no está muerto: me mira, simplemente. Me mira y no me toca: no es muerte lo que estamos compartiendo. Es otra cosa que nos une. Pero sí lo es. Las ratas la huelen, las ratas la rodean. Y de la sombra ha salido una gran rata erizada que se interpone entre la vela y su cuerpo, entre la vela y mi mirada. Con sus pelos hirsutos y su gran boca llena de grandes dientes, prieta, mugrosa, costrosa, Adelina, la hija de la fregona, se trepa con gestos astutos y ojos rojos fijos en los míos. Tiene siete años pero acaba de salir del caño, es una rata que va tras de su presa. Con sus uñas sucias se aferra al flanco blanco, sus rodillas raspadas se hincan en la ingle, metiéndose bajo la sábana. Manotea, abre la bocaza, su garganta gotea sonidos que no conozco. Se arrastra por su vientre y llega al hombro izquierdo. Me hace una mueca. Luego pasa su cabezota por detrás de la de él y se queda ahí, la mitad del cuerpo sobre un hombro, la cabeza y la otra mitad sobre el otro, muy cerca del mío. Con las patas al aire me enseña los dientes, sus ojillos chispean. Ha llegado. Ha triunfado. Ahora sí creo que mi padre está muerto. Pero no, en ese preciso instante, dulcemente, sonríe: complacido. O me lo ha hecho creer la oscilación de la vela.

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AMPARO DÁVILA Recoger y asimilar las impresiones que un autor tiene sobre su obra, ¿limita nuestra experiencia lectora, nuestras inferencias?, o tal vez, pudieran tales impresiones tender puentes entre la obra y el lector, sobre todo, en textos como los de Inés Arredondo y los de Amparo Dávila, donde pareciera que la atmósfera planteada está muy lejos de nuestra realidad, sin embrago, dentro de la densidad que impera en los cuentos de ambas autoras hay intersticios que hacen posible el diálogo entre el texto y el lector. Cuando en una entrevista Amparo Dávila dice: “… creo en la literatura vivencial, ya que esto, la vivencia, es lo que comunica a la obra la clara sensación de lo conocido, de lo ya vivido, la que hace que la obra perdure en la memoria y en el sentimiento” (Acevedo 2012: 147), ¿será entonces, la vivencia, aquello que nos conecta con la narrativa de Amparo Dávila?, es decir, ¿cómo nuestras vivencias extienden puentes que van y hacen sinapsis con las secuencias en los cuentos de Amparo Dávila? Elegimos tres cuentos de Amparo Dávila para esta antología: “Fragmento de un diario”, “La noche de las guitarras rotas” y “El patio cuadrado”. Cada uno de ellos plantea una aparente cotidianidad traspasada por un elemento que dispara la tranquilidad de un personaje y lo lleva hacia los bordes del desasosiego, a veces hasta la locura. La atmósfera en estos tres cuentos de Dávila, incluye a un hombre dedicado al ejercicio del sufrimiento y los efectos de tal disciplina sobre sus vecinos y la mujer de la que está enamorado, con ella experimenta un sentimiento agridulce cuando expresa “La amo, sí, y es mi peor enemiga. La que puede terminar con lo que constituye mi razón de ser … Al dolor que ejercito día tras día hasta lograr su perfección” (Dávila 1959). En “La noche de las guitarras rotas”, la presencia de una extraña dependienta irrumpe durante la visita de una mujer y sus dos hijas en una tienda de instrumentos musicales: “…la descubrí sentada detrás de uno de los mostradores al fondo de la tienda, casi escondida entre ese mundo de instrumentos, y no pude menos que sentirme totalmente fascinada por aquella mujer que parecía una auténtica muñeca de los veinte” (Dávila 1977), la aparición de la dependienta es el inicio de una sucesión de eventos que tiene su clímax cuando un hombre, con sus gritos, transforma el semblante de la dependienta dejando que el lector infiera sobre la corporeidad de la extraña mujer. Luego, en “El patio cuadrado”, Amparo Dávila propone una serie de posibilidades respecto de enfrentar la muerte: un sueño, una catalepsia. Tales elementos son parte de la atmósfera de cada uno de los cuentos elegidos, una atmósfera densa, casi impenetrable, sin embrago, como dijimos antes, en la estructura narrativa hay intersticios que permiten el diálogo y nos conecta con cada una de las secuencias que componen los cuentos, así, el amor que alguna vez sentimos por una persona nos acerca al hombre que ha hecho del sufrimiento una disciplina; o a quién no lo han reprendido por desordenar la mercancía en un comercio; o dormir y pensar que se está muerto. En fin, los cuentos de Amparo Dávila nos permiten ver parte de nuestra realidad dentro de una atmósfera extraña, una atmósfera que habitamos mientras leemos la obra de Dávila.


Fragmento de un diario [JULIO Y AGOSTO]

Lunes 7 de julio Mi vecino el señor Rojas pareció sorprendido al encontrarme sentado en la escalera. Seguramente lo que llamó su atención fue la mirada, notoriamente triste. Me di cuenta del vivo interés que de pronto le desperté. Siempre me han gustado las escaleras, con su gente que sube arrastrando el aliento, y la que baja como masa informe que cae sordamente. Tal vez por eso, escogí la escalera para ir a sufrir. Jueves 10 Hoy puse gran empeño en terminar pronto mis diarias tareas domésticas: arreglar el departamento, lavar la ropa interior, preparar la comida, limpiar la pipa… Quería disponer de más tiempo para elaborar los programas y escoger los temas para mi ejercicio. Es bastante arduo el aprendizaje del dolor, gradual y sistematizado como una disciplina o como un oficio. Mi vecino estuvo observándome largo rato. Bajo la luz amarillenta del foco, debo parecer transparente y desleído. El diario ejercicio del dolor da la mirada del perro abandonado, y el color de los aparecidos. Sábado 12 De nuevo cayó sobre mí la mirada insistente y surgió la temida pregunta del señor Rojas. Inútil decirle algo. Dejé que siguiera bajando entre la duda. Yo continué con mi ejercicio. Cuando oí pasos que subían, un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Los conocía bien. Las manos y las sienes comenzaron a sudarme. El corazón daba tumbos desesperados y la lengua parecía un pedazo de papel. Si hubiera estado en pie me habría desplomado como un títere. Sonrió al pasar… Yo fingí que no la veía. Y seguí con mi práctica. Jueves 17 Estaba justamente en el 7º grado de la escala del dolor, cuando fui interrumpido cruelmente, por mi constante vecino que subía acompañado por una mujer. Pasaron tan cerca de mí que sus ropas me rozaron. Quedé impregnado del perfume de la mujer, mezcla de almizcle y benjuí, viscoso, oscuro, húmedo, salvaje. Llevaba un vestido rojo muy entallado. La miré hasta que se perdieron tras la puerta del departamento. Hablaban y reían al subir la escalera. Reían con los ojos y con las manos. Eran pasión en movimiento. Cerrados en sí mismos ni siquiera me vieron. Y mi dolor tan puro, tan intelectual, quedó interrumpido y contaminado en su limpia esencia por una sorda comezón. Sensaciones pesadas y sombrías descendieron sobre mí. Aquella dolorosa meditación, producto de una larga y difícil disciplina, quedó frustrada y convertida en miserable vehemencia. ¡Malditos! Golpeé con mis lágrimas las huellas de sus pasos. Domingo 20 Fue un verdadero acierto graduar el dolor, darle categoría y límite. Aun cuando hay quienes aseguran que el dolor es interminable y que nunca se agota, yo opino que después del 10º grado de mi escala, sólo queda la memoria de las cosas, doliendo ya no en acción sino en recuerdo. Al principio de mi aprendizaje creí que era oportuno ir en ascenso, en práctica gradual. Bien pronto comprobé que resultaba muy pobre una experiencia así. El conocimiento y perfección del dolor requiere elasticidad, sabio manejo de sus categorías y matices, y caprichoso ensayo de los grados. Pasar sin dificultad del 3° al 8º grado, del 4º al 1º, del 2º al 7º y, después, recorrerlos por riguroso orden ascendente y descendente… Me apena interrumpir esta interesante explicación, pero hay agua bajo mis pies. Lunes 21 A primera hora llegó el dueño del edificio. Yo aún no acababa de secar el departamento. Gritó, manoteó, dijo cosas tremendas. Acostumbrado como estoy a sufrir injusticias, necedades y mal trato, su actitud fue sólo un reflejo de otras muchas. Se necesitaría de un artista auténtico para conmoverme, no de un simple aprendiz de monstruo. No le di la menor importancia. Mientras gritaba, me dediqué a cortarme las uñas con cuidado y sin prisa. Cuando terminé, el hombre lloraba. Tampoco me conmovió. Lloraba como lloran todos cuando tienen que llorar. ¡Si hubiera llorado como yo, cuando llego a aquellas meditaciones del 7º grado de mi método, que dicen…! Sábado 26

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Con toda humildad confesaré que soy un virtuoso del dolor. Esta noche, mientras sufría hecho un nudo en la escalera, salieron a mirarme los gatos de mis vecinos. Estaban asombrados de que el hombre tuviera tal capacidad para el dolor. Apenas noté su presencia. Sus ojos eran como teas que se encendían y se apagaban. Debo haber llegado con toda seguridad al 10º grado. Perdí la cuenta, porque el paroxismo del dolor, así como el del placer, envuelve y obnubila los sentidos. Miércoles 30 Estoy tan sombrío, tan flaco y macilento, que a veces cuando algún desconocido sube la escalera, enloquece al verme. Yo estoy satisfecho con el aspecto logrado. Es fiel testimonio de mi arte, de su casi perfección. Domingo 3 de agosto No sé cómo, ni con qué palabras describir lo que hoy pasó. Aún tiemblo al recordarlo. Fue hace unas horas y no salgo de la sorpresa. El remordimiento que tanto practico ahora cobra novedad y me ha convertido en su presa. Es como si lo hubieran creado justamente cuando yo dominaba la escala completa. Cuando era todo un artista. He caído en un error imperdonable, fuera de oficio, inaudito y funesto. Si una sola vez hubiera dejado de practicar las disciplinas que este arte exige, diría que era la consecuencia lógica, pero he sido observante, fiel… Jueves 7 No sé si podré salir de esta funesta prueba. Hoy trabajé tres horas seguidas (lo cual es agotante y excesivo) en el 6º grado de mi escala, el más indicado para casos como éste. Sufrí como nunca, tanto que los vecinos me recogieron desmayado al pie de la escalera. Aquí, bajo los vendajes, está la sangre coagulada. Las carnes abiertas. Tendré que aumentar o incluir como variedad del 5º grado, éste de las heridas reales. No se me había ocurrido antes, quizá fue una inspiración divina esta caída de la escalera. Un abrir los ojos a nuevas disciplinas. Martes 12 No he podido olvidar. Quizá sea castigo a mi soberbia pues empezaba a sentirme seguro, a soñar que manejaba el oficio con maestría. Lo escribí el sábado 26 de julio. ¡Fatal confesión, las palabras traicionan siempre y se vuelven contra uno mismo! ¡Si sólo lo hubiera pensado! He tenido que practicar hasta el agotamiento los grados 6º y9º, dos horas cada uno. Después tuve que huir precipitadamente a mi departamento, por temor de que aquello volviera a suceder. Viernes 15 ¡Otra vez sucedió! Cuando el último sol de la tarde bañaba los peldaños de la escalera. Siento su mano aún entre mis manos que le huían. Su mano tibia y suave. Dijo algo, yo no la oía. Sus palabras eran como bálsamo sobre mis llagas. No quise saber nada. Me estaba prohibido. Pronunciaba mi nombre. Yo no la escuchaba. Mis esfuerzos, mis propósitos y todo mi arte se estrellarían ante su mirada de ciervo, de animal dócil. El arte es sacrificio, renuncia, la vocación es vital, marca de fuego, sombra que se apodera del cuerpo que la proyecta y lo esclaviza y consume… ¡Ni siquiera una vez volví la cabeza para mirarla! Lunes 18 Me arranqué las vendas y la sangre dejó su huella en la alfombra. También sangro interiormente. Recuerdo la tibieza de sus manos. Esas manos que quizás ahora mismo acarician otro rostro. Por primera vez en mucho tiempo no salí a sentarme en la escalera, temía que llegara en cualquier momento. Temía que dispersara mi dolor con su sola presencia. Sábado 23 En la mañana vino el señor Rojas. Pensó que algo me había sucedido al no verme en mi acostumbrado rincón de la escalera. Me trajo unas frutas y un poco de tabaco; sin embargo sospecho que no es sincero en su preocupación. Hay algo secreto y sombrío en su actitud. Quizás intenta comprar mi silencio, yo he visto a las mujeres que mete en su departamento. Quizás quiere… Martes 26

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Junto a la puerta cerrada, para sentirme más cerca de la escalera, practique el 4º y el 7ºgrados. Oí sus pasos que se detenían varias veces, del otro lado. Sentí el calor de su cuerpo a través de la puerta. Su perfume penetró hasta mi triste habitación. Desde afuera turbaba mi soledad violentando mis defensas. Comprendí entre sollozos que la amaba. Viernes 29 La amo, sí, y es mi peor enemiga Lo que puede terminar con lo que constituye mi razón de ser. La amo desde que sentí su mano entre mis manos. Si yo fuera un individuo común y corriente, como el señor Rojas o como el dueño del edificio, me acostaría con ella y sería el náufrago de su ternura. Pero yo me debo al dolor. Al dolor que ejercito día tras día hasta lograr su perfección. Al dolor de amarla y verla desde lejos, a través de una cerradura. La amo, sí, porque se desliza suavemente por la escalera como una sombra o como un sueño. Porque no exige que la ame y sólo de vez en cuando se asoma a mi soledad. Domingo 31 Si solamente fuera el dolor de renunciar a ella sería terrible, ¡pero magnífico! Esta clase de sufrimiento constituye una rama del 8º grado. Lo ejercitaría diariamente hasta llegar a dominarlo. Pero no es sólo eso, la temo. Son más fuertes que mis propósitos Mi sonrisa y su voz. Sería tan feliz viéndola ir y venir por mi departamento mientras el sol resbalaba por sus cabellos… ¡Eso sería mi ruina, mi fracaso absoluto! Con ella terminarían mis ilusiones y mi ambición. Si desapareciera… Su dulce recuerdo me roería las entrañas toda la vida… ¡oh inefable tortura, perfección de mi arte...! ¡Si! Si mañana leyera en los periódicos: "Bella joven muere al caer accidentalmente de una alta escalera..."

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La noche de las guitarras rotas Una tarde de sábado, de esas en las que uno sale a comprar cualquier cosa, o simplemente a vagar horas y horas por el centro de la ciudad y se detiene en cada aparador observando cuidadosamente todos y cada uno de los objetos como si entre ellos se fuera a encontrar una ganga, o alguna otra cosa largo tiempo buscada, mis hijas y yo caminábamos por el pasaje que se encuentra detrás de la Catedral, rumbo al expendio de los herbolarios. Al pasar frente a un comercio de instrumentos musicales donde había violines, chelos, bongos, maracas y, especialmente, guitarras de todos los tamaños, clases y precios, mis niñas se detuvieron embelesadas: — ¡Mira qué linda guitarrita! — Exclamó Jaina—. Cómpramela, Shábada. —No puedo ahora, mi vida. —Sí, Shábada, cómpranos una —pidió también Loren. —No traigo dinero, niñas. —Entonces, ¿con qué vas a pagar todas las hierbas que compres? (Jaina sabe muy bien que entre mis grandes aficiones está la de comprar toda hierba, semilla, raíz o corteza que tenga nombre raro o leyenda sobre sus facultades medicinales. Con ellas preparo bastantes cosas, pero especialmente maceraciones y tisanas que bebo, la mayoría de las veces, llevada por la curiosidad de conocer su sabor y comprobar, al mismo tiempo, si son verdaderas o supuestas las cualidades curativas que se les atribuyen. A través de la larga experiencia que tengo en estas indagaciones debo confesar que, algunas de las veces en que ensayo brebajes exóticos o poco conocidos, he llegado a sufrir desde leves intoxicaciones hasta serios envenenamientos; pero, no por eso disminuye el vivo interés que siempre he tenido por la investigación de las plantas medicinales ni el asombro ante la comprobación de sus virtudes.) Las hierbas cuestan muy poco —aclaré a Jaina. - Pero tú compras cientos, Shábada... Mientras Jaina y yo discutíamos, Loren tomó una de las guitarritas que estaban sobre un mostrador junto con los bongos y las maracas, y comenzó rascar las cuerdas para averiguar si tenían sonido como las grandes, o sólo eran de juguete. —Deja esa guitarra, Loren. Les prometo que vendremos a comprar una el próximo sábado. —¡Qué bonito cutis tiene...! Miré hacia todos lados buscando de dónde salía aquella voz que había sonado tan suave. —¿Ha de usar cremas muy caras, verdad? Entonces la descubrí sentada detrás de uno de los mostradores al fondo de la tienda, casi escondida entre ese mundo de instrumentos, y no pude menos que sentirme totalmente fascinada por aquella mujer que parecía una auténtica muñeca de los veinte. Era de tez apiñonada, con una impresionante palidez, que le hacía a uno recordar La montaña mágica o La dama de las camelias. Al acercarme más, observé que esa exagerada palidez se debía, en parte, a los polvos demasiado claros para su tono de piel y usados en exceso. Y en aquel marco encalado resaltaban notablemente sus enormes ojos negros y unas profundas ojeras violáceas que le daban un misterioso atractivo. La ceja era sólo una línea de lápiz negro a lo Jean Harlow y la boca pintada de rojo encendido en forma de corazón, "as de corazones rojos, boquita de una mujer..." Llevaba el pelo castaño oscuro peinado muy liso y recogido hacia atrás en una especie de moño a medio hacer, o que estaba a punto de deshacerse. Lo más increíble de todo era su traje: un vestido de terciopelo granate, tan gastado por el uso que en algunas partes casi no tenía pelo, con olanes de gasa color crudo en el cuello y en las mangas. —No lo crea —le contesté, cuando logré salir un poco del estupor que su aspecto me produjo y de una extraña sensación que comencé a sentir al verla, como si el tiempo diera marcha atrás y yo hubiera estado alguna vez conversando la misma intrascendente charla con esa mujer, en la época de la que ella era fiel retrato. — ¿Qué se pone entonces? —Lociones y cremas que yo misma preparo. —Y también tomas, Shábada —agregó Jaina. —Porque, sabe usted, yo soy de Guadalajara —empezó, de pronto, a contarme la mujer sin ningún preámbulo— y allí yo usaba varias cremas, jabones, lociones y muchas otras cosas que una amiga de mis

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tías me enseñó a preparar. El esposo de esa señora, que era alemán, había trabajado en su juventud como químico en un laboratorio de cosméticos de Berlín. Cuando vino a México puso una ferretería en Guadalajara y se casó con la amiga de mis tías. Si usted hubiera visto cuántos libros tenía y las fórmulas tan magníficas que había en ellos; pero se me han ido olvidando las recetas, confiando en la memoria nunca tuve la precaución de anotarlas, y hace tiempo que ya no uso casi nada. Al verla —añadió con un dejo de melancolía—, no pude menos que fijarme en su cutis tan limpio y terso. A mí se me han empezado a abrir los poros de la nariz... ¡Si viera usted qué buen cutis tenía...! Bueno, los años pasan y uno... — ¿No usa usted el romero? — ¿El romero? Lo usé, claro está, es de lo mejor... —Y la siempreviva, ¿la conoce? —Sólo he oído hablar de sus propiedades; pero nunca logré saber cómo usarla. ¿Lo sabe usted? —Sí, sólo que hay varias maneras de prepararla; todo depende de las particularidades de cada tipo de piel. Como yo vengo seguido por aquí, le voy a copiar algunas de las fórmulas que tengo, para que usted elija la que le parezca más conveniente. En ese momento se quedó pensativa como tratando de recordar algo y se fue muy lejos, se ausentó tanto que yo ya me disponía a marcharme, cuando dijo de pronto: —Una cosa que es verdaderamente magnífica para los párpados hinchados es la infusión de rosas, porque sabe usted, a veces uno chilla por las noches y al día siguiente los ojos amanecen hechos un desastre, bien abotagados. Pero con unos fomentos de infusión de rosas, apenas tibia, se desinflaman luego, luego... Vi entonces, en lo oscuro de la noche, a aquella muñeca de los veintes llorando en silencio sobre una dura y fría almohada, e involuntariamente fijé la vista en las ojeras violáceas tan marcadas y profundas. No pude menos que pensar en lo desdichada que debía ser aquella extraña criatura para llorar así a mitad de la noche. —Usted no ha de llorar seguido, no tiene los párpados hinchados —y me observaba con detenimiento—, pero si algún día... Mire, se pone en la lumbre un pozuelito así —con la mano me indicó el tamaño del jarro—, con la mitad de agua, a calentar a fuego lento, muy lento, y al soltar el hervor se le agregan los pétalos de las rosas, y entonces se tapa y se deja reposar un buen rato... Ninguna de las dos, ni ella ni yo, nos habíamos dado cuenta de que mientras platicábamos tan entusiasmadas mis hijas probaban una guitarra tras otra, o bien sonaban un bongó con una mano y con la otra una maraca, o ensayaban los violines sacándoles sonidos destemplados, cuando una voz como un trueno, o un rugido, cortó de golpe nuestro diálogo, con tal violencia y en una forma tan sorpresiva, que yo sentí como si aquella interrumpida conversación quedara ahora relegada a un remotísimo pasado. —¡Dejen allí, niñas, dejen, dejen, dejen las cosas en su lugar, no toquen más, que no toquen nada! ¿Me oyen? ¡Han manoseado todo, desarreglándolo, ensuciándolo, estropeándolo, dejando pintados sus dedos mugrosos, y ella allí, mirando sin importarle nada! ¡Claro!; no le han costado ni un solo centavo, que se acaben, sí, que se acabe todo, todo, ¡qué importa!, pero ella sentada allí cómodamente, platicando encantada de la vida, dejando que cojan todas mis cosas y las llenen de dedos, de chicle, de babas, ¿qué he hecho?, ¿qué cosa he hecho yo para merecer esto?, ¿por qué mis cosas?, mis cosas, sí, lo mío, y la señora platicando, sin importarle nada, nada, ¿por qué?, ¿por qué, Dios mío...? Mis hijas se quedaron inmóviles, sorprendidas y aterrorizadas por aquella voz y la forma tan brutal en que se les privaba de su entretenimiento; después depositaron tímidamente sobre el mostrador los instrumentos musicales que tenían en las manos. También yo confieso que me asustó y desconcertó bastante aquella irrupción tan violenta y el tono de voz tan colérico y deshumanizado, en el momento en que menos se esperaba. Ella, la muñeca morena, se estremeció de pies a cabeza, con un sacudimiento de terror incontrolado, y enmudeció. Creo que involuntariamente cerré los ojos al escuchar todas las cosas que aquel hombre profería a gritos; tal vez, ahora pienso, que el estallido de esa horrible voz, como una luz hiriente, me hizo cerrar los ojos al descender de golpe a una realidad no esperada. Al abrirlos vi junto a la vitrina donde yo estaba recargada, unos toscos pies calzados con zapatos muy maltratados y sucios. Y al levantar la vista encontré un cuerpo corpulento, convulsionado por la ira, que manoteaba grotescamente o se mesaba los cabellos, y al gritar accionaba y se agitaba de tal manera como si fuera a llegar al frenesí: los brazos retorcidos, las facciones contraídas, distorsionadas, los ojos extraviados. No supe bien a bien cómo era su rostro, porque como atraída por un imán toda mi atención se detuvo en unos ojos que se entrecerraban y se empequeñecían

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como los de las serpientes cuando van a atacar y de ellos salía una mirada helada que penetraba hasta los mismos huesos. Mis niñas se habían pegado completamente a mí y sentí sus manitas húmedas que buscaban protección. Sin decir una palabra nos alejamos de allí, no sin antes mirar por última vez a la muñeca vestida de terciopelo granate y boca de corazón. Pero ella miraba ya sin mirar, se había ido, perdiéndose por los sombríos túneles del miedo y el desencanto; hasta llegar a lo profundo de la noche, donde silenciosa y desesperadamente lloraba y lloraba empapando la almohada; hasta que la luz del amanecer entrara a través de la roída cortina encontrando, sobre el piso de la mísera alcoba, los pedazos de unas guitarras rotas y los fragmentos de aquella muñeca triste.

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EL PATIO CUADRADO Atardecía y desde el patio descubierto se podía ver un crepúsculo tan enrojecido como un incendio o como un mar de púrpura. Era uno de esos patios de provincia, cuadrados, con corredores y habitaciones a cada lado. Horacio estaba junto a mí mirando el atardecer, y en los rincones de los corredores unos embozados permanecían replegados y quietos como si fuera un coro secundario; un acompañamiento en sordina, o a sotto voce. No sé si sería por aquel ocaso ensangrentado o porque era esa hora de la tarde en que uno se siente especialmente triste que ninguno de los dos hablábamos. De pronto descubrí la silueta de un hombre que se recortaba contra el fondo rojísimo del cielo como un puñal negro, clavado en el borde mismo de la cornisa del patio. Un mínimo impulso bastaba para que se precipitara al vacío. —Se va a matar —le dije a Horacio. —Se va a matar —dije de nuevo, porque el hombre permanecía sin dar un paso atrás, como si estuviera resuelto a lanzarse. Busqué con la mirada a Horacio pero ya no estaba junto a mí. Me tranquilizó saber que había comprendido mi mensaje y lo iba a salvar. Ansiosamente esperé verlo llegar detrás del hombre; pero los minutos pasaban y Horacio no aparecía. Mientras el atardecer se desgaja en jirones sangrantes. Entonces supe que Horacio estaba frente al suicida en el otro extremo del patio, en idéntica actitud: como dos dagas clavadas frente a frente, como dos neones en un tablero de ajedrez. —Se va a matar —dije, ya sin esperanza, mirando al desconocido. En ese mismo instante Horacio se precipitó al vacío. Los embozados que habían permanecido inmóviles todo el tiempo lanzaron un graznido siniestro y se arrojaron voraces sobre el cuerpo caído, cubriéndolo con sus alas parduzcas y membranosas. Yo comencé a retroceder, a retroceder... Entré en el cuarto donde se guardaban los juguetes de la infancia, pero aquella habitación llena siempre de muñecas, pelotas, osos, patines, era ahora un enorme vestidor con percheros repletos de ropa. Una vez que se entraba ahí ya no era posible ver sino prendas de vestir por todos lados, como si fuera una tienda de empeño o de esas en que se alquilan trajes para toda ocasión. Había cientos, miles de vestidos lindos y costosos de los estilos y olores más diversos; cualquier prenda de ropa que uno pudiera desear estaba allí. Con gran entusiasmo me dediqué a probarme todas las cosas, pero nada me quedaba bien, o era grande o era chico, largo, apretado. No había nada a mi medida, nada. Comencé a desesperarme y a sufrir verdaderamente por no encontrar algo de mi talla, pero no cesaba en mi empeño y me medía vestidos y más vestidos, y abrigos y sacos y capas, blusas y faldas y négligés. Estaba muy atareada cuando oí que me llamaban por mi nombre una y otra vez. Reconocí la voz de Olivia que salía de entre la ropa. —Olivia, ¿dónde estás? No hubo respuesta a mi pregunta, pero volví a oír el mismo llamado. —Olivia, Olivia, ¿dónde estás? —Aquí estoy, en el centro del cuarto —contestó entonces con una voz muy queda, como si la ropa la sofocara. Me puse a remover trajes y más trajes tratando de apartarlos y despejar el camino hacia ella. Lograba pasar entre un perchero y encontraba otro y después otro y luego otro y otro, como si la ropa y los percheros se multiplicaran y no me dejaran nunca llegar hasta Olivia. Por fin conseguí salir de aquel mundo de ropa y verla vestida toda de negro y velado el rostro por gasas también negras. Estaba de pie en el centro de un círculo, una circunferencia pequeñísima que parecía pertenecerle. — ¿Qué haces aquí? —le pregunté. Ella avanzó un paso, o nada, pero yo sentí que se encaminaba hacia mí, mientras sus manos apartaban las gasas que la velaban. —Estoy muerta —dijo—, ¿no te has dado cuenta de que estoy muerta, de que hace mucho tiempo que estoy muerta? Y al apartar los velos que la cubrían yo tuve ante un rostro hueco, una cavidad donde yo miraba al vacío. —Estoy muerta, muerta...

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Y siguió avanzando lentamente hacia mí. Yo me lancé entre aquella maraña de vestidos, que ahora volaban y eran negros murciélagos y búhos y buitres y telarañas que mis manos arrancaban en la huída… Yo comencé a retroceder, a retroceder... Me precipité dentro de una habitación donde había dos hombres de edad, sentados frente a una mesa triangular, leyendo un gran libro bajo la luz blanquísima de una lámpara de látigo. Mi súbita aparición los sobresaltó y levantaron la vista del volumen para observarme con todo detenimiento. Alcancé a ver que leían La interpretación de los sueños, por lo que encontré muy conveniente y oportuno consultarles algo que me preocupaba mucho desde hacía tiempo. Accedieron a mi súplica y me invitaron cortésmente a tomar asiento frente a la mesa en el tercer ángulo que estaba desocupado. —Un hombre, el mismo siempre, me persigue con un enorme puñal todas las noches cuando duermo. Es un tormento indecible el temor con que vivo de que algún día me dé alcance y yo no despierte más —les dije. —Bien sé yo lo que es eso —dijo el menos viejo de los dos—, yo sufro la persecución diaria, constante, de una nube de mariposas negras que aparecen siempre en cualquier momento, en cualquier parte donde me encuentre. Es una nube espesa que se cierne sobre mi cabeza y que, si corro, se desplaza con el mismo ritmo de mi carrera no dejándome sitio donde protegerme y librarme de ella; me persigue sin descanso como una sombra delatora proyectada hacia arriba; a veces la siento ya tan cerca de mí que tengo que llevarme las manos sobre la cabeza y correr agachado, casi pegado al suelo, para evitar el roce de sus alas tamizadas de un polvo parduzco y rancio... —Imágenes, símbolos, persecución siniestra —gritó el más viejo, interrumpiendo al otro—, no hay escapatoria posible al huir de nosotros mismos; el caos de adentro se proyecta siempre hacia afuera; la evasión es un camino hacia ninguna parte..., pero no hay que sufrir ni atormentarse, iniciemos el juego; el ambiente es propicio, sólo la magia perdura, el pensamiento mágico, el sortilegio inasible de la palabra... —Sí, encendamos el fuego, hay que adorar al fuego, la magia roja, vibrante y abrasadora —decía el otro hombre sacando su encendedor, y el encendedor era un gran falo metálico, pulido y reluciente. Los dos hombres iniciaron una hoguera con todo lo que había en la habitación, rompiendo sillas, bancos, apilando cojines, libros y papeles que sacaban de un gran archivero verde. — ¡Que vengan ahora las mariposas negras! — gritaba el menos viejo, dándose golpes en el pecho como un hombre de las cavernas—. ¡Sí! ¡Que vengan las mariposas negras a quemar sus pinches alitas en el fuego ancestral, el fuego que no se consume nunca, el fuego infinito de ayer, de hoy y de mañana... — Éstas son las memorias de mi infancia —gritaba riéndose a carcajadas el más viejo—, Requiescat in pace en ti, ¡oh fuego!, ¡oh magia roja!, ¡oh matriz redonda y tibia que nos abortaste! —y despedazaba amarillentos papeles. El otro hombre danzaba alrededor de la hoguera y deshojaba sus cartas de amor. —Me quiere, no me quiere, mucho, poquito, nada, me quiere, no me quiere, mucho, poquito... —Ayúdame —gritaba el más viejo mientras sacaba un enorme fajo de recibos, muchos de ellos timbrados—, incineremos las rentas, los recibos de la luz, del teléfono y del gas; los recibos de las prostitutas que hemos archivado para llevar un minucioso inventario de entradas y salidas, para ser disciplinados y exactos en nuestra contabilidad sexual y económica, como los seres ordenados que llevan su vida al día y que escriben su diario y sus memorias. Yo comencé a desnudarme, e iba arrojando a la hoguera las prendas que me quitaba; como la única cooperación que podía ofrecerles para alimentar el fuego. Ellos, muy ocupados en su trabajo, sólo levantaban, de cuando en cuando, los lentes empañados por el humo y sonreían bastante complacidos por aquella espontánea muestra de colaboración. —No, eso no, eso no —gritó el menos viejo al ver que el otro hombre iba a arrojar al fuego tres cartapacios repletos de fotos—, eso no, jamás, que se salven los retratos pornográficos, ¿qué haríamos después, sin ellos? — dijo bajando el tono de la voz hasta que llegó a ser sólo un dulcísimo murmullo—, ¿qué haríamos sin ellos esas largas noches del insomnio? —y de sus ojos empezaron a rodar densas lágrimas—, piensa que nuestra imaginación ya no es una virgen impetuosa sino una anciana que se fatiga y solicita ayuda para atravesar una calle... —Bien, rescataremos los retratos pornográficos —dijo el más viejo totalmente convencido por las pesadas lágrimas y el razonamiento tan sensato de su amigo.

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—Rescataremos los retratos pornográficos, matarili, rili, rili, matarili, rili, ron —cantábamos ahora los tres tomados de las manos alrededor del fuego—, matarili, rili, rili, matarili, rili, ron, ¿qué quiere usted, matarili, rili, ron...? Yo comencé a toser sin parar porque el polvillo de las alas quemadas de las mariposas negras se me metía hasta la garganta, y el humo comenzaba a asfixiarme. Sin despedirme de ellos, abrí la puerta y salí. Y comencé a retroceder... Me encontré en un gran salón lleno de libros, algo así como una gran biblioteca o librería en reparación, puesto que los volúmenes se apilaban en el piso o sobre los bancos y los estantes estaban vacíos. Por todos lados había libros. Un joven flaco y pálido los sacudía con un plumero anaranjado, pero no hacía nada por acomodarlos en los anaqueles. Al verme se encaminó hacia mí y me preguntó si deseaba algún libro. —Hace tiempo que busco el Rabinal Achí —le contesté. —¿El Rabinal Achí? —preguntó sorprendido. —Sí, el Rabinal Achí. —Es bastante absurdo querer leer el Rabinal Achí sin ninguna preparación, así como así —dijo muy serio rascándose el mentón con un dedo largo y amarillento—; no, no es posible. — ¿Puede decirme por qué? —Pero..., ¿es que no sabe usted que para leer ese libro se necesita haber llegado a un grado especial, es decir a un estado de gran pureza mental? —Nunca lo he sabido, ni me interesa —le contesté marcando bien las palabras. Él se encogió de hombros y se me quedó mirando fijamente. —Y qué clase de pureza se requiere para poder leerlo? —pregunté, ya en un tono más amable. —La lograda a base de una diaria y ardua disciplina del espíritu y del cuerpo —dijo displicente, y siguió sacudiendo libros. — ¿Y eso cómo se adquiere, mediante cuáles prácticas? —Bueno, es bastante complicado de explicar, tomaría mucho tiempo —y se fue sin más a atender a un señor que había llegado. Yo me quedé sin saber qué pensar, muy extrañada y molesta por la actitud del joven pálido. Casi al momento regresó y me dijo: —Creo que puedo recomendarle para empezar el entrenamiento, o sea como un simple paso de iniciación, el Hatha Yoga. —¿El Hatha Yoga? No me parece nada del otro mundo. Debe usted saber que durante años me he parado de cabeza todas las mañanas al levantarme. —Eso no es nada —dijo con sarcasmo—, cuando usted pueda hacer esto hablaremos —agregó a tiempo que se elevaba como un metro sobre el piso y colocaba un libro en la tabla más alta del librero—, o esto — añadió mientras tomaba aire por la nariz y yo veía cómo se sostenía sobre el piso sólo con el dedo índice de la mano izquierda y todo su cuerpo era una línea con los pies hacia arriba y la cabeza hacia abajo sin tocar el suelo. —¿Nada fácil, verdad? —dijo volviendo a su posición normal. —¿Y cuánto cuesta el Rabinal Achí? —se me ocurrió preguntar, ya bastante molesta por la marcada impertinencia de aquel jovencito tan flaco y pálido. —¿Que cuánto cuesta el libro? Usted no puede comprarlo, mi estimada señora. Busque en mi bolsa para saber cuánto llevaba y que tenía cerca de doscientos pesos. —Tengo dinero suficiente para comprar ese libro y otros que se me antojen —le contesté golpeando las palabras. —No se trata de dinero, señora. Usted no comprende... —Pero entonces, ¿cómo puedo...? —Su valor no es material, se lo he dicho a usted, hay que merecerlo o ganarlo, rescatarlo si usted quiere. 71C0omo se dio cuenta de que yo no entendía nada, dijo en un tono más cordial:

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—Venga conmigo, le mostraré dónde se encuentra el Rabinal Achí. Lo seguí y pasamos a otro salón donde había una piscina en el centro. —Mire al fondo. En el fondo de la piscina que estaba iluminada como si fuera un escaparate había muchos libros. Las letras fosforescentes de los títulos bailaban en e1 agua: r...a...b...i...n...a...l...a...ch...í ...sí, Rabinal Achí, ahí estaba. —Pero ¿qué hacen los libros dentro de la piscina? —le pregunté sorprendida—. ¿No se mojan? —Nada les pasa, el agua es su elemento y ahí estarán bastante tiempo hasta que alguien los merezca o se atreva a rescatarlos. —¿Por qué no me saca uno? —¿Por qué no va usted por él? —dijo mirándome de una manera tan burlona que me fue imposible soportar. —¿Por qué no? —contesté al tiempo en que me zambullía en la piscina. Al tirarme pensé que habría como dos metros de profundidad y que con la sola zambullida llegaría hasta el fondo, pero la piscina resultó más honda y los libros estaban mucho más abajo de lo que calculaba. Seguí sumergiéndome y cuando ya creía que mis manos tocarían los libros me daba cuenta de que estaban aún más abajo, todavía más, y así seguí hundiéndome más y más, cada vez más, en el agua iluminada y fosforescente, hasta que sentí que ya no tenía casi aire, que solamente me quedaba el necesario para salir y respirar. Comencé entonces a nadar hacia arriba con toda la rapidez de que era capaz, no deseando ya ni libros ni ninguna otra cosa sino respirar, respirar hondo, llenar los pulmones, respirar una vez más, una vez más, y subía y subía ya sin aire, desesperada por respirar un poco de aire, de aire, de aire... hasta que mis manos chocaron con algo duro y metálico, algo como una tapa, como la tapa de un enorme sarcófago.

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Índice Contenido Rosario, Elena, Inés, Amparo ................................................................................................... 5 PRESENTACIÓN DE LA COLECCIÓN ESCRITORAS MEXICANAS .............................. 9 BREVE INTRODUCCIÓN AL ARTE DEL CUENTO Y SUS AUTORES A PROPÓSITO DE ROSARIO, ELENA, INÉS Y AMPARO ......................................................................... 11 ROSARIO CASTELLANOS.................................................................................................. 13 Lección de cocina ................................................................................................................... 15 La muerte del tigre .................................................................................................................. 21 ELENA GARRO .................................................................................................................... 32 La culpa es de los tlaxcaltecas ................................................................................................ 33 INÉS ARREDONDO.............................................................................................................. 45 Orfandad ................................................................................................................................. 46 APUNTE GÓTICO ....................................................................................................................... 47 AMPARO DÁVILA ............................................................................................................... 49 Fragmento de un diario ........................................................................................................... 50 La noche de las guitarras rotas ................................................................................................ 53 EL PATIO CUADRADO ....................................................................................................... 56


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