Debate en la revista corpus sobre los pueblos indígenas

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DEBATE Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor Diana Lenton (presentadora y comentarista) Autores y comentaristas \(en orden alfabético\\) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub

Introducción

Diana Lenton*

En 1884 el Presidente de la Nación Argentina, Julio A. Roca, anunciaba a la Asamblea Legislativa: “No cruza un solo indio por las extensas pampas donde tenían sus asientos numerosas tribus...” (Diario de Sesiones del Congreso Nacional, sesión del 6/5/1884\\). Esta afirmación, por encima de su veracidad en términos fácticos y de sus presupuestos axiológicos, decantó en el sentido común ciudadano, hasta consolidarse como discurso de verdad tanto entre los apologistas como entre los detractores de las campañas militares en particular, y del proceso de expansión estatal en general, sobre los territorios y los cuerpos indígenas.

Efectivamente, uno de los más clásicos tópicos del discurso que toma como objeto de referencia a los Pueblos Originarios es aquel que habla de su acabamiento, concretado o próximo a realiz Este presup ha convivido durante más de un siglo, no sin tensiones, con otras líneas argumentativas que negaron tal extinción, reunidas en torno a dos tendencias principales: una, que propugna la integración de los remanentes de las sociedades originarias a una pretendidamente desracializ sociedad nacional, aunque sin prob matiz el proceso por el cual las otrora sociedades autónomas devinieron en “remanentes”, o sus miem bros en “descendientes” a nivel individual. La otra, que por el contrario enfoca las llamadas Campañas al Desierto para ofrecer una visión inversa de sus resultados –por ejemplo, las teorías sobre el “paseo militar” sostenidas por el revisionismo histórico a mediados del siglo XX-, para deducir, aún desde la denuncia política, la inexistencia del exterminio, sin problematiz

En los últimos años, y al calor de ciertas modificaciones tanto en el contexto de producción académica como en el contexto sociopolítico más amplio –entre ellas, la recuperación de la democracia y la dinámica intelectual que le siguió; las nuevas condiciones de participación de las organiz de militanc gena; y una nueva concepción de la relación entre actividad científica y compromiso social- ha comenz

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*CONICET / Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: dlenton@filo.uba.ar.


tomar fuerza la discusión en torno a la aplicabilidad del concepto de genocidio en relación a las políticas nacionales, regionales y locales respecto de los Pueblos Originarios. La comparación con las políticas genocidas llevadas adelante por la última dictadura militar, así como con procesos desarrollados en otras partes del mundo –Armenia, Ruanda, nazismo europeo- es un tópico recurrente en este debate. Cuando el Consejo Editorial de Corpus me invitó a coordinar una discusión sobre el genocidio indígena 1 para la Sección Debates de su segundo número, imaginé que la misma seguiría los carriles que suelen estructurar el debate en ámbitos públicos. Acostumbrada a terciar en discusiones que suelen darse en los medios de comunicación masiva frente a una audiencia no especializada y entre opinadores que –al menos en una de sus partes- suelen contribuir más al negacionismo llano que al esclarecimiento de ideas y procesos, pergeñé ejes de discusión y diseñé estrategias de argumentación que finalmente, por el devenir del debate, resultaron innecesarias. Mi intención era generar un encuentro entre académicos de diferente orientación teórica o epistémica, con posición tomada y probada solvencia sobre el tema en cuestión, con quienes se pudiera alternar no sólo desde la propia definición del genocidio sino desde su ocurrencia –o no- en términos fácticos y descriptivos. Por ello, convocamos a varios historiadores, etnohistoriadores, historiadores del arte, politólogos, antropólogos sociales, arqueólogos y abogados, de diferentes orientaciones teóricas, a fin de garantizar un piso de diversidad. Inesperadamente, relativamente pocos aceptaron participar del debate. Son ellas/os cuatro antropólogas/ os sociales, tres historiadoras/es, una arqueóloga y una abogada, pertenecientes al CONICET y/o a las Univer2

sidades Nacionales de La Plata, de Buenos Aires, de la Patagonia San Juan Bosco, de Río Negro y de Cuyo, y a las Universidades de Lausanne y Externado de Colombia. Las “renuncias” registradas –así como la llana falta de respuesta a la invitación en algunos casos-, son índices de la falta de acostumbramiento a esta forma de interlocución. Varios invitados, a pesar de ser profesionales de peso en la temática, expresaron no sentirse lo suficientemente seguros como para entrar en un debate calificado. A todos los potenciales autores, junto con la invitación a contribuir con un breve texto (aprox. 3.000 palabras), se les habían sugerido ciertos ejes orientadores que en principio, estaban orientados a debatir entre académicos de posiciones opuestas, teniendo en cuenta especialmente la presencia de profesionales del derecho implicados en juicios por genocidio.

Dichos ejes eran: • ¿Cómo concibe el proceso histórico de expansión del Estado sobre los territorios y sociedades de los Pueblos Originarios, en el período republicano? • En relación a lo anterior, cómo evalúa la viabilidad / aplicabilidad de la categoría genocidio a las políticas estatales republicanas argentinas en relación a los Pueblos Originarios? ¿De qué hablamos cuando hablamos de genocidio de los pueblos originarios / indígenas / sociedades americanas con presencia regional anterior a la conquista? ¿Usted está de acuerdo con esta calificación? • Razones de la elección del término en lugar de otras categorías jurídicas / sociales próximas, tales como masacre estatal o exterminio o crimen de lesa humanidad. O, si se prefiriera alguna de estas últimas, sustentar de modo similar a lo planteado en el primer eje.

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• Descripción detallada de uno o más casos (presentes o históricos) que permitan dar carnadura a la discusión. • Si está de acuerdo con la categorización de genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…), ¿existe un marco temporal que limite la ocurrencia del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…)? ¿Cuándo empieza, y/o cuándo termina, en la historia argentina? • Relación con conceptos de trauma, víctimas, agencia. • Posibilidades de reparación del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…). Alcances y límites. • Implicancias políticas, cotidianas, prácticas y/o teóricas de un eventual reconocimiento del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…) por parte del Estado nacional o provinciales. • ¿El des-encubrimiento del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…) debe necesariamente estar unido a su denuncia? • ¿El des-encubrimiento del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…) y su eventual denuncia responde a una demanda de las víctimas? ¿Puede también implicar violencia o revictimización? • ¿Dónde debería estar localizado el motor de la denuncia, la prueba, y el reconocimiento del genocidio (o crimen de lesa humanidad, o…)? ¿En la Academia? ¿En los tribunales? ¿En las agencias estatales? ¿En las organizaciones representativas e instituciones de gobierno de los Pueblos Originarios? ¿Existen posibilidades de articulación entre estos sectores? ¿Hay un código compartido? ¿Hay expectativas compartidas? ¿Hay negociaciones? ¿En qué consisten? La declinación a participar del debate por parte de la mayoría de los profesionales del derecho, y de todos aquellos científicos sociales que han sostenido públicamente teorías opuestas a las que algunos de nosotros he-


mos difundido, sobre los procesos históricos que aquí se analizan, configuró un escenario en el que se dejó de discutir en los tonos habituales generados por el debate público, para convertirse en una indagación mucho más fina en las representaciones y discursos de autores que, en casi todos los casos, ya hemos coincidido en congresos y encuentros temáticos. Esto le dio un tono particular a un debate que, si perdió algunos elementos, seguramente se enriqueció en otros. Como ya registró Axel Lazzari para su propia experiencia como coordinador del debate del primer número de Corpus, muy pocos participantes se avinieron a los ejes de discusión, prefiriendo organizar el relato según sus propias tendencias argumentativas o estéticas. Sin embargo, como también lo expresara Axel, hay que reconocer el esfuerzo y el compromiso de los autores, que en todos los casos redactaron textos ad hoc, sin resumir ni

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refritar textos pasados. Debo agradecerles a todos ellos por esto, más aun considerando el poco tiempo del que dispusieron. Una vez recibidos los textos de los participantes, procedimos a realizar la segunda etapa del ejercicio, regirando los mismos a todos los autores para posibilitar la discusión propiamente dicha. Aun con diferencias en el apego a las reglas del debate y en el estilo de discusión elegido, todos los autores contribuyeron con elementos de primerísima calidad, que seguramente pondrán este número de Corpus en un lugar importante en la bibliografía temática. Los textos han sido ordenados siguiendo cierto hilo argumentativo, aunque pueden leerse en realidad, en cualquier orden, ya que de cada uno se desprenden múltiples líneas asociativas.

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Agradezco profundamente a Diego Escolar y a Julio Vezub que me hayan considerado para esta grata tarea, y especialmente a Claudia Salomón Tarquini, por su dedicación a la tarea editorial. A continuación, se disponen los textos de la primera ronda, seguidos por los de la segunda ronda (discusiones y comentarios a los primeros), más el texto de cierre de la editora.

Notas 1 En realidad, este sintagma con el que se popularizó esta discusión en los últimos años, es ambigua y debiera ser reemplazada por otros como “Genocidio perpetrado por los estados coloniales o republicanos sobre poblaciones indígenas”.


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Editor Diana Lenton (presentadora y comentarista) Autores y comentaristas (en orden alfabético) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub

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Pueblos indígenas. Racismo, genocidio y represión.

Liliana Tamagno*

Introducción Antes de volcar las reflexiones que serán objeto de la discusión a que se nos convoca —y que entiendo como un interesante desafío— quiero expresar que atravieso un momento de particular sensibilidad personal ante lo que podríamos llamar la visibilidad de la cuestión indígena hoy. Una visibilidad que no es ajena ni a la trayectoria de lucha del movimiento indígena en su conjunto ni a los espacios generados por las políticas estatales y en particular por aplicación de la Ley 26.160, de la Resolución 4811, del Programa de Relevamiento Territorial y de la instrumentación del Consejo de Participación Indígena y que no está exenta de violentas represiones. Observar la etnicidad como una expresión política de la identidad conlleva a comprender el campo indígena como un espacio de disputa en el que se conjugan —sin solución de continuidad— diversidad y desigualdad, etnicidad y clase, lógica de la acumulación y lógica de la reciprocidad (Bartolomé Miguel 1987; Joao Pacheco de Oliveira 1999; Tamagno 1986,1996, 2001, 2008). Es por ello que mi trayectoria de investigación sobre la cuestión indígena me insta a detenerme en el análisis de los alcances y los limites de una coyuntura particular que comienza finalizada la Dictadura Militar 1976-1983 y en la que reemergen planteos realizados en las décadas de 1960 y 1970, que vuelven a tener actualidad en el contexto de las aperturas políticas representadas por los gobiernos constitucionales de la región y sus respectivas articulaciones. Entiendo además que los acontecimientos deben ser pensados inexorablemente en términos de “larga duración” (Braudel 1969) teniendo en cuenta no sólo las coyunturas en las que emergen, sino y al mismo tiempo las condiciones estructurales en las que éstas se gestan y desarrollan. Ello me habilita a traer a este espacio de reflexión y discusión parte del texto de la “Primera Declaración de Barbados por la liberación del indígena”, redactada por antropólogos entre los días 25 y 30 de enero de 1971, en el marco del Simposio sobre la Fricción Interétni-

*Laboratorio de Investigaciones en Antropología Social LIAS. Universidad Nacional de La Plata. Correo electrónico: letama5@yahoo.com.ar


ca en América del Sur”, luego de analizar los informes presentados acerca de la situación de las poblaciones indígenas/tribales de países del área. Esta declaración es uno de los momentos síntesis en que se interpreta y se evalúa la situación de los pueblos indígenas, al mismo tiempo que se realizan recomendaciones a los estados, a las misiones religiosas y a los antropólogos: Los indígenas de América continúan sujetos a una relación colonial de dominio que tuvo su origen en el momento de la conquista y que no se ha roto en el seno de las sociedades nacionales. Esta estructura colonial se manifiesta en el hecho de que los territorios ocupados por indígenas se consideran y utilizan como tierras de nadie abiertas a la conquista y a la colonización. El dominio colonial sobre las poblaciones aborígenes forma parte de la situación de dependencia externa que guarda la generalidad de los países latinoamericanos frente a las metrópolis imperialistas. La estructura interna de nuestros países dependientes los lleva a actuar en forma colonialista en su relación con las poblaciones indígenas, lo que coloca a las sociedades nacionales en la doble calidad de explotados y explotadores. Esto genera una falsa imagen de las sociedades indígenas y de su perspectiva histórica, así como una autoconciencia deformada de la sociedad nacional. Esta situación se expresa en agresiones reiteradas a las sociedades y culturas aborígenes, tanto a través de acciones intervencionistas supuestamente protectoras, como en los casos extremos de masacres y desplazamientos compulsivos, a los que no son ajenas las fuerzas armadas y otros órganos gubernamentales. Las propias políticas indigenistas de los gobiernos latinoamericanos se orientan hacia la destrucción de las culturas aborígenes y se emplean para la manipulación y el control de los grupos indígenas en beneficio de la consolidación de las estructuras existentes. Postura que niega la posibilidad de que los indígenas se liberen de la dominación colonialista y decidan 2

su propio destino. Ante esta situación, los Estados, las misiones religiosas y los científicos sociales, principalmente los antropólogos, deben asumir las responsabilidades ineludibles de acción inmediata para poner fin a esta agresión, contribuyendo de esta manera a propiciar la liberación del indígena. En este sentido retomo la propuesta de la necesidad de un “dialogo con la academia” y un “dialogo con el campo” (Tamagno 2001). Aludiendo en el primer caso a un repensar crítico, no sólo de las prácticas académicas sino de las narrativas con las que dichas prácticas se expresan textualmente; un pensar que se profundiza en un diálogo cotidiano, intenso y por momentos incluso silencioso, ya que como es sabido no todo puede plasmarse en términos académicamente correctos cuando los sentimientos bullen y el dolor de los otros se convierte en nuestra desazón frente a violaciones de los derechos indígenas, que no deberían suceder en tiempos en que nos acercamos a cumplir 40 años de gobiernos constitucionales y los términos “democracia” y “derechos humanos” habitan los relatos que sostienen las políticas sociales en general y las políticas indigenista en particular. En el segundo caso y valorando significativamente el espacio de reflexión/discusión para el que se nos convoca en esta oportunidad, aludo a pensar en términos de diálogo con los referentes indígenas con los que trabajamos y con las situaciones que se desarrollan en el contexto de la observación participante/participación objetivante (Bourdieu y otros 1975), en la necesidad de analizar tanto los alcances y los límites de las políticas indigenistas actuales, como los alcances y los límites de nuestras propias narrativas al respecto. Cabe señalar, teniendo en cuenta el impacto de toda legislación indígena (Tamagno 1996), que las políticas indigenistas devenidas de la aplicación de los marcos legales antes citados han generado espacios de reconocimiento y legitimación y han posibilitado condiciones

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materiales para que las presencias y las demandas de los pueblos indígenas se expresen, contribuyendo a que la sociedad en su conjunto se sensibilice por una cuestión largamente negada, silenciada, descalificada. Son ejemplo de ello la movilización generada por el proyecto de relevamiento territorial y por la puesta en acción del Consejo de participación indígena; la movilización que hizo posible la multitudinaria Marcha Indígena del Bicentenario en el mes de Mayo del 2010 y la recepción de referentes indígenas en la Casa de Gobierno por parte de la Presidenta de la Nación; el espacio particularmente dedicado a lo indígena en la escenificación realizada por el Grupo Teatral Fuerza Bruta como corolario de los mismos festejos; así como también el espacio significativo que la temática indígena ocupa en la programación del Canal Encuentro del Ministerio de Educación de la Nación; esto para nombrar los que entiendo como de mayor impacto en la sociedad argentina en los últimos años. Sin embargo y al mismo tiempo, no podemos dejar de reconocer que esas mismas políticas han contribuido a reproducir prácticas que habían sido, o estaban siendo, repensadas y/o revisadas por las propias poblaciones indígenas en el marco de los procesos de transformación y de las dinámicas socioculturales que los caracterizan y que han dado lugar a múltiples respuestas organizativas a lo largo de la relación con los otros conjuntos sociales que conforman la Nación. Un ejemplo de ello son las tensiones que genera al interior del campo indígena el hecho de verse conminados a convertirse en “comunidades” y a designar un “cacique” y/o de tener que reconocer o enfrentar liderazgos que, gestados al calor de las pugnas político partidarias no representan los momentos más significativos de avances de las luchas indígenas; si es que por avance entendemos la búsqueda de autonomía y la consolidación de formas organizativas guiadas por la lógica de lo colectivo comunitario. Lógica


cuya significación ha sido históricamente negada, subestimada o descalificada (Tamagno 2001; 2010) y que aun está vigente en ciertas prácticas y representaciones que ordenan la existencia de los pueblos indígenas a pesar de las presiones en contrario de un mundo globalizado —la sociedad nacional no es ajena a ello— guiado por el individualismo, la competencia, el lucro y el enriquecimiento de algunos pocos en desmedro de las enormes carencias de muchos.

Acerca de la convocatoria. El surgimiento de una pregunta Si bien el objetivo de este texto es seguir el derrotero de la guía de preguntas que se nos ha enviado me detendré en el tratamiento del término “pueblos originarios” que aparece ya en el título de las consideraciones mediante las cuales se nos convoca. Los que tenemos unos cuantos años en el tratamiento del campo de la cuestión sabemos de la casi unanimidad en el uso del término “pueblos indígenas” en nuestras producciones académicas. Basta recordar la preferencia por el término “pueblos indígenas” —compartido por las producciones de la mayoría de los pensadores latinomericanos que marcaron camino en el tratamiento de la situación de las sociedades que poblaban el continente con anterioridad a la conquista y colonización— reemplazando al término “aborígenes” cuya etimología remontaba a “sin origen” y al término “indio” por connotar subestimación e inferioridad. También quiero recordar las discusiones, de profundo contenido político (político en términos antropológicos y no político partidarios, se entiende) y por lo tanto estratégico que se dieron entre quienes proponían el término “pueblos indígenas” haciendo referencia tanto a la variable diversidad como a la variable desigualdad y quienes proponían el término “pueblos originarios” poniendo énfasis en la diferencia, tal como quedara expresado en el panel Etnicidad y Movimientos políticos en América latina del 3

IV Congreso Argentino de Antropología Social que tuvo lugar en la ciudad de Olavarría en 1994. Para quienes se utilizaban el término “pueblos originarios”, la cuestión indígena debía resolverse internamente, prevaleciendo una postura que tenía mucho de esencialismo y que se expresaba en desdeñar toda reflexión conjunta con los no indios o con los blancos. Pensar en términos de etnicidad aparecía como excluyente de pensar en términos de clase; algo que hemos planteado no es más que una falsa antinomia (Tamagno 2001; 2008) que pretende ocultar la relación inescindible entre etnicidad y poder y entre etnicidad y economía. Me asombra y me inquieta la repentina reaparición del término “pueblos originarios” y su masificación en los medios de comunicación, sin que haya llegado a mis oídos información respecto del debate que volvió a colocarlo en escena con tanta contundencia. Consultada una referente indígena participante de la Conferencias Regional y Ciudadana de las Américas —preparatorias de la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia a realizarse en Durban, Sud África— que tuviera lugar en Chile en el 2000, donde al parecer fue impuesto el término, informó que ni siquiera se dio tiempo a la discusión e interpretó que el objetivo era distraer respecto de la incorporación de la variable desigualdad en el tratamiento de la diversidad. En este sentido se me aparece casi como una contradicción pensar en términos de aniquilamiento, crímenes de lesa humanidad o genocidio y aceptar acríticamente el término “pueblos originarios” que, al menos hasta donde sé, parece haber sido impuesto desde miradas e intereses hegemónicos que pretenden escamotear del análisis la variable desigualdad. Me pregunto qué quedó del lema “como indios nos dominaron, como indios nos liberaremos”. Qué quedó de los planteos de la Segunda Reunión de Barbados en la cual los representantes del Congreso Indígena de la Re-

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pública Argentina se refieren a sí mismos como “indios” y enuncian como postulados fundamentales el respeto por la persona y la personalidad cultural india, a su tierra como la tierra del indio, a la personería jurídica de las comunidades indígenas, al libre empleo de los idiomas indígenas; afirmando que son el “punto de mira que empleamos para apreciar la sinceridad de las intenciones de los que no son indios que se incorporen a nuestra tarea” (Grupo de Barbados 1979:73). Me pregunto cuál es la justeza y el rigor del término “originario”, cuando en tanto seres humanos todos provenimos de un origen. O es que sólo tienen origen los pueblos preexistentes a la conquista y la colonización?

Atendiendo a los tópicos de la convocatoria Concibo los procesos históricos de expansión del Estado sobre los territorios y sobre las sociedades indígenas en términos de Miguel Bartolomé (1987), cuando refiere al modo en que lo que los “estados de conquista” se continuaron con los que denomina “estados de expropiación”, proceso que tuvo como razón de ser la expansión de las relaciones de producción impuestas desde Europa, en función de sus propias crisis y necesidades. En la concepción del conquistador el mundo se transformó subjetivamente en uno y por lo tanto posible de ser conquistado, decidiendo sobre él y sobre sus habitantes e imponiendo una relación fatídica de inferioridad/superioridad. Un mundo creado a imagen y semejanza del dominador y su ética (Worsley 1966; Said 1978). Un estado nacional que se constituyo también sobre el genocidio y el etnocidio (Tamagno 2002) y promovió la ocupación del territorio, sobre el que impuso un régimen de propiedad privada para beneficio de determinados sectores, en nombre de la “civilización” y el “desarrollo”• Siguiendo esta línea argumental y en tanto, la constitución de nuestro país como República independiente,


implicó un plan sistemático de expropiación de los territorio ocupados por los pueblos indígenas —que fueron diezmados, arrinconados, subestimados y abruptamente privados de continuar reproduciendo su existencia del modo en que lo realizaban en momentos anteriores a la conquista— podemos afirmar que se produjo un genocidio. Cabe aclarar que el genocidio es reconocido como delito a partir de la Convención de las Naciones Unidas para la prevención y la sanción del delito de genocidio en 1948, por lo que los antropólogos nos referimos a etnocidio, entendido como las acciones que dan lugar a la destrucción masiva de un grupo étnico, o a eliminar cualquier aspecto fundamental de su cultura y organización, como sucedió en la expansión colonial caracterizada por la ética del conquistador (Worsley) que continuó guiando el proceso de surgimiento y consolidación de la república con una mentalidad colonial (Quijano 1987; Escobar 2003). El término genocidio fue utilizado conjuntamente con el término racismo en la declaración de principios y objetivos del Congreso Indígena de la República Argentina que tuvo lugar en la Segunda Reunión de Barbados (Grupo de Barbados 1978:74-75). Es por ello que propongo pensar el genocidio en su relación con el etnocidio y por lo tanto con el racismo, definido por Eduardo Menéndez (1971) como la relación social impuesta en el mundo a partir de la expansión colonial, legitimadora de la gestación, desarrollo y consolidación de las relaciones capitalistas de producción y los modos particulares de apropiación de la naturaleza y de explotación humana que éste conlleva. Un racismo que trazó y traza en términos de Edward Said (1978:315) fronteras reales entre los seres humanos entre los cuales se construyeron razas, naciones y civilizaciones, que forzaron a las poblaciones humanas a desviarse de las realidades humanas plurales, obligándolas a fijar la atención para “abajo” y para “atrás” de los orígenes 4

que se presenta como inmutables. Un racismo que no solo se expresa en odiar negros o judíos, sino que está presente en las descalificaciones que cotidianamente justifican la explotación de unos por otros (Tamagno 2002) en los términos expresados en la Segunda Declaración de Barbados. Respecto a las razones de elección del término genocidio/etnocidio en lugar de otras categorías jurídicas / sociales próximas, tales como masacre estatal o exterminio o crimen de lesa humanidad, habría que considerar —sobre todo desde el punto de vista jurídico— los alcances y los límites de cada una de estas denominaciones. No soy especialista en cuestiones jurídicas por lo que entiendo que no es pertinente en este caso opinar respecto de los alcances y los limites de cada uno de los términos en particular y de su operatividad; aunque es de destacar que pensando en términos antropológicos y desde el punto de vista de que toda violencia estatal es reprobable y debe ser sancionada, estos términos podrían interpretarse como sinónimos Afirmamos que estamos frente a genocidio cuando las poblaciones indígenas son condenadas a vivir en total indigencia al ver abruptamente transformada su existencia frente al avance de proyectos en cuya diagramación no participan y que les son ajenos, no sólo porque no tienen en cuenta sus presencias, sino porque desconocen los valores que a pesar de todo aun las sustentan. Valores que se expresan en concepciones de vida, muerte, poder y naturaleza que son alternas a la concepción individualista que guía la expansión del capital y el desarrollo tecnológico a su servicio. Las muertes por desnutrición y por enfermedades que no tienen condiciones para tratar, los casos de suicidio étnico, el arrinconamiento, el desalojo y la represión cuando se rebelan y se juntan para deliberar sobre su existencia, son y continúan siendo una constante en el cotidiano de los pueblos indígenas.

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Por lo tanto es falso circunscribir el etnocidio a lo ocurrido en el Siglo XIX en Argentina y en especial a lo ocurrido en la llamada Conquista del Desierto, ya que de este modo quedan en el olvido y se desconocen hechos ocurridos a lo largo de nuestra historia cercana, en que los pueblos indígenas se rebelaron para defender sus derechos y fueron violentamente reprimidos. Así lo confirman en el Chaco Argentino las represiones a los movimientos que ya a principio del siglo XX se organizaron para enfrentar las imposiciones del blanco y que aunque interpretados en términos de milenarismos fueron verdaderos momentos de rebelión que implicaron reflexiones críticas sobre qué hacer y cómo seguir, tales como los de Napalpi en 1933, Zapallar en 1935, Rincón Bomba en 1947 (Tamagno 2009). También se ocultan —más cercanas a nuestros días— las violaciones a los derechos humanos ante la ola de desalojos de población indígena y campesino indígena que dieron lugar a la Ley 26.160; la imposibilidad de dicha norma jurídica de frenar los embates del interés privado (las amenazas para que desalojen, la usurpación violenta de territorio, la práctica constante de corrimiento de alambrados); la represión de la Comunidad Qom de La Primavera, en Formosa que tomó estado público a través de lo que se conoció como “Acampe Qom” en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires; la muerte en condiciones sumamente confusas del referente Qom Mártires López con quien compartimos trabajo de campo y espacios académicos y por la cual se está reclamando investigación y justicia; la violación a los derechos humanos sufrida por la población Wichi de Sauzalito, en la Provincia de Chaco; la ultima represión en el Ingenio Ledesma; la desidia estatal frente a las traumáticas condiciones de existencia de las poblaciones Qom migrantes urbanas azotadas por la falta de trabajo digno y vivienda digna y convertidas en rehenes de toda suerte de clientelismos y/o asistencialismos, que no sólo no dan solución a dichas situaciones sino que atentan


contra lo colectivo/comunitario y contra la lógica de la reciprocidad (Tamagno 2010). Si pensamos en términos de Foucault cuando define la política como la continuidad de la guerra por otros medios, podemos pensar en políticas de exterminio respecto de la población indígena; políticas de exterminio que continúan en tanto no se revierte el modo de producción que los ha convertido en poblaciones totalmente empobrecidas y abandonadas a las presiones de los clientelismos locales (Tamagno 2001). Siguiendo la línea argumental que estoy desarrollando y valorando las rebeliones como respuestas a las imposiciones desde lo hegemónico, hemos propuesto pensar la dinámica de las poblaciones indígenas en términos de complejos procesos de aceptación/rechazo del modelo impuesto (Tamagno 1991). En este sentido destacamos la necesidad de analizar las presencias actuales de los pueblos indígenas como presencias activas, pues activos han sido a lo largo de la historia. En este sentido entendemos que se debe ser sumamente cuidadoso para no reducir a las poblaciones indígenas a su mera condición de víctimas. Es claro que son víctimas de una sociedad altamente injusta y desigual y de constantes violaciones a los derechos humanos, pero ello no excluye valorar sus presencias a pesar de la violencia colonial, a pesar de la violencia estatal y a pesar de la violencia a la que están sometidos en el cotidiano de sus existencias.

Qué hacer? La reparación del genocidio debe ir más allá de la denuncia ya que debe comprenderse como constitutivo de las relaciones capitalistas de producción. De todos modos y como toda construcción histórica es realizada por hombres y mujeres, puede deshacerse y rehacerse y por lo tanto puede transformarse. Hay entonces acciones que pueden emprenderse en el sentido de la reparación histórica que los pueblos indígenas demandan. 5

• Profundizar el análisis crítico respecto de la concepción hegemónica de explotación de la naturaleza y de las poblaciones humanas (avance sojero, megaminería, megaturismo). • Profundizar la crítica a la lógica individualista y liberal fundada en el lucro, la competencia y la acumulación (Sahlins 1977) • Valorar las lógicas de la reciprocidad y las lógicas comunitarias (Gordillo 1994; Tamagno 2010) presentes en las poblaciones indígenas o campesino/indígenas. • Eliminar el término “poblaciones vulnerables” pues impide reconocer el potencial de estas poblaciones para participar activamente en las tomas de decisiones que conduzcan a neutralizar dicho modelo de explotación, superando todo “pensamiento único”. • Revisar y quebrar el estereotipo descalificador que pesa sobre las poblaciones indígenas y las miradas esencialistas que nacidas del colonialismo y de los preconceptos de Occidente en su impulso de describir pero también de dominar, aún perduran y son funcionales a la reproducción de la desigualdad; ya que abonan relatos que bajo un presunto reconocimiento y una presunta solidaridad, desdibujan y ocultan las trayectorias de lucha de los pueblos indígenas presentando su existencia a partir de imágenes bucólicas y vinculados casi ingenuamente a la naturaleza más que a la sociedad y sus tensiones. Un relato que aunque representa un avance respecto del silenciamiento de etapas anteriores, impide comprender en toda su riqueza y dinámica las múltiples expresiones y las múltiples formas organizativas que presentan los pueblos indígenas y que son el resultado de síntesis particulares de la historia compartida como ciudadanos de un país al que conforman desde su gestación. • Reconocer que son ciudadanos de un país que durante décadas les negó la categoría de ciudadanos, primero

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jurídicamente y luego en la práctica y que por lo tanto es erróneo pensar a los pueblos indígenas como aislados de la sociedad en su conjunto, ya que nunca lo estuvieron y tampoco lo están y su existencia como integrantes de la Nación es el producto de una relación compleja entre diversidad y desigualdad. • Reconocer, por lo tanto, la representatividad política a todos aquellos líderes originados en la organización y la lucha y que son en la actualidad referentes de colectivos históricos; no forzar representatividades ni pretender hacerlas compatibles con una democracia que en la actualidad tiene muy poco de representativa y mucho de clientelar. Se trata entonces de pensar cómo superar todos los esencialismos y por lo tanto cómo narrar y tratar a los pueblos indígenas en tanto constituyentes de la Nación Argentina y entendidos como categorías históricamente construidas, producto de procesos complejos de aceptación rechazo de los modelos que se les impusieron y se les imponen. He acuñado el término “censores de la indianidad” (Tamagno 1991) para señalar a todos aquellos que se arrogan el derecho de decir quién es indígena y quién no lo es y propongo enriquecer este planteo con los aportes de Edward Said (2003) en el sentido de destacar la operatividad y la funcionalidad del estereotipo “indígena” para justificar las actuales relaciones de desigualdad. En este sentido entendemos que un eventual reconocimiento del genocidio por parte del Estado Nacional y de los estados provinciales serían un paso significativo, pues la norma legal sienta las bases del reconocimiento de la violencia sufrida, genera la posibilidad de fortalecimiento de las victimas a partir del reconocimiento estatal y por lo tanto del reconocimiento social y torna legitimo demandar y exigir, sin estar sujetos a represión y violencia. Sin embargo ello no es suficiente si no se


transforma el modo de producción –léase capitalismo— que dio lugar al genocidio. Al mismo tiempo es de esperar que en el contexto actual de mayor visibilidad y reconocimiento, el análisis interdisciplinar contribuya a construir un relato que se acerque a la verdad en términos de reconocimiento de los pueblos indígenas, sus presencias y demandas; un relato que profundice en los condicionamientos del racismo y la colonialidad; un relato que supere la denuncia puntual y que exceda el tratamiento meramente jurídico de los hechos de racismo, etnocidio y genocidio. Retomando la posición de superar victimizaciones y/o revictimizaciones, no creo necesario exponer a las víctimas al relato público de las vejaciones sufridas. Me atrevo a decir que todos y cada unos de los antropólogos que hemos trabajado largamente con población indígena hemos sido testigos o hemos escuchado relatos de innúmeras situaciones de violación de los derechos de los pueblos indígenas. En ese sentido las demandas de los pueblos indígenas, las denuncias por ellos realizadas y su articulación con el saber antropológico, habilitan a los gobiernos a reconocer que la traumática transformación de las condiciones materiales de existencia, el aniquilamiento, la expropiación de los territorios que libremente ocupaban, el arrinconamiento y la sujeción a mano de obra casi esclava, en pos de la imposición de un “modelo civilizatorio”, es etnocidio e implica racismo. Los antropólogos —muchos de nosotros trabajadores del estado, en tanto pertenecientes a universidades y centros de investigación estatales— podemos aportar a este reconocimiento y junto con los referentes indígenas ser tenidos en cuenta por el estado a los fines de avanzar en la materia. 20 de septiembre de 2011.

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Referencias bibliográficas Bartolomé, M. (1987). Afirmación estatal y negación nacional. El caso de las minorías nacionales en América Latina. Suplemento antropológico,vol. XXII Nr. 2. Bourdieu, P., Passeron, J. C. y Chamboredon, C. (1975). El oficio del sociólogo, México DF: Siglo XXI. Braudel, F. (1969). La historia de las ciencias sociales. Madrid: Alianza. Escobar, A. (2003). Mundos y conocimientos de otro modo. El programa de investigación de modernidad/ colonialidad latinoamericano. Tabula Rasa. Bogotá Gordillo, G. (1994). La presión de los más pobres: reciprocidad, diferenciación social y conflicto entre los tobas del Oeste de Formosa. Cuadernos. Instituto Latinoamericano de Antropología y Pensamiento latinoamericano. Grupo de Barbados (1979). Indianidad y descolonización en América Latina. Documentos de la Segunda Reunión de Barbados.México: Editorial Nueva Imagen. Menéndez, E. (1991). Definiciones, indefiniciones y pequeños saberes. Alteridades, N°1, 21 - 32. Pacheco de Oliveira, J. (Org.) (1999). A viagem da volta. Etnicidade, política e reelaboração cultural no nordeste indígena. Rio de Janeiro Brasil: Contra Capa. Quijano, A. (1987). Modernidad, identidad y utopía en América Latina. En: CLACSO 20 AÑOS Imágenes desconocidas. La modernidad en la encrucijada postmoderna Said, E. (2010 [1978]). Orientalismo. O Oriente como invençao do Occidente. Sao Paulo: Companhia de Bolso. Sahlins, M. (1977). Economía de la Edad de Piedra. Madrid: Akal.

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DEBATE Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor Diana Lenton (presentadora y comentarista) Autores y comentaristas (en orden alfabético) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub

Arqueología y ¿genocidio cultural?

Verónica Seldes*

El Estado Nación Argentino se conformó a partir de la construcción de un modelo de unidad territorial, acompañado de un proceso civilizatorio con fuertes componentes de racismo, la institucionalizacion de un estado monoétnico y una supuesta “homogeneidad cultural” en su interior (Bechis 1992). En este proceso, el estado se constituyó invisibilizando al “otro interno” desde una praxis y un discurso naturalizador y legitimador de un proyecto de país que subsumió su diversidad cultural bajo el discurso del “ser argentino” (Delrio et al 2010). Considerando que la ciencia construye discursos hegemónicos que responden a sus contextos sociopolíticos de producción, y que esto tiene consecuencias tanto sociales como políticas (Endere y Curtoni 2006), en este trabajo nos centraremos en los discursos que produjo la arqueología en sus inicios y en cuánto contribuyó con esto a legitimar y naturalizar una historia que podríamos denominar de “genocidio cultural”.1 En este sentido, resulta interesante el ejercicio de deconstruir los discursos hegemónicos de la ciencia realizando una genealogía de su papel en la legitimación de un determinado proyecto de estado, a la vez que una reflexión sobre la práctica arqueológica tanto en el pasado como en la actualidad.

Siglo XX, ¿cambalache? El objetivo de la arqueología de principios del siglo pasado consistía en la identificación y clasificación de los pueblos prehispánicos que habitaron el territorio argentino. La arqueología de esta época clasificó a las culturas prehispánicas otorgándoles límites territoriales precisos. Estas supuestas fronteras culturales y territoriales no tenían asidero en lo que los restos arqueológicos evidenciaban, tratándose de fronteras “inventadas”; sin embargo, se sostuvieron por mucho tiempo en las publicaciones científicas (Delfino y Rodriguez 1991, Zaburlin 2009).

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*CONICET – Instituto Nacional de Pensamiento Latinoamericano (INAPL). Correo electrónico: vseldes@gmail.com


Casualmente estas fronteras arqueológicas coincidían con las fronteras políticas de nuestro país (al menos en el Noroeste Argentino). Esto implicaba unos límites para nuestro estado – nación casi inmemoriales, naturalizando una frontera política que lejos estaba de representar una frontera histórica y mucho menos cultural (Zaburlin 2009). De esta manera la ciencia, que no estuvo desvinculada a lo largo de su historia de su contexto de producción, de alguna manera avaló con su práctica un proyecto político de época que necesitaba establecer límites territoriales precisos para su reciente estado - nación (Trinchero 2000).

Ecos del silencio Bien viene traer a colación la “exótica” construcción de una pirámide en la cima del Pucará de Tilcara (Quebrada de Humahuaca, Jujuy), monumento “emblemático” erigido en 1935. ¿Emblemático de qué? Probablemente de la forma de pensar la arqueología de esa época (Belli et al 2005). Hay varias cuestiones interesantes para resaltar respecto a la famosa “pirámide del pucarà”, punto casi obligado para el turismo. Una de ellas es que esta forma constructiva no representa ningún aspecto de la arquitectura local; por otra parte, se diseñó destruyendo las construcciones originales y colocando un monumento “importado” sobre lo que fue uno de los lugares centrales del asentamiento (Zaburlin 2009). Sobre todo, habiendo demolido las construcciones originales, se construyó en homenaje a los arqueólogos que allí trabajaron, poniendo en perspectiva central a los arqueólogos e invisibilizando de esta manera la arquitectura prehispánica. Pero aún mas interesante resulta la placa colocada en el frente de la pirámide cuya leyenda dice: “De entre las

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cenizas milenarias de un pueblo muerto exhumaron las culturas aborígenes dando eco al silencio”. … Luego de tomarnos un momento otorgando un espacio a ese “eco del silencio”, aquí nos interesa reflexionar si con este tipo de práctica profesional no se ha colaborado a ese proceso que hemos denominado “genocidio cultural”, mediante la negación, en este caso, del vínculo histórico entre los antiguos habitantes y los actuales: unas prácticas culturales “muertas”, “perdidas”; un pasado lejano del cual, para los arqueólogos de la época, no quedaban más que sus restos materiales.

Doble juego En este punto podemos retomar las reflexiones de Zaburlin (2009), quien refiere a la relación entre este tipo de práctica arqueológica y el proyecto político del período. De acuerdo a la autora, es posible hablar de un doble juego perverso en el cual la arqueología promovía una historia ficticia acerca de los límites del territorio del norte argentino (por su identificación una cultura = un territorio) que justificaban por lo tanto esos límites nacionales y, por otro lado, les negaba la historicidad a los pueblos originarios contemporáneos porque lo que los “científicos” estudiaban, eran “culturas muertas”. Son estos algunos ejemplos que hemos elegido para dar cuenta de qué manera la ciencia, en este caso el discurso arqueológico, contribuyó de alguna manera a invisibilizar la historia de las poblaciones locales quitándoles su historia, porque a un “pueblo muerto” no se le busca la continuidad. Esto es, la arqueología de principios del siglo pasado terminó reproduciendo y reforzando el modelo civilizatorio a través de la realización de clasificaciones de ma-

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nera acrítica, delimitando territorios y cortando los lazos históricos entre pasado y presente. En la medida en que el olvido de la propia historia, y de los significados de los rasgos de la cultura tradicional que sobreviven, cancela la posibilidad de reconocerse como sujetos creadores y transmisores de aquellos significados, es decir mutila las subjetividades, las acciones que promueven ese olvido constituyen genocidio.

Patrimonialización….¿De que? ¿Para quién? La ciencia hoy La Quebrada de Humahuaca fue el centro de la escena a partir de la declaratoria por parte de la UNESCO como “Patrimonio Cultural de la Humanidad” en julio del 2003. No puede desconocerse que esto fue producto, en parte, de la voluntad política del estado de impulsar el desarrollo turístico de la región (Cruz y Seldes 2005). Prometedor discurso sobre el turismo como generador de mayor bienestar para la población. Sin embargo, no debemos dejar de reflexionar sobre las condiciones en las que se elaboró y presentó el proyecto frente a la UNESCO. Si bien se realizaron talleres con la población local y se adjuntaron a la propuesta declaratoria los documentos surgidos de esos encuentros, las perspectivas de las comunidades originarias no fueron tenida en cuenta (Belli et al 2005). Aquello a ser patrimonializado se decidió en instancias donde el actor local no pudo participar. Sus intereses, sus propias representaciones quedaron excluidas. Así, la población asistió a lo que Machaca denomina “la folklorización de representaciones del indio para su venta” (Machaca 2007). No sólo esto, sino que, a casi diez años de la declaratoria, es cierto que hubo grandes efectos económicos


sobre la región. El problema es que no queda claro hasta qué punto esto constituye un beneficio para la población local. El aumento del turismo es innegable, la revalorización del valor de la tierra también. Sólo que ahora la misma se ha convertido en un recurso inaccesible: su valor se ha incrementado de tal manera que los compradores ¿casualmente? son inversores no locales que construyen costosos hoteles para albergar al nuevo tipo de turista atraído por ver ese “paisaje de la humanidad”. Esta reinserción de la región en renovados circuitos de producción y consumo, de propuestas de desarrollo económico provenientes de sectores hegemónicos (Belli et al 2005), implica, es cierto, una revalorización de su historia. Lo que antes era invisibilizado ahora aparece con un status especial, ahora tiene valor. “Hay que ponerlo en valor”, se escucha recurrentemente, incluyendo propuestas arqueológicas de “puesta en valor del patrimonio”. Ese patrimonio que antes estuvo desvinculado de la historia de la población local y fue invisibilizado como parte de un proceso legitimador del Estado – nación, hoy es recuperado y resignificado. Por un lado, proponemos reflexionar sobre lo que significa implementar un proyecto patrimonializador desligado de las propias representaciones de la población (Belli et al 2005). A su vez sería interesante discutir sobre las consecuencias sociales de la práctica arqueológica: ser conscientes de la necesidad de que la ciencia no vuelva a repetir discursos “legitimadores” de prácticas hegemónicas. La permanente autocrítica de las ciencias sociales se impone como estrategia de evaluación de las implicancias de utilizar conceptos como “patrimonio” o “puesta en valor”, desnaturalizando y deconstruyendo los propios discursos para que no se conviertan en nuevas herramientas legitimadoras (Boasso 2005). En definitiva el desafío es trabajar por una ciencia que no esen3

cialice ni naturalice lo que es resultado de determinados procesos políticos (Trinchero 2000). La “construcción de la argentinidad” es un ejemplo. La “patrimonialización de una región” ¿podría ser otro?. Frente al reciente redescubrimiento de la arqueología por parte de la comunidad en general y del lugar que ahora se le otorga para acompañar el proceso de patrimonialización de la región, el arqueólogo debería posicionarse desde un lugar crítico frente a los discursos triunfalistas acerca de los “beneficios” que este proceso tiene para la población local. Beneficios que no vaya a ser que impliquen una nueva forma de encubrimiento de la diversidad cultural.

Veinte años no es nada En los últimos veinte años la arqueología ha comenzado a cuestionar esa forma “tradicional” de ejercer su práctica, alejada del contexto y de la realidad en la que trabaja, promoviendo lo que antes era arqueología para especialistas y destinada a engrosar las vitrinas de los museos. En este sentido distintos grupos de investigación han llevado adelante proyectos vinculados a generar aportes en el esclarecimiento y difusión de procesos genocidas recientes, más exactamente durante la última dictadura militar (1976 – 1983). Los trabajos en el “Club Atlético”, “Pozo de Rosario”, “El Vesubio” y “Mansión Seré” son algunos de los ejemplos que incluyeron en algunos casos la participación de arqueólogos como peritos y testigos de causas judiciales. En el desarrollo del proyecto antropológico- arqueológico en Mansión Seré o Atila, que funcionara como centro clandestino de detención, por citar un ejemplo que podemos referir de manera directa, los trabajos arqueológicos han generado (y aún lo siguen haciendo) importante evidencia para el esclarecimiento del genocidio. La visibilidad que adquirió este espacio de memo-

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ria, con un fuerte apoyo del estado municipal (Dirección de Derechos Humanos de la Municipalidad de Morón), permitió por un lado que se acercaran ex detenidos a dar su testimonio, otros a consultar sobre su probable detención en el lugar, así como referencias de vecinos acerca del funcionamiento de Mansión Seré como centro de detención. Al mismo tiempo las excavaciones han permitido recuperar los cimientos de la casona y su sótano y en conjunto con las declaraciones de los detenidos, rearmar el plano de la casa y la funcionalidad de los espacios mientras funcionaba como centro de detención (Di Vruno y Seldes 2005, Di Vruno et al 2006). ¿Pero cuantos trabajos arqueológicos hacen referencia a los procesos de genocidio de los pueblos originarios? En este momento en el cual se están generando interesantes procesos, donde por un lado las organizaciones indígenas reclaman su reconocimiento como actores sociales, reclamando sobre derechos territoriales y reivindicando el respeto por su cultura e identidad, solicitando mayor participación y decisión sobre el manejo de los bienes culturales, de su historia y su presente y donde paralelamente a esto, y probablemente fuertemente vinculado, asistimos al resurgimiento de la “cuestión indígena” como tema de las agendas gubernamentales (Delrio y Lenton 2008), la arqueología se encuentra conminada a comprometerse. Esto genera nuevos desafíos para la disciplina a medida que se avanza en la reflexión sobre el respeto a las comunidades locales, su voz, su relato; abandonando el monólogo arqueológico para transitar instancias de diálogo, de coproducción del conocimiento, y para evaluar cuánto puede hacer hoy la ciencia en pos de la visibilización de la diversidad que engloba aquel “ser argentino”, acompañando el proceso que vienen realizando los pueblos originarios. En este sentido, es importante reconocer que se han generado espacios en los eventos científicos para la dis-


cusión acerca de las consecuencias sociales de la arqueología, el trabajo en conjunto con las comunidades; y se han desarrollado simposios y reuniones sobre el tratamiento de los restos óseos humanos y la ética profesional. Muchos de estos encuentros han generado arduos debates y han puesto en evidencia las diferentes posturas alrededor de los derechos de las comunidades a decidir sobre el destino de los restos recuperados por la arqueología (los restos humanos principalmente), poniendo sobre el tapete la discusión acerca de la existencia de una continuidad histórica de los pueblos originarios y su vinculación con las comunidades actuales, un punto que todavía sigue discutiéndose y donde lejos se está de generar un consenso. Estos debates evidencian que hay temas que no han sido lo suficientemente problematizados por el conjunto de la comunidad arqueológica. El punto de inflexión creemos que sigue siendo el “gran debate” que todavía se debe la arqueología, esto es, la reflexión acerca de cuánto podría contribuir hoy la arqueología para esclarecer procesos genocidas vinculados a los actuales reclamos de los pueblos indígenas. Concretamente algunos pasos se han dado en este sentido. Algunos arqueólogos han participado en el proceso de restitución y en algunos casos reentierro de restos humanos; se han retirado cuerpos momificados de las vitrinas de algunos museos, algunos han participado como testigos en casos de disputas territoriales de comunidades indígenas por la tenencia de la tierra…un largo camino aún por recorrer….mas sin un verdadero debate y sinceramiento, este tipo de prácticas podrían perdurar en la historia de la disciplina como casos aislados con ese status periférico.

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Esperamos con estas reflexiones haber contribuido a la discusión sobre cuál es el lugar que actualmente puede tomar la arqueología en el proceso de conocimiento de nuestra historia, nuestro presente, y los aportes que puede realizar al esclarecimiento de los procesos de etnocidio; más aún, continuar pensando para quiénes se construyen los discursos científicos (Delfino y Rodríguez 1991) y qué es lo que se está legitimando con su práctica.

Cruz, P. y Seldes, V. (2005). Patrimonio, identidad y práctica arqueológica en la Quebrada de Humahuaca (Jujuy, Argentina). En E. Belli y R. Slavutzky (Eds.) Patrimonio en el Noroeste Argentino, (pp. 167-195). Buenos Aires: Instituto Interdisciplinario Tilcara, Facultad de Filosofía y Letras. UBA

NOTAS:

Delfino, D. y Rodríguez, P.G. (1991). Crítica de la arqueología `pura’: de la defensa del patrimonio hacia una arqueología socialmente útil. Inédito.

1 Somos conscientes de la superposición de los conceptos genocidio cultural y etnocidio. Sin embargo, elegimos esta expresión dado que estamos convencidos de que el etnocidio, en todo caso, es una manifestación del genocidio. Nuestra expresión “genocidio cultural” intenta enfatizar la vía cultural por la cual también se realiza el genocidio.

Referencias bibliográficas Belli, E., R. Slavuztky y C. Argañaraz (2005). Patrimonio y memoria: el problema de la tierra en Tilcara. En E. Belli y R. Slavutzky (Eds.) Patrimonio en el Noroeste Argentino, (pp. 65 – 126). Buenos Aires: Instituto Interdisciplinario Tilcara, Facultad de Filosofía y Letras. UBA. Bechis, M. (1992). Instrumentos metodológicos para el estudio de las relaciones interétnicas en el período formativo y de consolidación de estados nacionales. En C. Hidalgo y L. Tamagno (Comps.) Etnicidad e identidad, (pp.82-108). Buenos Aires: CEAL. Boasso, F. (2005). Memorias del territorio. Patrimonio en el Noroeste Argentino, pp. 197 – 217. Editado por E.Belli

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y R. Slavutzky. Instituto Interdisciplinario Tilcara, Facultad de Filosofía y Letras. UBA.

Delrio, W. y D. Lenton (2008). Negaciones y reconocimientos del genocidio en la política indígena del estado argentino. Trabajo presentado en 3ras Jornadas de Historia de la Patagonia, Bariloche, 6-8 de noviembre de 2008. Delrio, W., Lenton, D., Musante, M., Nagy, M., Papazian, A. y Pérez, P. (2010). Prácticas genocidas y Pueblos Originarios en Argentina. Trabajo presentado en III Seminario Internacional Políticas de la Memoria “Recordando a Walter Benjamin: Justicia, Historia y Verdad. Escrituras de la Memoria”. Buenos Aires, 28, 29 y 30 de octubre de 2010. Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Di Vruno, A. y Seldes, V. (2005). Proyecto Antropológico – Arqueológico “Mansión Seré”. El Provenir de la Memoria: 137 - 152. Segundo Coloquio Interdisciplinario de Abuelas de Plaza de Mayo “El Porvenir de la Memoria”, 8 y 9 de abril de 2005. Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini. UBA. Di Vruno, A., Seldes, V., Noel, D.A., De Haro, M.T., Doval, J, Giorno, P., Vázquez, L. (2006). Arqueología en un Centro Clandestino de Detención . El caso Mansión


Seré – Atila”. III Congreso Nacional de Arqueología Histórica. Rosario 18 al 20 de mayo de 2006. Endere, M. L y Curtoni, R. (2006). Entre Lonkos y “ólogos”. La participación de la comunidad indígena Rankulche de Argentina en la investigación arqueológica. Arqueología Suramericana, 2 (1): 72 – 92.

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Zaburlin, M.A. (2009). Historia de la ocupación del Pucará de Tilcara (Jujuy, Argentina). Intersecciones en Antropología, 10 (1): 89 – 103.


DEBATE Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor Diana Lenton (presentadora y comentarista) Autores y comentaristas \(en orden alfabético\) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub

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El genocidio en la historia: ¿Un anacronismo?

Florencia Roulet* María Teresa Garrido**

A la memoria de Pedro Navarro Floria

La aplicación del concepto de genocidio a la política seguida por el Estado argentino republicano contra los pueblos indígenas libres de la Pampa, la Patagonia y el Chaco suscita a menudo vivas objeciones. La primera consiste en afirmar que, so pena de anacronismo, no se puede usar una noción jurídica consagrada en 1948 por las Naciones Unidas para describir hechos acontecidos varias décadas antes.

La segunda pretende que, en un contexto intelectual marcado por el darwinismo social que afirmaba la superioridad de la raz blanca y su derecho a someter a las demás por la fuerz los responsables de la lítica estatal no habrían tenido consciencia de cometer delito alguno. En toda legalidad, no habrían hecho sino acelerar artificialmente el proceso natural de la “inevitable” extinción de las “raz inferiores” y su sustitución por la raz La tercera supone que, en la medida en que no se llevó a cabo la completa desaparición de los pueblos indígenas, no se puede hablar de genocidio. Pretendemos desvirtuar estos argumentos desarrollando tres ejes de análisis. Quisiéramos determinar en primer lugar si las prácticas que afectaron a la población indígena durante el proceso de expansión del Estado nacional sobre los territorios y sociedades de los pueblos originarios caben en la actual definición de genocidio. Nos interrogaremos enseguida sobre las nociones jurídicas vigentes en el siglo XIX para evaluar si esos actos o algunos de ellos constituían entonces un delito de lesa humanidad. Concluiremos con una reflexión acerca de si es jurídicamente adecuado y útil hoy calificar aquellos hechos como genocidio.

*Lic. en Historia, UBA. Correo electrónico: flo.roulet@gmail.com **Lic. en Derecho, Universidad Externado de Colombia. Consultora en derechos humanos y en derecho internacional humanitario. Correo electrónico: tegarrido@hotmail.com


1. Crimen de genocidio y delito de lesa humanidad Considerado por la Asamblea General de las Naciones Unidas como un “odioso flagelo” que “en todos los períodos de la historia ha infligido grandes pérdidas a la humanidad”, el genocidio fue definido jurídicamente en 1948 como un conjunto de actos “perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”. Esos actos son: la matanza de miembros del grupo; la lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo; el sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que acarreen su destrucción física, total o parcial, las medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo y el traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo1. En la medida en que estos actos de exterminio son cometidos de modo sistemático y premeditado contra una población civil, constituyen un delito de lesa humanidad. Es decir, un crimen que por su naturaleza horrenda agravia, lesiona y ofende a la humanidad en su conjunto2. Si bien el derecho internacional brinda tardíamente una definición que abarca -entre otros- los actos de asesinato, exterminio, esclavitud, deportación o traslado forzoso, encarcelación ilegal, tortura, violación y prostitución forzada, la noción de crimen contrario a la humanidad es antigua. La evocaba por ejemplo el virrey Vértiz, para quien el degüello de indias ancianas era una práctica “repugnante a la humanidad por más razones que quieran alegarse en contrario”3. ¿Correspondieron las políticas estatales republicanas argentinas hacia los pueblos indígenas a las modernas definiciones de genocidio y crimen de lesa humanidad? Veamos en primer lugar las metas que éstas perseguían. Como las campañas previas de Martín Rodríguez y de Juan Manuel de Rosas, la del ministro de guerra Julio 2

Argentino Roca tenía como objetivo “extirpar el mal de raíz y destruir esos nidos de bandoleros que incuba y mantiene el desierto” (Roca 1948, p.454) 4. Si el discurso oficial proponía “buscar al indio en su guarida, para someterlo o expulsarlo” al sur del río Negro -desalojando así quince mil leguas cuadradas de tierras (Roca 1948, pp.445 y 455)-, extraoficialmente se hablaba de exterminio, lo que entonces como ahora significaba “expulsión o destierro; desolación, destrucción total de alguna cosa” (RAE 1869, p.349; el subrayado es nuestro). Ignacio Fotheringham, que fuera ayudante y secretario de Roca cuando éste se desempeñaba como Comandante en Jefe de la frontera sur de Córdoba, cuenta sin falsos pudores cómo preparaba ya entonces su jefe sus “proyectos audaces sobre el exterminio de los indios” (Fotheringham 1970, p.373, 301 y 441). Y el propio Roca afirmaba que el “mejor sistema de concluir con los indios, ya sea extinguiéndolos o arrojándolos al otro lado del Río Negro” era “el de la guerra ofensiva” y se ufanaba, ya concluida la campaña, de haber “hecho desaparecer las numerosas tribus de la Pampa que se creían invencibles” (Walther 1948, II, p.218, 250). Consideremos en segundo lugar los métodos utilizados. Como en todas las guerras, era lógico que en la lucha se intentara poner fuera de combate a un máximo de enemigos armados. Sin embargo, ésta no fue la táctica adoptada. Más que la batalla frontal, se procuró la detención, dispersión y servidumbre de las mujeres e hijos de los indios para impedir su perpetuación como grupo; la captura de sus ganados y demás bienes para obligarlos a rendirse y la apropiación definitiva de los territorios que ocupaban. “Los indios -preconizaba el general Alvaro Barros, uno de los ideólogos de la campaña al desierto-, serían aniquilados si no cayendo inmediatamente en nuestro poder los hombres [...] cayendo irremediablemente sus familias y cuanto allí tuviesen”. Además de ser los objetos que estos más amaban, las familias y

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ganados de los indios resultaban “indispensables a su existencia”. Sin ellos, “antes que morir de hambre en la selva, [el indio] vendrá cabizbajo y convencido” (Barros 1975, pp. 108, 112, 207-208). La captura de la población no combatiente y el despojo de sus principales medios de subsistencia no eran, pues, el resultado colateral de las operaciones sino el principal método de las tropas en campaña. Una vez obtenida la victoria se debía acabar con el indio como tal desarticulando su organización social, política y económica para impedirle perpetuar su cultura, obligando a los sobrevivientes a subsumirse individualmente en los estratos inferiores del proletariado rural. El destino que les esperaba era presentado en términos que Pedro Navarro Floria calificaba como “uno de los más persistentes sofismas constitutivos del discurso de la conquista: la idea de que se podría incorporar esos territorios a la Nación sin afectar a sus habitantes” (Navarro Floria 2006, p. 9). Un claro ejemplo de ese sofisma se encuentra en la prosa de Alvaro Barros. Si bien proponía “hacer desaparecer”, “aniquilar”, “suprimir”, “extinguir”, “ultimar”, “someter”, “dispersar” y “absorber” al indio mediante el mestizaje, procuraba con una pirueta retórica que su proyecto no fuera rotulado como exterminio5: Estamos contra la idea del exterminio de los indios, por ser esto más que innecesario inconveniente, injusto y bárbaro, pero estamos también contra la idea de conservarlos reunidos, ya sea en poblaciones especiales con autoridades propias, ya en cuerpos militares especiales también. Bajo una u otra forma ellos pudieran conservar y conservarían su carácter distintivo, su espíritu y sus hábitos de independencia [...]. La absorción es el único medio seguro, justo, económico y bajo todo punto de vista ventajoso, que tenemos de acabar con los indios, mezclándose esta raza con la inmigración europea como se ha hecho en toda la América desde el principio de la conquista. (Barros 1975, p. 229)


El mestizaje que preconizaba Barros no era una libre unión de indios e indias con inmigrantes de ambos sexos sino, como se había hecho en efecto desde principios de la conquista, la sumisión forzada y a menudo violenta de las indias a los hombres blancos. Durante la campaña propiamente dicha, las prisioneras eran obligadas a seguir a sus captores a marcha acelerada. Las que no podían sostener el ritmo eran lanceadas. Las que aguantaban eran finalmente repartidas entre los soldados (Prado 1942, p. 125, 126). Los partes de guerra no mencionan el lado sucio de estos repartos –las violaciones y otros abusos- sugiriendo incluso que las propias indias consentían en la nueva suerte que les cabía o negando que hubiera intenciones de aprovecharse sexualmente de ellas6. Sin embargo, como en todos los tiempos, estas prácticas eran moneda corriente. Uno de los pocos testimonios explícitos con que contamos es el relato del ex-cautivo Santiago Avendaño que narra cómo, durante una incursión de las tropas rosistas a los toldos ranquelinos, los soldados se habían emboscado junto a las aguadas esperando que las mujeres se acercaran a llenar sus odres vacíos. Los soldados desenfrenados atropellaron a las chinas que temblaban de terror. Echando pie a tierra, les quitaron cuanto tenían sobre el cuerpo y cometieron toda clase de violaciones y de excesos brutales. Todas fueron conducidas al campamento, donde sufrieron el doble de vejámenes, porque se vieron pasar de mano en mano y en poder de los hombres ‘cristianos’ más deshonestos, más brutos y más obscenos que podían haber conocido. (Hux 1999, pp. 129-130).

Captura de familias, confiscación de bienes necesarios a la supervivencia colectiva, desmembramiento de grupos familiares, desarticulación de comunidades, violaciones, esclavitud sexual: los actos cometidos contra las poblaciones indígenas durante su forzada incorporación al Estado republicano constituyen, sin lugar a dudas, 3

delitos enmarcados en los conceptos contemporáneos de genocidio y de crimen de lesa humanidad.

2. Derecho de gentes y derecho de la guerra en los siglos XVIII y XIX Ahora bien, considerando el carácter históricamente contingente de toda formulación jurídica, ¿eran delictivas estas conductas según la doctrina jurídica occidental vigente en la Argentina republicana? ¿Cómo calificaba el derecho de la época una guerra que buscaba el exterminio del contrincante y adoptaba como método la captura de la población civil, su traslado forzado, su dispersión y su esclavitud? 7 En la mentalidad jurídica rioplatense estuvo vigente hasta entrado el siglo XIX el marco doctrinario del derecho de gentes elaborado por los juristas Samuel Puffendorf (Alemania, 1632-1694), Christian Wolff (Alemania, 1679-1754) y Emer de Vattel (Suiza, 1714-1767) sobre la base de los escritos de Hugo Grocio (Holanda, 15831645). Los trabajos de estos tratadistas eran difundidos en la Universidad de Buenos Aires por su primer rector, Antonio Sáenz8. Aunque aún sin carácter obligatorio, esa doctrina se refería también a las costumbres observadas por los Estados europeos durante las hostilidades, tales como las treguas destinadas a recoger cadáveres y a asistir enfermos9. Para estos teóricos, las prácticas de la guerra entre Estados soberanos debían ajustarse a las nociones de necesidad militar y de proporcionalidad. “Todo lo que se haga de más es reprobado por la Ley Natural, vicioso & condenable ante el Tribunal de la Conciencia”. La integridad del enemigo que se sometía y rendía las armas debía ser preservada a menos que hubiera cometido un grave crimen contra el derecho de gentes, en cuyo caso podía ser esclavizado o ejecutado. Pero en el caso de una guerra contra “naciones feroces que no observan nin-

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guna regla ni dan cuartel” era legítimo castigarlas en la persona misma de los cautivos que pudieran conseguirse, para someterlos a las “leyes de la humanidad”. Con estas naciones “que parecen nutrirse de los furores de la Guerra”, haciéndola sin otro pretexto o motivo que su ferocidad, era válido incluso recurrir al exterminio, ya que se trataba de “monstruos, indignos del nombre de hombres [que] deben ser mirados como enemigos del género humano” (Vattel 1983, p. 27, 106-108). Esta licencia para el exterminio inspiró a los hombres de Estado que en el siglo XIX, al norte como al sur del continente americano, se proponían ocupar los territorios indígenas vaciándolos previamente de indios. En un largo proceso de elaboración discursiva que tenía como finalidad la afirmación de soberanía estatal sobre territorios y pueblos hasta entonces pertinazmente externos a las repúblicas en gestación fue cobrando forma un mito que echaría honda raíz en el imaginario colectivo10. Según él, las naciones originarias soberanas con quienes los Estados coloniales y republicanos habían firmado tratados de paz hasta la década de 1870, no constituían sino hordas de salvajes morando en desiertos más allá de una “frontera interior” que amputaba al país una parte sustancial de los territorios que por derecho le pertenecían. Reducidas a meras corporaciones civiles, se las privaba de un plumazo de personería jurídica internacional. Un elemento central de este mito es la caracterización de los indios como salvajes sanguinarios que hacen de la guerra y la rapiña un modo de vida11. La ferocidad indígena se volvía necesaria y funcional a la legitimación de la guerra colonial12. De la empresa propagandística que consagró el mito del “Salvaje Innoble” (Jennings 1975, p. 59) se encargarían estrategas, publicistas y la naciente historiografía nacional: “la conquista de la memoria fue uno de los movimientos tácticos que formaron parte de la apropiación imaginaria de la Pampa y la Patagonia, que posibilitó a su vez su conquista material manu militari, entre 1875 y 1885” (Navarro Floria 2005).


Frente a la construcción de ese mito que llevaba a posturas extremas como las de Domingo F. Sarmiento13, se alzaron sin embargo algunas voces críticas que preanunciaban el discurso que se iría imponiendo en la segunda mitad del siglo, a saber que la “civilización” daba no sólo derechos sobre los pueblos “salvajes” juzgados inferiores sino un deber de tutela y protección que excluía la opción del exterminio14. En 1865, el historiador Vicente Quesada condenaba la campaña al desierto de Rosas en duros términos: Nada estable se funda sobre la iniquidad, y el propósito de exterminar [a] los indios es un crimen, cuya sangre es ignominia para nuestras armas. Someterlos y atraerlos a los usos blandos de la civilización, mejorarlos y conquistarlos para el bien, ése es el único camino justo y digno” (Quesada 1865, pp. 48-49).

En la Revista del Río de la Plata del 22 de agosto de 1869, su contemporáneo, el escritor y legislador José Hernández, coincidía: Nosotros no tenemos el derecho de expulsar a los indios del territorio y menos de exterminarlos. La civilización sólo puede darnos derechos que se deriven de ella misma [...] ¿Pero qué civilización es ésa que se anuncia con el ruido de los combates y viene precedida del estruendo de las matanzas? (Hernández 1869).

Hasta el propio Julio A. Roca -respondiendo a la inquietud de que se procurara “dominar a los indios por medios pacíficos” porque no convenía “extinguir esa raza, que representa la soberanía de la Nación en el desierto”-, debió aclarar que “no hay ningún propósito de exterminar la raza”. De ello se encargaría “esa ley del progreso y de la victoria, por la cual la raza más débil, la que no trabaja, tiene que sucumbir al contacto de la mejor dotada, ante la más apta para el trabajo”. Los in4

dios de la Argentina no desaparecerían por el filo de la espada sino “por la absorción y asimilación”.15 Esta evolución de las mentalidades en Argentina acompañaba el desarrollo del pensamiento jurídico occidental con respecto a la guerra. Se impone en la segunda mitad del siglo XIX una dinámica tendiente a humanizar los usos bélicos, que llevará a la creación del Comité Internacional de la Cruz Roja (1863) y a los primeros esfuerzos de reglamentación del derecho de la guerra. En Estados Unidos, el Código de Lieber elaborado durante la guerra de la Secesión aparecía como la primera tentativa de codificación de las leyes de la guerra, de aplicación exclusivamente interna16. Siguió enseguida la Convención multilateral para mejorar la suerte de los militares heridos en campaña (I Convenio de Ginebra), que la Argentina ratificó en 1879. En paralelo a esos instrumentos de cumplimiento obligatorio se fueron desarrollando declaraciones de principio que fundan la doctrina del actual derecho internacional humanitario17. Principios como que “el único fin legítimo de la guerra es el debilitamiento de las fuerzas militares del enemigo” para lo cual basta con “desactivar el mayor número posible de hombres” y que “las leyes de la guerra no reconocen a los beligerantes un poder ilimitado en la adopción de medios para perjudicar al enemigo” fueron consagrados ya en la década de 1860. El empleo de armas que agravaran inútilmente el sufrimiento del enemigo puesto fuera de combate o que causaran inevitablemente su muerte era considerado “contrario a las leyes de la humanidad”.18 Creado en 1873 en Gantes (Bélgica), el Instituto de Derecho Internacional redactó un Manual de las leyes de la guerra terrestre que serviría como base para la elaboración de la legislación interna de cada Estado. La doctrina sentada en estos primeros textos prohibía el asesinato de un enemigo desarmado o que se hubiera rendido. Como prisionero de guerra, debía ser tratado humanamente: aunque se lo internara en un fuerte u otro lugar de de-

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tención, debía ser correctamente alimentado, respetado en su integridad física y retribuido por los trabajos civiles que realizara. Estaba prohibido ponerlo al servicio militar de la fuerza detentora y exigirle información militar sobre su país. En cuanto a la población civil no combatiente, su vida, su honor familiar, así como sus convicciones y prácticas religiosas debían ser garantizados. La población de las regiones invadidas no podía ser obligada a jurar obediencia a la potencia enemiga ni a someterse a sus órdenes. La propiedad privada tampoco podía ser confiscada. Respecto de los medios y los métodos de hacer la guerra, la doctrina prohibía la destrucción o apropiación de los bienes del enemigo que no fuera imperiosamente dictada por las necesidades de la guerra, lo mismo que el ataque o bombardeo de aglomeraciones o poblaciones no fortificadas. Este marco doctrinario y normativo muestra a las claras que las prácticas empleadas en particular durante la campaña al desierto -captura de población no combatiente, su traslado forzado, dispersión, distribución y reducción a la servidumbre, su involuntaria conversión al catolicismo y los abusos sexuales contra las mujeres, así como la utilización de prisioneros de guerra desarmados como guías e informantes, su detención en campos de concentración y su ejecución arbitraria (cf. Lenton 2005 y Delrio 2005)- eran violatorias de lo que entonces se entendía como “leyes de la guerra” y “leyes de la humanidad” y contrarias al “deber sagrado de civilización” que se atribuían a sí mismas las potencias coloniales y sus retoños en los países independientes. Así fueron percibidas por varios observadores contemporáneos: Veinte mil leguas de tierra arrancadas a la barbarie y devueltas a la civilización y algunos miles de Indios traidos prisioneros y repartidos a diferentes personas como si fueran animales de labranza, he ahí el resultado de la campaña” (Zavalía 1892, p. 80).


En cambio de los tan mentados “beneficios de la civilización” se advierte un proyecto coherente de exterminio que, si no busca sistemáticamente la eliminación física de los indios, se empeña en liquidar su existencia como pueblos y en acaparar sus tierras, buscando sentenciar a muerte sus modos de vida, culturas e identidades específicas.

3. Para qué hablar hoy de genocidio ¿Es válido entonces calificar de genocidio al proceso derivado de la conquista de la Pampa y la Patagonia entre 1875 y 1885? La consagración jurídica de los conceptos que designan prácticas delictivas siempre es posterior a la generalización de su uso, ya que el delito precede al concepto y éste precede al tipo penal. Lo reciente del término genocidio no debe hacernos olvidar que se trata de un nuevo nombre para un crimen tan viejo como el mundo. Neologismo elaborado en 1943 por el jurista polaco Raphael Lemkin (1900-1959) para describir el exterminio sistemático de armenios por el Estado turco en 1915, el concepto de genocidio fue formalmente invocado en el acta de acusación contra los criminales de guerra nazis juzgados en Nuremberg en 1946, antes de ser tipificado por la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio en 194819. Afirmar que la política del Estado republicano argentino hacia los indígenas constituyó un genocidio no constituye, pues, un anacronismo, sino simplemente llamar a las cosas por su nombre. Dicho esto, ¿qué se puede hacer hoy, ante un genocidio de ayer? Tomando prestados conceptos de la teoría de la justicia transicional y sirviéndonos de los elementos pertinentes de los convenios y declaraciones vigentes relativos a los pueblos indígenas podemos explorar las posibilidades actuales de reconocimiento y de reparación.20

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Tres elementos integran la justicia transicional: justicia, verdad y reparación integral. La justicia puede ser retributiva –la que busca el castigo de los criminales- o restaurativa –un modelo alternativo que propende a la reconciliación entre víctimas y victimarios. La verdad puede ser judicial –la que se establece a través de un proceso penal- o no judicial –es decir, la narración que sale de las ciencias sociales y de las experiencias vividas por las mismas comunidades victimizadas. En cuanto a la reparación integral, se manifiesta a través de medidas de restitución, de indemnización, de rehabilitación y de satisfacción, así como a través de garantías de no repetición. En tanto aproximación esencialmente penal –considerando que la pena es individual e intransferible- resulta físicamente imposible aspirar hoy a obtener cualquier forma de justicia retributiva respecto de las personas responsables de los crímenes cometidos entonces. Tampoco es ya posible aspirar a la justicia restaurativa, en la medida en que, así como los victimarios, las víctimas directas individualmente consideradas, también están ausentes. Las posibilidades empiezan a abrirse, en cambio, en el campo de la verdad. Si no es posible establecer hoy la verdad judicial, la ausencia física de los actores no obstruye para nada las posibilidades de la verdad no judicial. Las víctimas en su dimensión colectiva, es decir los descendientes y la sociedad en su conjunto, tienen un derecho inalienable a conocer toda la verdad sobre los acontecimientos. Esto es, en particular, a obtener información sobre las circunstancias y motivos que llevaron a los victimarios a cometer crímenes aberrantes y a saber de qué manera se produjeron los hechos, quiénes fueron los responsables y qué destino se dio a las personas.21 En este sentido, la labor de historiadores, antropólogos y arqueólogos que en los últimos años analizan los me-

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canismos que hicieron posible el genocidio y deconstruyen los mitos generados para justificarlo resulta de particular trascendencia. Esos trabajos deberían nutrir los manuales escolares y el debate público en los medios, revertiendo la práctica usual en dichos manuales de deshistorizar o arqueologizar discursivamente a las naciones indígenas al presentarlas como objetos de un pasado remoto cuyo lugar está en los museos y al excluirlas de la representación de nuestro presente. “Una reconstrucción de la memoria social sobre la cuestión indígena, y por consiguiente una propuesta de enseñanza de esa historia, deberían comenzar por [...] rehistorizar lo dehistorizado, es decir restituir el régimen de historicidad, de contemporaneidad, a los pueblos originarios” (Navarro Floria 2006, p. 4, resaltado del autor). Fuera del marco académico es también fundamental producir verdades sociales no institucionalizadas, mediante ejercicios de recuperación de la memoria que asocien a diferentes organizaciones indígenas, ONGs, comisiones de la verdad, iglesias, medios de comunicación y centros de investigación y educación popular. La verdad así reconstituida transforma el patrimonio colectivo de las víctimas y del conjunto de la sociedad. Estos ejercicios deben permitir asimismo repensar los guiones museográficos y la nomenclatura urbana, concebir espacios públicos de homenaje, restituir topónimos, adoptar fechas conmemorativas, etc. Si bien varios aspectos de la reparación integral no parecen ya factibles por la desaparición física de las víctimas individuales, “una indemnización justa, imparcial y equitativa, por las tierras, los territorios y los recursos que tradicionalmente hayan poseído u ocupado o utilizado de otra forma y que hayan sido confiscados, tomados, ocupados, utilizados o dañados sin su consentimiento libre, previo e informado” en favor de los descendientes es aún viable (Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas, art. 28.1). En


cuanto a la rehabilitación y a la satisfacción, varios de sus aspectos son posibles, en particular lo concerniente a la reputación y al nombre, es decir a la dignidad.22 Un aspecto especial de la rehabilitación cuyo marco jurídico está dado por el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo de 1989 y por la mencionada Declaración se concretaría a través de la institucionalización de la enseñanza bilingüe, del fomento de escuelas concebidas y manejadas por las propias comunidades, amén de otras iniciativas de divulgación e integración de diversos aspectos del conocimiento de cada pueblo.23 Adicionalmente, la rehabilitación y la satisfacción comportan los mecanismos de divulgación y de oficialización ante la colectividad nacional de la verdad no judicial obtenida. Un discurso historiográfico que restituyera la historicidad y contemporaneidad de las naciones indígenas en la Argentina actual debería rehumanizar la imagen de los indígenas considerándolos “actores sociales en todos los campos de la economía, la sociedad, la política, el arte y el pensamiento”. Esa nueva narración del pasado contribuiría asimismo a completar los avances constitucionales de la reforma de 1994 reconociendo la preexistencia de los derechos territoriales indígenas y su exterioridad a los Estados hasta su conquista, así como la preexistencia y legitimidad de sus autoridades y su derecho a la libre determinación (Navarro Floria 2006, pp. 7-8), tal como lo consagran las normas internacionales mencionadas.24 Leyes de reconocimiento oficial del genocidio, a la imagen de la ley argentina 26.199 del 2007 sobre el genocidio armenio, pueden servir de referencia. Tal reconocimiento implica que el Estado acepta que los hechos sucedieron, asume su responsabilidad histórica por el dolor y los sufrimientos infligidos a las víctimas, que condena explícitamente los valores racistas en que se fundó el genocidio y que se compromete a luchar contra la ideología de la negación y a favor de la dignidad humana.Volver a llamar a las cosas por su 6

nombre sería “una forma –limitada pero indispensablede revertir el genocido material y simbólico cometido” (Navarro Floria 2006, p. 7). Persistir en el no reconocimiento equivale a perpetuar el delito y abre las puertas a la reiteración de esos mismos actos aberrantes: Si la dignidad de la persona humana es ultrajada por la ejecución de crímenes contra la humanidad y genocidios, sean cuales fueren, también lo está por la negación de estos mismos crímenes –el negador hace al testigo lo que el verdugo hace a la víctima. [...]‘Consubstancial’ a los crímenes de los que se trata, su negación no es un acto ‘aparte’, es ‘part of it’: ‘asesinato de la memoria’, ‘atentado a la verdad’, destrucción de la prueba y del testimonio ligada intrínsecamente a la criminalidad del Estado, la negación es considerada generalmente como la etapa última de todo proceso genocida. Perpetúa el crimen, manteniendo a los sobrevivientes y a sus descendientes en la vergüenza, sin real acceso al duelo. (Garibian 2009, p. 11).

Este reconocimiento público puede verse también como una primera garantía de no repetición, último elemento de la reparación integral que nos queda por examinar. Se trata de desmontar los mecanismos que hicieron posible la comisión de los crímenes y de aquellos que aseguraron su impunidad, así como de revisar los actos institucionales que glorificaron esa gesta o negaron sus dramáticas consecuencias para los pueblos originarios. El ejercicio de este aspecto de la reparación podría enfocarse en el estudio de la situación actual de las poblaciones indígenas, de la legislación que se aplica a ellas y de las políticas de inversión pública y privada que afectan sus condiciones de vida, a la luz de los instrumentos jurídicos internacionales relativos a los derechos pasados, presentes y futuros de esos pueblos (cf. en particular el art. 4 y la Parte II., “Tierras” del Convenio 169/89 y los arts. 10 y 25 a 32 de la Declaración del 2007). Los recientes conflictos derivados del recrudecimiento de los procesos de expropiación por intereses mineros,

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forestales, turísticos y de agronegocios son reveladores de un legado de injusticias y despojos siempre vigente, amparado en la prepotencia que brinda la impunidad (cf. Roulet 2010). El presente nos ofrece así un terreno propicio para reflexionar sobre el legado de la historia y para no perpetuar bajo nuevas formas los horrores del pasado.

NOTAS: 1 Artículo II de la Convención para la prevención y la sanción del delito de genocidio de las Naciones Unidas. 2 Para la definición del delito de lesa humanidad, véase el artículo 7 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, de 1998. 3 Carta de Juan José de Vértiz a Joseph Francisco de Amigorena, 10.5.1780, en Archivo Histórico de Mendoza, carpeta 46, documento 23. En 1892, el jurista argentino Eduardo Zavalía usaba la noción de “crímenes de lesa humanidad” para referirse a los abusos, maltratos, explotación laboral y despojos a los que habían sido sometidos los indígenas por los conquistadores españoles (Zavalía 1892, p. 48). 4 En 1823 el gobernador bonaerense Martín Rodríguez afirmaba su proyecto de exterminio: “La experiencia de todo lo hecho [...] nos guía al convencimiento de que la guerra con ellos debe llevarse hasta el exterminio. Hemos oído muchas veces a genios más filantrópicos la susceptibilidad de su civilización e industria y lo fácil de su seducción a la amistad. Sería un error permanecer en un concepto de esta naturaleza y tal vez perjudicial” (en Marfany 1944, pp. 1061-1062). 5 Para “hacer desaparecer” al indio, cf. Barros 1975, pp. 77, 230, 235 y 350; “aniquilarlo”, pp. 107, 108, 110 y 137; “extinguirlo”, p. 248; “suprimirlo”, pp. 138, 150 y 232; “ultimarlo en sus guaridas”, p. 342, “someterlo


y dispersarlo”, pp. 258, 317, 319, 338 y 359 y “absorberlo” mediante el mestizaje, pp. 229, 249 y 358. 6 Mientras que el comandante Prado relata que ninguna de las prisioneras rehusó vivir con los soldados (Prado 1942, p. 126), el general Ignacio Fotheringham, que veía a los indios del Chaco como “asquerosos tipos todos, aún los del bello sexo”, decía que las chinas “son muy feas y por cierto no inducen a cautivarlas” (Fotheringham 1970, p. 569). 7 Adherimos a la hipótesis del jurista Robert A. Williams Jr. según la cual “la ley, considerada por Occidente como su instrumento de civilización más respetado y apreciado, era también el instrumento imperial más vital y eficaz durante su empresa genocida de conquista y colonización de los pueblos no Occidentales del Nuevo Mundo, los indígenas americanos” (Williams 1992, p. 6). 8 Según Antonio Sáenz, el derecho de gentes o jus gentium “es universal y sale de la naturaleza, dándose á conocer solamente por la recta razón [...] Es inalterable [...] y obliga á todos, porque en él habla la naturaleza y su Autor” (Sáenz 1939, p. 57). 9 Estas costumbres serían erigidas en fuentes obligatorias de derecho por el II Convenio de la Haya de 1899 relativo a las leyes y a las costumbres de la guerra terrestre. 10 Este proceso de transferencia gradual de las relaciones con las naciones indígenas del ámbito del derecho internacional al de la legislación interna se designa como la “domesticación o internalización de la cuestión indígena” (cf. Roulet y Navarro Floria 2005). 11 De la población indígena no sometida Julio A. Roca diría que “se dedican indistintamente a la guerra y al robo, que para ellos son sinónimos de trabajo” (Roca 1948, p. 451). Sobre el proceso de salvajización discursiva de los pueblos originarios, véase Jennings 7

1975, pp. 6-10. Para la Argentina, Delrio 2002 y 2005, pp. 61-63 y Roulet y Navarro Floria 2005. 12 En 1820, el coronel Pedro Andrés García advertía “lo perjudicial que será siempre abrir una guerra permanente con dichos naturales, contra quienes parece no puede haber un derecho que nos permita despojarlos con una fuerza armada si no en el caso de invadirnos” (en Barros 1975, pp. 67-68, destacado nuestro). 13 Sarmiento sostenía que el derecho de gentes no se aplicaba a los salvajes, se tratara de caudillos como Facundo o de indios de la pampa: “El derecho de gentes que ha suavizado los horrores de la guerra, es el resultado de siglos de civilización; el salvaje mata a su prisionero, no respeta convenio alguno siempre que haya ventaja en violarlo; ¿qué freno contendrá al salvaje argentino [en este contexto, Facundo], que no conoce ese derecho de gentes de las ciudades cultas? ¿Dónde habrá adquirido la conciencia del derecho? ¿En la Pampa?” (Sarmiento 1990, p. 253). 14 La noción de un “deber sagrado de civilización” quedaría consagrada en la Conferencia de Berlín sobre Africa Occidental en 1885, que marcó la aceptación explícita, por parte de las potencias colonizadoras, de una relación legal de tutela entre los “Estados civilizados” y sus pupilos, las “tribus aborígenes” (Snow 1919, p. 21). Esta noción sería retomada en el sistema de mandatos de la Sociedad de las Naciones. 15 República Argentina, Congreso Nacional (1879). Diario de sesiones de la Cámara Nacional de Diputados, 51° sesión ordinaria del 13.9.1878, p. 256. Buenos Aires: Mayo. 16 Las ‘Instrucciones de Lieber’ marcaron los intentos ulteriores de codificación de las leyes de la guerra. Ellas integraron la versión original de un proyecto de convenio internacional presentado a la Conferencia de Bruselas en 1874 y estimularon la adopción de

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los Convenios de la Haya sobre la guerra terrestre de 1899 y de 1907. Estos primeros textos y tratados de derecho internacional humanitario se pueden consultar en http://www.icrc.org/dih . 17 La Argentina fue temprana signataria de la Declaración sobre diversos puntos del derecho marítimo en tiempos de guerra de 1856. 18 Declaración sobre la utilización en tiempos de guerra de proyectiles de 400 gramos de peso, San Petersburgo, 1868 y Proyecto de declaración internacional relativa a las leyes y costumbres de la guerra. Bruselas, 1874. 19 El acta de acusación de los criminales de guerra juzgados en Nuremberg en 1946 rezaba “los acusados se han hecho culpables de genocidio deliberado y sistemático contra grupos nacionales y raciales, contra las poblaciones civiles de ciertos territorios ocupados, con miras a destruir razas y clases determinadas, y grupos nacionales, raciales o religiosos, más especialmente Judíos, Polacos y Gitanos, entre otros” (Cf. http://www.ladocumentationfrancaise.fr/dossiers/ justice-penale-internationale/definition-crimes.shtml). 20 La justicia transicional es definida como “los procesos a través de los cuales se realizan transformaciones radicales del orden social y político, bien sea por el paso de un régimen dictatorial a uno democrático, bien por la finalización de un conflicto interno armado y la consecución de la paz.” Uno de sus desafíos más complejos es el inevitable dilema que suscita la necesidad de equilibrar el derecho de las víctimas a obtener el castigo de los criminales –justicia- y las condiciones impuestas por el régimen dictatorial para permitir la transición o por los actores armados para desmovilizarse –paz- (Uprimny 2006, p.13, 20, Orozco Abad 2009).


21 Estos derechos se derivan de los instrumentos universales y regionales sobre derechos humanos, de las jurisprudencias de las diversas cortes internacionales y de las “líneas de los órganos intergubernamentales de la ONU”, condensadas en una serie de principios relativos a la lucha contra la impunidad y a los derechos a la reparación, restitutición, indemnización y rehabilitación de las víctimas (Cf. CCJ 2007). 22 La restitución consiste en devolver a la víctima directa su situación previa, es decir libertad, derechos suspendidos, situación social, identidad, vida familiar, ciudadanía, lugar de habitación o puesto de trabajo, bienes confiscados, etc. En caso de desaparición forzada, se trata de establecer la suerte corrida por la víctima. La indemnización atañe a la reparación del daño físico y/o mental así como los daños materiales y los perjuicios. La rehabilitación abarca tanto los aspectos de salud física y/o psicológica, como la rehabilitación del buen nombre, la dignidad, la reputación, entre otros. Por último, la satisfacción se concreta mediante la verificación de los hechos y la difusión pública de la verdad; la búsqueda y hallazgo de las personas desaparecidas o de sus restos; el reconocimiento público de la responsabilidad estatal y la presentación pública de excusas; la aplicación de sanciones judiciales o administrativas a los responsables cuando es posible; la conmemoración de las víctimas y la rendición de homenajes públicos (Uprimny 2006, pp. 76 a 78). 23 Véanse en particular los arts. 4 y 5 del Convenio 169/89, y los arts.11 a 14 de la mencionada Declaración. 24 Cf. artículo 3 de la Declaración del 2007 y las disposiciones previstas por esta Declaración y por el Convenio 169 de la OIT acerca de los mecanismos de consulta y de consentimiento previo, libre e informado. 8

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DEBATE Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor Diana Lenton (presentadora y comentarista) Autores y comentaristas (en orden alfabético) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub

Historia y silencio: La Conquista del Desierto como genocidio no-narrado

Pilar Pérez*

El campo de los estudios sobre genocidio ha venido creciendo sostenidamente desde principios de la década del noventa descentralizando el monopolio de la atribución de genocidio, y de los estudios al respecto, al holocausto. La principal ventaja de que exista este espacio de debate radica en su carácter interdisciplinario (ya que cuenta con contribuciones de la historia, sociología, derecho, ciencias políticas, antropología, demografía, entre otras). Estos enfoques enriquecen, sin duda, el estudio de un proceso social complejo que lejos de circunscribirse a un evento violento –aislado y con un fin concreto- requiere del análisis de múltiples niveles para ser comprendido y para sopesar su magnitud espacio temporal (Straus, 2006). Por otra parte, la categoría genocidio es hoy invocada desde agencias muy distantes. En el caso argentino la denuncia por genocidio es sostenida por numerosas organizaciones indígenas y de derechos humanos para referir al proceso de incorporación de los pueblos originarios al estado nacional. Por otra parte, en términos de política internacional, la categoría está siendo apropiada desde estados poderosos, como los Estados Unidos –aunque no solamente- para justificar intervenciones armadas en países del tercer mundo1. Por esto, una preocupación central de los investigadores comprometidos con su estudio orbita en torno a la generalización indiscriminada del término. En gran medida porque al explicar diversos procesos como genocidas –la trata esclavista, la colonización, las dictaduras latinoamericanas de segunda mitad del siglo XX, etc- se corre el riego de diluir la especificidad del término o de equiparar procesos muy distintos entre sí. Por supuesto existen numerosos intentos por clasificar los distintos tipos de genocidio. En este sentido, cabe destacar, por un lado, la trascendencia y, por otro, las constricciones que emergen de la Convención para la prevención y sanción del delito de genocidio propuesta por Raphael Lemkin y adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1948. Genocidio, resaltan numerosos especialistas en el tema, es un crimen antiguo al que se le otorgó un nombre por primera vez como consecuencia de los crímenes nazis (Kuper, 2002).

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*IIDyPCA UNRN CONICET. Correo electrónico: pezpil@gmail.com


En primer lugar, la Convención genera un piso de discusión común para pensar las acciones, los grupos y las responsabilidades en torno a un crimen perpetrado sobre un sector de la sociedad (ya no un individuo). Precisamente por este quiebre en el derecho liberal la Convención presenta numerosos problemas para su implementación en la justicia, como ha sido demostrado -por ejemplo- en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (Magnarella, 2002). Más allá de los problemas de orden legal que la Convención genera en cortes nacionales e internacionales, el origen jurídico del término impone ciertos límites propios del lenguaje que impiden la profundización en los procesos particulares. Uno de estos límites estructurantes de los estudios sobre genocidio radica, a mi entender, en considerar al genocidio, en tanto crimen, como un fin en sí mismo y, en este sentido, reducir su estudio en demostrar la intencionalidad del mismo. De esta forma se asume la lógica del proceso jurídico que deja de lado el motivo por ser irrelevante para determinar al responsable del crimen. Sin embargo, para las ciencias sociales y humanas el motivo es parte fundamental para comprender el proceso y su desenlace. De esta forma, Zygmunt Bauman (1989) propone pensar el genocidio ya no como un fin en sí mismo, sino más bien como un medio cuyo fin es cambiar radicalmente una sociedad y convertirla en algo mejor. En consecuencia, el genocidio es parte constituyente de un proyecto a futuro. Ambos enfoques tienen mucho para aportar cuando se propone analizar el caso argentino. Pensar el genocidio como fin nos permite destacar políticas de estado concretas sobre una población singularizada y discriminada dentro de la matriz estado-nación-territorio que se materializa sobre fines del siglo XIX. Mientras el genocidio como medio nos habilita a reflexionar sobre una ingeniería social determinada hegemónicamente por la elite nacional centrada en Buenos Aires y con un alcance 2

temporal que abarca gran parte del siglo XX. En estas dos líneas se enmarca desde estudios recientes el proceso que en Argentina se denominó “Conquista del Desierto”.

El genocidio como fin: civilización y barbarie Si bien desde principios de la década de 1870 el estado argentino comenzó una ofensiva militar hacia las “tierras de indios” no fue sino hasta fines de la misma cuando la organización burocrática del estado y las necesidades del modelo económico permitieron al estado quebrantar todos los acuerdos y tratados firmados con caciques representativos de parcialidades soberanas de las pampas (Briones y Carrasco, 2000) y avanzar militarmente sobre la Patagonia. La Conquista fue sustentada en principio por medio de la Ley de empréstitos para su financiamiento e ideológicamente fue fomentada por intelectuales orgánicos al proyecto institucional desde el Congreso Nacional. Paralelamente operó una singularización del “indio” como un otro salvaje, extranjero e indeseable –respecto del inmigrante blanco europeo-. El territorio bajo su poder sometía el potencial de las tierras argentinas en un desierto. En consecuencia el indio encarnaba lo indeseable de lo que la comunidad imaginada -construida desde el estado- esperaba para sus miembros (Lenton 2005). Los indígenas a los que normalmente se les reconocían adscripciones étnicas-territoriales (araucanos, manzaneros, pampas, etc) comenzaron a ser nombrados simplemente como “indio” -junto a una adscripción nacional “chileno” o “argentino”-, categoría que reunía las características ya mencionadas y que lo convertían no solo en un otro condenable sino también peligroso (Delrio 2005). El peligro que el indígena representaba operaba en diversos niveles. Desde la membresía nacional encarnaba un agente posible de desintegración por su atribui-

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do barbarismo o extranjería. Desde el poder soberano territorializado disputaba legitimidad a su autoridad por su sola presencia en el territorio y, conjuntamente, era la muestra viva de la incapacidad del estado de garantizar el orden, los derechos de propiedad y en definitiva, el progreso. Como contracara, las campañas exitosas en el sur demostraron la capacidad del estado de terminar con el “problema del indio” y fueron motivo de legitimación en carreras políticas como la del propio Julio A. Roca. El proceso de ocupación y sometimiento llevó cerca de 5 años, en los cuales el ejército argentino sentó fuertes y fortines estratégicos a lo largo del río Negro desde donde operativizó campañas sucesivas y garantizó el control de la Patagonia norte. La Conquista del Desierto fue seguida desde la prensa porteña y fue acompañada por numerosos intelectuales reconocidos de la época, escritores, fotógrafos, ingenieros, etc quienes buscaban en esta marcha ser parte de un capítulo fundante del estado nacional (Navarro Floria 2007) y que oportunamente logró sellar la idea de que la Argentina era un país distinto en Latinoamérica, esto es, libre de indios. En tanto, otras marchas se iniciaban para los indígenas en Patagonia. Aquellos que sobrevivían a las embestidas militares eran trasladados de a pie por cientos de kilómetros hasta los fuertes que funcionaban como campos de concentración. Como revela el estudio de Enrique Mases (2002), en tanto nuevos polos productivos, como el norte azucarero o la región cuyana, demandaran fuerza de trabajo, hombres jóvenes –en su mayoría- eran deportados hacia esos centros para trabajar como mano de obra esclava. En el caso de las mujeres y las niñas, principalmente, eran trasladadas a Buenos Aires para ser utilizados como servidumbre en las casas de la alta sociedad. La obligación que estas familias receptoras tenían con los “indiecitos” era las de darle bautismo cristiano y por ende un nuevo nombre. Otro destino que tenían


los hombres era el propio ejército y la marina para formar parte de las divisiones que iniciaban las campañas militares del norte del país. Finalmente algunos fueron conservados como piezas de museo en vida y también después de muertos en el Museo de La Plata (Añon Suárez, Harrison y Pepe 2008). A medida que los mercados laborales fueron saturados, aquellos sin destino continuaron siendo hacinados en los campos de concentración que duraron hasta fines de la década del 80 –a pesar de que oficialmente las campañas terminaron con la rendición de Saihueque el 1 de enero de 1885-, respondiendo a necesidades puntuales de otros polos económicos del país. En tanto, se debatían diversas estrategias inconclusas para reubicar a los sobrevivientes, las tierras se repartían entre pobladores que cumplieran con las características deseables del ciudadano argentino y se “colonizaban” por grandes compañías que monopolizaban grandes extensiones de tierra. En esta breve descripción que retoma algunos de los aportes más destacados del tema podemos reconocer en el proceso de ocupación y sometimiento los 5 actos que menciona el artículo 2 de la Convención sancionada por la ONU (para un análisis detallado ver Delrio et al 2010)

El genocidio en relación a los pueblos originarios La categoría genocidio tiende a ser utilizada para denunciar procesos de sometimiento y expropiación de pueblos indígenas en todo el mundo, en general con el fin de reivindicar derechos y visibilizar situaciones de vulneración de los mismos. Sin embargo, dentro de la academia existen esfuerzos por darle un uso más acotado, preciso y problematizado. En este sentido podemos destacar dos tendencias. En primer lugar, la utilización de categorías como etnocidio, culturicidio o limpieza ét3

nica que reemplazan genocidio y buscan focalizar en el aspecto cultural para incluir procesos de violencia simbólica y aculturación.2 En segundo lugar, se distinguen los procesos según la relación constituida por el perpetrador. El parteaguas está centrado en los que se consideran genocidios colonialistas, de expansión y en detrimento de un otro externo. En este caso el perpetrador no necesariamente es un estado, sino que puede provenir de agencias particulares3. Por su parte, los genocidios modernos se caracterizan por la singularización por parte de un estado de un otro interno (Feierstein 2005, p.60). Es decir, cuando el estado quiebra el mandato fundacional de hacer vivir y provoca la muerte de un sector de la sociedad. En relación a la Conquista del Desierto, en particular, en la búsqueda por clasificar comparativamente este proceso existen dos tendencias sobre las que pueden leerse recreados distintos supuestos que el propio genocidio instaló en la historia nacional y en el sentido común de la sociedad argentina en general. En primer lugar, la ausencia de responsables en la eliminación de los indígenas. Asimismo su asimilación a la civilización como destino indeclinable. En segundo lugar, y como consecuencia de la anterior, el confinamiento al pasado de la existencia de indígenas en el país y, por ende, la fragmentación del proceso histórico que, entre otras cosas, descontextualiza los procesos contemporáneos de reafirmación y etnogénesis (Escolar 2007). Una primera tendencia es entender la Conquista como un etnocidio -reemplazando genocidio- haciendo énfasis sobre todo en la pérdida cultural, en la asimilación y, por ende, reforzando la idea del inevitable proceso de extinción. Siguiendo el planteo de Delrio (2010), de esta manera se suele, por un lado, restar importancia a la eliminación física concreta que produjeron las campañas militares de ocupación del espacio patagónico.

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Asimismo, se reitera la falta de intención de exterminio. Finalmente, se ratifica la incorporación forzada como vía inevitable en donde el estado solo colaboró –con excesos- a acelerar. De esta forma, se confirma a través de la clasificación académica enfocada en la asimilación –con todas las dificultades que el término implica- lo que la generación del 80 proponía como parte de una política de estado. En segundo lugar, se entiende el proceso de la Conquista del Desierto como un genocidio colonialista. Si bien nos interesa analizar esta divisoria -que cuenta con un amplio consenso en los estudios comparativos de genocidio- para el caso argentino, creemos necesario hacer hincapié en que cuando se asume a priori que la Conquista fue una guerra contra un otro externo se reinscriben las lecturas extranjerizantes, así como la invisibilización de este sector de la sociedad. Pero principalmente se relega al pasado la presencia indígena y se minimizan las consecuencias del genocidio que perduran hasta el presente.

El genocidio como medio para constituir una nueva sociedad Durante la ocupación militar los indios reducidos por el ejército fueron concentrados dentro del territorio patagónico en Valcheta, Chichinales, Choele-Choel y Roca principalmente. Muchos fueron clasificados, seleccionados y deportados desde estos campos y trasladados hasta los cuarteles de Retiro o hacia la Isla Martín García donde esperaban un nuevo destino. Sin embargo, los campos también representaron el espacio desde donde varios caciques que contaban con el reconocimiento previo del estado negociaron –en clara asimetría- condiciones de subsistencia, la posibilidad de recibir tierras, para aquellos que se reagruparon en su entorno (Delrio, 2005)4. Las condiciones de vida de aquellos que que-


daban en los campos –muchos viejos y débiles- fueron denunciadas por misioneros salesianos, viajeros e inclusive por algunos militares. Pero fundamentalmente, los campos forman parte de la memoria social indígena. De esta manera en una fecha tardía como noviembre de 1889, producto en parte de los debates sobre qué hacer con los sobrevivientes, la Comisión central de tierras y colonias informa al Ministro del Interior que

nes preparen el camino para la civilización en la cual no son incluidos, sea por falta de condiciones, sea porque se espera la llegada de otros (inmigrantes) mejor preparados. Esta práctica discriminatoria será reiterada sucesivamente a través de las inspecciones de tierras y será argumento central para justificar desalojos y corridas (Perez, 2009a). Resta aclarar que la creación de la colonia con indígenas no fue autorizada.

No escapará a V.E. la importancia que para el país tiene la formación de una colonia en el corazón del desierto, con elementos que ya existen allí y que aseguran el éxito de la Colonia. No es posible todavía formar esas colonias con inmigrantes europeos, y son los indígenas bien organizados y vigilados los que prepararán las rutas por donde muy luego penetrará una civilización más completa. (AGNDAI, Exp grales, 1889, legajo 25, exp, 7977)

Por otra parte, nos estamos refiriendo a aquellos indios que son listados, cuantificados, vigilados, distribuidos y –eventualmente- racionados por el estado que son los que están en los campos. Tal como destacan Nagy y Papazian (2009) para el caso de Martín García los indios sometidos se encuentran presos no por crímenes o faltas contra la sociedad sino por ser indios. Sin embargo, existen también aquellos otros que permanecen por fuera de los campos que siguen perteneciendo al mundo de los salvajes, del desierto y por sobre todo, no tienen ninguna capacidad de negociar o reclamar asientos de tierra. Es decir que el campo se vuelve un umbral entre la civilización y la barbarie. El indio del desierto puede volver a caer en su estado de salvajismo si queda fuera del campo – como el espacio de disciplinamiento y control en donde el estado realiza su poder soberano-.

Previo a la Conquista, los indígenas eran considerados un otro interno, es decir interno al territorio pretendido como nacional –pero escasamente conocido por el estado- pero externo a la membresía argentina (Briones y Delrio, 2002). A partir de la constitución material de un estado de excepción en los campos de concentración, los indígenas de los campos son estructuralmente producidos como sujetos subalternos dentro de la norma que impone la matriz estado-nación-territorio. En la cita de la Comisión, se destaca esta contradicción en donde por un lado surge la necesidad humanitaria y como contracara se afirma que los indios –vigilados- serán quie-

Retomando la metáfora de Agamben (2003), el indio corresponde a la figura del “hombre-lobo”. Su esencia reificada por el estado contiene la latencia de que puede volverse sobre su estado animal y de esta forma ser agente de la disolución de la civilización. Por esto, aquellos que están dentro de los campos despiertan reclamos “humanitarios”, son seres humanos en terribles condiciones, pero al mismo tiempo no pueden dejar de ser vigilados, porque antes que humanos son indios. En contrapartida la razón de ser del estado y su legitimidad de ejercer violencia se materializa en su relación con este otro interno.

En las márgenes del Río Valchetas existen en la actualidad bajo la vijilancia de una Comisaría Policial, no menos de 500 indios sometidos; según informes fidedignos que esta comisión ha recogido, viven en la mayor miseria sin que haya esperanza de que se civilicen por falta de medios conducentes a ese fin. Esta comisión piensa que por humanidad y conveniencia del país debe modificarse este estado de cosas (…)

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Palabras finales El proceso genocida funda una relación entre el estado y el indio en donde este es construido estructuralmente como una excepción dentro de la matriz del estado. Esto que se produce en el momento histórico de la Conquista marcará la relación entre el estado y los indios como sus márgenes a lo largo del siglo XX. Según Das y Poole (2008) los márgenes son supuestos necesarios del estado, en donde este encuentra legitimidad para recrear su siempre incompleto “sistema de estado” (Abrams, 1988) y a través de cuyas prácticas y rutinas se reproduce la construcción imaginaria del estado (Ferguson y Gupta, 2002). La falta de historización del proceso a lo largo de gran parte del siglo XX apoyó el discurso de la extinción, simplificó el proceso histórico de construcción del estado nacional y colaboró en eludir responsabilidades. Más aún, el silencio de la historia autorizó la reproducción de formas de violencia simbólica y física sobre los indígenas, las cuales en caso de emerger por su gravedad, como el caso de Rincón Bomba (Mapelman, 2010), aparecen como hechos aislados y disociados de una trayectoria de relación. También aparecen como hechos aislados los desalojos, relocalizaciones, arreos de personas, entre otras formas de violencia enmarcadas en actos (i)legales ejercidas sobre los indígenas con el aval de o por parte del estado a lo largo del siglo XX (Pérez, 2009b y 2011). Paralelamente la historia incompleta o la ausencia de imágenes sobre la otra cara del proceso civilizatorio – parte inherente del mismo siguiendo la propuesta de Traverso (1997)- sostuvo la desconexión entre pasado y presente que fomentó el proceso de invisibilización –sea como estrategia indígena para evitar la discriminación o como parte del proyecto homogeneizador de la naciónque en la actualidad es fundamental para deslegitimar demandas por derechos y por tierras. Por otra parte, la


sociedad argentina desconoce esta otra parte -o descree, ya que ha sido educada en asumir la extinción “natural” de los indios- del proceso de consolidación del estadonación como producto de políticas concretas de las elites del siglo XIX que pensaban en una sociedad argentina homogénea, producida por el estado sobre su territorio soberano.

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2 Según los casos seguidos por Totten, Parsons y Hitchcock (2002), se suele avalar estas categorías para expresar la supresión física involuntaria, por ejemplo, la mortandad de indígenas por viruela en el contexto de la Conquista de America. Al mismo tiempo se utiliza etnocidio para procesos de asimilación forzada con la intención de “civilizar” o re-educar como suele caracterizarse el caso de las escuelas residenciales en Canadá. 3 Por ejemplo las compañías comerciales en tiempos coloniales que explotan determinados recursos (incluida la mano de obra) y que como consecuencia socavan la subsistencia de un determinado grupo social 4 Quizás otra vía para negociar reconocimientos por parte del estado correspondía al haber prestado servicios en las campañas.

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DEBATE Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor Diana Lenton (presentadora y comentarista) Autores y comentaristas (en orden alfabético) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub

Genocidio como categoría analítica: Memoria social y marcos alternativos

Walter Delrio y Ana Ramos*

En los últimos años se ha venido produciendo un cambio significativo en el abordaje historiográfico sobre la relación entre pueblos originarios y políticas de estado en Argentina. Especialmente, esto es visible en relación a dos ejes: en primer lugar, la identificación de nuevas fuentes, temas, relaciones y procesos que complejizan la descripción hasta no hace mucho hegemónicamente homogénea; y, en segundo lugar, en cuanto al debate y aplicación de categorías de análisis que enmarcan al proceso de relación estado-pueblos originarios como crimen de lesa humanidad. En este proceso, una primera conclusión es que ha sido subrayada la existencia de una verdadera política de estado hacia la población originaria, implementada en las últimas dos décadas del siglo XIX. Este énfasis representa un cambio de paradigma frente a los supuestos de inexistencia de dichas políticas y de la “extinción indígena” que habían sido impuestos por el discurso político contemporáneo sobre las campañas de sometimiento y continuados, en gran medida, a través de todo el siglo XX por parte del discurso historiográfico. Al mismo tiempo, estas nuevas direcciones en las investigaciones han llevado a nuevas preguntas en torno a la continuidad/transformación/cambio de las políticas estatales, sobre la agencia de los pueblos originarios en este proceso, y con respecto a las implicancias que la conceptualización sobre el sometimiento estatal puede tener en el establecimiento de víctimas y reparaciones cuando se refiere al mismo como crimen de lesa humanidad, violencia o masacre estatal, o genocidio. Proponemos aquí abordar brevemente los dos ejes mencionados. En primer lugar, y en relación con la ampliación de temas y fuentes, introducir el caso de los niños apropiados en el contexto de las campañas de conquista de norpatagonia. En segundo lugar, en cuanto al debate teórico-conceptual sobre el proceso de sometimiento, pensar en la necesidad de tomar en serio otros marcos de interpretación en la discusión de las categorías de análisis, especialmente aquellos que han sido producidos desde trayectorias socioculturales subordinadas.

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*CONICET-IIPDyCa (UNRN). Correos electrónicos: wmdelrio@gmail.com, aramosam@gmail.com


1. Memoria de la persecución y memoria del reencuentro Sabía llorar, después seguía conversando mi abuelita. Los habían llevado lejos, para dónde... porque mi abuela dice que escapó, cómo le llaman este lugar, sabía decir ella... Choele Choel. En Choele Choel sabía decir, de ahí dice que se escapó ella. (2004)

La apropiación de menores –dentro de lo que ha sido el disciplinamiento y la utilización de la población originaria como fuerza de trabajo- ha constituido a lo largo de más de un siglo un no-tema para la historiografía. Las descripciones sobre el desarrollo de misiones religiosas en el área a menudo simplificaron y redujeron los campos de visibilidad sobre la distribución, deportación y apropiación de menores durante las campañas de conquista y los años siguientes a las mismas. En el sentido común esto se expresa en el icono de Ceferino Namuncurá, hijo del “terrible cacique” convertido al “servicio de Dios” que ha venido a condensar todo lo que se debiera conocer de las políticas de expropiación, distribución y disciplinamiento de menores indígenas. En el presente, existen trabajos -algunos de ellos aún en curso- que han dado cuenta de los mecanismos de traslado y distribución de menores durante las campañas militares y años siguientes (Mases 2002, Lenton y Sosa 2009, Nagy y Papazián 2009, Escolar 2008). Estos vienen demostrando lo sistemático y extendido de este fenómeno de apropiación y borramiento de identidad que ha llegado a representar porcentajes muy altos en determinadas ciudades como por ejemplo, Carmen de Patagones (Delrio y Quintana mi). Más allá de reponer aquí los resultados de este tipo de línea de trabajo nos interesa enfocar en cómo esa experiencia aparece en la memoria colectiva.

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Florentino Yanquetruz, de la meseta chubutense (Argentina), contaba que en los años en que “fue la guerra esa” cuando los winka perseguían y “degollaban a los paisanos y las paisanas”, una de las estrategias había consistido en esconder a los niños para que no se los llevaran: y se enterraban, hacían una cueva para que no los vieran, andaban de a caballo parece los de ellos. Desde adonde vinieron no sé… era para quitarle los derechos, sacarlos del campo nomás, entonces para zafar de la muerte que hacían los grandotes esos, los… los asesinos éstos que andaban, dicen que creaban así como una cueva y los metían adentro de la cueva, ahí no podían porque pasaban de largo, algún muchachito han podido salvar, pobre gente, cómo habrán sufrido…(2008)

Narrativas como éstas expresan un tipo particular y especial de memoria que conservó una generación para las siguientes. Se trata de una de las narrativas que suelen ser denominadas como las “historias tristes”. Son aquellas que se sitúan temporalmente en los años posteriores a los enfrentamientos con los ejércitos nacionales. En la memoria, el tiempo de las “expediciones militares” en los que tenían que huir por la cordillera, reagruparse, aliarse, organizar parlamentos y planificar estrategias comunes culmina con la “entrega” o el “sometimiento”. Es entonces cuando inician los “tiempos tristes” y el “sufrimiento de los abuelos” así como la dispersión de las familias y los desplazamientos en los que se originan los grupos actuales de pertenencia. Las historias tristes refieren al nuevo contexto, en el que los grupos indígenas dejan de tener control sobre su territorio, sobre sus familias y sobre sus destinos, es decir, historias de impotencia y sobre el qué hacer pese a ella. Las narraciones se cuentan desde el regreso de aquellos que sí pudieron hacerlo. Estas historias del regreso y la reestructuración tienen como telón de fondo el no evento de lo que no

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puede ser nombrado: los niños perdidos, quienes nunca volvieron, o fallecieron. Esta memoria, transmitida tanto por el discurso –o fragmentos de discursos—y por otras expresiones de silencio –como los sentimientos de tristeza expresados en el llanto de las abuelas-, es colectiva en tanto aún mantiene su capacidad para actualizar las huellas dejadas por los acontecimientos. Los testigos eran niños en los años del evento referido, y en sus relatos, o silencios, ellos aún se encontraban afectados por el acontecimiento -impresionados, lastimados, afligidos, hambreados o heridos. A través del relato, nuestros interlocutores –también niños al momento de recibirlo—vuelven a ser testigos, en tanto también se encuentran bajo el efecto del acontecimiento cuya impotencia, violencia y tristeza comunica el testimonio (Ricoeur 1999, p.83). Los sentidos más significativos y los efectos más performativos de la transmisión de memorias sobre contextos post-violencia residen más en la construcción de los silencios que en el detalle de lo efectivamente expresado en discurso. La transmisión de memoria consiste también en el respeto de estos silencios significativos, es decir, en la decisión de volver a transmitirlos como tales. Sin embargo, en ocasiones, los silencios devienen imágenes discursivas y dan textura a uno de los “no eventos” (Trouillot 1995) de la historia oficial: los campos de concentración indígenas en Patagonia. Las experiencias del post-sometimiento son contadas generalmente a través del protagonismo de mujeres y niños, y a través de ciertas imágenes específicas: el arreo como si fueran animales, los años de encierro, las “pilas de muertos”, la apropiación de los niños y el hambre. Estas historias refieren a eventos ocurridos en lugares distantes entre sí como las provincias de Mendoza, La Pampa, Buenos Aires o distintas localidades de Río Negro (Valcheta, Choele Choel, Chichinales).


A medida que los grupos parentales iban siendo sometidos por el ejército nacional, comenzaba la marcha hacia los sitios destinados a su concentración. En algunos casos la población originaria era obligada a cumplir un servicio para el ejército como baqueanos, guías o tropa. Cada fortín o fuerte solía funcionar de vigilancia de un grupo más o menos numeroso de sometidos. No obstante, estas detenciones temporales servían de paso hacia otras mayores que se fueron conformando en lugares frecuentemente inhóspitos. A este tipo de concentraciones fue destinada la mayor parte de la población originaria sometida o presentada. Algunos de estos sitios son recordados con los nombres actuales de los parajes. Otros también son mencionados en otro tipo de fuentes, como las memorias escritas de los misioneros salesianos, de los nuevos pobladores que se asentaron en la región o los partes militares. Aparecen episodios de concentración de personas, por ejemplo en Fortín Castro, hacia febrero de 18841; Chichinales2 por lo menos desde 1885; y Valcheta3. Todos ellos ubicados en la actual provincia de Río Negro. En cuanto al actual territorio de Neuquén, el padre Domingo Milanesio aseguraba que en la región cordillerana había 20.000 indios agrupados.4 Con respecto a Valcheta tanto la memoria social como la documentación de archivo permiten suponerlo como el centro más importante en cuanto al número de personas que fueron trasladadas allí. En algunos casos, el recuerdo sobre esta concentración remite a campos donde simplemente “los mataban a todos”. La memoria se detiene en este evento particular de la concentración y la deportación, y los relatos que la actualizan inscriben en los cuerpos de las mujeres y los niños las experiencias compartidas de dolor. En distintos lugares de la Patagonia, donde estas historias han sido escuchadas, este evento del pasado suele ser nombrado con la expresión “nos arreaban como animales”. Generalmente recorrían largas distancias, y gran parte del 3

recorrido era realizado de a pie. La tortura y al muerte están presentes en estas marchas.

Donde los tenían encerrados se morían de hambre… y había un cerrito, no sé qué, decía que ahí era donde ponían, los tiraban, los muertos…” (2006)

Decía mi abuela que cuando lo llevaron el que se cansaba lo mataban ahí nomás y listo, aparte que lo llevaron a pata… a los muchachitos, lo mataron iba a al asador y el fuego, … Así era la guerra de antes, 13 años tenía ella cuando la llevaron, la madre y ella” (2004)

Quienes protagonizan estas historias, los testigos que pudieron transmitir las experiencias a sus familias, generalmente fueron mujeres, pero sobre todo fueron niños que quedaron huérfanos o no llegaron a conocer a sus padres:

A: dicen que los mandan todo como animales ahí C: claro. Y ahí dicen que los van racionando nomás, para que vayan y lleguen vivos hasta donde los van a terminar a todos, dicen que los rondaban... así... A: los que no podían caminar dicen que les cortaban el cogote nomás (2004)

Los destinos eran variados y con funciones también diferentes, como mencionamos antes, pero en todos los casos los grupos concentrados se encontraban encerrados y bajo vigilancia. Algunas historias describen estos lugares como sitios de espera desde los cuales niños y mujeres eran deportados, o morían de hambre o por falta de atención médica. Otras historias los describen como “cuarteles” en los que eran obligados a trabajos forzados. La transmisión de datos precisos sobre las ubicaciones geográficas de estos lugares de concentración o sobre la duración del “cautiverio” nos permite comprender la extensión de esta política estatal represiva. Localizados en Valcheta, Choe Choel, Chinchinales, Mendoza, Buenos Aires, el tiempo de permanencia oscila entre uno y hasta más de cinco años. Claro, ahí es donde los llevaban, lo llevaban. Dice que veía gente, que enfermaban las mujeres, que tenían criatura, dice que le cortaban la cabeza, se iba nomás. Una galleta dice que le daban por semana, si comió alcanzaba un cachito y si no... te morías por ahí nomás... sabía llorar mi pobre abuelita y yo... después mi mamá me pasó a mí con mi abuelita y yo crié con mi abuelita...(2004)

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Ella fue cautiva, la abuela mía era cautiva, era chiquita, y después cuando lo cautivaron vino a salir después cuando se acomodó todo lo... ahí, se vino a salir, disparó, salió, se vino para acá, e hizo familia. Solía llorar mi abuela. Y sí yo me acuerdo, de repente me acuerdo, porque ella contaba la abuela. Las tropas se la llevaban... la agarraron cuando hubo esa guerra, eso, ahí se cautivó, cuál era la madre ni conoció tampoco, cuando era señorita vino a salir, mejor vamos a salir, le dijeron de ahí, si estaban cautivados. La cautivaron antes la gente, igual que un animal, como que yo tengo una animal ahora, lo agarro y lo llevo así, esos son cautivos, que le dicen, no sabe qué es lo que pasa. (…) Esa fue cautivada con la guerra no sabía cuál era la mamá cuando la agarraron (1997)

En estos relatos y otros similares, el testigo protagonista del evento es un niño. En los recuerdos citados arriba, son estas niñas y niños los que escapan de los campos de concentración y regresan en búsqueda de parientes. Estos relatos puntuales denuncian los eventos implícitos en ellos, es decir, el destino desconocido de los niños que, separados de sus padres o sin recuerdos sobre ellos, jamás pudieron regresar. Del mismo modo, la memoria resguarda las experiencias de aquellos niños que pudieron reconstruirlas tiempo después, pero en el contexto de esta posibilidad, se manifiestan aquellas otras experiencias que ya no podrían ser recontadas: Mi abuela contaba que se escapó dice mi abuela dice, sabía contarme ella, cuando sacaban a los chicos, cuando sacaban a los chicos que se llevaban. Ella dice que se escapó porque


la escondió la madre de ella debajo de ropa (…), era chiquita, y así se había escapado. Cuando la querían llevar a ella. Se la querían llevar. Y ella dice que la madre de ella dice que se sentó y se quedó sentada ahí, no le sacaron a la rastra ni nada, y se quedó ahí nomás, y abajo dice que la puso a ella con la pilcha esa, con la pollera que se ponen, claro, lo llaman quipán o iquilla, también lo llaman iquilla a ése. Ella era chiquita, así dice que la había salvado su mamá. Y de los demás dice que lo llevaron, a todos… Pero no sé cómo… tiene nombre ese cuando sacaban los hijos, los chicos sacaban todos, los llevaban los chicos todos” (2006)

Fragmentos de la historia como éstos pueden ser escuchados en distintos lugares de la Patagonia. Las abuelas y abuelos que relataron sus experiencias del pasado fueron los niños que vivieron las masacres, las marchas forzadas, los campos de concentración, el hambre, la separación de sus familias. Estos fragmentos de historia, estructurados poéticamente en textos identificables como “el arreo”, “el cautiverio” y “el modo en que se salvaron”, no sólo describen explícitamente detalles de un no-evento en la historia nacional sino que, sobre todo, implicitan las trayectorias colectivas y personales de quienes nunca han podido reestructurar en sentidos culturalmente significativos las experiencias del pasado. Es decir, las historias de los niños que no “regresaron”.

2. Marcos de interpretación y formas históricas de entender una relación “Muchos volvieron y muchos no”

(anciano mapuche de Cañadón Grande, 2006) La memoria social resguarda una historia política de relaciones, en la cual las trayectorias colectivas, familiares y personales se entrecruzaron significativamente en un momento específico de la historia. No obstante, estas memorias no sólo reconstruyen eventos pasados, sino que también operan como marcos de interpretación en 4

el presente. Esta doble función es la de las narrativas mapuche y tehuelche sobre los años que siguieron después del “sometimiento” o “la guerra”, y que suelen ser nombrados también como los “del regreso a casa”. La fuerza política de estos marcos de interpretación sobre el pasado reside en el carácter denunciante y en el énfasis reestructurador que la selección poética de imágenes y expresiones pone en primer plano. Ciertos eventos y experiencias del pasado se objetivaron en ngtram o narrativas históricas con carácter de verdad, y son estos géneros del arte verbal mapuche los que, en su función poética, actualizan los marcos de interpretación sobre la historia. De este modo, ciertos acontecimientos comunes del pasado se vuelven hitos históricos con cierta autonomía del pasado y del presente, y adquieren el potencial político que distintas generaciones le van inscribiendo (Wolin 1994). En este marco, las narrativas del regreso (como las historias del nahuel o tigre, los relatos sobre las vicisitudes del itinerario de retorno y otros5) ponen en primer plano la perspectiva de la reestructuración de las relaciones sociales y la conformación de nuevos grupos de pertenencia en un contexto en el que los niños ya no están con sus padres y las mujeres ya no están con sus familias, y a veces, tampoco con sus hijos. Enmarcados en esta perspectiva de la reestructuración, ciertos acontecimientos se tiñen de sentidos culturalmente significativos. Los grupos de pertenencia actuales son el resultado de estos regresos así como las trayectorias familiares suelen iniciar con la soledad de un niño o una mujer (abuelos y abuelas de nuestros interlocutores) que estuvieron varios meses acampando y sobreviviendo hasta llegar a un poblado de parientes o de personas que con el tiempo devendrían familia. Y ahí donde los largaron, era que se desparramaba la gente, porque la abuela tenía hermanas acá por Languineo, por

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eso se vino campeando la familia, y los padres… si ella era jovencita…, y los padres quién sabe para dónde habrán ido… capaz han muerto… yo nunca me enteré los bisabuelos de nosotros a dónde fueron…(2006)

Otros relatos inician en los campos de concentración, cuando generalmente un niño, una niña o una mujer logran sortear la vigilancia, en algunos casos haciéndose pasar por muertos. Es entonces cuando, en algunos relatos, se encuentran con el nahuel o el ñanco que los ayudará en el viaje de retorno, o reciben conocimientos y saberes prácticos de los antepasados que viven en el mundo debajo de la tierra, o vuelven de estados de locura o de situaciones de hambre a través de rogativas (Ramos 2010 a y b). En todos los casos ellos retornan en búsqueda de parientes y de un lugar tranquilo donde vivir en un territorio que, a partir de entonces, había pasado a manos privadas. Entonces por eso mi abuela (tenía 13 años) disparó de allá de la guerra, se escapó… donde estaban todos los compañeros encerrados, y ella se salvó, dejaron heridas pero salvó. Dice que como vio que se retiraban un poco los que andaban matando gente, dice que se rodó para allá para el lado de un zanjoncito hecho un canalcito y se metió ahí. Fue rodando, fue rodando… y después cuando… al rato aparecieron de vuelta… Porque lo iban a matar, entonces dice que venían recorriendo encontrando otros muertos, como diez muertos ¿vio? Y esta calladita nomás, calladita, dice pero ese pasó al ladito de él y no lo vieron nada. Y cuando se fueron otra vez, vio que se alejaron… dice que se corrió para abajo. Y se vino para el pueblo de los otros parientes que tenía (2004)

El regreso es, entonces, la historia de los que “se salvaron”, y de los que, como expresó Catalina Antilef, “volvieron y sabían conversar”. La memoria social de los contextos de violencia, y específicamente sobre el destino de los niños y mujeres que murieron o fueron apropiados por las políticas estatales post-sometimiento, se entra-


ma con las historias familiares de quienes retornaron y socializaron en contextos de pertenencia mapuche y tehuelche. Sin embargo, como anticipamos antes, son estas historias reiteradas en distintas familias, las que nos permiten reconstruir el no-evento de los discursos hegemónicos y las prácticas invisibilizadas de exterminio. Creemos que estos años en los que funcionaron los lugares de encierro (campos de concentración) y los posteriores de dispersión y de búsqueda, es decir, de retorno, constituyen un periodo importante en la historia indígena. Las campañas militares finalizan oficialmente en el año 1885, a fines de 1890 se levantan recién los campos de concentración, y las personas irán llegando a los lugares en los que se localizarán “para vivir tranquilos” en el transcurso de la siguiente década. La memoria social resguarda este periodo en particular como “historias tristes”, un evento que no ha tenido imágenes en las narrativas oficiales, y como “historias del regreso”, una interpretación del pasado que subraya la agencia indígena en la reestructuración de un pueblo. Este modo de reconstruir la historia -destacando las prácticas sociales motivadas por la liberación, el reencuentro de seres queridos, la conformación de nuevos grupos sociales, la recuperación de los conocimientos perdidos o la ayuda de los antepasados en la búsqueda de “la casa”- no deja de resaltar aquello que no está siendo dicho sobre este mismo proceso. Como venimos sosteniendo, la historia mapuche y tehuelche del regreso también se reconstruye en los silencios, los cuales, al igual que el discurso, son una creación política y cultural que toman lugar en un contexto particular (Dwyer 2009). Los silencios, los fragmentos expresados y los énfasis poéticos del arte verbal se entraman en un marco complejo de interpretación sobre prácticas sociales del pasado pero también del presente. Muchos de nuestros interlocutores –hoy adultos y ancianos— actualizaron las luchas de sus padres y abuelos en nuevas narrativas 5

sobre sus propias experiencias de niños de la violencia y la represión estatal. Una mujer de Vuelta del Río recordaba: Ellos vinieron de allá, el campo acá, los corrían a los paisanos acá, llegó la gendarmería en el año 1939 por ahí, y empezó a llevar a gente de hasta de a pie los llevaba, los llevaba a toda la gente, a los paisanos a todos, a trabajar, lo llevaban a latigazos, una paliza, le metían leña ahí. Yo lo tengo como experiencia, yo tenía ya en el año 1940 tenía nueve, diez, nueve años tenía. (2006)

Margarita Burgos, hoy anciana, recuerda el desalojo de su familia y la violencia de los gendarmes de los que fue testigo en Cañadón Grande cuando era pequeña: Los animales dicen que le quemaban, todo, decían. Le iban a quemar toda la casa, y así nos sacaron a nosotros. Ese a donde estábamos. Mataban a la gente ahí, como mataban a la gente, andaban con hijos y le sacaban a azotes a los hijos y los mandaban a trabajar lejos, y los mataban a azotes… Era mocosa yo, como voy a saber. Pero vi como mi padre con un gendarme peleó mi padre… Y lo llevaron… y a todas sus tropillas, le llevaron toda la tropilla, una matra, una bolsa había laboreado mi madre, y lo llevaron todo. Yo prendida al pantalón de mi padre, cómo lloraba yo. Prendido estaba yo. (2006)

Historia como éstas se repiten en el sur, en la meseta y en el noroeste de Chubut. El modo en que se hace sentido sobre experiencias recientes de represión actualiza marcos complejos de una historia de larga duración donde silencios, fragmentos y expresiones se conjugan en una misma historia política de relaciones con el poder. En otras palabras, las memorias del afecto, aquellas en las que las abuelas “sabían llorar” cuando recordaban, son actualizadas al narrar las experiencias de las siguientes generaciones. En este sentido, creemos que el no-evento de las políticas estatales post-sometimiento es, en la vida cotidiana de las personas mapuche y tehuelche, el hito

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histórico en el que se organizan los marcos de interpretación, aun vigentes, sobre la historia, las relaciones de poder y la incorporación al estado nación. La historia de lo impensable (el arreo como animales, el encierro, las muertes y el hambre) se vuelve a denunciar en otros eventos más recientes. Palabras finales: de la reparación y victimización al reconocimiento de la agencia y programa político Como categoría de uso -jurídica- genocidio implica la descripción de un tipo de proceso estatal de eliminación colectiva –no sólo física-, borramiento de identidad y expropiación, pero un proceso en el cual también se origina y asegura la negación de otros marcos de interpretación. En este sentido, como categoría analítica debiera dar cuenta no sólo de cómo otros marcos se silenciaron sino también de cómo esos marcos pueden articularse para una comprensión más profunda –o al menos menos etnocéntrica- de estos procesos. Si esto fuera posible, podríamos problematizar6 aspectos de una historia que no podíamos ver y preguntarnos por las dimensiones del proceso histórico que se iluminan cuando “lo que ocurrió en el pasado” se reconstruye desde una perspectiva intercultural. Estos marcos de interpretación alternativos permiten tanto ver eventos en los no-eventos como ver agencia en la negación del otro. Las memorias referidas brevemente en este trabajo no constituyen meramente la denuncia de un suceso acotado en el tiempo, sino que crean un marco, que si bien se inicia en ese contexto acotado de las campañas y la violencia de estado, crea conceptos, términos, sentidos de la historia, una forma de entender una relación histórica de subordinación y alterización que se extiende hasta el presente. Una continuidad de transmisión de las experiencias de niños a otros niños a través de marcos de interpretación que permiten comprender y volver a transmitir sus propias experiencias de violencia estatal.


Sin perder el valor de denuncia –y de fuente para el relato historiográfico-7, estas memorias contadas desde la reestructuración nos sugieren otros desafíos. Ellas conllevan la necesidad de repensar las categorías de análisis con las que construimos eventos del pasado. En primer lugar, para dar cuenta de la agencia indígena en el proceso histórico; pero donde “agencia” incluye a los antepasados, a los no-humanos o prácticas como hacer rogativas, habitar temporalmente debajo de la tierra o recibir ayuda de un tigre para rencontrarse con los parientes. Segundo, para reconstruir también las dimensiones políticas que originaron una historia y las que se actualizan cuando ésta es recontada. Un ngtram es una historia verdadera que narra –en palabras o silencios- los acontecimientos del pasado pero desde una perspectiva relacional (conversaciones de los antiguos). El ngtram implicita una conversación en la que las experiencias –vividas o heredadas- se vuelven transmisibles. Y es por esta relación que los marcos de interpretación de la memoria social interpelan políticamente a quienes reciben los relatos. El marco de interpretación es conocimiento sobre el pasado pero también es un programa político sobre el curso de la historia y la definición de agencia. En este sentido, complejiza tanto la noción de victima que propone la noción de genocidio al enfocar en la agencia de quienes han intervenido e intervienen en el curso de la historia, como también la de reparación, al proponer un programa político de acción frente a las relaciones establecidas. En breve, esto no contradice la noción de genocidio como categoría de uso –más allá de las falencias que esta pueda tener o no en términos jurídicos-, en tanto lo que se subraya es precisamente la política estatal caracterizada por la masacre, la expropiación y diferentes medidas tendientes a imposibilitar la reproducción del grupo. Pero sí nos coloca ante la búsqueda de un concepto analítico –sea genocidio, masacre o violencia es6

tatal- que pueda establecer una relación compleja entre marcos alternativos de interpretación. Especialmente pensando que algunos de estos marcos –mucho antes que la convención de las Naciones Unidas- vienen construyendo sentido sobre estas prácticas estatales a partir de la experiencia social. En éstos no se habla de víctimas sino de la agencia de los abuelos y de un legado que fundamentalmente es una orientación para la acción, más que un reclamo de reparación en el que vuelvan a ser considerados como sujetos pasivos de la historia.

NOTAS: 1 Allí fueron concentradas “300 personas de las tribus de los caciques Andrés Pichaleo y Juan Sacamata” (Garofoli, José Datos Biográficos y Excursiones del P. Milanesio, p. 74; manuscrito, Archivo Salesiano Inspectoría Buenos Aires (ASIBA), indígenas 201.2). 2 El padre Pedro Giacomini refería la presencia de 20 familias del cacique Coñuel en Chichinales (Giacomini, Pedro, Misiones de la Patagonia, p. 59). También sería el lugar de concentración de más de 1000 personas hacia 1886 cuando los salesianos Cagliero, Remotti y Panaro realizan una extendida visita a la gente de Ñancuche y Sayhueque, por entonces prisioneras del ejército en aquel punto (Garofoli, José, op. cit., p. 169; ASIBA, indígenas C. 201.4 doc. 60). Chichinales aparece en un relato registrado por Lehmann-Nitsche (1938) como el sitio de concentración de Sayhueque. 3 El caso de Valcheta es el más significativo tanto por el número de personas que habría implicado, como por su mención repetida en distintas narraciones mapuche-tehuelche en el área patagónica, que refieren a dicho asentamiento como un lugar de concentración, tortura y muerte. De las distintas versiones se desprende que por lo menos funcionó hasta mediados de la década de 1890.

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4 Giacomini, Pedro, op. cit, p. 99. 5 Ver Ramos (2010 a y b) 6 Entendemos aquí problematización en términos de Foucault como la posibilidad de crear objetos de reflexión vedados hasta entonces. 7 De hecho a partir de estos ngtram es que fue posible reorientar búsquedas en los archivos históricos para dar cuenta de la documentación existente en ellos sobre los centros de concentración, modalidades y destinos de la distribución de indígenas y prácticas de disciplinamiento desde el momento de las campañas en adelante. Véase: Pérez 2009, Delrio 2005,y 2007 entre otros.

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DEBATE Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor Diana Lenton (presentadora y comentarista) Autores y comentaristas (en orden alfabético) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub

De montoneros a indios: Sarmiento y la producción del homo sacer argentino

Diego Escolar*

En recientes artículos de prensa en torno al 12 de octubre (hasta hace poco “Día de la Raza” y redefinido oficialmente ahora como “Día de la diversidad cultural”) el periodista argentino Mariano Grondona, el escritor Martín Caparrós y el historiador Luis Alberto Romero, entre otros, se refirieron al genocidio indígena en Argentina como tropo del relato histórico kirchnerista y apelaron a una crítica de apariencia historiográfica para cuestionar su existencia. Aún a sabiendas del contexto militante en el cual se inscriben estos planteos, me interesa partir de algunos postulados reproducidos en ellos para analizar algunos aspectos fundacionales de la producción del genocidio indígena desde y más allá de la imaginación liberal. Concretamente, la vinculación histórica entre la categoría de “indio”, las prácticas genocidas y la violencia fundadora del estado. Destacaremos un argumento típico y otro reciente del anti-indigenismo liberal presentes en estos panfletos. El primero, el uso anacrónico del concepto de genocidio para aplicarlo al sometimiento de los indígenas en la Argentina, en especial durante la “Campaña del Desierto” en el siglo XIX, dado que el término no existía en la época. El segundo, enunciado por Grondona, la criminalización de Julio Argentino Roca al contrario de la indiferencia que habría merecido la figura de Sarmiento, quien (afortunada e inexplicablemente) habría pasado inadvertida para el revisionismo K. En los tiempos de Roca desde luego no se utilizaba el término genocidio, acuñado por el jurista polaco Raphaël Lemkin a mediados del siglo XX para tipificar criminalmente el holocausto nazi. Pero esta crítica epistemológica de anacronismo conceptual es endeble precisamente en términos epistemológicos. El propio ejercicio de la historiografía puede concebirse en la práctica como una inevitable tensión (toda vez que, en nuestra ontología, el pasado no existe en el presente sino a través de mediaciones discursivas) entre la aproximación a una imposible identidad con el espíritu de época y la proyección de modelos de pensamiento, perspectivas, categorías y deseos total o parcialmente presentes (genocidio, elites letradas, burocracia, emancipación, estado…). Más llamativa es, sin embargo, la crítica del único historiador profesional que in-

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*CONICET - Centro Científico y Técnico Mendoza / Universidad Nacional de Cuyo. Correo electrónico: descolar@gmail.com


terviene en esta campaña de prensa, Luis Alberto Romero. Cuestionando también la extemporaneidad del uso del concepto de “genocidio” para la Campaña del Desierto, despliega crasos errores históricos cuando no evidentes anacronismos al contrastar a Roca con los aztecas (“al menos Roca no realizaba sacrificios humanos”), al hablar de “imperios aborígenes” en la Patagonia y al calificar al estado argentino durante el gobierno kirchnerista como “totalitarismo” estalinista, básicamente por la intención de sus partidarios de colocar un monumento del fallecido ex presidente. Como propone Rancière la “provocación negacionista” no se sostiene generalmente mediante pruebas, sino que sus argumentos parecen adquirir más fuerza de convicción cuánto más inconsistentes resultan en los hechos, como lo demuestra la acumulación de intervenciones periodísticas contrarias a las demandas indígenas (Hanglin, Grondona, Caparrós) que repiten argumentos calcados de la épica militar argentina, impermeables a la crítica historiográfica seria. Ya sea invocando pergaminos como Grondona o, como Caparrós, autoridiculizándose, la propaganda antiindígena interpela a una suerte de “Doña Rosa” liberal que no se preocupa por argumentos históricos sino que eventualmente se identifica con los supuestos racistas, la épica del inmigrante, el tono iconoclasta y, en Caparrós y Hanglin, la ética de “sacarse la culpa” celebrada por el inconfundible folklore lacaniano porteño. No es lo más difícil, efectivamente, determinar ni probar que ocurrió un genocidio, o varios, sobre pueblos indígenas de la Argentina atendiendo a las características tipológicas asociadas al término. Investigaciones serias pueden resistir exitosamente el embate de los negacionistas, sea que consideremos al genocidio como un concepto jurídico, una aberración moral y política o la descripción de un evento histórico efectivamente sucedido. Los problemas comienzan más bien cuando se 2

pretende utilizar el concepto como una categoría general explicativa de los procesos históricos, o cuando se lo instituye como principal emblema de identificación de un colectivo social movilizado, aspectos que pasaremos a desarrollar en breve. La segunda crítica de Grondona sobre la excesiva criminalización de Roca y aparente rehabilitación de Sarmiento es, sin embargo, parcialmente correcta. Roca ha sido mistificado como símbolo de un genocidio indígena argentino cuyos orígenes, ideólogos, ejecutores, proyección histórica y profundidad social trascienden con mucho su papel. Sarmiento ha recibido críticas en este sentido, pero no han cuajado en nada comparable a la monumentalización de Roca como genocida. Esto deriva en gran medida, sostengo, del modo en que tradicionalmente la Campaña del Desierto ha sido instituida como el evento mítico del “fin de los indios” y el mismo Roca como héroe fundador de territorio, raza y destino colectivo de la Argentina. Como todo mito en sentido antropológico, el de Roca y la “Campaña del Desierto” constituyen sin embargo matrices de representación y pensamiento colectivos que pueden ser y han sido reapropiados. Tal cual la liturgia nacional argentina reprodujo el mito de Roca, tanto los indígenas o sus simpatizantes como la izquierda en general lo ha reinvestido de significado para reivindicar demandas indígenas, articular un sentido de experiencia histórica colectivo o cuestionar relaciones de dominación y el orden político. Pero me parece importante retomar la figura de Sarmiento para analizar la relación histórica entre la categorización indígena y la institución de un orden estatal que en su fundación soberana excluye un sector de su población del cuerpo político. Habitualmente el estudio del genocidio indígena colocó el acento en la reconstrucción del padecimiento de las víctimas y la responsabilidad política, criminal y moral de los victimarios. Este esfuerzo tendió a fortalecer la

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noción de dos sociedades históricamente separadas, con lógicas diferentes, una de las cuales, la “sociedad criolla” o “los blancos” termina haciendo de la otra el objeto de un conjunto de acciones genocidas planificadas y desarrolladas por su estado, el Estado argentino. Estos usos del concepto, más que erróneos son parcialmente simplificadores de la experiencia histórica indígena (y criolla), simplificación tal vez inevitable para representar ciertos procesos, pero que dificulta la comprensión de algunos puntos clave de la institución de la relación “indios”=genocidio. Retomaré un caso que trabajé más extensamente en un estudio previo (Escolar 2007) el cual no es incorporado generalmente en la saga negativa del genocidio indígena pero que considero fundamental para su comprensión si se lo pretende colocar, como viene proponiendo la crítica antropológica local (véase la síntesis periodística sobre la problemática del genocidio indígena en Argentina de Diana Lenton)1 en relación a la constitución del Estado. En 1862 luego de la derrota del ejército federal por las tropas de Buenos Aires en la Batalla de Pavón, Domingo Faustino Sarmiento fue enviado por Mitre para dirigir la intervención y represión contra los federales en las provincias de Cuyo, La Rioja y Córdoba. Después de una masiva insurrección federal sofocada cruentamente por Sarmiento, su prestigioso líder el Chacho Peñaloza es asesinado a “lanza seca”, inerme y rendido, por la partida militar enviada a capturarlo. Su cabeza es enarbolada en lo alto de una pica, exhibida junto con sus miembros descuartizados. Dijo Sarmiento a propósito del hecho: Yo, inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y honrados, aquí he aplaudido la medida, precisamente por su forma. Sin cortarle la cabeza a ese inveterado pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se habrían convencido en meses de su muerte” (Sarmiento y Mitre 1911, p. 230).


El asesinato del Chacho no fue un caso aislado sino la (provisoria) culminación de un ciclo de represión que desató el ejército de Buenos Aires para someter la resistencia federal en las provincias. Las víctimas fueron los pobladores de la campaña semiárida o “travesía” cuyana, los Llanos riojanos, sur de Córdoba, etc. a menudo calificados como “gauchos”. Este ritual de sacrificio terrorista, como muchas otras prácticas que toleró o promovió entre sus tropas (fusilamientos masivos, torturas, asesinatos y esclavización de civiles inocentes, incendio de pueblos) fueron denunciados por contemporáneos como José Hernández, Juan Bautista Alberdi y el propio Bartolomé Mitre como un crimen análogo a los que el propio Sarmiento inscribió dentro del sórdido decálogo de la “barbarie” federal como símbolos elocuentes de la negación de la civilización, la sociedad y, básicamente, lo político. A partir de estos hechos y debido a la repercusión que tuvieron en la política nacional Sarmiento escribió un libro destinado básicamente a justificar su papel en la ejecución del Chacho y la represión de las montoneras. El Chacho último Caudillo de la Montonera de los Llanos (1947[1866]) es uno de los textos más importantes del autor para conocer su pensamiento político. Una especie de secuela del Facundo, pero en donde su voz no se sitúa como en éste extemporánea, desapegada del escenario de la acción narrativa, sino que se coloca a sí mismo como personaje cargado de responsabilidad y participe de los hechos. Es asimismo un tratado sobre el gobierno y la legitimidad de la administración de la violencia sin reglas en la producción de la soberanía del estado. El libro vincula dos argumentos: primero, la imposibilidad de una incorporación política de las poblaciones campesinas de la campaña de las provincias interiores (y gran parte de su plebe urbana) en la ciudadanía. Segundo, el carácter esencialmente indígena de dichas poblaciones. 3

La masiva insurrección montonera será vista como expresión bélica de una “resistencia cultural” indígena, un “movimiento indígena campesino” (Sarmiento 1947, p. 90) explicado a su vez por el resentimiento hacia la población blanca y culta de una masa rural que obedece a un ancestral odio indígena, originado en las injusticias, masacres y expropiaciones sufridas desde la colonización española. Un pasado de despojo en el cual las poblaciones “…fueron desalojadas por los conquistadores para hacer de las tierras de labor estancias (…) (p. 91). Esta indigenización histórica, geográfica y cultural de las montoneras y sus caudillos contrasta en forma notable con la canónica construcción del “gaucho” como sujeto popular en Facundo.2

explícito de la necesidad de exclusión de parte de lo que potencialmente puede ser considerado el “pueblo” de la comunidad política. Sarmiento plantea que los montoneros no sólo están fuera de la ley ordinaria sino también del Derecho de Gentes, antecedente jurídico del concepto de derechos humanos (1947, p. 218). La discusión desarrollada en El Chacho... sobre las facultades oficiales de represión se inscribió en una agenda nacional –incluyendo la propia coalición liberal gobernante—, marcada por los debates sobre los límites a la incorporación de la disidencia política en un estado republicano. En un famoso discurso en el Senado sobre el estado de sitio—con motivo de una nueva intervención de San Juan en 1869, durante la presidencia de Sarmiento—el mismo Mitre, ahora en la oposición, acusó a Sarmiento de haber asimilado las prácticas de los caudillos y violar los derechos humanos al ajusticiar al Chacho por delitos políticos, a pesar de sus ideales liberales:

Por otro lado, la caracterización indígena no explica sólo los motivos de la rebelión sino la imposibilidad de un comportamiento propiamente político (incluso en el marco de una guerra) para el procesamiento de los antagonismos. Para legitimar el asesinato y mutilación del Chacho por las fuerzas nacionales, Sarmiento había reclamado que las órdenes del presidente Mitre consideraban a la montonera como “salteadores” y no como enemigos políticos.3 Tal caracterización sólo cabría en tanto sus demandas asumieran una forma legítima y sus líderes se hubieren organizado con un programa o demanda inteligible. Escribiendo en la prensa local, Sarmiento justificaba la guerra afirmando que “no es un sistema político lo que estos bárbaros amenazan destruir. Es todo orden social, es la propiedad tan penosamente adquirida” (1947, p. 137); las montoneras son “negaciones de la sociedad misma (p. 235)”. Esto, a pesar de haber admitido que “de los prisioneros tomados, solo quince en más de ciento no tuvieron quién solicitase su libertad y los acreditase honrados, lo que probaba que eran todos gente conocida y de buena familia” (p. 81).

En ocasión de la famosa polémica desatada en torno a la publicación de Campaña en el Ejército Grande (Sarmiento 1962 [1852]), Juan Bautista Alberdi había acusado a también a Sarmiento de impulsar “La guerra militar y de exterminio contra el modo de ser de nuestras poblaciones pastoras y sus representantes naturales (1945, pp.1011).”

El carácter primordialmente indígena de las montoneras y sus bases opera en El Chacho… como argumento

La represión de las montoneras podría encuadrarse en la figura de genocidio en muchos aspectos análogo a las

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El Congreso Constituyente de 1853 prohibió las ejecuciones a lanza y cuchillo (…) También existe en nuestra Constitución, como una garantía de derecho humano [énfasis propio] y un bálsamo derramado sobre antiguas y dolorosas heridas esta otra prohibición: no se matará por delitos políticos [destacado en el original] (Mitre 1869, pp. 7-8) (…) [Un mandatario] podía matar a sus enemigos políticos con sólo calificarlos de bandidos o bandoleros (1969, p. 44).


prácticas de la guerra contra los pueblos indígenas. Los asesinatos, torturas, reparto de personas y confinamiento de población civil; la destrucción de las bases materiales de su existencia; la producción de una excepción basada en reales o supuestas características culturales y biológicas; sobre todo, la justificación de su sometimiento a un orden soberano estatal mediante la simultánea exclusión del orden jurídico y político de ese mismo estado constitucional. Por ello, si bien considero técnica y moralmente correcta catalogarla de genocidio, no creo que resulte del todo adecuada la concepción de la Campaña del Desierto como el “genocidio constitutivo” del Estado argentino, toda vez que sería difícil establecer, primero cuál genocidio sería más propiamente constitutivo; y luego, exigiría una justificación mayor de qué significaría el concepto “constitutivo”. En términos históricos la matanza y exclusión soberana (reducción a meros cuerpos que cualquiera puede matar sin violar la ley, desconociendo la norma constitucional vigente) de los campesinos del interior y los restos del partido federal movilizado entre 1962 y 1963 tras la batalla de Pavón, a partir del cual el estado de Buenos Aires conquista las provincias del interior y su ejército de convierte en el de la Nación, parece corresponder mejor a la noción de un genocidio “constitutivo” del estado argentino, si por ello entendemos la producción original de un orden político soberano mediante un acto de violencia fundadora. Los grupos indígenas libres del área pampeana y patagónica son conquistados con posterioridad a la secuela de conflictos más cruentos suscitados por la imposición de la regla estatal nacional en las provincias, y participaron en las campañas muchos ex montoneros y algunos jefes federales, la guerra (con genocidio incorporado) de conquista militar consolidó en todo caso el dominio y expandió el territorio de un estado ya constituido.

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Pero en la tradición filosófico-política occidental “poder constitutivo” hace referencia básicamente a un concepto distinto de soberanía: la capacidad del soberano (el Rey, los convencionales, el pueblo) de suspender la propia legalidad del estado, no para consolidar un poder omnímodo para la destrucción del pueblo sino para fundar un nuevo orden político y jurídico legítimo, una nueva constitución. En la tradición democrática, especialmente la antiliberal, tal noción supone la posibilidad de trascendencia de las limitaciones formales y sistémicas a la democracia y fundar un nuevo orden sin condicionamientos impuestos por el anterior. Es esta la concepción que desde Lawson, Locke, Madison y Sieyès hasta Carl Schmitt y Walter Benjamin alimentó nociones como poder constituyente, violencia fundadora, poder fundador o dictadura soberana (Kalyvas 2008; Benjamin 1991, Schmitt 2005). La relación de este poder soberano y el estado de excepción con la posibilidad cierta y constitutiva del genocidio, es desarrollada en las últimas décadas por Giorgio Agamben (1998, 2005) vinculando básicamente una inspiración crítica en Carl Schmitt con el concepto de biopolítica tal cual lo desarrolla Michael Foucault. Para él, el estado de excepción (en cierto modo como para Benjamin el “estado de emergencia permanente”) es el nomos de todo estado moderno, siempre produce un tipo de homo sacer, grupos de personas que se transforman en mera vida desnuda, que quedan excluidas del orden legal y político del mismo estado que las contiene y pueden ser asesinadas por cualquiera, y que pueden coincidir con una parte o toda su población. Es decir, la soberanía siempre implica en esta línea la posibilidad de que la tendencia al control de toda la esfera de la vida humana por parte del estado moderno sumada a la capacidad de suspender su propia legalidad sin violar la ley, se traduzca en el poder indiscriminado de matar sin por ello romper sus propios fundamentos legales.

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Si analizamos el discurso y prácticas de Sarmiento con relación a las montoneras del Chacho es clara la relación que puede establecerse con el de Roca y otros promotores con relación a la Campaña del Desierto en cuanto al modo en que se argumenta la necesidad y posibilidad de eliminar a los indígenas o someterlos sin considerar para ellos las normas de derecho que la misma constitución sanciona, en la medida en que se trata de población que habita lo que se asume como territorio nacional (más allá de que se argumente un origen “chileno”). Pero deseo destacar que precisamente la línea que recorre ambos momentos genocidas para ser considerados legítimos, incluso legales, en el caso de Sarmiento con las montoneras y de Roca con los pueblos indígenas de la Patagonia, es la categorización indígena de los grupos exceptuados. Este es el argumento final que permite justificar ambas conquistas del interior del territorio y el espacio social estatal. Solemos no cuestionar la calificación indígena de las poblaciones autóctonas de la Patagonia hacia finales del siglo XIX. Pero siempre fue visto como problemático o imposible calificar de indígenas a los “gauchos” o “criollos” de las provincias de antigua ocupación colonial en el centro y norte de la Argentina. La decisiva indigenización de las montoneras por parte de Sarmiento (en el momento fundador de un poder soberano estatal) nos dice que no se trata sólo de que el estado argentino o los detentores prácticos de su soberanía cometieron genocidio con los indígenas, sino que también la indigenización o reconocimiento de la indianidad de la población fue un argumento para cometer y legitimar genocidios, o “colonización interior” en el marco de un estado republicano. No se trata solamente, entonces, de que los indígenas sean o hayan sido blanco de genocidio por parte del estado, sino que lo indígena fue constituido históricamente, también, como un tropo corporizado de


soberanía en el sentido negativo de excepción y poder de muerte sobre los cuerpos del propio estado moderno. La capacidad de expansión y contracción de los colectivos identificados como indígenas, o mejor dicho, la variable abarcabilidad de tal clasificación entonces, no sólo estuvo asociada en el pasado como en la actualidad a demandas emancipatorias, de derechos restitutivos y reconocimiento, sino también, históricamente, a la producción de una excepción y exclusión del orden de lo político y las garantías constitucionales, de un homo sacer argentino (papel en el cual Sarmiento fue uno de los principales agentes). Tal vez por eso también la “invisibilización” y ubicuidad de la identidad indígena fue también una estrategia de supervivencia para aquellos grupos o sectores capaces de ser señalados como tales, y no sólo el resultado de una ideología étnico-nacional de homoegenización promovida por las elites o de políticas asimilacionistas (Escolar 2007, 2011 en prensa). En este sentido, más allá de la justicia de las demandas por genocidio de los pueblos indígenas en Argentina y de la necesidad de refutar las campañas negacionistas, consolidar al genocidio como principal mito de refundación de identidades y pueblos indígenas actuales, o como principal demanda y símbolo de los indígenas como colectivo social movilizado entraña también el peligro de reproducir o rehabilitar su locus de excepción como respuesta estatal potencial. Pregunto si esta edificación de una subjetividad contenciosa a través de la fijación nítida de lo indígena anclada en la experiencia del genocidio como marcador universal (lo que finalmente conceptualizaré con el horrible neologismo “genocidificación”), cuidadosamente evitada durante largos pe-

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ríodos por las bases sociales capaces de ser interpeladas como indígenas, puede reproducir la noción de su genocidio como matriz de la historia capaz de proyectarse teleológicamente hacia el presente y futuro, independientemente de las intenciones políticas o morales que se quieran instituir en el debate.

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1 “El Estado se construyó sobre un genocidio”. Página 12, 10 de octubre de 2011. 2 No sólo en aquel libro los pobladores de las campañas o “llanuras” interiores son descriptos como españoles degenerados, pero radicalmente diferentes de los indígenas (en este caso pampeanos y patagónicos), sino que algunas tradiciones culturales gauchas descriptas en aquel son modificadas en El Chacho… para mostrarlas como indígenas. En Facundo, Sarmiento afirmaba por ejemplo que “En las llanuras argentinas no existe la tribu nómade; el pastor posee el suelo con títulos de propiedad; está fijo en un punto que le pertenece” (Sarmiento 1963: 69). Sin embargo, para explicar que “El Chacho no usó de la coerción que casi siempre los gobiernos cultos necesitan para llamar a los pueblos a la guerra” dirá que utilizó formas de lealtad que define como “la organización primitiva de la tribu nómade” (1963, p. 82). 3 Sarmiento invoca las órdenes secretas del presidente Mitre “quiero hacer en La Rioja una guerra de policía (...) declarando ladrones a los montoneros, sin hacerles el honor de considerarlos como partidarios políticos ni elevar sus depredaciones al rango de reacción (Sarmiento 1947, p. 143).

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DEBATE Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Editor Diana Lenton (presentadora y comentarista) Autores y comentaristas (en orden alfabético) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub

1879 – 1979: Genocidio indígena, historiografía y dictadura

Julio Esteban Vezub*

A la luz de las intervenciones repetidas en la prensa de los últimos días, se me ocurre que se detectan al menos dos debates dentro del debate sobre “genocidio indígena”. Se trata de identificarlos con la mayor nitidez, a los fines de deslindar derivas y motivaciones que no son inherentes a la discusión propiamente histórica, aunque sí a las formas actuales de valoración del pasado, como ser los posicionamientos respecto del gobierno nacional y los relatos que se movilizan por parte de oficialistas y opositores. Para caracterizar el campo es imprescindible historiar las discusiones, seguir su articulación en el tiempo e indagar en qué contextos se realzan o adquieren relevancia pública. Básicamente, por delante de la adecuación de la categoría “genocidio” a determinados procesos y acontecimientos, hay un conflicto primario relativo a la verificación o no de crímenes masivos durante el proceso de formación del Estado nacional y el capitalismo, los niveles de legitimidad, justificación y tolerancia hacia el pasado traumático, su condición inexorable o necesaria y, recién entonces, el uso emblemático de los olvidos, las memorias y las representaciones para intervenir ideológicamente en los conflictos presentes. Con excepciones filosóficas en un debate empobrecido por propagandistas, el uso o el rechazo de la categoría “genocidio” es subsidiario de la valoración y gravedad que se atribuyen a hechos mayormente constatados, incluso a desgano. Por ello la discusión es otra: ¿hubo o no crímenes masivos y exterminio de poblaciones en el proceso expansivo del Estado argentino? La metodología historiográfica es eficaz para distinguir los niveles del debate, caracterizar el juego de fuerzas y los conflictos que lo delimitan. Vale decir, historiar las circunstancias y el recorrido que configuran la discusión. (Cuando digo “historiografía” el ejercicio incluye la “antropología”). Desde el exilio en México, David Viñas (1982) dio productividad a sus fuentes al preguntarse si “los indios fueron los desaparecidos de 1879”, trazando un paralelo con la dictadura, perspectiva que fue cuestionada por la simpleza de la comparación (Mases 2002, p.15).

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*Centro Nacional Patagónico, CONICET; Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, UNPSJB. Correo electrónico: vezub@cenpat.edu.ar


Pero Viñas sabía con quiénes se enfrentaba: las fuerzas armadas pensaron las prácticas que acompañaron la expansión socio—territorial del siglo XIX como el hito fundacional del mismo devenir que ellas clausuraban a fines del XX. Antes del golpe de 1976, la publicación Política seguida con el aborigen, a cargo de la Dirección de Estudios Históricos del Comando en Jefe del Ejército (1974), describía las tácticas de “combate irregular” indígena sistematizando en realidad otra cosa, acumulando enseñanzas para la “guerra sucia” contra las organizaciones revolucionarias. Fue la celebración del centenario de la ocupación de la línea del río Negro en 1979, sintetizada como “Campaña del Desierto”, la que puso en serie los dos acontecimientos represivos como parte de un mismo proceso de (re)organización nacional. El “Plan Cultural” de la junta militar le dio rol estratégico al “Congreso Nacional de Historia sobre la Conquista del Desierto”, realizado en General Roca ese mismo año, igual que a los partes de campaña, memorias e historias laudatorias que se editaban a través de Eudeba, sello que estaba intervenido como toda la universidad (Invernizzi 2005). Estas operaciones son conocidas, aunque no se ha reflexionado lo suficiente sobre su efecto en la homologación de experiencias traumáticas diferentes y temporalmente distantes. Las imágenes especulares entre 1879 y 1979 todavía pautan una porción importante de las interpretaciones sobre las masacres del último cuarto del siglo XIX. Con el advenimiento de la democracia perduró una visión resignada y al mismo tiempo superflua sobre el crisol de razas, principalmente desde la historia social argentina, conforme a la cual las campañas militares habrían resuelto la “cuestión indígena” a favor del trasplante y la homogeneización de población, acelerando la extinción. Aunque las especializaciones no fueron rígidas en la división de planteamientos, la antropología sociocultural fue contradiciendo dicho corolario 2

histórico, seguramente por la mayor interlocución con los protagonistas del activismo étnico que se fortaleció a partir de los noventa. Probablemente, la vitalidad de la militancia indígena e indigenista explique algo del revanchismo clasista y la urgencia del tema para la mayoría de los que niegan el genocidio desde La Nación. Parte de la dificultad para ahondar los contenidos tiene que ver con que el debate se desarrolla principalmente según las reglas de la prensa. Incluso cuando las voces académicas asumen la responsabilidad de manifestarse lo hacen con las constricciones del género, pensando más en los efectos políticos y sus posibles lecturas que en la teoría y los estudios de caso que sostienen cada argumento. La negación del genocidio y la valoración positiva del orden conservador, incluidas sus consecuencias para los indígenas, tuvieron base en corporaciones como la Academia Argentina de la Historia, mayoritariamente al margen de las universidades y los organismos estatales de ciencia y técnica. En 2004 Juan José Cresto instalaba la polémica, en su doble condición de director de esa asociación y del Museo Histórico Nacional, del que sería reemplazado a poco de sus dichos. Cresto cargaba contra “el mito del genocidio” que “oculta reivindicaciones territoriales”, volviendo sobre el impresionismo de malones y cautivas laceradas en las plantas de los pies. Utilizando el correo de lectores de La Nación, Pedro Navarro Floria lo refutó expeditivamente, discutiendo las afirmaciones más endebles sobre la carencia de documentación probatoria y aquellas según las cuales la “[…] pampa agreste estaba totalmente desierta, con algunos bolsones de pobladores aislados”. También desde la prensa José Emilio Burucúa sostuvo criterios que considera técnicos, partiendo de la definición de genocidio de Lemkin, recogida por las Naciones Unidas en 1948. Según Burucúa la definición es muy precisa, aunque a continuación la ensancha para incluir casos que no quedan contenidos dentro de la definición

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original, como “[…] la dimensión política para comprender también el genocidio camboyano”. Para Burucúa el rasgo que define jurídicamente a la dictadura de 1976 como genocidio es “lo que se hizo con los niños, la sustracción de bebés”, requisito que no alcanzaría para caracterizar así “el caso de Roca”, donde la clave es comprobar la intencionalidad explícita del exterminio, su condición “actuada y planificada”: …está circulando una frase que se le atribuye, que habla del exterminio de un pueblo una cultura, una raza. Pero es apócrifa. No hay un investigador que diga que se pronunció. Roca va al Congreso y habla de sus intenciones, habla de llevar la civilización a los indígenas, pero no parece que fuera una matanza programada para hacer desaparecer un pueblo. Es muy discutible que sea un genocidio (Moledo y Jawtuschenko 2009).

En la línea de Hobsbawm cuando se pronunció sobre el juicio “Irving contra Lipstadt”1, Burucúa considera que para definirlo como tal se debería corroborar que el genocidio se ejecutó siguiendo órdenes documentadas, limitando el valor de los discursos de Roca como prueba, aunque éstos hablen de “operaciones militares” y el mandato de liberar “[…] totalmente esos vastos y fértiles territorios de sus enemigos tradicionales, que desde la conquista fueron un dique al desenvolvimiento de nuestra riqueza pastoril”2. Más adelante volveré sobre cuán sistemáticas y planificadas fueron las órdenes de Estado de 1880. Pero el positivismo del registro está en la base de su desconcierto, ante la dificultad de narrar una masacre y encontrarle las causas. Si las pruebas son una cuestión jurídica que excede la labor del historiador, será fructífero pensar la trama histórica que hizo posible cada matanza, independientemente del rótulo que se le ponga o las fuentes que respalden que había sido ordenada. Un trabajo anticipaba a fines de la década de 1990 el problema de la voluntad política, aunque la discusión


no se orientaba todavía en términos de “genocidio”. Se trata de la investigación de Mónica Quijada, quien a propósito de las condiciones de la “conversión de los indios en ciudadanos”, cuestionaba la “percepción generalizada” sobre el “exterminio de los nativos” y su “práctica desaparición física”, ubicando en el último cuarto del siglo XIX …la existencia de una política de concesión de tierras y la puesta en marcha de una serie de iniciativas destinadas a la integración de un colectivo que, lejos de haber desaparecido como saldo de la campaña militar, fue el objeto de preocupaciones oficiales y oficiosas destinadas a definir el lugar que los aborígenes vencidos debían ocupar en la nacionalidad que se estaba construyendo (1999, p. 676-677).

Algo que nadie discutió en esa época según Quijada, fue la necesidad de la desaparición de “[…] aquellos grupos humanos que no compartían las supuestas premisas de la ‘vida civilizada’”. Se pregunta “[…] cuáles eran los mecanismos y los límites que daban contenido específico a esa exclusión”, respondiéndose que la aceleración de la extinción física no parece haber sido la idea favorecida en comparación con las perspectivas de asimilación (1999, p.688-689). Estos matices se expresaron en funcionarios como Álvaro Barros, primer gobernador de la Patagonia. A diferencia de Quijada, entiendo que se debe indagar el modo en que las expectativas gradualistas incluyeron determinaciones biopolíticas, por más que la sobrevivencia de la mayoría de los indígenas sea el resultado que se constata. Tanto la tendencia a la aniquilación como la transformación cultural convivieron en el pensamiento y las prácticas del staff de Roca. La frase en el parlamento, “…no cruza un solo indio por las extensas pampas”, significa ambas cosas. Aparece aquí uno de los primeros corolarios de esta síntesis historiográfica: las masacres se deberían estudiar descentrándolas de Roca e incluso de sus lugartenientes. 3

Quizás el aporte imprevisto de Mariano Grondona, que abre la seguidilla de artículos en la prensa de octubre de 2011, sea recordar que además de Roca se debe discutir a Sarmiento para comprender la violencia republicana. Pero no lo digo en pos de un revisionismo redivivo sino para focalizar el análisis más allá de las élites, en las relaciones entre éstas y las bases sociales que materializaron las masacres, y donde se materializaron las masacres. Para banalizarlas, Grondona se respalda en la autoridad de estudioso de Luis Alberto Romero y en la ficción de Félix Luna, quien sólo le dedica a las campañas 13 páginas de un total de 490, impostando la voz de un Roca que “recuerda” su conducción de las operaciones de traslado de la frontera al río Negro como “[…] una alegre cabalgata de buenos camaradas bajo el tibio sol otoñal de la Patagonia”, experiencia que según este “Roca anciano” nada tendría de épica, porque el esfuerzo bélico ya estaba hecho de las décadas anteriores (Luna 1991, p.146). Hay tensión entre esta empatía imaginada y los números de muertos y prisioneros que consigna Luna, basándose en las memorias del ministerio de Guerra y Marina. Pero este y otros datos sintomáticos no le impiden a Grondona “desenmascarar esta falacia” del genocidio para aniquilar a los “pueblos originarios”. Grondona insiste con los tópicos desvencijados del “flagelo del malón” y los mapuches “invasores”, “araucanos que provenían de Chile”, ignorando más de veinte años de cambio de paradigma histórico y antropológico, además de un dato muy elemental, que la historia que se discute es también la de regiones como el Chaco, donde mapuches y tehuelches tuvieron escasa ingerencia, salvo su movilización como tropa represiva a partir de la segunda mitad de la década de 1880. Si la ligereza metodológica es un desliz a concederle a Grondona, se puede exigir más de Romero, a quien no se le conocen investigaciones particularizadas sobre estos temas pero es idóneo en los procederes del “oficio del

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historiador” que reclama. De hecho evita cualquier consideración sobre mapuches extranjeros o malones devastadores. En su intervención del 5 de octubre se muestra con todo vigor cómo la historia sociopolítica argentina margina las relaciones y los conflictos con los indígenas de la parte principal del relato liberal-republicano. Pero el fantasma que acosa a Romero es el de un Kirchner totalitario, no el de Calfucurá ni Roca. Me concentro entonces en la médula del argumento histórico: Roca fue un militar profesional que guerreó para construir el Estado nacional […] derrotó a los imperios aborígenes del Sur y definió las fronteras argentinas, ocupando un territorio que por entonces también pretendían los chilenos. No hay nada de excepcional en esta historia, similar a la de cualquier otro Estado nacional construido con los métodos que por entonces eran considerados normales. Los nacionalistas integrales, quienes consideran esencialmente ‘argentino’ cada fragmento del territorio —no es mi caso—, deben admitir que Roca contribuyó a una soberanía que creen legítima. En cuanto a los pueblos originarios, ciertamente hoy no aprobaríamos la manera como los trató Roca, y la conducta del gobernador Insfrán nos parece detestable. Pero si se trata de leer el pasado desde el presente, deberíamos condenar también la manera en que, a lo largo de siglos, algunos ‘pueblos originarios’ —por ejemplo, los aztecas o los incas— trataron a otros. Al menos, Roca no hacía sacrificios rituales con los prisioneros.

Después de una primera oración atinada siguen los deslices (“imperios aborígenes”), generalmente sugeridos como razonamientos de otros (“los nacionalistas integrales”, “si se trata de leer el pasado desde el presente”, etc.) y la desaprensión (“la manera como los trató Roca”). Para Romero se trata apenas de la repetición de casos parecidos o mundiales, lo que clausura su interés y singularidad. Pienso en cambio que no alcanza con invocar el “contexto de época”, aplanando procesos históricos. De manera exhaustiva, el análisis contextual


también debería aplicarse a lo detestable del presente. Precisamente, es el contexto global del colonialismo republicano y el liberalismo europeo el que no sale indemne del balance. Basta advertir la condición ritual de los cueros cabelludos y cerebros que se exhibían en los museos del mundo para entender que el de La Plata no era una excepción, aunque Roca no practicara sacrificios con los prisioneros. Entre las posiciones que trivializan la discusión la más astuta es la de Martín Caparrós, que se hace fuerte en las debilidades del indigenismo moralizante, la veneración por lo ecológico y los atavismos, la historicidad endeble, el multiculturalismo que oblitera las diferencias de clase y ensalza la autenticidad primordial, etc. Desde el cinismo, quizá su acierto sea señalar que la categoría misma de “pueblos originarios” acusa síntomas de crisis. Pero el indigenismo intelectual que construye no pasa de la caricatura, se esboza en la subestimación de cuestiones tan evidentes como que portar un apellido indígena era un emplazamiento muy serio dentro de las clasificaciones de raza y clase hasta ayer nomás, sin hablar de la subalternidad que hoy perdura, por más que ser indígena le parezca un clientelismo conveniente. (“Si yo fuera pobre y argentino intentaría ser originario”). Todo ello sin superar la hipocresía de la inclusión nacional-ciudadana defendida por Cresto: “No digo que los ‘originarios’ no tengan tanto derecho como cualquiera a una vida digna”, concluye Caparrós para dar por terminado el análisis de los modos históricos de producción de las diferencias. Del otro lado está la “Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena”. Muchos de sus integrantes también participan del “Grupo de Estudios en Aboriginalidad, Provincias y Nación” (GEAPRONA). No me explayaré sobre sus posicionamientos porque algunos de sus referentes lo harán por sí mismos en este deba4

te de Corpus. Solamente quisiera señalar el salto producido por Walter Delrio, Diego Escolar y Diana Lenton, entre otros que integran o integraron estos equipos, en materia de estudios sobre las dinámicas de exterminio, desplazamiento forzado y reparto de mujeres y niños. Para ello ingresaron en archivos vedados como el de la Armada, donde Papazian y Nagy (2010) desentrañan el funcionamiento del campo de concentración de la isla Martín García. También en el caso de Escolar, que realiza una verdadera arqueología de las estancias mendocinas donde contingentes familiares patagónicos eran reducidos a la servidumbre. Además, los investigadores que conforman la red ampliaron las pesquisas a otras regiones como el Chaco, extendiendo la variable temporal hasta las matanzas del siglo XX, durante las presidencias de Alvear y Perón (Mapelman y Musante 2010). Mencioné que la problemática genocida ha sido en lo fundamental un asunto de antropólogos y solo subsidiariamente de historiadores. Aunque estas preocupaciones se desarrollaron tempranamente en estudios como los de Enrique Mases sobre la “cuestión indígena”, más atentos al tipo de solución que el Estado y las élites le encontraron al problema que a las políticas y reacciones de los indígenas. Estas búsquedas fueron solidarias del curso más general de la historiografía de las últimas décadas, hacia el conocimiento complejo de la sociedad indígena y no solamente de ésta, también del Estado, desdibujando el “malón” como institución central de la economía del siglo XIX, describiendo las redes indígenas y criollas, las vinculaciones entre tolderías, ranchos, fortines y estancias, la complejidad de los mercados fronterizos, etc. No es el lugar para citar bibliografía, seguramente cometeré omisiones mencionando los textos emblemáticos que dialogan o se alimentan recíprocamente con la antropología desde el campo de la historia indígena. Dicha red de estudios sobre genocidio aportó una edición para un público amplio, dirigida por Osvaldo Ba-

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yer (2010), que resume los resultados de varias investigaciones y promueve el diálogo entre las perspectivas académicas y militantes. Dentro de la misma, la “crueldad” se insinúa como la pauta explicativa de la historia argentina, sin que esta valoración se despliegue ni se justifique en la obra, donde tampoco se precisan los ciclos ni el período del genocidio de los pueblos originarios del actual territorio argentino. Este aparece como un largo devenir inconcluso, perpetrado por un EstadoLeviatán plenamente racional, relativamente siempre igual a sí mismo. La despolitización de las víctimas y su representación son el efecto inesperado, acompañado por una percepción del “Estado genocida” que planifica sistemáticamente sus políticas de exterminio hacia 1880, lo que supone que éste estaba dado ex ante su configuración histórica. Esta crítica no significa desdeñar la observación de rutinas, regularidades, redes represivas y campos de concentración, diseños, organizaciones, burocracias e ideologías criminales. Tampoco que la planificación estaba presente sobre todo en los planes, valga la redundancia, antes que en las posibilidades de implementarla a rajatabla. Más aún, habría que atender a la anarquía represiva, concretada por aparatos en formación que dependían para funcionar de la misma base social a la que castigaban. Antes que la “historia oficial” y los libros de Eudeba de los años setenta, que agotados en su eficacia deslizan pistas sobre las masacres, pienso que el conflicto principal es con la historiografía liberal-progresista postdictadura, la que generalmente no se pronuncia sobre estos temas, preocupada por no esmerilar la valoración modernista del orden conservador. De los “historiadores oficiales” también se queja Romero. Ofrece pocas ventajas retrotraer al siglo anterior una categoría construida para pensar los exterminios de masas del siglo XX, por más que las condiciones que la categoría sistematiza sean preexistentes, más aún cuando


sus premisas son en lo fundamental jurídicas y políticas antes que históricas,3 si se considera además que la escala del Holocausto europeo lo desborda todo. Por ello resulta difícil ajustar cada historia a las tipologías de los genocidios modernos. Porque al ensanchar una categoría para que quepa todo siempre falta una dosis de algo, o los requisitos entran en contradicción. Por ejemplo, el “genocidio constituyente” que define Feierstein “[…] requiere del aniquilamiento de todas aquellas fracciones excluidas del pacto estatal” (2007, p.99), pacto que era integrado en medida muy considerable por las jefaturas indígenas del sur, que lo siguieron integrando incluso después de las masacres, obviamente en condiciones muy desmejoradas de subalternidad. Respecto de los límites temporales, la caracterización como genocida del Estado actual lo acerca sin quererlo al totalitarismo kirchnerista que dictamina Romero. Con ingenuidad, se pasa de la concentración de la responsabilidad en Roca a la dilución de las responsabilidades dentro de una “sociedad genocida” que es vista como un bloque con aristas nítidas, separada de la indígena.4 Por ello es importante estudiar no solamente las víctimas sino también los victimarios, en todos los niveles, desde los ideólogos hasta los operadores represivos de base. Esto plantea Saul Friedländer (2007) sobre el Holocausto, cuya historia no se hace solamente con la historia de los judíos, los alemanes o los nazis. Este señalamiento sobre la necesidad de desgastar la dimensión racial del análisis permite advertir que ni las víctimas ni los victimarios se pueden representar como una totalidad. Además, que el Estado articula intereses de aquellos que se identifican como pueblos originarios, junto con los intereses de clase. (No solamente el actual “gobierno”, porque prima una confusión entre éste y el “Estado”). Por sobre las categorías encuentro productivo describir densamente la textura histórica de la violencia colo5

nial (y republicana) que se ejerce sobre los sectores populares, subalternos y en proceso de subalternización, de carácter diverso. Biopoder que el Estado compartió con las clases propietarias, iglesias y científicos dentro del proceso de fundación de una burguesía. En los campos de concentración de 1880 se produce socialmente la fuerza coactiva del Estado, las fuerzas armadas, con su materia prima de reclutamiento forzoso y privilegiado, los “indios”. Para conocer este proceso a fondo hacen falta programas de estudio que superen el paradigma de las “áreas culturales” y las pujas de la “autenticidad”,5 que miren dentro y fuera del campo de concentración atendiendo no solamente al numeroso insumo indígena, sino también al complejo universo de prisioneros y carceleros. Estas reflexiones no enfrentan, sino acompañan, lo que Horacio González denomina una idea de inclusión social que reconsidere la diversidad cultural y guíe justicieramente un sistema de reparaciones a cargo del Estado nacional, antes que una “[…] revisión radical de todo el ciclo histórico de las naciones surgidas de las independencias americanas”. Veo muy justificada la propuesta de intervenir culturalmente los monumentos de Roca, mandarlos a la estancia familiar y reemplazar los billetes. Porque las naciones tienen derecho a discutir y actualizar cuáles son los referentes en que quieren respaldarse, qué retratos circulan por las manos de sus ciudadanos y habitantes. Ello sin olvidar que durante el proceso formativo del Estado nacional hubo crímenes, cerrando así el ciclo de la historiografía de la dictadura cívico-militar. Pienso por último que la relación entre el conocimiento histórico y la denuncia no debe darse por sentada, que si en algo se parecen el historiador y el juez es en la metodología con que afrontan el proceso de instrucción o la pericia, más que en la sentencia. Descreo de los “motores de denuncia”, me esfuerzo por conocer

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y comprender lo que sucedió, trasmitirlo responsablemente, antes que obtener resultados administrables para las luchas sociales y políticas, incluso cuando participo o me solidarizo con ellas.

NOTAS: 1 Hobsbawm se pronunció sobre la negación del genocidio nazi por parte de Irving: “…si faltan las pruebas o si los datos son escasos, contradictorios o sospechosos, es imposible desmentir una hipótesis, por improbable que sea. Las pruebas pueden mostrar de manera concluyente, contra quienes lo niegan, que el genocidio nazi realmente tuvo lugar, pero aunque ningún historiador serio dude de que la ‘solución final’ fue querida por Hitler, no podemos demostrar que verdaderamente él haya dado una orden específica en ese sentido. Dado el modo de actuar de Hitler, una orden escrita semejante es improbable y no fue encontrada. Por lo tanto, si desbaratar la tesis de M. Faurisson no resulta difícil, no podemos, sin elaborados argumentos, rechazar la tesis enunciada por David Irving” (Hobsbawm 2000, resaltado en el original). 2 Julio Argentino Roca, “Discurso ante el Congreso al asumir la presidencia”, 12 de octubre de 1880. Publicado en Halperín Donghi (2007, apéndice, 487-491). 3 Chalk y Jonassohn (2010, p. 30-34) consignan que el “genocidio” se definió en las Naciones Unidas con muchas restricciones, como la exclusión de los “grupos políticos” del detalle posible de víctimas, en virtud de las presiones del bloque soviético y el interés prioritario de las grandes potencias de condenar a los derrotados de la Segunda Guerra Mundial. 4 Véase el reportaje a Diana Lenton (Aranda 2011). 5 Me remito a los planteamientos de Escolar (2011) y Bascopé (2009).


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DEBATE Genocidio y política indigenista: debates sobre la potencia explicativa de una categoría polémica

Reflexiones de los autores y la editora sobre el debate

Editor

Liliana Tamagno

Diana Lenton (presentadora y comentarista)

Quiero comenzar esta segunda etapa del debate destacando la necesidad de historizar respecto del objeto de nuestra reflexión, al mismo tiempo que historizar respecto de su tratamiento desde las ciencias sociales. Esta necesidad, que aparece señalada en algunas de las ponencias, se trasforma en un ejercicio insoslayable de toda investigación científica toda vez que reconocemos que el conocimiento es acumulativo y que todo nuevo conocimiento debe contextualizarse en el “estado de la cuestión”, evitando suponer que las problemáticas aparecen en tanto “nosotros las tratamos”. El hecho de que algunas cuestiones ya abordadas por la academia se reactualicen, habilita la reflexión sobre conceptualizaciones que aunque en apariencia superadoras, no van más allá de colocar “el viejo vino en nuevos odres” (Tamagno 2006). Así reaparece una cuestión cara a la antropología como es la relación entre etnicidad y política y entre etnicidad y clase, convocándonos a la posibilidad de nuevos interrogantes en un continuum cuyo objetivo es superar cualquier mirada ingenua (Bourdieu y otros 1975).

Autores y comentaristas (en orden alfabético) Walter Delrio y Ana Ramos Diego Escolar Pilar Pérez Florencia Roulet y María Teresa Garrido Verónica Seldes Liliana Tamagno Julio Esteban Vezub

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En referencia a los pueblos del Chaco, no encontramos que hayan sido pensados en términos de “extinción” (ver propuesta de Del Rio y Ramos) ya que desde principios del siglo XX fueron mano de obra necesaria e imprescindible en los emprendimientos desarrollados por quienes ocupaban el territorio, y los necesitaban dóciles. Los trabajos ya clásicos de Cordeu y Siffredi (1971) y de Miller (1979) —a pesar de los marcos de referencia teóricos que los animaron y que han sido criticados— describen un sinnúmero de situaciones que, reconstruidas a través de los testimonios relevados y de la indagación en los medios de comunicación de la época, dan cuenta de una clara política de control, sometimiento y exterminio de las poblaciones indígenas—cuando éstas se rebelaban— por parte del Estado (llámese Ejército, Policía, Gendarmería). Al mismo tiempo un trabajo de Mirta Lischetti (1972) reflexiona sobre los movimientos mesiánicos y analiza el caso del Chaco revisando la aplicación a estos movimientos, del concepto de irracionalidad y contextualizándolos en las situaciones de sometimiento y privación impuestas por el orden colonial y por la lógica estatal. Así quienes estudiamos antropología en la década de 1970 nos encontramos por un lado con una fenomenología que opacó incluso los aspectos reveladores presentes en los trabajos de sus mismos hacedores y por el otro con corrientes teóricas que, acudiendo al materialismo histórico, debatían sobre si América


Latina era feudal o capitalista (Laclau 1973) y/o sobre las particularidades de un capitalismo regional definido como “dependiente” (Cardoso y Faletto 1970). Un pensamiento intelectual de influencia sociológica volcado al análisis de clase condujo —tal vez por la necesidad de revisar fuertemente el esencialismo culturalista— al error de desestimar el valor analítico de la diversidad. Muchos de los sectores que habían sido pensados como “indios” fueron pensados como “campesinos” como si estas formas de categorizar se excluyeran mutuamente. Roberto Cardoso de Oliveira (1972) marcaria un hito en la polémica al señalar que la etnía y la clase son clasificaciones que coexisten. La brutal represión ejercida durante la Dictadura Militar que comenzó en 1976 y la represión anterior durante el Gobierno de Isabel Perón contribuirían a obturar el debate1. Es en el sentido de historizar, que valoramos la investigación sobre la apropiación de menores en la región de Pampa y Patagonia que presentan Del Rio y Ramos en su trabajo de la primera etapa de esta convocatoria y que entendemos puede ser complementada con las apropiaciones de menores en la región chaqueña2 y con las dificultades para sobrevivir de aquellos que integraban los contingentes de indígenas que eran trasladados para trabajar en los ingenios y quebrachales junto con sus familias (Gordillo 2007, Tamagno 2001). Coincido con los autores en que estos espacios de reclutamiento y utilización de mano de obra indígena funcionaban de modo semejante a lo que conocemos como “campos de concentración”; conceptualización que utilicé en las Jornadas de Geografía e Historia realizadas en el año 2000 en Resistencia, Pcia. de Chaco y que fue relativizada por uno de los participantes —prefiero decir el pecado y no el pecador dado que ello no ha quedado escrito— con el argumento de que los indígenas también festejaban, jugaban al fútbol y bailaban, como si estos momentos de distracción del horror pudieran menguar la atrocidad 2

que implicaba el tratamiento de la mano de obra casi esclava. En un trabajo anterior (Tamagno 2002) afirmo que sólo una sociedad fundada en el genocidio puede generar y soportar el genocidio que implicó la represión durante el periodo 1975-1983 ya citado. Lo expuesto por los autores me habilita a pensar en términos no sólo de la necesidad de reconocer la diversidad y de avanzar en la construcción de la interculturalidad entendida como propositiva, sino también en términos de la desigualdad generada por la estratificación en clases sociales propias del modo de producción capitalista y su lógica de expropiación y acumulación (Tamagno 2001, 2006). La mirada intercultural no basta, si no pensamos al mismo tiempo en los condicionamientos de una sociedad de mercado guiada por las ansias de ganancia y acumulación y por la explotación y la represión necesarias para hacerlas posibles3. Lo sucedido no aconteció sólo por una cuestión de enfrentamiento cultural, ni por ausencia de conocimiento, no es la diversidad la que genera la desigualdad, sino por el contrario, es la imposición de la desigualdad la que conlleva a negar y/o exacerbar la diversidad, según los casos, como argumento legitimador de la conquista y expropiación (Worsley 1976). En uno de los primeros artículos escritos sobre población toba migrante (Tamagno 1986) quedó ya planteada la necesidad de pensar en términos de identidad de clase y de identidad étnica, cuando —luego de la caída de la Dictadura Militar— el debate con la fenomenología se retomó no sólo como un ejercicio intelectual sino al mismo tiempo militante. Respecto del debate sobre el “genocidio constitutivo” que aparece en la propuesta de Escolar en la primera etapa del debate, propongo saldar la polémica acudiendo a los planteos ya clásicos de Peter Worsley (1966) y a lo señalado en un artículo de Eduardo Menéndez (1972) para pensar que América se conformó con el genocidio que implicó la expansión colonial y

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que fue la acumulación originaria de capital, producto de dicha expansión, lo que hizo posible la gestación del capitalismo en los países centrales, algo que en el debate que nos ocupa es señalado por Pérez quien acude a los planteos de Bauman. Worsley (1966) pone el acento en la ética del conquistador que hizo necesaria la imposición de una relación fatídica de inferioridad/superioridad, relación que entendemos aún está presente en un pensamiento colonial que ha sobrevivido hasta nuestros días a través de la colonialidad (Escobar 2003, Quijano 1987). El racismo aparece así como el ideario que legitima la violencia a través de la cual los intereses del conquistador se impusieran, sin miramiento alguno respecto de las atrocidades y los crímenes de lesa humanidad cometidos ante la necesidad de someter y silenciar. En este sentido resaltamos el aporte de Vezub a este debate al pensar en términos de capitalismo. Todo ello me insta a señalar —teniendo en cuenta el debate periodístico del cual se ocupa Escolar— que en tanto investigadores, debemos evitar caer en las trampas que suele tendernos la práctica de producción de conocimiento, cuando ésta se restringe al análisis del acontecimiento y de la coyuntura y no se apela al mismo tiempo y desde una perspectiva materialista y dialéctica, al análisis estructural, desestimando variables y generando reduccionismos y por lo tanto empobrecimiento del debate. Entiendo que es necesario no reducir el debate a la instancia de lo coyuntural y superar la limitación de todo análisis que se funde sólo en las denuncias de las crueldades y aberraciones cometidas por individuos y/o instituciones. El genocidio y el racismo deben ser interpretados no simplemente como situaciones extremas o aberrantes de una etapa particular de nuestra existencia como nación, sino como prácticas que se actualizan en tanto funcionales al ejercicio de la violencia que implica la sociedad de mercado, el régimen capitalista y la inacabable necesidad de acumulación de


los sectores dominantes. Un racismo que no se limita— como dice Eduardo Menéndez (1972— a discriminar negros y odiar judíos sino que permite que se silencien los dispositivos de control, la represión y la muerte que se ejerce sobre las poblaciones indígenas y campesino indígenas cuando reclaman y demandan y cuando —desde una lógica de la reciprocidad alterna a la lógica capitalista de acumulación (Tamagno 2010)— se oponen a los megaemprendimientos mineros y turísticos y al avance del cultivo de soja y de los agronegocios4. Finalmente el diálogo con los planteos de Roulet confirma lo planteado con anterioridad (Tamagno 1996, 2008) respecto de la distancia entre una legislación de avanzada en cuanto a reconocimiento de derechos y unas prácticas estatales que no sólo no se condicen con ella sino que ni siquiera aplican la legislación vigente para esclarecer los crímenes perpetrados en la actualidad sobre las poblaciones indígenas y campesino indígenas, originadas en los intereses de los capitalistas que continúan —a pesar de la visibilidad y el reconocimiento de la necesidad de una reparación histórica— avanzando con total impunidad.

Julio Esteban Vezub Dediqué mi primera intervención a circunscribir el continuismo historiográfico, destacando que pocos aspectos del proceso de construcción del Estado-nación y una sociedad nueva se tramaron tan intensamente como las visiones del genocidio indígena y la última dictadura. Avanzada la discusión con los que niegan o justifican las formas masivas de la violencia, más por ausencia que por presencia en el debate de esta clase de posiciones, retomaré aquí algunos planteamientos propios y de los demás participantes, como apuntes para una línea de estudio sobre la trama histórica que hizo posible las matanzas del tránsito del siglo XIX al XX. 3

Una primera pregunta es por la consideración del genocidio como un “no-evento” de la historia nacional. En respaldo parcial de esta caracterización, es cierto que hay que discutir con las versiones que lo niegan, sobre la base de aseverar que los pueblos originarios son un mito, al punto de contraponer identidades y derechos colectivos que son garantizados por distintos instrumentos del derecho nacional e internacional a “…las nociones de individuo, contrato político e igualdad ante la ley que recoge nuestra Constitución”, nociones que estas versiones ven ahora amenazadas, desatendiendo que los “nuevos derechos” se reconocen para paliar su vulneración por parte del Estado y que la ficción contractual se funda en violencias y asimetrías de toda clase. (Véase la nueva nota de Luis Alberto Romero en Perfil del 20/11/11). ¿Se trata entonces de una ausencia del registro y los relatos clásicos como afirman Delrio y Ramos? Incluso aceptando la hegemonía historiográfica, es difícil concluir que esta hegemonía haya sido homogénea, en atención al indigenismo previo a 1976 y a perspectivas como la de Álvaro Yunque, Mario Tesler y Liborio Justo, quien firmaba como “Lobodón Garra”. El caso del último es sugestivo por ser nieto del comandante Liborio Bernal, lo que traza una genealogía con las prácticas ambiguas y los documentos de uno de los persecutores de 1880. La dificultad de esta perspectiva sobre la hegemonía homogénea de los discursos viene de oponer los archivos textuales y “verosímiles” por un lado, oficiales u oficiosos, con las memorias “veraces” por el otro. Una clasificación que sintetiza las voces de víctimas y victimarios, reiterando la división tradicional entre oralidad y alfabeto (en un polo la trasmisión cultural de los indígenas, en el otro el aparato burocrático de Estado). Con esta división se pasa por alto que los caciques del siglo XIX tenían sus equipos letrados, y que escribieron documentos con su versión contemporánea a los hechos. En dirección más propicia, los mismos Delrio y Ramos comentan que los ngtram les ayudaron a reorientar las búsquedas en los archivos clásicamente “históricos”, lo que permitiría ad-

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vertir las derivas e influencias recíprocas entre distintos tipos de fuentes. Acuerdo que hay tomarse muy en serio las narraciones orales y su estatuto como fuentes históricas plenas, pero yendo más allá de su tristeza, preguntando por su dispersión y regularidades, ambigüedades, contradicciones, desplazamientos, vacilaciones, dislocaciones, formas de selección y representatividad. Además de considerar cómo se alimentan con las lecturas o enunciados históricos que circulan regionalmente, tanto a nivel popular como “desde arriba”. (Que los abuelos y nietos son buenos lectores lo evidencia la difusión patagónica de textos como Las matanzas del Neuquén de Curruhuinca-Roux, que glosa a Francisco P. Moreno). En este sentido, es importante resaltar que las categorías analíticas no emanan por sí mismas de los relatos ni de las fuentes históricas “clásicas”, siendo producto de la mediación del investigador. Ambas clases de memorias, familiares e historiográficas, académicas o no, comparten la misma dificultad y potencialidad en tanto se estructuran en dos direcciones, del pasado al presente y viceversa. El problema es identificar una narrativa con la “verdad”, objetivando “hitos históricos” que adquieren autonomía del pasado, tanto en relación a la experiencia vivida como al contexto en el que se construye cada relato. De manera paradojal, este giro lingüístico podría desinteresarse de la objetividad del discurso, en tanto tenga coherencia interior, perdiendo eficacia política incluso como denuncia, ya que cualquier historia contada podría ser entonces verdadera para los parámetros de legitimación de la propia narración. Que la “verdad” está en el fondo del debate lo muestra el énfasis retórico, por ejemplo “…la existencia de una verdadera política de estado hacia la población originaria” en 1880, la que no necesitaría mayor demostración ni complejización mientras que, intervenciones como la de Escolar, sugieren que tanto la política indigenista


como la “población originaria” se construyeron junto al Estado en el mismo proceso (lo que es diferente a hablar de “mito” en clave Romero). Así, una evidencia como el reclutamiento indígena es vista exclusivamente como obligación, cuando también retomaba prácticas de militarización social con las que estuvieron muy comprometidas las jefaturas indígenas del siglo XIX. El axioma de la narración verdadera tiene por núcleo el devenir de un sujeto-víctima, que enuncia y es enunciado en la cadena de memorias, la que a su vez actualiza el genocidio hasta el presente, sosteniendo una ontología de víctimas despolitizadas por efecto del meta-relato circular, confundiendo subordinación y “alterización” con genocidio. Una versión menos operativa del genocidio como categoría de análisis se encuentra en el planteamiento de Tamagno, quien lo homologa con represión, indigencia y exclusión sociopolítica. Dicho duramente, sería como afirmar que vivimos en dictadura por la desaparición de Julio López o el asesinato de Mariano Ferreyra. Una vez más, es necesario preguntarse por el lugar y el poder del antropólogo-historiador en estas narrativas, el realce de algunos contenidos, deslindando mejor entre las voces que las enuncian y las que asumen los datos. De no ser así la verdad del ngtram se establece axiomática y afectivamente antes que analíticamente, delimitando el silencio como un significante vacío que se puebla de contenidos preestablecidos. Por el contrario, pienso que estas memorias tienen una potencialidad enorme cuyas verdades pueden escucharse históricamente. Un reclamo de reparación no tendría por qué emplazar a los sujetos en la pasividad histórica, menos aún si los individuos o los colectivos actuales hacen suyos los reclamos como herramientas argumentativas en la dirección política que les parezca. De aquí se desprenden dos modalidades de compromiso igualmente legítimas pero de eficiencia diferente, porque las “orientaciones para la acción” que se deducen de los relatos dan por 4

resultado manifiestos que se fundan en categorías morales o humanistas, muy vulnerables frente a argumentos más calibrados como los de Romero. Como sostuve en la primera intervención, en sintonía con Horacio González y su preocupación por el “grado cero” y los “suplementos de pureza” de la historia nacional en versión originaria, no me convence la revisión completa del ciclo de las revoluciones de independencia, en virtud de las legitimidades, disputas y resolución de conflictos que abre el espacio de la nación para una “ciudadanía de índole colectiva” como la que interpreta González, sedimentada en “…el modo imperfecto en que siempre se dan los acontecimientos nacionales”. Esto significa prestar atención a la coyuntura actual como oportunidad histórica para las reparaciones y perdones por parte del Estado, como se ha hecho en Australia. Tengo la impresión que los colaboracionismos también habitan el silencio de las “historias tristes” al decir de Delrio y Ramos, como núcleo perturbador que no se enuncia o es olvidado. Frente a esta desestabilización de la memoria, la “agencia” se esgrime a menudo como muletilla, donde lo indígena se presenta predeterminado a resistir, como el reverso del Estado, según diría Joaquín Bascopé. Sobre esto arroja varios indicios Ana Ramos en su libro reciente, cuando comenta los indicadores de prosperidad mapuche-tehuelche que se constatan en Colonia Cushamen, Chubut, hasta 1930. Al igual que los “grandes caciques” convertidos en “grandes estancieros” según una indagación temprana de Claudia Briones, o las redes que los vinculaban con organizaciones derechistas como la Liga Patriótica. Ningún genocidio toleraría esta clase de negociaciones que exceden su límite. Por ello criticaba la despolitización de las víctimas que se aloja en la Historia de la crueldad argentina, entendida como la versión paroxismal de las “historias tristes”, en la medida que la lectura moral dificulta comprender este tipo de compromisos políticos.

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Esto plantea Escolar, al proponer que los estudios sobre genocidio indígena colocan el acento en el padecimiento de las víctimas y la criminalidad de los victimarios, desatendiendo antecedentes como las montoneras del noroeste cuya condición indígena fue precisamente un argumento para la exclusión política. Escolar lo vislumbra, entre otros motivos, porque desgastó las aristas con las que se representan histórica y antropológicamente el Estado y los actores, los que distan de ser homogéneos o constantemente resistentes. El modo en que piensa la historia social de las periferias regionales, descentrada del antagonismo entre sociedad indígena y criolla, le permite salir de la encerrona de las “áreas culturales” y su favorecimiento de la idea de la extinción. Escolar describe violencias indiscriminadas que eran ejercidas contra sectores subalternos o en vías de subalternización, cuyas lógicas no se comprenden completamente desde la “matriz estado-nación-territorio” porque muchas de las respuestas indígenas a la violencia estatal parecen acomodarse a dicha matriz sin rechazarla de plano. Roulet y Garrido presentan los fundamentos más contundentes a favor de la aplicación del genocidio como concepto, basados en la existencia anterior de un corpus filosófico y jurídico condenatorio, bien conocido por las élites argentinas. Devuelven así historicidad a la categoría y la separan de la lectura moral, aunque los modos en que cada uno de los participantes del debate atribuye intencionalidad diferente a las mismas fuentes es una cuestión metodológica interesantísima para profundizar a futuro. Por ejemplo, mientras Roulet y Garrido ven piruetas retóricas en Álvaro Barros, yo leo en sus textos una convivencia entre tendencias antagónicas, inclusión y exterminio, que también se rastrea en sus prácticas como comandante de frontera y gobernador. Las posibilidades que las autoras detallan a los fines de justicia, verdad y reparación integral, obligan a moderar el predicado más duro de mi intervención anterior, donde du-


daba del uso retrospectivo de la categoría “genocidio”. Después de atender sus argumentos, las “pocas ventajas” de retrotraerla al siglo XIX a las que me referí en la primera vuelta quedan ahora restringidas a la comprensión histórica de la complejidad de la violencia masiva, además de la crítica de la ubicación del genocidio como “…principal emblema de identificación de un colectivo social movilizado” en los términos de Escolar, antes que a los efectos jurídicos de la categoría que Roulet y Garrido plantean muy bien y que encuentro valederas. Por lo visto, establecer una verdad jurídica es más estricto, justamente, porque sostener una verdad histórica es más complejo. En discusión con Roulet y Garrido, cabe preguntarse cómo se recortaban las mentalidades jurídicas del siglo XIX contra las prácticas y las condiciones precarias de estatidad o los conflictos facciosos que, antes que sus convicciones humanistas, motivaban muchas de las acusaciones entre adversarios como Hernández, Mitre o Sarmiento. Por ello planteaba que hay que estudiar el proceso en su diversidad de actores, desde los legisladores hasta la base técnica de las operaciones represivas. “Crimen de lesa humanidad” no es lo mismo que “genocidio”, lo que además tenía un significado distinto del que adquirió con los desarrollos posteriores del derecho humanitario. A diferencia de Roulet y Garrido, entiendo que la condena del genocidio no quedaba contenida dentro del derecho de guerra decimonónico, más aún si se atiende a los argumentos de Escolar sobre la producción del homo sacer y su reducción a un mero cuerpo, cuya condición como rival político o internacional es desconocida por ese derecho. Es cierto como plantean que la captura de la población no combatiente y el despojo de sus medios de subsistencia eran el principal método de las tropas en campaña. Ahora bien, estas prácticas que probarían el genocidio también estaban presentes en las guerras de independencia y caudillos, 5

cuya dinámica pasaba por la captura de la población civil, los traslados forzados, la territorialización y el control de recursos como el ganado. Por delante de las categorías, una morfología de las líneas de fuerza que tensionan una configuración sociohistórica debería apuntar al estudio de la violencia estatal que se ejerció masivamente sobre colectivos más amplios que los pueblos originarios, muchos de los cuales tampoco se consideraban a sí mismos de esa manera. Necesariamente, habrá que precisar los ciclos de la violencia contra los indígenas y sectores populares criollos, por fuera de los aparatos clasificatorios. La periodización de los crímenes es importante para identificar los ciclos de guerra, persecución y desterritorialización, cautividad y vigilancia, concentración, asesinatos, pestes, distribución y servidumbre, disciplina laboral, gestación de la base social de las fuerzas armadas y servicio militar. Si bien muchas de estas etapas son simultáneas, identificarlas ayudará a comprender la lógica global y los niveles efectivos de la planificación represiva. Con el fin de avanzar en el debate y la comprensión del proceso, habrá que estudiar la problemática del genocidio sin reducirla a las disputas por las tierras, profundizar a nivel micro el conocimiento de las dinámicas de los campos de concentración y a nivel macro su configuración en redes. Entre otras cuestiones, se puede comparar el papel de los bautismos cristianos con la política mapuche de intercambios de nombres para establecer alianzas como lo estudia Menard. Como desafío futuro tengo la impresión que la apropiación de niños y niñas, que se atribuye a motivaciones genocidas, debe pensarse dentro del marco más amplio de los crímenes modernos contra la infancia, sumamente lesivos para los indígenas, criollos e inmigrantes que poblaban los orfanatos y realizaban tareas serviles como criados.

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Verónica Seldes Agradezco la posibilidad de compartir este espacio con lo colegas. No es la intención cuestionar sus trabajos sino retomar algunas de sus ideas y conceptos que me permiten reforzar los argumentos expuestos. En el recorrido por la historia del concepto de genocidio que realizan Roulet y Garrido encontramos un reforzamiento de la idea de genocidio cultural o etnocidio que hemos expuesto. Tomamos su descripción sobre los intentos por parte del estado, en el proceso de incorporación de los pueblos a la nación, de desarticulación de los modos de vida de los pueblos indígenas, originarios o como se decida nombrarlos (no quisiera detenerme en este punto); ese proceso de asimilación a un estado monoétnico que impuso la matriz cultural de occidente frente a la diversidad cultural existente, intentando coartar de alguna manera la posibilidad de transmisión de la cultura y cortando los lazos históricos de los pueblos, contando con el discurso “científico” de los arqueólogos que afirmaban la muerte de los pueblos prehispánicos y reafirmaban una práctica académica anclada en el pasado, en el “estudio de las formas de vida del pasado” sin vínculos con el presente. Retomamos de Pilar Perez la necesidad de reflexionar sobre el alcance temporal del genocidio que abarca gran parte del siglo XX, cuyas implicancias pueden verse hoy en día. En el trabajo no pretendimos reemplazar genocidio con etnocidio corriendo el peligro, como dice la autora, de reforzar la idea de un inevitable exterminio; por el contrario, consideramos que ambos conceptos son parte de un mismo proceso solo indisoluble en términos analíticos pero no en sus implicancias prácticas. En este sentido los procesos de etnocidio o genocidio cultural resultan fundamentales para evaluar las consecuencias, no ya del exterminio físico sino de los procesos de aculturación que sufrieron los pueblos indígenas en nuestro país.


Y en esto rescatamos la propuesta de Vezub de describir la “textura histórica” de la violencia que se viene ejerciendo desde los tiempos de la colonia sobre los sectores populares, ampliando la mirada desde ese biopoder que describe, considerando no solo al estado sino incorporando en el análisis las relaciones entre las elites y las bases sociales que materializaron y legitimaron ciertas prácticas y discursos, entre ellos el científico, el arqueológico. Las consecuencias de este proceso perduran en la actualidad tanto en la manera en la que se hace arqueología como en la imagen del arqueólogo que circula en la comunidad en general: esa persona tan alejada del mundo cotidiano que se dedica a estudiar “cosas viejas” de los “indios que vivían hace muchos años en nuestro país”. Las palabras finales de Pilar Perez expresan la idea que tratamos de plasmar cuando nos referíamos a la falta de una historización autocrítica del proceso de construcción de discursos científicos que, en este caso, generaron la desconexión entre pasado y presente fomentando a su vez en el imaginario colectivo la idea de arqueólogos que trabajan sobre historias antiguas, prehistorias que quedaron ancladas en un pasado remoto. Continuando con la arqueología y parafraseando a Tamagno, consideramos fundamental el ejercicio de deconstruir nuestra práctica profesional, ese repensar de manera crítica las prácticas académicas, revisando las concepciones hegemónicas que se sostuvieron respecto al genocidio cultural/etnocidio, las que se sostienen en la actualidad, y sus implicancias sociales. Coincidimos plenamente con la autora en que para comprender los diferentes acontecimientos hay que considerar las coyunturas y las condiciones estructurales de las que emergen, esto es en parte nuestra propuesta, que se tenga en cuenta tanto en una mirada retrospectiva cuando hablamos de genocidio de fines del siglo XIX principios del XX, como cuando nos posicionamos hoy en nuestra práctica profesional y las narrativas que se construyen 6

sobre las coyunturas presentes, especialmente cuando se trabaja en zonas de conflictos y reclamos territoriales, en la convivencia con megaemprendimientos turísticos promovidos por las políticas de promoción de “paisajes naturales y culturales” como es el caso de la provincia de Jujuy. Al intentar detenernos en la idea de genocidio cultural intentamos, como dice Escolar, no utilizar el concepto genocidio como una categoría general explicativa de todos los procesos históricos y en todas sus dimensiones. El ejercicio de historizar la práctica arqueológica, funciona en ese sentido, ir revisando los procesos y mostrando las particularidades que el uso de conceptos que expliquen todo tiende a subsumir. Como dicen Delrio y Ramos, avalamos una propuesta de repensar las categorías de análisis con las cuales vamos construyendo y reconstruyendo la historia, considerando las dimensiones políticas que sostuvieron determinados paradigmas hegemónicos que aún se reconocen en ciertas prácticas y discursos. Por supuesto estamos generalizando y revisando un proceso que en los últimos años ha comenzado a revertirse, pero tal vez todavía queda ese sabor del arqueólogo trabajando con “culturas muertas” flotando en el ambiente, tanto académico como fuera de él. Y con ese aire enrarecido flotando en el ambiente traemos a colación la pregunta ¿Qué se puede hacer hoy ante un genocidio de ayer? En primer lugar reconocer que no hay un genocidio del pasado que haya finalizado sino que como todo proceso hoy estamos viendo sus continuidades y consecuencias. Consideramos que la propuesta de no reproducir las lógicas hegemónicas que naturalizan cierta práctica profesional acrítica de sus condiciones de producción, sería un buen avance; promover instancias de diálogo con los diferentes actores sociales sería otro.

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En este sentido coincidimos con Roulet y Garrido en la propuesta de difundir una historia diferente sobre los pueblos indígenas, sobre el genocidio / etnocidio, fuera del ámbito académico. Un punto fundamental lo constituyen los manuales escolares donde se “deshistorice”y rehistorice los pueblos indígenas, ya no objeto de un pasado remoto sólo visible en los museos, sino reposicionando a los pueblos indígenas en su dimensión histórica y su desarrollo hasta la actualidad. Celebro también las propuestas de repensar los guiones museográficos, las nomenclaturas urbanas, la adopción de fechas conmemorativas, la divulgación de medicinas no occidentales, etc. Distinto es el caso de la generación de espacios y debates en los medios de comunicación. En este punto consideramos que no basta la difusión de programas en el canal Encuentro, la TV pública, y en diferentes espacios gráficos ¿Quiénes son los que acceden a este tipo de propuestas? ¿Cuánta gente teniendo acceso realmente lo utiliza? ¿Cómo instalar el tema en la sociedad a través de los medios, si sus propuestas tinellizadas, lejos están de generar conciencia crítica? Por supuesto existen excepciones pero, ¿cómo lograr abrir el juego frente a la fuerza de las propuestas mediáticas pasatistas y traspasar el ambiente “intelectual de clase media progre” y llegar al público masivo? Esta discusión excede a los objetivos de la convocatoria de esta revista pero nos parece importante dejar planteado el tema. Frente a este escenario, la arqueología podría reposicionarse para contribuir a esclarecer procesos de genocidio / etnocidio, por ejemplo frente a los actuales reclamos de los pueblos indígenas. Podría: trabajar en la visibilización de la historia de las poblaciones, recuperando su historia como lo viene haciendo, pero tal vez centrada en ver los restos materiales no ya como hechos del pasado, sino como un proceso dinámico que no finalizó cuando


ocurrió la conquista española y cuando el estado invisibilizó las particularidades de cada pueblo en pos de una argentinidad homogénea y única, sino mostrando la historia como un continuum que llega hasta el día de hoy ser crítica frente a las propuestas patrimonialistas, surgidas y llevadas a la práctica desvinculadas de las poblaciones indígenas Sin embargo consideramos que no se trata apenas de hacer una lista de las cosas que la arqueología “debería” o “podría” hacer frente a las problemáticas de luchas territoriales y reclamos indígenas, no porque no las consideremos justas y las apoyemos, sino porque consideramos que es sumamente necesario este debate dentro de la academia. De nada serviría dar un recetario de acciones concretas si no se logra consenso para encontrar las maneras de posicionarse, actuar y trabajar junto a la comunidad en general, y para esto hay todavía un largo camino para seguir recorriendo, reflexionando sobre las consecuencias de nuestra praxis, desde una perspectiva histórica sí, pero ante todo anclados en los contextos actuales de producción y reproducción de conocimiento.

Diego Escolar Yo no quiero ser indio quiero ser ser humano Durante la última dictadura militar Mimí Jofré y su hermano vivían en Campo de los Andes –un cuartel militar en el departamento mendocino de San Carlos—. Cuando iban muy temprano a la escuela y pasaban repentinamente los camiones del ejército, se escondían en la zanja hasta bien entrada la noche o la mañana siguiente. Ellos eran descendientes de huarpes o “de los indios”, les decía su abuela y a veces sus padres. Y siempre los soldados habían matado a los indios. El hermano de Mimí repetía que “no quiero ser indio, sino ser humano”. “Ahí va al ser humano…!” se burlaban sus familiares. 7

A sus otros tres hermanos no los había matado el ejército sino el veneno utilizado para las viñas en las que su padre trabajaba como contratista. Sixto Jofré había emigrado en la década de 1940, cuando las lagunas de Guanacache, en el norte de Mendoza, se secaron junto con el ecosistema circundante por la utilización del agua para los viñedos. Varios años vivieron en Rodeo del Medio, donde Mimí conoció los relatos sobre el campo de concentración que tenía montado en su estancia el Coronel Rufino Ortega, principal comandante de las tropas que partieron de Mendoza a las sucesivas campañas de la Campaña del Desierto y némesis de la conquista del triángulo de Neuquén entre 1882-1883. A raíz de algunos puntos que han surgido en este debate, quisiera extenderme brevemente sobre una cuestión que ya traté en mi primera intervención, la noción del genocidio como una forma de conciencia histórica, y una capaz de movilizar políticamente a los pueblos indígenas u originarios. Todos los participantes hemos coincidido en la necesidad de reconocer, investigar y condenar lo que puede ser caracterizado como un genocidio, o varios, perpetrados contra pueblos indígenas en Argentina, las prácticas (estatales o no estatales) de violencia colectiva etnicizada o racializada que ese legado de genocidio todavía informa o induce, develar o denunciar, finalmente, su silenciamiento o negación por parte del propio campo historiográfico y otros muchos sectores de la sociedad. Pero algo muy distinto, y en esto me diferencio, es hacer del genocidio indígena el genocidio constitutivo del estado argentino; considero esta calificación, desde mi falible opinión, un error desde el punto de vista hstórico y teórico, como así también una representación cultural poderosa que independientemente de su carácter simpatético con las causas de los pueblos indígenas puede tener derivaciones indeseadas para los mismos, como la (casi siempre subrepticia) re-institución de los indígenas

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como el homo sacer (en el sentido de Agamben) cuyo sacrificio inicial y sucesivo funda y refunda la soberanía de dicho estado (volviendo a Mauss), y lo indígena como subjetividad “genocidificada”, que a través de signos corporizados como fenomitos (Escolar 2007) inscribe a las subjetividades indigenizadas y sus cuerpos como potenciales “campos de concentración portátiles” de vidas que pueden ser matadas sin violar el orden jurídico y moral de una sociedad. Por un lado, mis diferencias se basan en una apreciación historiográfica. Pese a la importancia que los pueblos indígenas tuvieron en la formación del Estado argentino y en muchas cosas más, como bien señala Vezub no sólo como víctimas, sino también como constructores (invisibilizados también) de ese mismo estado o estatalidad, distamos mucho de haber demostrado que la posibilidad o condición misma de la formación del Estado- Nación haya sido el genocidio indígena. Además, aún si considerásemos al genocidio o las prácticas genocidas como el motor de la formación del estado, o inclusive si en lugar de hablar de genocidio nos refiriésemos a una “violencia fundadora” del estado, es dudoso que tal sacrificio o destrucción fundacional haya tenido como primer objeto a los indígenas. Más bien, hasta cierto punto, podríamos decir que si lo indígena emergió en ese momento fundacional, no fue tanto como un colectivo existente sobre el cual definir la soberanía del estado sino como un tropo relativamente flexible, según la época, de excepción soberana que podía abarcar diversos contingentes de población, sectores sociales y enemigos políticos al interior de un espacio social y político ya incorporado en el proceso de formación estatal—de ahí precisamente su eficacia—. Pero entonces, llegamos a una crítica política ¿Hasta qué punto el sostenimiento del genocidio indígena como mito fundacional del Estado argentino desactiva este verdadero efecto sacrificial o, por el contrario, corre el riesgo de hacer el juego a la


reproducción de lo indígena y de los cuerpos indígenas como blancos móviles siempre disponibles para la violencia estatal (o de muchos otros tipos de violencia), reasociando indisolublemente lo indígena con la vida que puede ser descartada y matada impunemente? Esa posición es resistida por muchos indígenas, como el hermano de Mimí Jofré, que escapando a la adscripción familiar clamaba por “ser humano”, no indígena, apropiándose involuntariamente del terror genocida en el que había sido parcialmente socializado, terror que se asociaba a toda situación histórica de represión. Le decimos: tenés que ser indígena y además emanciparte; pero hacerlo a partir de reconocer que los indígenas siempre fueron y serán objeto de genocidio. Decimos que eso te moviliza como pueblo. Decimos que tu genocidio es la base de tu movilización política. Reducimos tu historia compleja (¿formaría o no parte de la experiencia indígena?) de emigración, escolarización, duelo, dictadura militar, viñedos, fiestas en Campo de los Andes, noviazgos, partidos de fútbol, papá sindicalista, peronista, etc. a tu condición de indígena por siempre objeto de genocidio. Roulet y Garrido distinguen en su análisis en este mismo debate dos ámbitos principales en que podría “hacerse algo” respecto de un genocidio. El de la justicia y el de la historia. En el primero, nos encontramos que pese al pormenorizado análisis jurídico de la figura de genocidio y del caso de los pueblos indígenas en Argentina, las autoras terminan afirmando que prácticamente no se puede obtener ningún resultado en la justicia transicional (única que rescatan como medio) ni en su faz retributiva de castigo de los criminales o restaurativa, que propende a la reconciliación entre víctimas y victimarios (Uprimny 2006, pp. 114-122). Ni siquiera es posible obtener la “verdad judicial”, nos dicen, “por la antigüedad de los hechos”.

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Una visión excesivamente legalista parece asociar la justicia al aparato jurídico y la legislación oficial vigente: hasta la “verdad judicial” se muestra impotente por el paso del tiempo, no sabemos si ante la falta de los testigos oculares, o la imposibilidad de presenciar la escena del crimen. Sin embargo existen testimonios de época, partes militares, documentos eclesiásticos, y otras fuentes que permiten “probar” sino todos, la mayoría de los crímenes de genocidio. En nuestras propias investigaciones, por ejemplo, hemos analizado cientos de actas de bautismo de Mendoza durante la Campaña del Desierto y años posteriores donde se demuestra que niños y jóvenes indígenas fueron entregados masivamente a padrinos criollos quienes adquirían la patria potestad que les permitía disponer de sus vidas y trabajo. A diferencia de la apropiación de niños durante la última dictadura militar, entonces, en el caso de la Campaña del Desierto existe un documento probatorio e individualizador en el sentido literal del término. Estas actas bautismales son un documento, tanto de la inscripción de los niños indígenas como ciudadanos (antes de la existencia del registro civil) como de su apropiación (una de las prácticas más aberrantes del genocidio), en muchos casos separándolos de sus padres biológicos que a menudo incluso figuran en las actas como presentes pero sin nombre. Pero las actas individualizan si, en algunos casos a las víctimas y en todos a participantes indirectos: los curas que avalaban con la confección del acta la apropiación y los padrinos. Pero las autoras aceptan que si bien la verdad judicial no puede obtenerse, la “verdad social” si es posible. La misma se vincularía básicamente a las memorias de las comunidades descendientes de las víctimas y a “un nuevo discurso historiográfico” que para debería restituir “la historicidad y contemporaneidad de las naciones indígenas en la Argentina actual,” básicamente rehuma-

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nizando la imagen de los indígenas. No puedo dejar de acordar sobre este punto, aunque con ciertas dudas y salvedades sobre un punto particular. ¿Qué significaría para el historiador o el antropólogo tal “rehumanización”? ¿Mostrar una imagen idealizada, reduccionista, del genocidio como el evento central o definitorio de la experiencia indígena o incorporar el genocidio como parte de una experiencia histórica y actual mucho más compleja, plena de contradicciones, luchas y transformaciones? ¿Reificar los sujetos indígenas como iguales a sí mismos, radicalmente “otros” y siempre resistiendo en todo tiempo y lugar o mostrar también las fronteras a menudo borrosas entre indígenas o pueblos originarios y el resto de la sociedad, pueblo, o política nacional? En este debate Delrio y Ramos describen las “historias tristes” que algunos narradores cuentan en las comunidades indígenas de la meseta chubutense. Un subgénero histórico, podríamos decir, cuya eficacia es la de estar ligado a la idea de una verdad irreductible al discurso que se transmite sin embargo con toda la potencia afectiva y la inintelegibilidad constitutiva del evento traumático inicial. Los autores derivan desde estos relatos al genocidio como un “no-evento” para el estado argentino, pero también para los propios narradores “Estas historias (…) tienen como telón de fondo el no-evento de lo que no puede ser nombrado: los niños perdidos, quienes nunca volvieron, o fallecieron.” De este corpus sumado a otros similares y diversos materiales de archivo recogidos por un grupo de historiadores y antropólogos entre los que nos contamos algunos de los participantes de este debate, los autores pasan de identificar al genocidio indígena como un no-evento, a definirlo como el macro-evento, incluso constitutivo, del Estado Argentino. De la subrepresentación a la hiperrepresentación del genocidio: “ creemos que el no-evento de las políticas estatales post-sometimiento es, en la vida


cotidiana de las personas mapuche y tehuelche, el hito histórico en el que se organizan los marcos de interpretación, aun vigentes, sobre la historia, las relaciones de poder y la incorporación al estado nación.” En el análisis se dice que en estos relatos “la memoria social resguarda una historia política de relaciones” y que los relatos de las historias tristes y del regreso tienen un potencial político. Que “adquieren el potencial político que distintas generaciones le van inscribiendo (Wolin 1994).” Que suponen “una interpretación del pasado que subraya la agencia indígena en la reestructuración de un pueblo.” ¿Pero qué es lo político aquí? ¿Cómo se define tal potencial? Los autores nos dicen que radica en su carácter de denuncia, en ciertas convenciones de género: la interpelación de los ancestros a las generaciones presentes supuesta en el género Ngitram, y también la presencia de una agencia indígena en una reconstitución social protagonizada por los niños retornados que estaría narrada en las historias del regreso. Al primer problema (no imposible pero difícil de superar) de departicularizar las “historias tristes” de Chubut sobre la post-campaña del desierto, interpretarlas como índices de un genocidio, universalizarlas al nivel de relatos sobre un no-evento genocida estatal nacional e idealizarlas como memorias de un genocidio constitutivo y constituyente, se le sumaría el de demostrar su supuesto carácter político. Los mismos relatos señalados, en rigor, no parecen transmitir una historia política sino una memoria traumática, evidenciada por la imposibilidad de dar inteligibilidad a los hechos narrados, donde el lenguaje no alcanza a representar lo vivido y es reemplazado por el silencio y el llanto. El trauma es un exceso del sentido que linda con la ausencia del sentido. Aquí es donde tenemos que ser cautos a la hora de interpretarlo, de no reducir las contradicciones y aporías insoportables de lo real actualizadas en él.

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Pero además, la base de la lectura del no-evento es que el sentido verdadero de los relatos se halla en lo que no se dice. ¿Cómo se llena el silencio y el llanto? Como no podía ser de otra manera, mediante la operación de interpretación de los investigadores. Pese a las apelaciones a la perspectiva y voz (o silencios) de los narradores, el nombre, la inteligibilidad y sentido del no-evento, es decir “El genocidio constitutivo”, es colocado por los investigadores. Se identifican víctimas y victimarios, destinos colectivos, ethos y proyectos de pueblo, agencias. No cuestionamos la responsabilidad del esfuerzo investigativo de los autores, ni su compromiso con los informantes ni eventualmente la adecuación de sus interpretaciones a los usos del pasado o productividad política actuales de los relatos, al menos para una parte sustancial de los grupos que los recrean. Señalamos, si, los problemas de promover una lectura excesivamente lineal y moral de estas narrativas, vinculada tal vez a una visión de la memoria colectiva como reflejo o continuidad directa, tanto de los hechos del pasado como de las memorias socialmente producidas en otros momentos históricos. Por ejemplo: el trauma puede haber sido no sólo originado en la masacre, sino en la experiencia de la necesidad pos-retorno de encontrar un statu quo y reconfigurar relaciones comunitarias entre víctimas y victimarios, colaboracionistas y resistentes (como muestra del Pino para un contexto muy diferente de prácticas genocidas o de violencia política masiva). No creo que la postulada agencia, por su parte, quede evidenciada. El relato muestra más bien un momento de ausencia de toda agencia de las víctimas, un “hecho victimal total” desde el cual se es incapaz de articular respuesta social o política, excepto la lucha por la supervivencia física. Tampoco queda claro que el esfuerzo de crear vínculos sociales en las narrativas del regreso remita “a una agencia indígena en la reestructuración de un pueblo”.

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Hay algo que suena demasiado teleológico aquí. Suponiendo que pudiéramos hablar de una agencia de los niños a partir de los silencios del relato, sería más difícil clasificar simplemente esta agencia como “indígena” o “mapuche”, puesto que deberíamos definir primero lo que constituiría el sujeto indígena o mapuche y la indigenidad o mapuchidad de tal agencia en ese contexto, según las marcas de la narración. Excepto que nos contentemos con el gesto tautológico de designar a priori como indígenas y mapuches a los personajes o narradores. Esta teleología se completa con el desiderátum de la “restructuración de un pueblo”. Supongamos que el destino de la agencia ya está prefigurado y su contenido es tan claro que puede inferirse de los silencios de una narración. ¿Puede una simple agencia tener miras de tanta proyección temporal y coherencia política, toda agencia definida como indígena apunta a la reconstrucción de un pueblo? ¿No hay agencias indígenas que apunten en otras direcciones (así como pueden haber agencias noindígenas que apunten a la reconstrucción de pueblos indígenas)? ¿O lo que definiría la indigenidad de una agencia sería la promoción de una pueblitud? Todos estos comentarios no apuntan tanto a cuestionar la posibilidad de que, efectivamente puedan demostrarse estas cadenas interpretativas, sino a señalar las grandes brechas que deben ser llenadas para la demostración de este tipo de argumentos, y el uso excesivo de cadenas metonímicas para formar una ilusión de verdad. En la argumentación que hemos analizado, esto puede observarse como un círculo de carreras de saltos lógicos: las narraciones refieren una agencia (primer salto); esta agencia es indígena (segundo salto). En la medida que esta agencia es indígena, promueve la reproducción o reestructuración de un pueblo (tercer salto). En la medida que promueve la reestructuración de un pueblo, es una agencia (cierre del círculo).


Pero además, finalmente ¿Por qué el genocidio politizaría? ¿Por su demanda de reparación? ¿Por la reproducción y expresión discursiva de la crueldad y el terror original? ¿Por servir a la reconstrucción de un pueblo (¿sirve?)?) ¿Por una potencial demanda de emancipación (¿la hace?)?. Creo que el problema para demostrar esto es que no queda otra opción que analizar el uso posterior de la representación de los hechos, más que los hechos. Porque el momento del genocidio, en la medida en que excluye totalmente a un antagonista tanto de la vida como de la posibilidad de existencia política (en rigor no lo derrota sino que elimina al otro como antagonista), al contrario que la guerra, no es el sustrato esencial de lo político, ni su continuación por otros medios, sino la negación de lo político. Otra cosa son los usos sociales posteriores que pueden tomar como referencia o derivarse del genocidio. La postulación del carácter político del genocidio y sus memorias requiere mayor demostración entonces que la mera afirmación de dicha politicidad. Comenzar por definir qué es político y qué no. Y, si se insiste en atender a las memorias como un proceso, deslindar distintas politicidades posibles. Las que tuvo eventualmente el evento genocida en el tiempo histórico (durante los sucesos y en el período inmediato; en el período posterior, luego, en relación con distintos contextos históricos) y las que tiene o puede tener en la época actual, sea en sus dimensiones simbólicas, pragmáticas o historizadoras.

Walter Delrio y Ana Ramos Antes que nada agradecemos a los editores de Corpus la posibilidad de abrir un debate entre colegas, el cual principalmente procura reflexionar tanto sobre desarrollos académicos como sobre discusiones instaladas en nuestra sociedad. Las citas de los distintos trabajos

remiten, indudablemente, a un debate que excede a los ámbitos disciplinarios de la Historia, la Antropología, el Derecho o la Arqueología. En particular agradecemos a los colegas por permitir a través de sus lecturas ampliar nuestro conocimiento y perspectivas. En común, encontramos que en la pregunta o elección de un ¿nuevo? concepto, todos estamos sumamente advertidos con respecto a que su aplicación no recurra al efecto homogeneizador que hemos denunciado para otras matrices conceptuales desde las cuales se ha construido el relato historiográfico sobre los procesos de sometimiento estatal de los pueblos originarios/indígenas. En relación con ello se manifiesta y comparte la necesidad de reconstruir tanto la genealogía de los procesos de consolidación estatal en relación con las prácticas genocidas como la propia agencia de los grupos subalternizados. Identificamos y compartimos con los colegas que no hay historias, itinerarios ni narraciones homogéneas sino construcciones homogeneizantes, tanto de sectores dominantes como subalternos —incluyendo los académicos—- en cada contexto histórico. Es precisamente desde esta lectura compartida que algunos de los trabajos aquí reunidos nos permiten dar cuenta, desde las actuales perspectivas de investigación —y resultado de líneas de trabajo que ya cuentan con años de desarrollo—, de la complejidad de procesos mayormente “no-narrados” como señala Pilar Pérez por parte de la historiografía en nuestro país, así como de los objetivos políticos que tanto la “narración” como la “no-narración” han tenido. En esta reconstrucción genealógica es fundamental el aporte que Florencia Roulet y María Teresa Garrido realizan en relación con los marcos jurídicos contemporáneos al proceso de formación y consolidación del estado nacional y de las narraciones sobre el evento de la conquista hasta nuestros días. Los trabajos de Pilar Pérez y de Liliana Tamagno nos infor-

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man y llevan a reflexionar sobre la historia de los mismos conceptos de genocidio y etnocidio y fundamentalmente de los marcos conceptuales puestos en discusión y uso en la segunda mitad del siglo XX. Junto con el planteo de Verónica Seldes, estos trabajos nos conducen a pensar en las tensiones, conflictos y relaciones de poder desplegados históricamente en el debate conceptual en torno al hablar-narrar la conquista. Los trabajos de Diego Escolar y Julio Vezub remarcan algo también implícito y explícito en los ya mencionados, al presentarnos los alcances de la construcción hegemónica instalada en el “sentido común” en nuestra sociedad y cómo los debates historiográficos son al mismo tiempo debates políticos. Sin embargo, sería importante la pregunta con respecto a por qué existiendo ya una trayectoria de varios investigadores y equipos de investigación sobre el proceso de sometimiento e incorporación indígena por parte del estado argentino, el foco sobre el debate recae nuevamente en no-especialistas, periodistas con alcance masivo, y el “sentido común” o supuestos hegemónicos. Ya que es precisamente desde estas lecturas, desde donde se suponen lineales relaciones entre “nuevas modas conceptuales” y acciones políticas de sectores homogéneamente identificados; en una supuesta influencia no dialéctica sino con un único sentido: de los académicos a las organizaciones indígenas. Por el contrario, en nuestro país, la utilización del concepto “genocidio” se dio en primer lugar en el discurso de organizaciones de los pueblos originarios en un contexto de lucha por el reconocimiento que se abre con el retorno de la democracia en la década de 1980. En particular, 1992 constituye un año clave—y no un punto de llegada— en este proceso. Es con posterioridad que algunos académicos comienzan a utilizar el término y su uso se extiende, aunque con considerables diferencias, matices, cuestionamientos y preguntas.


No consideramos posible hablar de algo así como “los estudios sobre genocidio” en relación a este proceso. Ya que, en todo caso, el encontrar un concepto operativo —y en permanente cuestionamiento— fue para muchos, como lo demuestran parte de los trabajos aquí reunidos, resultado de nuevas preguntas y metodologías. Si diferentes investigaciones condujeron a preguntas similares, no fue por la aplicación desde el concepto hacia el archivo o el trabajo de campo, sino precisamente al revés. Se trata de un desarrollo desde la casuística lo que ha llevado a la adopción —repetimos, plena de cuestionamientos y puestas en sospecha— del concepto. En todo caso la “simplificación” (y la lineal atribución de una intencionalidad política determinada) ha sido desde el marco de interpretación hegemónico, desde el negacionismo, y no desde el trabajo historiográfico que las nuevas líneas de investigación vienen sosteniendo. En estas últimas, reiteramos, la puesta en sospecha de la utilidad y aplicabilidad de los conceptos ha sido constante. Tampoco coincidimos en que hoy por hoy el “genocidio” sea como dice Escolar el “principal mito de refundación de identidades y pueblos indígenas actuales, o como principal demanda y símbolo de los indígenas”. En todo caso, éste ha sido uno de los argumentos de aquellos que se oponen a su existencia, desde el negacionismo, para reconstruir o rehabilitar, como dice el propio Escolar, “un locus de excepción”. Siendo los procesos identitarios mucho más complejos que un cambio en la utilización de conceptos —supuestamente siguiendo tendencias de la historiografía— lo cierto, en todo caso, es que hoy confluyen en un mismo debate los procesos identitarios y académicos, con las mismas —y/o diferentes— preguntas e impugnaciones a la hegemonía y al proceso histórico de su conformación. Como señala Pérez, sería importante no minimizar “las consecuencias del genocidio que perduran hasta el presente”. Ya que si afirmamos que un genocidio existió, debemos compren-

der las agencias subalternas precisamente bajo este tipo de condicionamientos y en el marco de sus continuidades y cambios, es decir en una coyuntura sensiblemente distinta a la previa. Por lo tanto, si bien podemos identificar elementos “similares” entre antes y después, éstos no pueden ser comprendidos sólo como continuidades, sino que es necesario dar cuenta de los cambios existentes en los condicionamientos. En Pampa y Patagonia por ejemplo, “algo” cambió entre las décadas de 1870 y 1880. Es allí que la pregunta por lo “constitutivo” o “fundante” de un nuevo tipo de relación con el estado, es sumamente válida.5 Sin dudas, como plantea Escolar, existe también una genealogía en la construcción de este tipo de prácticas, y en el proceso de construcción de la otredad, y eso es lo que diferentes líneas de trabajo vienen permitiendo observar. Pero precisamente, estas genealogías se sirven de aquellos que son considerados, elegidos, como “hitos históricos” y haríamos muy mal en no tenerlos en cuenta o minimizar su significado, ya que han sido diseñados como marcadores de puntos de inflexión. Por ejemplo, no podríamos entender con idéntico significado, antes y después de las campañas al desierto, el atribuir “venir de Chile”, ser “araucano”, ser “pehuenche”, o ser “indígena” a una persona. Dar cuenta de los procesos por los cuales determinados eventos son construidos como “hitos” iluminaría sobre los conflictos y agencias en la constitución del conjunto de relaciones sociales por las que entendemos el estado. Identificamos entonces dos grandes perspectivas en cuanto a los nuevos enfoques sobre los procesos de sometimiento indígena: por un lado, la reconstrucción genealógica de la hegemonía y, por el otro, la reconstrucción impugnadora o no, pero sí alternativa, desde la experiencia heredada de quienes fueron subalternizados. En primer lugar, y consideramos que hoy en día de forma contundente, las demandas de precisión en la

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descripción histórica son poco a poco respondidas por las actuales investigaciones que vienen desarrollándose en proyectos grupales y tesis6. Nuevas respuestas para nuevas preguntas, que podrán permitirnos debatir con mayor profundidad en cuanto a la aplicabilidad del concepto genocidio para ciertos procesos, o precisar términos como “genocidio constituyente”, “masacre estatal”, etc. Ahora bien, en este proceso de describir la complejidad de cada contexto en el que se produce conocimiento histórico surge una pregunta. ¿Existió algún contexto nomilitante? ¿La descripción hegemónica desde finales del siglo XIX sobre las “campañas del desierto” no es acaso también plausible de ser interpretada como inscripta en un “contexto militante”?7 Consideramos que éste también es el caso de la segunda perspectiva mencionada, vale decir, de los puntos de vista emergentes desde la experiencia heredada. El contexto político en el que las memorias indígenas y de sectores subalternos devienen fuerzas sociales está organizado por los marcos de interpretación hegemónicos fuertemente instalados en la sociedad argentina y que quedan de manifiesto en las intervenciones de autores, académicos o no, citados por Escolar y Vezub, por ejemplo. Es que precisamente ese marco de construcción de la “imposibilidad del otro” —que ha sido subrayado por todos los autores para el proceso de sometimiento indígena— es, en definitiva, la imposibilidad de pensar al mismo proceso desde otra perspectiva y desde otros marcos de interpretación. Así, estos marcos, hegemónicos o no, no son ontologías aisladas sino que deben ser tenidos en cuenta en su proceso histórico de relación a lo largo de más de un siglo. Si entendemos que desde algunos de ellos se dio forma a la invisibilización, operativa para las prácticas de explotación extraeconómica de la fuerza de trabajo indígena, debemos tomar en serio el hecho que desde otros se orientaron construcciones de sentido diferentes, a veces


a través de la identificación como pueblo, familia linaje o clase. Esto forma parte de lo que podríamos denominar como experiencias heredadas. Al respecto, y a partir de discusiones más informales con algunos colegas con los que compartimos este número, quienes nos han señalado oportunas preguntas, nos gustaría subrayar que, cuando nos referimos a estas experiencias desde las narrativas mapuche-tehuelche, no estamos suponiendo homogeneidad. Aun cuando destacamos la importancia de experiencias que no siendo idénticas sí fueron masivamente comunes, la conformación de extensas redes de transmisión y comunicabilidad, y la producción de formas de hacer sentido compartidas, nunca podrían ser homogéneas historias ancladas en trayectorias personales y familiares, y constituidas mayormente por silencios. Sí creemos poder señalar que las contadas que incorporamos —a través de nuestro recorte y pensando en este dossier— fueron transmitidas por personas que se identifican, en mayor o menor grado, con las trayectorias familiares de quienes fueron conformando las comunidades mapuche o mapuche-tehuelche en la provincia de Chubut. Es en estos contextos, que el término “tristeza”, “sufrimiento de los abuelos” o frases como “sabía llorar la abuela cuando contaba” son utilizados por los narradores para introducir las contadas. Desde este ángulo, creemos que la historización de los contextos en los que se produce y transmite conocimiento histórico –a través de eventos comunicativos, formas narrativas y silencios significativos—y el análisis de estos contextos como espacios de tensión entre sujeción (imposiciones) y subjetividad (experiencias ancladas en trayectorias particulares) son parte de la empresa de una Antropología Histórica. Por lo tanto, es una postura epistémica que lleva a identificar (seleccionar, recortar) y asociar narrativas según los criterios que la memoria

social va estableciendo. Entre estos distintos criterios, las “historias tristes” pueden reponer imágenes, valoraciones, y conexiones de sentido poco confortables para otras formas de pensar los eventos históricos post-campañas militares, pero también es una opción hacer historia problematizando la misma “incomodidad”. Al mismo tiempo, no debemos entender las historias tristes como narrativas aisladas, puesto que éstas forman parte de cadenas textuales complejas en las cuales precisamente se describe un tipo de coyuntura especial. Especial porque hay, de algún modo, un antes y un después a partir de ella, y porque ese después impuesto es considerado también como fruto de lo que hicieron los abuelos (quienes no son recordados como victimas pasivas)8. En esa cadena discursiva, lo que podríamos llamar “trauma social” a falta de una categoría mejor (aun sabiendo que no es traducible al sintagma “historias tristes” elegida del castellano por parte de los narradores) es sólo un nuevo comienzo. Nos referimos a ello en la primera ronda de trabajos como “hito histórico”, intentando dar cuenta del sentido de reestructuración que tienen estas historias en las memorias sociales de las personas mapuche y tehuelche con quienes conversamos. En ese contexto algo cambió y por eso es recordado, y no aislado de la historia que llega hasta nuestros días. Las narrativas refieren a lo que como historiadores identificamos como “campañas de conquista” pero no sólo a este contexto, sino también a los de las siguientes generaciones. Las narrativas señalan entonces una trayectoria, no es el genocidio –o las campañas del siglo XIX- lo que se actualiza sino la memoria sobre las relaciones sociales. Es, por lo tanto, una posición política sobre el mismo curso de la historia lo que se transmite en ellas; una posición desde la cual se esgrimen preguntas para el historiador, el antropólogo o el jurista puesto que, por ejemplo, nos exigen volver al archivo, a las memorias o a las leyes con otras lecturas y reformulaciones.

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El ngtram tiene la función social de transmitir aquello que es considerado como “verdadero”. Esta es la valoración metadiscursiva que define a este género. Los antropólogos e historiadores estamos comenzando a tomar en serio el hecho de que existen otros marcos de interpretación y que su incorporación al trabajo historiográfico nos permitiría dar cuenta de otras formas9, también heterogéneas y también compartidas —aunque no hegemónicas—, de construir sentido del pasado al contar la historia del sometimiento estatal de los pueblos originarios/indígenas. En ellas, como subrayamos en la primera ronda, no hay nociones esencializadas de víctima-victimarios como sujetos preconcebidos, sino que se complejizan las descripciones de cuáles han sido las expropiaciones sucesivas, los condicionamientos, las agencias y las estrategias. Entendiendo como Ranciére a la política como la irrupción, a diferencia de la política como policía, consideramos que los ngtram también son una fuente indispensable para dar cuenta tanto de la política como de la policía en la matriz estado-nación-territorio. Es decir, de la agencia subalterna y de los procesos de identificación en el marco de procesos más generales de construcción hegemónica de otredad y de aboriginalidad.

Pilar Pérez Defender la historia Me gustaría volver sobre el silencio de la historia como parte constitutiva del genocidio. Volver sobre la historia de forma crítica pero también como una militante de la disciplina. Me gustaría entonces, en esta coda del texto, defender la historia. Teniendo en cuenta que una de las características trabajadas por la literatura de los estudios sobre genocidio (Jones 2006) está relacionada a la negación del genocidio como rasgo común en casos compa-


rativos, creo fundamental destacar dos ejes vinculados a la historia. En primer lugar, la indeclinable necesidad de reconstruir el proceso histórico y de discutir categorías ancladas en los mismos. Por esto, me detendré a desarrollar algunas características del campo de concentración de Valcheta, para dar, aunque más no sea, una aproximación a la complejidad de las relaciones que el genocidio instaura en términos de prácticas y rutinas que habilita. En segundo lugar, me interesa subrayar el papel de la disciplina como espacio de debate hegemónico en torno a construcciones de verdad y sus implicancias y efectos para repensar las formas de constitución del estado argentino.

El campo de concentración de Valcheta Compartimos la propuesta de Das y Poole —que se desprende de una lectura crítica de Agamben— en donde las autoras consideran que la construcción de la excepcionalidad se entrama en “prácticas incrustadas en la cotidianeidad del presente” (Das y Poole 2008) que se construyen históricamente y que, por ende, no son estáticas y son disputables. Teniendo en cuenta este marco, nos gustaría puntualizar algunas características del campo de concentración de Valcheta. Según el informe de Lorenzo Wintter al Ministro de Guerra en Agosto de 1883 (AGN, Fondo Wintter, leg 1149, S/D), el Teniente Coronel Roa fue enviado al sur persiguiendo a Saihueque e Inacayal. Fundamentalmente, Roa buscaba interceptar los pasos que muchos grupos usaban desde varios años atrás para comerciar con los galeses de la Colonia Chubut (Rawson y Gaiman). Como resultado, y para evitar la reconcentración de indios en Buenos Aires, la gente de Utrac (apresados aisladamente), Charmata y Pichalao fueron conducidos a Valcheta

donde serían malamente racionados por el estado hasta fines de 1887. En octubre se produce la masacre de Genoa, cuyos sobrevivientes, más la gente de Chiquichan y Qual, son conducidos por el Mayor Vidal hacia Valcheta. Mientras sus animales, 2.500 lanares, más yeguarizos y vacunos, son arriados por el Comandante Lasciar hacia la colonia galesa (SHE, 5to de caballería, 1881-1937, fjs. 556). Tomando los datos de mínima que aportan las fuentes el número de los últimos presos enviados a Valcheta sería de 600. Ante el inminente cese del racionamiento, en 1886, el entonces Gobernador Wintter remite un pedido para crear una colonia indígena por la necesidad urgente —en su criterio— de repartirle tierras a la gente de Charmata y Pichalao. Ya en febrero de 1887, este pedido será acompañado con listas de los presos de las tribus de Pichalao, Charmata, y se agregan también la gente de Cual y Chiquillan (AHPRN, MI, 1886, caja 1). Estas listas distinguen hombres, mujeres, niños y niñas, con sus nombres, quienes suman un total de 214 personas presas en el campo. Cabe preguntarse ante esta información el destino del resto de los mencionados, sabemos que existen pedidos puntuales de mujeres y niños (AGN fondo Wintter, leg 1217, varios —entre ellos el mismo Roa pide una chinita—) que se encuentran en Valcheta, y que también continúan los repartos a demanda hasta por lo menos 1888 —se envían varias familias indígenas del territorio nacional de Río Negro a Misiones a pedido del Gobernador Rudecindo Roca (AGN-DAI, Exp grales, 1889, leg 1)— pero también hay muchos otros que están en Valcheta y no son incorporados a estas listas. La campaña punitiva de Roa fue al mismo tiempo un viaje de exploración tras el cual presentó un informe descriptivo, en el cual el Teniente Coronel destacaba con admiración a las tribus de Charmata y Pichalao, quizás por esto estuvieran ya en consideración para un proyec-

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to de colonias. En su lectura estas tribus eran un ejemplo por su capacidad de criar ganado vacuno de una calidad excepcional y por los índices de longevidad y escasa mortalidad, en detrimento comparativo con los galeses que hacían “vegetar” la colonia que el estado les había cedido dentro de su, reconocido pero casi desconocido, territorio nacional en 1865 (Roa 1887). Por otra parte, desde que el ejército se retira en 1885, el control del campo queda bajo la vigilancia de una comisaría de policía que depende de la jefatura de policía de la gobernación a cargo de J. J. Biedma. Concretamente serán las policías departamentales las que definan a través de su trabajo el adentro y el afuera del campo. En las memorias del Ministerio del Interior de 1888 se destaca que la policía, además de sus tareas de vigilancia, debe recorrer el territorio “donde puedan refugiarse los desertores del ejército ó indígenas que se alzan de las diferentes tribus sometidas.” (MMI 1888 pp 291) Hacia adentro del campo son las encargadas de mantener el orden y regular las prácticas de los presos. En este sentido, el comisario de policía Miller será reprendido desde la gobernación reiteradas veces por los abusos cometidos contra algunos indios. Entre otras formas de abuso se destacan la venta de pasaportes para quienes estaban de paso o para aquellos que querían salir ya sea a cazar o viajar a algunos de los pueblos cercanos. También es observado por sacarle gente para trabajo al Capitanejo Sacamata (que se encuentra dentro de las listas mencionadas previamente confeccionadas por Wintter), por correrlos de las parcelas de tierra en donde estaban asentados y por despojarlos de los pocos animales de los que lograban hacerse (AHPRN, copiadores de notas de gobernación, 1887, 01, fjs 235 y 1888, 02, fjs 147). Retomando algunas de las características de constitución y operación del campo, insertas en el contexto mayor de la Conquista del Desierto, entendemos que es en


este periodo en donde se produce un cambio radical en las relaciones entre indígenas y estado que marcarán el devenir de las mismas a lo largo del siglo XX. Ya que si bien los indios representan un otro interno que está a disposición del poder ya sea como mano de obra forzada o como trofeo o como preso sin ninguna condena, en definitiva, como un cuerpo asesinable, también es en este espacio en donde comienzan a encarnarse formas de poder que conjugan las fronteras de lo (i)legal. Constituyendo los dos extremos del estado de excepción, en los términos ya citados de Agamben, el “hombre lobo” pero también el soberano. La policía, sin necesidad de mencionar las enormes dificultades en las que están asentadas en el territorio que también les da elementos para justificar sus acciones de abuso, disponen —entre otras cosas— el quiénes y cómo pueden moverse los indios sometidos por el territorio. Controlan y reducen la circulación y hacen uso y abuso de prácticas impuestas dentro del territorio desde la ocupación militar que es la obligatoriedad para los indios de circular con permisos y pasaportes y siguiendo las rutas de fuertes y fortines. Esta última nos vincula asimismo con prácticas de legibilidad (Trouillot 2003) en donde el estado encarnado en sus funcionarios marca y garantiza identidades diferenciadas. Al mismo tiempo, y contradictoriamente con la pretensión homogeneizadora de constitución de ciudadanía, se reproducen las diferencias jerárquicas que el estado reconoce en la organización de las tribus indígenas. Estos son, como ya ha sido trabajado por otros historiadores, los intersticios sobre los que se reagrupan estratégicamente varios indígenas para garantizar su supervivencia (Delrio 2005, Salomón Tarquini 2010). En definitiva, son estos los márgenes sobre los que comienza a reproducirse el estado como idea. Para principios del siglo XX, Valcheta estaba constituida como colonia en donde los lotes estaban repartidos

preferentemente entre extranjeros (siempre mejor considerados que los indios). En 1904, el inspector de tierras describe la sección El Salado de la colonia Valcheta. Una zona totalmente inservible y casi inhabitable que está poblada por indios. “Puede asegurarse que [las familias] son dignas de toda lástima por su estado de salvajismo, cosa que yo creia extinguida en mi patria; la mayoría de estas son descendientes de la raza ‘tehuelche’ en pleno vigor de sus costumbres de holganza y vicios, que dá vergüenza referirlos” (AHPRN, Inspección Tierras Valcheta, 1904, fjs 9). Con la sola excepción de Juan Sacamata ninguno de los indios listados por Wintter en 1887 recibe título en la Colonia Valcheta.

La historia estallada Tal como lo describe el archivero de la dirección de Tierras y Colonias en 1901, los pedidos del Gobernador Wintter para conformar una colonia indígena fueron encontrados en una “...carpeta caratulada ‘documentos inservibles’ que perteneció al extinguido Departamento de Obras Públicas...” (AHPRN, MI, 1886, caja 1). En este sentido cabe destacar, en primer lugar, el corte establecido por el biopoder respecto a los indios reducidos en los campos y, en segundo lugar, lo fragmentado y diseminado que se encuentra el archivo para reconstruir esta parte de la historia que hoy nos resulta imprescindible para entender los reveses de los proyectos civilizatorios. Como ya se ha dicho, el silencio de la historia fue funcional a esta reproducción de la marginalidad impuesta sobre los cuerpos indígenas, pero al mismo tiempo nos permite ver hoy con una claridad contundente los límites de una construcción única de verdad histórica. Hasta 1880 los indígenas del sur tenían una presencia, autonomía y fuerza que no volvieron a tener nunca más por la relación estructural que se establece en el proceso genocida. Si bien las prácticas de marginalización y de

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excepcionalidad aparecen en diversas experiencias de la historia argentina, no creo que todas puedan ser consideradas genocidios. Por referirme brevemente al terrorismo de estado de la última dictadura —comparación más que frecuente— si bien comparte algunas características, una clave de diferenciación entre los procesos está, justamente, en la construcción del enemigo desde el estado como perpetrador del crimen. El estado argentino del siglo XIX, define, fija y esencializa a los indígenas otorgándoles una imagen negativa enraizada —hasta la actualidad— tanto en las políticas de estado como en el sentido común argentino que dista enormemente de la caracterización profundamente ambigua y, en casos, arbitraria de un subversivo (Calveiro 1998). De esta forma, cualquiera que no se adecuara a las normas de disciplinamiento del estado terrorista podía ser un potencial desaparecido. En suma, la ambigüedad y arbitrariedad del estado dictatorial proyecta el terror sobre toda la sociedad y no sobre un sector singularizado en particular. En este sentido, estamos en una etapa en donde recién comienza a historiarse y definirse el proceso de la Conquista del Desierto. Los esfuerzos están orientados a narrar el proceso en un nivel de densidad que nos permita conocer y cuestionar no sólo el relato sino la mismísima construcción del estado nacional que se consolida en la década de 1880 —de ahí las resistencias también—. Dado el protagonismo que el estado argentino se arrogó en este proceso, complejizar las fronteras de la narración nacional es en cierta medida iluminar —en el sentido benjaminiano— la posibilidad de entender que otras formas de construcción del estado, la nación y el territorio son posibles. Si bien esta última afirmación implica disputas en arenas muy distintas, la historia —entre otras disciplinas— también forma parte de un debate hegemónico por la


verdad que lentamente está intentando abrir sus registros, sus métodos, su teoría para combatir sus silencios y exponer las formas racistas y discriminatorias que éstos cobran por ejemplo en planes de estudio, o en causas judiciales por conflictos de tierras donde se desestiman las demandas indígenas por “desconocimiento” del proceso histórico, o en representaciones folclorizadas y estáticas de lo indígena, o en monumentos a genocidas. Esto, por otra parte, lejos de ser una propuesta por reproducir pretensiones de totalidad de la disciplina es más bien una forma de sincerar lo precario de esta forma de narración del pasado, pero reconociendo el enorme peso de la historia para empezar a hablar de reparación.

Florencia Roulet y María Teresa Garrido Los aportes contenidos en este dossier ilustran cabalmente uno de los tres elementos de la justicia transicional que evocamos en nuestro trabajo al tratar las posibilidades actuales de reconocimiento y reparación del delito de genocidio: el de la reconstrucción de una memoria social que permita establecer una verdad no judicial sobre las circunstancias y los motivos que llevaron al Estado argentino republicano a cometer un genocidio contra los pueblos indígenas y, colateralmente, contra otros sectores subalternos ideológicamente “indianizados”, como lo muestra Diego Escolar. Su trabajo acerca del discurso de Sarmiento sobre las montoneras federales —que complementa los de Pedro Navarro Floria (2000) sobre Sarmiento y la cuestión indígena— refleja cómo se construyó el concepto mismo de “lo indígena” como excepción negativa al estado de derecho, autorizando la conquista de sus territorios y su eliminación en tanto colectivo diferenciado al interior de la sociedad nacional, tema que también toca Pilar Pérez. Walter Delrío y Ana Ramos abordan los mecanismos puestos en prácti-

ca para implementar el genocidio, en particular la apropiación de niños, su traslado a campos de concentración y posterior distribución, y rescatan la memoria de ese trauma en sus descendientes, que expresan en “historias tristes” y en silencios cargados de sentido todo el dolor de aquella violenta separación de su gente, de su tierra y de su identidad. Otra faceta de este ejercicio de memoria es la reflexión crítica acerca de los mitos elaborados para justificar el genocidio y acerca del rol de la ciencia y de los medios en su construcción y difusión, tema que desarrollan Verónica Seldes y Julio Esteban Vezub. La cuestión que permanece abierta para el debate en estos trabajos es fundamentalmente terminológica: ¿se trata del “genocidio constitutivo” del Estado argentino –donde el énfasis estaría puesto en el concepto “constitutivo”— o de la culminación de un proceso de construcción de un orden político soberano iniciado con la imposición de la regla estatal nacional a las provincias del interior? (Escolar). ¿Se trata más bien de un “genocidio cultural” que subsume en un imaginario “ser argentino” la diversidad cultural y deshistoriza el proceso de constitución territorial del Estado? (Seldes). ¿Es pertinente formular una distinción entre el genocidio como fin y el genocidio como medio, o entre los genocidios colonialistas que implican agencias diversas actuando contra un otro externo y los genocidios modernos caracterizados por la acción del Estado contra un otro interno? Hablar más bien de etnocidio, culturicidio o limpieza étnica, ¿no implica caer en la trampa de minimizar la intención de exterminio físico de los indios? (Pérez). ¿No se corre el riesgo, al explicar las actuales condiciones de marginalidad, explotación y pobreza de los pueblos indígenas argentinos como consecuencia del genocidio estatal, de reducirlos nuevamente a una condición de víctimas, reiterando la práctica de ignorarlos como “presencias acti-

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vas”? (Tamagno). Cuando se aborda el genocidio como un largo devenir inconcluso perpetrado por un Estado siempre igual a sí mismo, ¿no se incurre en una esencialización que tiene por efecto diluir las responsabilidades dentro de una sociedad que se erige como un bloque homogéneo, separada de lo indígena? (Vezub) Lo que queda relativamente opacado en este debate semántico es el tema de la utilidad de invocar uno u otro concepto, teniendo en cuenta las consecuencias prácticas del uso que hagamos de ellos. Si las ciencias sociales tienen mucho que aportar en términos de restitución de la memoria y elaboración de un nuevo discurso histórico sobre ese pasado traumático y sus secuelas presentes, es en el campo del derecho donde encontraremos respuestas al “para qué” de este ejercicio. A diferencia de las ciencias sociales, que acogen con fruición los neologismos y asumen como una de sus tareas la de crearlos, el derecho es sumamente cauto y lento en proponer nuevas definiciones de delitos. Pero, una vez formalmente adoptadas, éstas tienen la ventaja de transformarse en referencias para prescribir conductas y señalar responsabilidades a los Estados y sus diversas agencias. A diferencia de conceptos antropológicos como el de etnocidio o genocidio cultural, los conceptos jurídicos de genocidio y crimen de lesa humanidad describen conductas delictivas precisas cuya responsabilidad última es imputable a los Estados en la actualidad. Es asimismo en el campo del derecho —y en particular en el terreno en rápido desarrollo de la justicia transicional— donde se avanza en propuestas concretas de reconocimiento y reparación para las víctimas de crímenes de lesa humanidad y de genocidio mediante avances legislativos y una amplia gama de medidas. Este aspecto, que desarrollamos con el enfoque interdisciplinario que requería la naturaleza de las preguntas formuladas en el cuestionario, pretende ser el principal aporte de nuestra contribución.


Diana Lenton Comentario final del debate Tal como propone el título de este debate, lo que aquí se discutió no es, en realidad, la ocurrencia del genocidio como proceso histórico, sino hasta dónde nos sirve pensar con estas categorías para explicar lo que pasó y lo que pasa. Dado que los participantes de este encuentro coincidimos en el hecho básico –la existencia de una serie de procesos en el registro histórico y en el presente que resultan coincidentes con las definiciones jurídicas de genocidio-, la discusión ganó espacio para la profundidad y el detalle de las diferentes implicancias de la categoría genocidio cuando es aplicada a la política indigenista10. Leí con placer las contribuciones enviadas a este debate y los comentarios sumados posteriormente por los mismos autores, y son tantos los comentarios que se me ocurren, que se me hace difícil ordenarlos. Por otra parte, varios de los participantes hicieron un trabajo encomiable de síntesis transversal al comentar los aportes de sus colegas. Seguramente dejaré mucho en el tintero, aunque creo que de todas maneras y afortunadamente, tendremos oportunidad de seguir debatiendo esto en otras instancias, más allá de los plazos impuestos por la realidad editorial. Por eso, sólo elegiré algunos puntos de los planteados en los textos, para redondear este encuentro, a medida que los temas van surgiendo, desestimando una lectura centrada en los ejes iniciales enviados a los participantes. Trataré también de no repetir las relecturas con las que varios participantes sistematizan las contribuciones de los colegas, recomendando por el contrario su lectura directa. Comenzaré, para orientarme, por retomar una serie de inquietudes que Liliana Tamagno planteó antes de entrar de lleno en el debate: la coyuntura particular en

que este debate se presenta; la utilización del sintagma pueblos originarios en lugar de pueblos o sociedades indígenas, con las connotaciones que pudieran acompañarlo; y la necesidad de profundizar en la reflexión sobre la práctica profesional y sus contextos. Seguiré luego por las cuestiones planteadas por otros participantes, acerca de la relación entre investigación y acción; y aspectos problemáticos de la focalización en casos; de los enfoques de género y etarios; de los subgéneros narrativos organizados por el campo; y del lugar del genocidio indígena en una cronología genocida nacional.

Hablar del genocidio sufrido por los pueblos indígenas, en contextos de apertura democrática Efectivamente, como plantea Tamagno, estamos en una coyuntura difícil, en la que los evidentes logros en el campo del reconocimiento de derechos, de visibilización de los propios pueblos y de su capacidad política -incluyendo su tan controvertida “participación” en la política estatal-, y el nuevo y ampliado espacio que encontramos, por ejemplo, para la denuncia del genocidio pasado, convive con la realidad cotidiana de la continuidad de la explotación –capitalista pero potenciada y organizada étnicamente-, la aceleración en la expropiación de sus territorios por el avance del modelo extractivo, y la impunidad en la represión de los militantes indígenas. Digo que es una coyuntura difícil porque es claramente más fácil señalar al genocida, o al autor de la violencia estatal, cuando éste está claramente situado en el polo de máxima represión, explotación, etc. Pero cómo definir, cómo comprender primero, la política indigenista de una gestión que seguramente merece reconocimiento por avances en lo político, aun en el campo de lo indígena, pero a la vez se muestra, si no activamente res-

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ponsable, al menos indiferente a los costos del modelo socioeconómico que sustenta. Esto no es ajeno al problema que nos ocupa, ya que el genocidio no se define únicamente por el exterminio sistemático en un lapso acotado de tiempo, sino que también se constituye y extiende en términos simbólicos y políticos en la medida en que se continúa reproduciendo, junto con la lógica binaria propia de los sistemas de pensamiento totalitarios (Calveiro 2001), las condiciones estructurales que posibilitan su continuidad. Hace unos años reflexionábamos, en una presentación en un Congreso sobre Derechos Humanos –en el que insistimos, no sin resistencia, en participar de la Mesa sobre “consecuencias del terrorismo de estado” y no de la de “problemas indígenas”, precisamente para poder plantear este enfoque- que “cuando los procesos genocidas no obtienen un reconocimiento jurídico, moral y público, nos encontramos ante un proceso histórico que lejos de creerse cerrado, mantiene su vigencia”. Por eso, a la vez de confrontar con el negacionismo y de remar contra la idea de que “si pasó algo de esto, es imposible averiguarlo”, debemos encarar la tarea de destacar que en el espacio físico y social que hoy encuadra al estado-nación argentino, existen grupos humanos que no son sólo “descendientes” de quienes sobrevivieron a las prácticas genocidas de fines del siglo XIX, sino que son a la vez ellos mismos víctimas de un pasado-presente que se perpetúa en prácticas más o menos sutiles, pero que no dejan de ser genocidas (Red 2007). Y éste es uno de los elementos que los configuran, a los de hoy y a los de ayer, como parte de una “comunidad de víctimas” que, en cierta medida configura hoy su subjetividad como sujetos políticos, ciudadanos argentinos sí, pero ciudadanos/víctimas/descendientes; así como partícipes de una relación de explotación económica sí, pero explotados/víctimas/descendientes. Y esto nos lleva a la siguiente cuestión.


La dificultad de nombrar No concuerdo con asignar una relación tan directa entre el nombrar a ciertos grupos como “pueblos indígenas” y la posibilidad de visibilizar relaciones de desigualdad y de explotación, vs. el nombrarlos como “pueblos originarios” conducente al ocultamiento de dicha relación y a la esencialización de características derivadas de dicha desigualdad. En realidad, quiero advertir que nuestra elección del sintagma “pueblos originarios” se debió a que hoy por hoy es el que eligen para autoidentificarse muchas organizaciones, que quizás tienen mayor representación entre aquellos con quienes yo personalmente hago trabajo de campo, de manera que asumo mi responsabilidad si es que existe algún sesgo o “deformación profesional” que determinó la preferencia de una expresión sobre otra. Otros grupos (comunidades, organizaciones) prefieren otros términos (incluso en Formosa se sigue utilizando “aborígenes”, tan criticado en otros contextos), pero creo que actualmente “pueblos originarios” tiene mayor aceptación como expresión “políticamente correcta” tanto a nivel local como internacional. Claro está que la corrección política no implica directamente identificación subjetiva ni menos afectiva: esta expresión, omnipresente en documentos y performances públicas tiene poca aplicación en las relaciones cotidianas, donde las personas continúan siendo “indias”, u otras palabras con mayor o menor carga negativa según la situación, y para referencias específicas, se utilizan los etnónimos localmente aceptados: qom o toba; mapuche, pampa o ranquel; kolla, cholo u omaguaca, etc. La disputa sobre los etnónimos es dura, sensible y en algunos casos crucial para la defensa de ciertas posiciones. Por eso, aunque creo que en realidad es más correcto llamar a “cada pueblo por su nombre” y no por categorías hiperétnicas como “originarios” o “indígenas”, ambas reproductoras

de la simbología colonial (Bonfil Batalla 1972), no hay soluciones garantizadas. Especularmente, nos encontramos con una gran dificultad a la hora de nombrar a la sociedad no-indígena: ¿criollos? ¿blancos? Tal vez lo más neutral es decir “no indígena”. Pero esa expresión también presenta el problema de presentar a la sociedad nacional como escindida en dos bloques homogéneos, ignorando los matices y las dinámicas poblacionales que dieron lugar a esa representación. Por eso en algunos textos hablamos de “sociedad nacional”, “sociedad argentina”, etc. para referirnos al opuesto complementario del sector autoidentificado “indígena”/“originario”/etc., en el sentido de aquella parte de la sociedad que no se autoidentifica como indígena, en un estricto momento presente11. Respecto de la historia política de la indianidad que rescata Tamagno, me gustaría recordar empero que también se utilizaron otros términos. Por ejemplo, no siempre la ecuación era “pueblos indígenas”, ya que la expresión “pueblos” fue largamente resistida por el discurso dominante, temeroso de la disolución estatal. De hecho, ignoro los detalles de la imposición del término en las conferencias preparatorias de Durban, pero en cambio recuerdo ya a la vuelta de Durban 2001, la insistencia de Viviana Figueroa, quien aún era estudiante de Derecho, para que la Cancillería argentina admitiera el término Pueblos y no el de Poblaciones con el que se estaba manejando, en contra de lo aceptado por la Constitución reformada en 1994 y por el Convenio 169 de la OIT. El desafío del momento era lograr la aplicación de la idea de “pueblos”. En Neuquén, por ejemplo, el reconocimiento provincial de las hoy llamadas comunidades se realizó a partir de la década del 60 bajo el insulso rótulo de “Agrupaciones” Indígenas, o Araucanas, mientras la iglesia local comprometida con el MSTM12 auspiciaba el nombre

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de “Tribus” Mapuches13. En los años 80 se extendió por todo el continente el slogan “Si como indios nos sometieron, como indios nos liberaremos”14, que aparentemente pone énfasis en la diferencia “esencial” más que en la desigualdad y en las articulaciones de clase, mientras paralelamente, organizaciones como el CISA o el CMPI15 incrementaban sus denuncias por la explotación económica y la violencia política de todo signo. Quiero decir que la elección del término parece tener que ver más con experiencias locales y subjetividades históricamente moldeadas que con posiciones ideológicas estrictas en relación a la lucha de clases. Hoy en día se escuchan discursos (por ejemplo del Frente Mapuche Campesino, como hoy la Organización Mapuche de Derechos Humanos y Medio Ambiente, o del Movimiento Nacional Campesino Indígena que ha perdido últimamente tantos militantes por la defensa de sus territorios –siendo el último, al momento que esto se escribe, el lule-vilela Cristian Ferreyra-, y que es un ejemplo de articulación de movimientos tanto étnicos como de clase), que no desdeñan presentarse a la vez como Pueblos Originarios16. Por eso, personalmente no encuentro contradicción entre un enfoque que contemple la afirmación del genocidio con la utilización del rótulo de “pueblos originarios”. Sin embargo, creo que ésta es una discusión que se han dado y seguramente se seguirán dando las mismas organizaciones de militancia indígena. Rescato del planteo de Liliana Tamagno la llamada de atención sobre la esquiva articulación entre etnia y clase (esquiva para las pretensiones de definición unívoca; aunque no por ello menos evidente en términos cotidianos). Es cierto que la Dictadura Militar, como la gestión Lopez Rega, intentaron clausurar la problemática escindiendo la reflexión sobre lo indígena de la cuestión económico-social. De allí que algunas organizaciones de la época –no todas-, para eludir la vigilancia, redujeron


sus demandas a lo que luego se llamó “reclamos culturalistas”, es decir, reducidos a cuestiones relativas a una “cultura” esencializada, dehistorizada y despolitizada. Pero aun así, la represión sufrida por el movimiento indígena en esos años es prueba de que dicha articulación no pudo ser ocultada (Lenton 2009; 2011). Más aun, agregaría que hoy es la resistencia al modelo económico-productivo impuesto, especialmente cuando sus territorios están amenazados, lo que desencadena en muchos casos la conciencia étnica, y quienes hasta ayer se reconocían como “vecinos” de algún paraje silenciando su origen común indígena, terminan reconociéndose y manifestándose en nuevas “comunidades”.

Sobre la reflexividad inherente a nuestra práctica profesional y sus correlatos metodológicos y éticos Tamagno también se refiere a la necesidad de entablar “diálogos” con la academia y con el campo, en el sentido de contextuar y resituar nuestras indagaciones en las producciones académicas que nos antecedieron, así como con las contemporáneas, y de prestar atención a los mensajes provenientes de las personas e instituciones con las que trabajamos “afuera” de la academia. No podemos menos que coincidir en la necesidad de superar las invisibles barreras que fragmentan y aíslan nuestras producciones, de tal manera que muchas veces no conocemos lo que otros equipos producen hoy, ni lo que generaciones pasadas de científicos sociales escribieron. La ética implicada en la relación con las comunidades es un tema más abiertamente discutido y difundido; sin embargo no hemos llegado aún a un consenso en torno a los procedimientos éticamente legítimos en el trato con los grupos y organizaciones indígenas. Uno de los elementos del contexto de producción teórica que seguramente provocará un vuelco en la forma

de hacer historia o antropología es el progresivo aumento, en los últimos años, de la presencia de estudiantes indígenas en niveles terciarios y universitarios de ciencias sociales. En esta cuestión, la contribución de Verónica Seldes constituye un aporte concreto a la reflexión sobre la constitución de la arqueología como ciencia del “pasado” indígena en el marco de la consolidación del estado genocida y de sus límites espacio-temporales. En ese marco, el discurso nacionalista definió la pertenencia de ciertos pueblos originarios como “indios argentinos”17 mientras relegaba a otros a la extranjeridad permanente18. Décadas después, el paradigma “patrimonial” reemplazará al nacionalista, aunque manteniendo la relación de subordinación de las poblaciones alternativamente visibilizadas o invisibilizadas. Sin embargo, y a pesar de la lentitud con que parece extenderse la práctica reflexiva, hay señales de cambio, y ya no es tan extraña la figura del “investigador comprometido”. ¿Qué significa, en este contexto, ser “comprometido”? Afortunadamente, se ha ido superando aquella disyuntiva según la cual el profesional debía optar entre la excelencia “científica” o el compromiso, descripto frecuentemente como romanticismo mal informado. Por el contrario, hoy ser un científico comprometido significa simplemente hacer buena ciencia, respetando la normativa vigente, articulando correctamente los espacios de diseño, investigación y difusión, y siempre, postulando las hipótesis y conclusiones correspondientes con honestidad intelectual. Por eso, en el conjunto de temas que hoy nos preocupan, no se trata de promover reivindicaciones románticas, sino apenas de aplicar las definiciones disponibles en nuestras disciplinas, investigando los casos a través de las metodologías adecuadas, y al fin, “llamar a las cosas por su nombre”, como señalan Florencia Roulet y María Teresa Garrido.

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Por otro lado –y concuerdo con Seldes en que hace falta todavía un largo camino de consensos intra e interdisciplinarios para llegar a esto- la coherencia que nos reclama, por ejemplo, aplicar las premisas del conocimiento libre e informado más la consulta previa a los pueblos indígenas en temas que los afectan, implica incorporar a miembros de estos pueblos, ya no como destinatarios de la “devolución” de un profesional que trabaja de manera aislada, sino desde la etapa de diseño y ejecución de la investigación. El trabajo de Pilar Pérez, como “militante” de la historia, apunta en la misma dirección, al concentrarse en aportar la densidad histórica indispensable para comprender los hechos en su especificidad así como en su generalidad. Así, el análisis de documentos referidos al campo de Valcheta cumple en la presentación de Pérez el doble rol de “iluminador” en sentido benjaminiano de las características de la represión militar masiva en la Patagonia de finales del siglo XIX, que deben ser densamente descriptas para evaluar su carácter genocida, o mejor dicho, su lugar en un proceso histórico que comparte cualidades con otros genocidios, como también de iluminador de los alcances de la disciplina histórica como herramienta social y a la vez como punto de observación de procesos sociales que querrán, o no, seguir siendo narrados. La disciplina entonces es señalada, en forma similar al planteo de Seldes para la arqueología, como parte constitutiva del genocidio, como resultado de la realización simbólica del genocidio y a la vez como capital necesario para empezar a hablar de reparación19.

Genocidio, etnocidio, culturicidio: sus implicancias para la investigación y para la búsqueda de justicia Uno de los puntos interesantes de este debate es el que permite confrontar términos como genocidio, etnocidio,


genocidio cultural y otros, en relación con el marco contextual en que se utilizan. Suele decirse que el término “genocidio” alude a la extinción física mientras que los otros términos se refieren a distintos aspectos del acabamiento “cultural” –es decir, sin exterminio físico-. Sin embargo, la experiencia y las lecturas previas nos han llevado a desconfiar de la neutralidad de esta distinción cuando es aplicada a la historia que nos ocupa. Así, Pérez señala que se suele avalar el uso de categorías como “etnocidio” para expresar “la supresión física involuntaria, por ejemplo, la mortandad de indígenas por viruela” en contextos de contacto interétnico (avalando la idea de su inferioridad biológica), tanto como para definir “procesos de asimilación forzada con la intención de “civilizar” o re-educar como suele caracterizarse el caso de las escuelas residenciales en Canadá”20. Se deduce entonces que el empleo del término “etnocidio” en este rango de casos tiene como denominador común la elusión de responsabilidades para el grupo que perpetró el “etnocidio” y la atribución última de las pérdidas a la “naturaleza” o al “proceso histórico” –también entendido como desarrollo “natural”. En cambio, Verónica Seldes nos propone otra mirada, al sostener que el etnocidio “entendido como olvido de la propia historia, y de los significados de los rasgos de la cultura tradicional que sobreviven, cancela la posibilidad de reconocerse como sujetos creadores y transmisores de aquellos significados, es decir mutila las subjetividades”, y por ende, el etnocidio entendido como las acciones que promueven ese olvido sería un elemento constitutivo del genocidio, en lugar de una categoría alternativa al mismo. Creo que ambas tienen su cuota de razón, dado que si bien comparto absolutamente con Seldes que el etnocidio o genocidio cultural es parte integrante del proceso genocida –de hecho, también la

Convención de la ONU de 1948 integra la pérdida de identidad forzada dentro de su definición de genocidio-, creo que Pérez apunta al funcionamiento social de estas categorías, en la que una –la de genocidio- es temida por ciertos sectores que en cambio toleran mejor la de etnocidio como su versión domesticada. La instalación en el sentido común –y en el sentido común académico- de la idea de una extinción o cuasiextinción sin responsables21, además de naturalizar la pertenencia de los grupos afectados al “pasado” y al “exterior” de la sociedad nacional, instala al mismo tiempo la eterna sospecha sobre quienes hoy se reconozcan como miembros de los grupos supuestamente extintos (Escolar 2007; Tamagno 1991; Rodríguez 2008). También señala Pérez que la utilización de estas categorías alternativas termina, en los hechos, oscureciendo la magnitud del impacto físico sobre los cuerpos, refuerza la idea de que sólo hubo “transformaciones”, releva así también a los autores de su responsabilidad política, dado que, o el impacto no fue tan importante, o se produjo “sin intención” –y por ende, como también señalaba Pilar, no se contempla en algunas definiciones jurídico/ políticas-, y fortalece la idea de que el devenir de la naturaleza y el progreso son los responsables, en un proceso que el estado, por sí o a través de sus particulares, sólo habrían, tal vez, “acelerado”. Pérez reflexiona entonces que lo que a fines del siglo XIX era objeto de discusión política22, terminó convertido por la práctica académica del siglo XX en una decisión terminológica cerrada. Sin embargo, quiero advertir que estamos ante tendencias que pueden ser revertidas, si media suficiente trabajo de investigación y esclarecimiento. Por ejemplo, en Brasil, donde también el paradigma de la extinción hegemoniza la academia y el sentido común ciudadano, la demanda judicial presentada en 1994 por el genocidio de los Panará, ocurrido a partir de 1967 (fecha en

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que fueron “contactados”) por causas “involuntarias” (enfermedades, miseria, hacinamiento, extrañamiento territorial), sustentó el uso de esta categoría y la determinación de la responsabilidad estatal necesaria, en que el Estado brasileño debía haber evitado las muertes y no lo hizo “por indecisión o por ineptitud”, además de sospecharse de la existencia de grandes presiones económicas que influyeron en esta decisión (o ausencia) estatal. También en Brasil, el tribunal implicado en el juicio por la masacre de Haximu (del pueblo yanomami), perpetrada en 1993 a manos de garimpeiros (buscadores de oro minoristas en tierras amazónicas), determinó que “es el propio Estado el que crea las condiciones de posibilidad del crimen”, aun cuando los ejecutores sean particulares, en virtud del activo apoyo estatal a determinadas actividades económicas, como en este caso, la minería por lavado (Ramos y Lenton 2009). En ambos casos, las presentaciones judiciales requirieron investigación previa realizada por antropólogos y juristas, trabajo conceptual para lograr que se aceptara la calificación de genocidio, y un compromiso importante por parte de los abogados que llevaron las causas, para sostenerlas a pesar de los embates del sistema socioeconómico. Me gustaría aclarar que el compromiso con la declaración de “genocidio” (en lugar del más disponible “masacre” por ejemplo) no se debe a una simple preferencia terminológica, sino que la determinación de que un caso puede analizarse desde el marco jurídico relativo al genocidio tiene consecuencias prácticas importantes, por ejemplo, en la posibilidad de acceso al fuero federal, y de allí a ciertos jurados mejor dispuestos a condenar a personajes influyentes en el ámbito local, por ejemplo. En cambio, aun cuando las Ciencias Sociales y el Derecho puedan dialogar y complementarse en la búsqueda de mejoras sociales, creo que existen algunas diferencias importantes. Por ejemplo, desde un punto de vista teóri-


co / metodológico, la justicia brasileña reconoció como genocidio a estos dos “casos”, que desde las ciencias sociales pueden considerarse “acontecimientos” recortados por sus características paradigmáticas dentro de un proceso genocida más o menos extenso, pero nunca, como ya señalamos, cada uno de ellos un genocidio en sí mismo. Ocurre lo mismo en la justicia argentina, en la que desde 2004 dos abogados intentan obtener la aprobación de sendas demandas por las matanzas ocurridas en Napalpí en 1924 y en La Bomba en 1947, bajo la figura jurídica de genocidio23. Del diálogo y las complementariedades posibles entre Derecho y Ciencias Sociales se ocupan Florencia Roulet y María Teresa Garrido, en una demostración ejemplar de la riqueza extraíble de tal articulación. A la vez, responden, como si hubiera estado planificado, a las afirmaciones y latiguillos de sentido común que desbordan de los discursos mediáticos enumerados en sus contribuciones por Diego Escolar y especialmente por Julio Vezub. Así, contestan amplia, documentada y contundentemente a las denuncias de anacronismo, de descontextualización y de “inseguridad metodológica” que una y otra vez repiten los pseudohistoriadores de los grandes medios. Las autoras han realizado un trabajo muy importante de sistematización de citas documentales para el período previo a 1880, que apunta directamente a sostener los elementos básicos del concepto de genocidio. Finalmente, Roulet y Garrido ensayan una discusión sobre las posibilidades de obtener / realizar justicia, revisando varios “niveles” posibles. Aquí me gustaría hacer notar que si bien es cierto que desde el derecho penal “resulta físicamente imposible aspirar hoy a obtener cualquier forma de justicia retributiva respecto de las personas responsables de los crímenes cometidos entonces”, si ese “entonces” resulta inaccesible cuando hablamos de las campañas militares

oficialmente reconocidas como Campañas al Desierto, no lo es para los actos genocidas que, en continuidad con aquéllas, se extendieron por muchas décadas. Con ese criterio, en la Justicia federal con sede en Formosa se está evaluando por estos días imputar a siete individuos que están implicados en los hechos de 1947.24 Más aún, tratándose de justicia restaurativa, me gustaría discutir el concepto de “víctimas directas”, dado que, como se ha demostrado para otros procesos históricos, los efectos del terrorismo de estado –categoría muy poco usada cuando se trata de población originaria- persisten a través de las generaciones. Con este criterio, tampoco todas las víctimas están ausentes, ni siquiera de las campañas de fines del siglo XIX. Por último, si bien es cierto que los conceptos y definiciones del Derecho están mucho más orientados a la acción y menos a la especulación que los de las Humanidades y Ciencias sociales, creo que las “propuestas” que el Derecho puede formular para el mejoramiento de las relaciones sociales no pueden surgir sólo del campo del Derecho sino, necesariamente, del diálogo con las Ciencias sociales, dado que, por ejemplo, las propuestas de restitución, reparación, reconocimiento, deben calibrarse y reevaluarse a la luz de los resultados de intentos de reparación efectuados en el marco de otros genocidios, con metodologías de investigación social. Es cierto, como observan Roulet y Garrido, que las intervenciones aquí reunidas casi no trabajaron sobre el tema de la utilidad, del “para qué”. Puede ser resultado de la práctica del intelectual de interrogarse, valga la paradoja, por fuera de la práctica, presumiendo que el conocimiento es apetecible por el conocimiento mismo. Pero es posible también que, por tratarse de investigadores que ya vienen hace tiempo publicando y discutiendo estos temas, la cuestión de la finalidad práctica haya quedado sobreentendida: todos entendemos, creo, que

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la comprensión de los procesos genocidas es necesaria para lograr justicia, aunque más no sea, en el sentido de la enunciación de una “verdad histórica” que si no es la única, al menos sea mejor que otras. (De todos modos, admito que evidentemente, la discusión teórica resultó más seductora, en general, que la búsqueda de contenidos concretos, y para algunos participantes más que para otros). Diego Escolar problematiza la posibilidad de encontrar cierta “verdad social” que pueda restituirse para “rehabilitar” a las víctimas. Si bien sus preguntas son indudablemente correctas desde un punto de vista antropológico –y todos sabemos que siempre, los relatos históricos son construidos y los grupos sociales representados en dichos relatos son recortados de entre un entramado de redes y congelados, para poder operar con ellos-, hay dos razones por las cuales creo que sin embargo, la búsqueda de este nuevo relato que incorpore los hechos calificados de genocidas para rehabilitar a sus víctimas es válida: la primera, porque es la forma en que nos manejamos social y cotidianamente para construir nuestras propias identidades, y en ese sentido, la memoria histórica es parte de ese proceso de construcción del sujeto. Entonces, me pregunto, si podemos admitir que otras memorias que nos constituyen también son resultado de recortes más o menos involuntarios, y si esto se manifiesta más evidentemente aún cuando en esa “historia a medida personal” se integran definiciones políticas relativas a procesos recientes –por ejemplo, la restitución de su historia, que se asimila a su identidad, en los casos de víctimas de la dictadura de los 70-, ¿por qué no aceptar que en las reconstrucciones de la historia / memoria de las víctimas del genocidio indígena se incluyan algunos elementos de idealización o generalización que son parte de los procesos sociales de memoria y reidentificación y que es esperable que a lo largo del tiempo vayan matizándose? Esto no significa


que nosotros como historiadores o antropólogos nos neguemos a la búsqueda de explicaciones complejas y no edulcoradas, sino que hay características del modo de reconstrucción social de las memorias identitarias que se van a producir con o sin nuestra participación. En segundo lugar, creo que la pregunta de Escolar sobre la pertinencia de representar a los pueblos indígenas –más aun, a los sujetos indígenas- como iguales a sí mismos, siempre resistiendo, es decir, sin revelar las cualidades de cambio, agencia, diversidad e interacción con lo no indígena, es en realidad parte de otra cuestión más amplia que no puede abordarse, en realidad, dentro de los límites de este debate, ya que los procesos o proyectos genocidas, los acontecimientos dentro de tales procesos, etc., no dependen para su calificación de la capacidad descriptiva que hayamos desarrollado sobre las víctimas. Si bien las relaciones entre diferentes posicionamientos en aquella “sociedad de frontera”25 dentro de la cual se produjeron actos genocidas, deben ser analizadas para comprender los motivos y la mecánica de hechos e instituciones, el carácter genocida del proceso excede la mayoría de dichas relaciones. Por ejemplo, cuando llegamos a señalar las relaciones, y más aún, las colaboraciones de determinada fracción del mundo indígena para con algún sector del ejército, ello no modifica las posibilidades –afirmativas o negativas- de considerar genocidas las acciones que se tomaron sobre ella. Tal vez sería más interesante discutir si necesariamente la definición de genocidio requiere la pretensión de “otredad absoluta” (con ausencia de relaciones previas) entre sector victimario y víctima26. Como describía Pilar, esto es parte del modelo de genocidio “colonialista”. Por mi parte, y dadas las características del caso argentino, con su larga historia de relaciones mutuas, la existen-

cia de una sociedad de frontera (que prefiero no llamar mestiza para no avalar la idea de identidades netas que confluyen en la hibridación), y como propone Escolar, con los antecedentes de violencia estatal masiva (¿genocida?) contra la población rural de las llamadas “provincias viejas”, no apoyo el modelo colonialista, sino que entiendo que corresponde analizarlo desde la perpectiva de genocidio realizado contra un otro interno, que aúna sectores con diferentes grados de “otredad” e “internidad”. Finalmente, creo que las perspectivas de “rehumanización” a las que aluden Florencia Roulet y María Teresa Garrido deben entenderse como intento de reversión de su operación opuesta, la “deshumanización” que siempre precede, acompaña y sucede a los procesos genocidas (Levi 2005). Esa misma deshumanización persistente que hace que en el relato de los Jofré que nos trae Diego Escolar, el ser huarpe, aun hoy, pueda ser entendido como ser no “humano”.

Los campos de concentración como sitio neurálgico del proceso genocida La lucha hegemónica resulta victoriosa cuando se logra inscribir la modalidad represiva (por ejemplo repartimientos, concentraciones) dentro de lo socialmente permitido. Esta operación fue canalizada en nuestro país y en relación a la política indigenista, a través de la fórmula civilización-barbarie, que asumió una función omniexplicativa. Según Hanna Arendt, los campos de concentración “son la verdadera institución central del poder organizado totalitario”; son “más esenciales para la preservación del poder del régimen que cualquiera de sus otras ins-

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tituciones” (Arendt 1982 [1952]). Sólo son posibles, nos dice Calveiro retomando a Deleuze y Guattari cuando el intento totalizador del Estado “encuentra su expresión molecular”, permea la sociedad hasta hacerse inescindible de ella. Por eso son una modalidad represiva específica; no hay campos de concentración en todas las sociedades; no todos los poderes totalitarios son concentracionarios. Calveiro (2001) propone el análisis del campo de concentración como vía para la comprensión de las características del poder que circula por un determinado tejido social. Los campos de concentración profundizan y evidencian la terrible asimetría de poder entre unos y otros; su función es hacer reconocible esta asimetría para paralizar e imposibilitar la oposición. Sin embargo, el reconocimiento de la pretensión totalizante de esta clase de poder no nos habilita para negar las posibilidades de resistencia de las víctimas, en la medida en que el poder total es apenas una ilusión del Estado. Por eso es tan indispensable la investigación que devele la cotidianeidad en estos campos y las formas en que realizaron sus cometidos, junto a las voces de sus víctimas (Nagy y Papazian 2009). La calificación de “víctimas” para los habitantes de estos campos, como se verá, no justifica ni implica presunción de homogeneidad, ni de falta de agencia. Por el contrario, como afirma Myriam Jimeno Santoyo (2010), la categoría de víctima cumple la función de amalgamar situaciones y narrativas caracterizadas por su extrema diversidad, creando “comunidades emocionales” a partir de experiencias que tienen en común la violencia política o económica en situaciones de desigualdad. En este proceso, las historias individuales y familiares crean


subjetividad a partir de terrenos compartidos, cerrando la brecha entre sujeto y evento. Por otra parte, si asumimos la definición de “instituciones totales” provista por Goffman (1992) como “invernaderos donde se transforma a las personas”, a partir de los estudios de Delrio (2001; 2005) y posteriormente otros investigadores, es claro que las concentraciones a orillas del Río Negro apuntaban más al carácter de estas instituciones que al de simples localizaciones de “escala” en el viaje hacia su ubicación definitiva. Los indios no sólo debían ser desarmados en su independencia del modelo económico y político, sino reeducados para convertirse en “descendientes de indios”. Para eso, el poder estatal con el apoyo de la agencia religiosa intervenía no solamente en su capacitación para el trabajo proletarizado y la obediencia civil, sino en la conformación de sus familias, sus relaciones conyugales, sus hábitos alimenticios (Belza 1974). En este debate, Pilar Pérez, en su proyecto de devolver densidad histórica a categorías teóricas un tanto licuadas, se interna en el análisis del campo de Valcheta para intentar desde el caso, un acercamiento a la generalidad. No puedo evitar la tentación de mencionar en este punto, que a la seguidilla reciente de “columnas” de opinión en medios de prensa que analizan Vezub y Escolar en este volumen, se agregó en los últimos días un artículo, casi un editorial de Julio Rajneri, director del Diario “Río Negro” y persona de considerable influencia económica y política en el norte patagónico. En este extenso artículo27, profuso en citas académicas y recursos de autoridad, e ilustrado con una de las más conocidas fotografías “de cuerpo entero” de la hagiografía roquista, más varias de Antonio Pozzo, Rajneri se suma a la “teoría de los excesos” al afirmar que “no hay evidencias de que se hayan producido actos de ferocidad semejan-

tes [a los cometidos por Calfucurá en tiempos de Rosas], ni que haya habido instrucciones específicas similares por parte de Roca a sus comandantes o subordinados, aunque no se pueda descartar actos repudiables como el un tanto confuso episodio que provocó la captura del cacique pehuenche Purrán en 1880”. Y agrega, en su intento por negar si no los hechos, al menos su sistematicidad: “En cambio, puede descartarse por inverosímil la hipótesis de la existencia de un campo de concentración en Valcheta, con alambrado de púas de tres metros y la muerte por inanición de los indios cautivos, al parecer un invento surgido de la nada. Ni siquiera es probable que ya se usara en Argentina el alambre de púas, patentado en Illinois en 1874.” Claramente, Rajneri hace referencia al episodio incluido en las memorias de John Daniel Evans, que recuperara Walter Delrio (2003) hace unos cuantos años. Es probable que le haya llegado la mención del mismo a través de algunos de los textos académicos o de difusión circulados por Delrio o por quienes lo recogimos posteriormente, de allí que lo nombre como “campo de concentración” –nombre que no le otorga Evans-. Sin embargo, no menciona el testimonio de Evans, para evitar precisamente que la “idea peregrina” se visibilice como documento, y materializa la disputa en el elemento “alambre de púas”. Es interesante aclarar que aunque no era frecuente, el sintagma “campo de concentracion”, ya se utilizaba en el siglo XIX –si bien no con las connotaciones que toma luego de Auschwitz-, por ejemplo en la publicación de las memorias de George H. Newbery que nos señaló hace un tiempo Claudia Salomón Tarquini28. Pérez, entonces, ha realizado una búsqueda exhaustiva de documentación relativa a Valcheta, para comprender su lugar en la cadena de relaciones y eventos del proceso genocida. De allí surge también que estos

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campos son lugares de “conversión” de los prisioneros, como afirmaba Delrio, de “disciplinamiento” según Nagy y Papazian (2009), pero con la “latencia” del retorno a la vida salvaje. Esto es lo que permitía a Estanislao Zeballos, en 1882, sostener que los “indios reducidos” en General Conesa no debían recibir raciones del gobierno, ya que “los indios no trabajan, no siembran, sino que sólo bolean avestruces”; por el contrario, debían ser fusilados sin juicio previo, porque estaban “en peor categoría que los salteadores de caminos”. De hecho, en la misma ocasión –la discusión de una partida presupuestaria para racionamiento de los indios de Conesa y de los gendarmes que los vigilan-, el sector oficialista insistió a favor del racionamiento con el argumento de que, de negarse los fondos, los indios reducidos –ex indios amigos- se dispersarían y se unirían a los “salvajes” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, sesiones del 7 y 9/9/1882; Lenton 2005). Es decir que la latencia del retorno a la vida salvaje atraviesa todos los campos de “confinamiento, deportación y disciplinamiento” (Lenton et al. 2010), y las hambrunas derivadas del encierro y la prisión son vistas alternativamente como efecto de su situación, o como índice de su propia inaptitud para la vida civilizada, obturando su visibilización como sujetos de derecho. “Pero fundamentalmente”, nos dice Pilar, “los campos forman [hoy] parte de la memoria social indígena”. En este punto quisiera detenerme, ya que efectivamente, son innumerables los relatos que recorren las comunidades y que arraigan no sólo parte de la memoria, sino el mismo origen de la comunidad o el linaje, en la experiencia concentracionaria. Así, entre las tantas comunidades actuales que se “rearmaron” luego del hostigamiento militar a partir de familias dispersas, en varios casos la figura aglutinante es un jefe de familia que luego de salir (por liberación o huida) de alguno de estos cam-


pos29, se reunió con antiguos compañeros de presidio para formar “familia”. La consecuencia inmediata que esta realidad nos trae es la imposibilidad de mensurar la “extinción” en términos cuantitativos, por ejemplo, toda vez que los grupos “eliminados” pueden haber renacido, como parte de otros linajes. También se evidencia que la historia de quienes sobrevivieron contiene también la memoria de quienes no pudieron volver. Por eso, y no porque se suponga que el mundo indígena es homogéneo, es que sostenemos que el genocidio afectó a la totalidad de los pueblos implicados.

Hilando fino: variables de la mecánica genocida y metodologías apropiadas Uno de los temas que merecen y aún esperan desarrollo es el de la variable de género en la experiencia genocida. Como afirman Florencia Roulet y M. Teresa Garrido, los voceros como Alvaro Barros, Manuel Prado y otros proponían la “mezcla de razas” como solución para la “absorción” de los indígenas (en el caso de Barros, a quien podríamos sumar el de Manuel Cabral30; en el caso de Prado, ni siquiera existe una propuesta política, sino sólo una descripción de hechos que aun contra toda evidencia, nunca llega a inculpar al ejército), sin mencionar el procedimiento por medio del cual se llegaba a esa “mezcla”. Obviamente, se estaba hablando siempre de mujeres prisioneras a las que se convertía inmediatamente en pareja sexual de los soldados. El carácter utilitario de esta compañía es destacada por Prado, Ebelot y otros, quienes consideran a las “mujeres de la tropa” en un insumo indispensable para evitar su deserción.

Mi afirmación de que se trata de mujeres indígenas prisioneras se debe a la observación de que no hay “recetas de poblamiento” que consideren la invitación al matrimonio interétnico con mujeres libres indias –más allá de que por supuesto estos matrimonios también se producían. En el imaginario hegemónico, tal posibilidad no era considerada “civilizatoria”. Tal vez el único personaje público –bastante excéntrico, por su parte- que encaró una relación familiar con una mujer indígena libre, tehuelche en su caso, fue Ramón Lista, con su mujer Koila. La consecuencia, en forma de crítica pública, humillación y aislamiento social, fue inmediata, y se extendió hasta el suicidio de su esposa oficial, la poetisa Agustina Andrade. La otra modalidad imperante es la de la violación directa (sin establecimiento de relación de pareja), denunciada y descripta tanto por Avendaño, como rescatan Roulet y Garrido, como por algunos sacerdotes como Beauvoir y Salvaire (Belza 1974; Copello 1944). La violación como arma de guerra en este tipo de conflictos ha sido descripta por numerosos autores (por ej Reid Cunningham 2008). En cambio, en el mismo imaginario social los varones indígenas tenían vedada cualquier posibilidad de matrimonio con no indígenas. Esto, que ha sido verificado para otros escenarios genocidas31, tiene su correlato actual en las narrativas familiares de las clases favorecidas, que suelen sostener cierta (controlada) proporción de sangre indígena, a partir de “una tatarabuela” (jamás un tatarabuelo). Por eso mismo, y en razón de que no parece haber una ruptura decisiva con los paradigmas de patriarcado y nacionalismo que dieron sentido tanto a las campañas militares como al doble sometimiento por razones de género, me preguntaba en una ocasión anterior (Lenton

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2010; 2011), si realmente la sociedad argentina está preparada hoy para reevaluar críticamente el significado de acciones simbólicas como el “Monumento a la mujer originaria” que se propone levantar en la ciudad de Buenos Aires, y que diseñado por el escultor Andrés Zerneri, se presenta como un acto de justicia, mientras permanece dentro de los estereotipos del género: siempre desnuda, siempre disponible, esta “mujer originaria” es homenajeada (sólo) en su función reproductiva, ya que se afirma que ella está (mestizamente) embarazada del “ser argentino”. Mi pregunta era entonces, ¿qué se homenajea, junto con la desnudez de la mujer originaria? ¿La violación previa? ¿La sumisión, que aún sin mediar violación física, puede ser signo y consecuencia de la disparidad de fuerzas en la relación patronal? ¿La disponibilidad perpetua e indiscriminada, que en algunas provincias argentinas es regla indiscutida, llegando en su expresión más brutal a definirse a través del “chineo”? (Gonzalez 2011) Otro subtema, traído a este debate por la intervención de Walter Delrio y Ana Ramos, es el que considera la variable etaria de dos maneras: la focalización en las historias de “niños apropiados” a través de las “narrativas del regreso”, y la atención a la perspectiva infantil en el registro de la violencia y las masacres masivas. Delrio y Ramos se proponen, explícitamente, explorar las posibilidades de abordaje de la huella de la experiencia infantil en la memoria colectiva. Sin embargo, aun cuando manifiestan que el objetivo de su comunicación no es exponer los “resultados” de esta línea de trabajo, creo apropiado advertir que esa parte, tan necesaria como ésta, ya ha sido volcada por ellos en forma de resultados parciales en diferentes reuniones científicas (por ej., Ramos 2010, Delrio 2011).


En clave metodológica entonces, los autores observan que las llamadas “historias tristes” están construidas desde un presente que se representa en parte como superador y en parte como continuidad de los “tiempos tristes” que se inician con el sometimiento, y que es imprescindible develarlo para comprender los sentidos asignados al relato. Los autores observan también que estas narraciones tienen una limitación intrínseca, y es que se cuentan “desde el regreso de aquellos que sí pudieron”, recortándose como un negativo, las historias que no pueden ser contadas porque pertenecen a quienes no pudieron regresar, es decir, los que, aun habiendo sobrevivido tal vez, no pudieron reintegrar su relato al relato colectivo. Personalmente creo que esto no puede entenderse como un defecto del enfoque o del recorte que proponen Delrio y Ramos, sino que por el contrario es el reconocimiento de características específicas del corpus elegido, que precisamente a través de su identificación permite empezar a pensar caminos para su superación. De la misma manera en que Pilar Pérez advierte sobre la sujeción de la Historia a determinados materiales documentales que atraviesan dificultades específicas para llegar al investigador, Delrio y Ramos desnudan las características propias del subgénero que han contribuido a identificar y rescatar para el trabajo científico, alertando sobre cuestiones que deben ser tenidas en cuenta para no sobreinterpretar algunos elementos en detrimento de otros, pero que se compensan por la riqueza que promete el enfoque. Para equilibrar esta dificultad –la ausencia de los relatos perdidos-, los autores nos proponen varias opciones. Por un lado, el perfeccionamiento de la técnica y la sensibilidad etnográfica para poder extraer máximo sentido de la situación etnográfica en que se inserta el rela-

to. De hecho, buena parte de los desarrollos metodológicos en antropología se han dirigido a este objetivo: cómo informarnos de lo que no se nos está informando (Guber 1991). Para ello, me gustaría agregar, existen también líneas de exploración metodológica especialmente preocupadas por la situación etnográfica que involucra niños (Szulc 2011), así como por las historias de vida que involucran recuerdos infantiles (Nash 1974), que sería interesante combinar con la metodología que nuestros autores están siguiendo. Sería interesante saber también qué limitaciones entraña la perspectiva infantil para la memoria colectiva, en términos de recuerdo/olvido o de orientación temporoespacial. Por otro lado, Walter Delrio y Ana Ramos proponen un abordaje de tipo inductivo para reponer a través de los elementos reiterados en diferentes relatos, una historia de mayor generalidad que permita reconstruir, junto con el evento, el no-evento, es decir aquello que el poder hegemónico silenció. Que no es lo mismo, ni por el proceso histórico que lo produjo, ni por la metodología adecuada para su revelado, ni por el impacto que su narrativa provoca en los colectivos presentes, que los silencios que las narraciones de las víctimas provocan, ya sea por ausencia de relato o porque hay cosas que, por la violencia simbólica que implican, (aún) no pueden ser contadas. Haciendo una extrapolación grosera para mejor comprensión, creo que no puede ser igualmente valorado, no es lo mismo, el silencio de un sobreviviente de la dictadura del 70 que no quiere contarle a sus hijos cómo fue torturado (o el de un ex combatiente), que el silencio de Videla o de Menéndez, o el de los diarios cómplices. Traigo a colación esta reflexión sobre los silencios porque creo que, si bien Delrio y Ramos no otorgaron tanto espacio en su contribución a la “demostración” del genocidio en sí mismo como a pensar estos subgéneros

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narrativos que proponen, es precisamente a través del develado de esta combinación de silencios (los derivados de la impunidad y los derivados del trauma) que se puede llegar a mensurar la magnitud del genocidio y especialmente de su continuidad, a través de su recreación simbólica cada vez que alguien lo vuelve a relatar, con la carga de emotividad y la actualización del terror (Trinchero 2005) que comporta. La continuidad del genocidio, como ya explicamos, se expresa también en la continuidad de ideas de comunalización, en las que la communitas es una derivación de la experiencia de la violencia masiva. Estas “historias tristes” siguen funcionando así, como “signos triples”, por lo que la emoción y la actualización de relaciones sociales son inescindibles de la transmisión de meros contenidos. Por eso, creo que no es atinada la crítica de Diego Escolar, que parece deducir una flaqueza de estos “vacíos”. “¿Cómo se llena el silencio y el llanto? Como no podía ser de otra manera, mediante la operación de interpretación de los investigadores (…)”. Dado que precisamente la tarea del historiador, como la del antropólogo, es en gran parte la de completar esos claros, endémicos no sólo en las memorias colectivas, sino también en los documentos oficiales. De eso se trata nuestro trabajo: de editar, completar, revelar e interpretar, con nuestras capacidades y sensibilidades diferentes y con mayor o menor suerte, pero siempre conscientes de nuestra intervención sobre la falsa transparencia del texto. Por último, Delrio y Ramos reclaman una perspectiva intercultural que amplíe y resuelva ciertas tensiones que las explicaciones unilaterales no pueden abordar. Esta perspectiva implica dialogar con –no necesariamente adoptar- marcos de interpretación que pueden ser ininteligibles desde nuestra propia mirada occidental, racional, científica y dualista (por ej. el rol del nawel, los mundos sobrenaturales). Y me gustaría agregar que


tal vez, dentro de esos marcos de diversidad difíciles de transitar, está el papel del silencio, tan desprestigiado en nuestra cultura, pero que cumple funciones en la performance del ngtram que no son directamente traducibles y que sólo pueden aprehenderse con trabajo de campo.

El genocidio en la (larga) historia nacional Diego Escolar se concentró, en sus dos presentaciones, en discutir el carácter “constitutivo” del “genocidio indígena”. Como resumen Roulet y Garrido, para quienes “la cuestión que permanece abierta para el debate en estos trabajos es fundamentalmente terminológica: ¿se trata del “genocidio constitutivo” del Estado argentino – donde el énfasis estaría puesto en el concepto “constitutivo”- o de la culminación de un proceso de construcción de un orden político soberano iniciado con la imposición de la regla estatal nacional a las provincias del interior? ” Si bien no quedan dudas de la validez de la investigación documental realizada por Escolar (2007 y ss.), que demuestra la magnitud de la violencia desatada desde los lugares del poder político contra los que podríamos llamar “dirigentes populares no digeribles por el modelo de república liberal deseada”, creo que es un error oponer ambos corpus de violencia u ordenarlos en términos de precedencia. Uno de los problemas derivados de este planteo es que, así como los que hablamos de genocidio para las políticas desatadas en tiempos de la “Organización Nacional” debemos lidiar con la crítica, desde algunos modelos teóricos, que sostiene que al no haber un estado consolidado, no puede hablarse de genocidio, imagino que este problema se agrava al proyectarnos hacia un pasado más remoto. Habría que establecer cuál es la agencia responsable del genocidio en un momento de “guerra total” y múltiples usinas de violencia política. No digo que no sea interesante y adecuado el planteo de

considerar genocidio –o parte de un proceso genocidaa los acontecimientos que describe Diego. Es claro que a través de esa multiplicidad de acontecimientos puede rastrearse un patrón de violencia que tiende a organizar la desaparición de ciertos grupos sociales y no otros. Pero por otra parte, no logro visualizar cómo los problemas de sobresimplificación, teleologías, elusión de la agencia, etc., que Escolar identifica en la aplicación de la categoría genocidio a pueblos indígenas, se evitarían al aplicarse a la población criolla / indígena identificada con los caudillos perseguidos. Más importante, creo que hay un error de concepto en torno a la calidad de “constituyente”. Este calificativo (y no “constitutivo”, al menos en nuestras producciones) parte de la clasificación de Daniel Feierstein de diferentes marcos genocidas (Feierstein 2000). El equipo con el que comenzamos a trabajar estos temas en la Universidad de Buenos Aires comenzó entonces a proponer hace unos años que el genocidio de los indígenas por las FF. AA. “argentinas” coincidía con la categoría de constituyente en el modelo de Feierstein. Esto implica reconocer que dicho genocidio coincidió y se co-construyó junto con el Estado nacional, y por ende, dicho estado, su normativa, sus instituciones, están modelados por los mismos procesos que dieron lugar al genocidio. Esto nos brinda marco de interpretación, también para la continuidad de prácticas que causan la destrucción de modos de vida tradicionales, y reproducen los daños físicos y sociales del genocidio, como en el ejemplo de la familia Jofré, donde el modelo agrícola parece “completar” en el cuerpo, no de cualquiera, sino de los mismos grupos afectados por las campañas roquistas, la empresa de aquéllas. Decíamos por lo tanto que el genocidio perpetrado por la Generación del ’80 es “constituyente” porque sus consecuencias nos siguen constituyendo hoy como sociedad. No porque haya sido el “primero”. Si Escolar

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puede demostrar por su parte que la represión de las montoneras durante el siglo XIX conforman un genocidio, y ese genocidio es también “constituyente”, será porque deja huellas perdurables en la constitución del cuerpo social, no porque se haya producido “antes”. Otro punto a discutir es el de las posibles consecuencias negativas que Escolar encuentra en crear “una representación cultural poderosa”, que termine recreando a los indígenas como homo sacer, es decir como aquellos que pueden ser matados sin alteración del orden social. Sobre esto, mi opinión es que debemos diferenciar los hechos sociales de nuestra descripción de los mismos: la narrativa del genocidio ya es una representación cultural poderosa, que nos excede y que forma parte del sentido común argentino, con todas sus contradicciones, como apuntaba Quijada (et al., 2000). Los indígenas por su parte ya han pasado por el lugar del homo sacer, y como se ha dicho aquí varias veces, en cierta medida siguen habitando el estado de excepción que Agamben describió. De hecho, varios de nosotros (incluyendo a Escolar) hemos postulado ya las relaciones entre estas categorías acuñadas por Agamben y los procesos históricos documentados. Con más o menos tecnicismos, hay infinidad de enunciadores indígenas y no indígenas que en cualquier lugar del país pueden decirnos que el indio es “ciudadano de segunda” no sólo por sus condiciones materiales de existencia sino porque su muerte o su enfermedad no vale lo mismo que la de otros ciudadanos. Lo que no queda claro es cómo la investigación y/o la denuncia del genocidio, o más aún, la calificación del genocidio como constituyente, es lo que podría reinstituir a los indígenas como homo sacer. Si se puede analizar desde el absurdo, diríamos que durante las décadas en que los investigadores sociales le dieron la espalda a esta temática estaban protegiendo a los indígenas. ¿Son nuestras ideas sobre el genocidio lo que pone en riesgo a los indígenas? ¿Es su difusión? ¿El silencio es salud?


A esta altura, creo que lo que nosotros como profesionales podemos aportarles a los indígenas / víctimas / descendientes es documentación y algunos detalles de marco interpretativo, pero no mucho más, a despecho de los opinólogos mediáticos que buscan descubrir, ante cada expresión política indígena, quién o quiénes son los “blancos” que les inyectan ideas.

Por otra parte, creo que el temor de Escolar tiene más que ver con visualizar “sólo indígenas” donde además hay sujetos en múltiples roles (que es a lo que se refería Tamagno y con lo que empezamos este trabajo), y con la posibilidad de realizar lecturas simplistas y lineales, poco complejas, de los datos, que con la categoría de genocidio.

Por otra parte, creo que también es errada la futurología de Diego, cuando imagina un interlocutor que le dice al indígena que podrá “emanciparse” pero “a partir de reconocer que los indígenas siempre fueron y serán objeto de genocidio”. No creo que estemos en condiciones de adivinar genocidios a futuro. Más allá de esto, que creo exagerado, entiendo que la idea principal que Escolar quiera transmitir es que existe un reduccionismo en el caso de ver “sólo” genocidio donde hay personas y grupos con afiliaciones políticas, religiosas, experiencias históricas, etc., que los atraviesan más allá de los límites de lo “indígena”. Podemos acordar en que tal perspectiva sería efectivamente un reduccionismo. Sin embargo, encuentro dos problemas: la primera pregunta, es a quién se refiere Diego, ya que al menos ninguno de los que estamos participando de este debate –como muchos otros investigadores- hemos dejado de buscar permanentemente las complejidades de cada situación histórica y social en que están insertos aquellos que también, además de todas las otras afiliaciones, son víctimas de genocidio. En mi caso particular, para no hablar por otros, mi tema de investigación principal es la articulación de la militancia indigenista con las otras militancias en organizaciones sociales, sindicales y políticas a partir de 1960. Y ello no nos impide reconocer el carácter genocida y constituyente de las acciones que llevaron en determinado momento de la historia a los grupos indígenas a configurarse de determinada manera32.

En la misma dirección, Julio Vezub advierte sobre los riesgos de preasignar grados de verosimilitud diferenciales a diferentes géneros o a diferentes discursos étnica y socialmente situados, así como el de reducir ciertos relatos a su carácter de “verdad” perdiendo de vista otras variables más ricas tal vez para el análisis que la cuestión de su verosimilitud. Por ejemplo, una línea de indagación podría ser, dice Vezub, los colaboracionismos que se silencian, y que podrían estar contribuyendo a las tensiones y al trauma manifestado en las “historias tristes” descriptas por Delrio y Ramos. Estoy de acuerdo en que la multiplicidad de estrategias disponibles (a veces no tan múltiple), en momentos en que las salidas colectivas e individuales no estaban nada claras, generó infinidad de historias que a veces, no están disponibles para ser contadas. Sin embargo, mi impresión es que no es ése el punto principal de la “tristeza” de las historias. En comunidades en que se explicita y se “trabaja” socialmente un origen ambiguamente viciado por la concesión de lotes en premio por la contribución al ejército del ancestro fundador (ver por ej. Lenton y Szulc 2011), las “historias tristes” siguen siendo las de las corridas, las separaciones, la exacerbación de la violencia. No creo que los “indicios” sobre la prosperidad de los ulmenche –que no es noticia nueva tampoco- o las redes con la Liga Patriótica invaliden el carácter genocida de las campañas militares. Es insostenible que “ningún genocidio toleraría esta clase de negociaciones (…)”, ya

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que por el contrario todos los genocidios la contemplan como posibilidad, y la ambigüedad de las relaciones entre el grupo perseguido y el genocida ha sido descripta por Primo Levi, por Hanna Arendt, por Pilar Calveiro, por Ana Longoni, entre otros. Creo que por el contrario es la simplificación de sentido común contenida en la ecuación indios-víctimas-miseria eterna-despolitización la que nos puede mover a extrañamiento frente a la existencia de situaciones diferentes. En esa clave, Vezub aporta una sistematización muy interesante del debate público instalado en los medios en los últimos meses. En su contribución queda evidenciada la violencia simbólica que no se mezquina en dichos ámbitos y que constituye tal vez su principal arma. Para ir finalizando, estoy de acuerdo con Vezub y Escolar en la necesidad de ampliar el foco para hacer entrar algo más que pueblos originarios en el análisis de los procesos de violencia estatal, y de analizar las continuidades de los procesos represivos anteriores a las campañas, y no sólo las rupturas. Sin embargo, no concuerdo con los ejemplos elegidos: decididamente, los bautismos cristianos no son la continuidad del lakutun33 y las prácticas militaristas de algunos grupos indígenas tampoco son equiparables a la incorporación forzada al ejército. Especialmente, por la resistencia que dentro de la sociedad “blanca” despertaba la última (Lenton 2005), evidenciando la continuidad de la frontera a pesar de la apropiación de los cuerpos. Como expresamos hace un tiempo, “en el caso de los pueblos indígenas se aprecia una serie de mecanismos materiales que no pueden ser pensados como genocidas pero sí producto de las relaciones instauradas a partir de prácticas genocidas, es decir, que determinadas formas de accionar estatal, de institucionalizar su relación con


los indígenas, de diagramar políticas ante estos pueblos, y a su vez, los modos a los que estos recurren para reclamar, negociar y luchar contra estas prácticas hegemónicas son herederas de una práctica genocida, que configura los espacios sociales a ser transitados por las comunidades nativas” (Red 2010). Los intercambios producidos en este debate dejaron al descubierto, junto con la complejidad del tema en cuestión y del caudal de trabajo invertido hasta la fecha –a despecho de la fantasía de “ofuscamiento romántico” que propalan los negacionistas-, el malestar del trabajo intelectual ante las tensiones que atraviesan las categorías teóricas disponibles para el mismo. Será parte de nuestra agenda en adelante, la problematización y eventual propuesta de nuevos conceptos que presenten soluciones a los problemas que aquí se manifestaron. También, “habrá que buscar el sentido del dictum adorniano siempre por la idea central de construir una cultura en que las coordenadas que hicieron posible la absolutización del horror se tornen inexistentes o dejen de ocupar la centralidad. Lo que lleva a afirmar que no es que no se pueda escribir después de Auschwitz sino que hay que hacerlo desde otro horizonte cultural, ya que el anterior llevó, precisamente, a Auschwitz. Desde esta perspectiva lo primero es comprender (abrazar y penetrar la lógica genocida) para luego volver a escribir”34.

NOTAS: 1

Fue la represión a los sectores sindicales, estudiantiles, religiosos e intelectuales —que se opusieron al avance de los intereses del gran capital (ver carta de Rodolfo Walsh a los representantes del Golpe Militar de 1976) y a la sistemática retracción de las conquistas sociales obtenidas durante el gobierno peronista (1945-1955)— lo que allanó el camino para que

los sectores hegemónicos implementaran, las políticas neoliberales que permitieron nuevos momentos de acumulación de capital. A modo de ejemplo tenemos la represión a la lucha de las denominadas “Ligas Agrarias” que en la década de 1970 tuvieron epicentro en Roque Sáenz Peña, territorio ocupado mayoritariamente por indígenas y campesino indígenas; donde —y tal vez no por casualidad— encontramos hoy la Fundación Evangélica del Buen Pastor sede del principal centro de formación evangélica y el Instituto de Formación Superior CIFMA que comenzó formando Auxiliares Docentes Aborígenes (1983) para luego crear (1995) la Carrera de Maestro Bilingüe Intercultural. 2 Ver restitución de los restos de la niña ache llamada Krygi y renombrada Damiana. Secuestrada luego de que su familia fuera diezmada, traída a La Plata y entregada a la familia Korn en calidad de doméstica, encerrada luego en Melchor Romero por supuestas “comportamientos violentos”. Fue estudiada en el Museo de La Plata donde se encuentran fotografías de su cuerpo enteramente desnudo y sometido a mediciones antropométricas. El cráneo de Krygi que fue separado del cuerpo para ser enviado a Alemania para su estudio, aún no ha sido restituido. 3 Entiendo que el análisis realizado por Marx en su obra El Capital respecto del modus operandi del capitalismo y su lógica de obtención de plusvalía a partir de la explotación de mano de obra no ha sido superado aún y coincido con los posteriores avances de Maurice Godelier (1978) en el sentido de señalar el modo en que la expansión de dicho modo de producción ha influido e influye sobre las formas alternas preexistentes. 4 Ejemplo de ello son las represiones que se sucedieron en el Chaco entre 1903 y 1947, así como las recientes de La Primavera y Sauzalito para nombrar

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sólo las más conocidas por su alcance mediático, sin olvidar el asesinato de Mártires López dirigente qom de la Unión Campesina hace algo más de dos meses; hechos señalados por Ottenheimer y otros (2011) y reafirmados por los integrantes del Panel “Memorias, territorialidades y conflictos en el Chaco Argentino” Congreso Internacional de ASAEC, Córdoba, Argentina 8-11 de Noviembre del 2011. Al cierre de este trabajo la muerte de Cristian Ferreyra referente del Movimiento Campesino de Santiago del Estero MOCASE enluta nuevamente el movimiento campesino, como una muestra más del resultado de los agronegocios que conllevan: destrucción, muerte, deforestación, desolación, pobreza para la mayoría, hambre y mayor dependencia. 5 Y, en efecto, las narrativas como las de “los tiempos tristes” o de los “sufrimientos de los abuelos” también realizan preguntas y respuestas sobre el cambio y la continuidad . 6 Existe un corpus extenso de trabajos —y de muchos años de investigación— más allá de la obra de difusión coordinada por Osvaldo Bayer a la que hace referencia Vezub (“Historia de la crueldad argentina”). Sobre la cual el autor se explaya en las supuestas implicancias de lo que ha sido en definitiva una elección poética de Bayer con respecto al término “crueldad” incluido en el título de la compilación. Por cierto, los trabajos compilados son heterogéneos: los hay de difusión, ensayos y de investigación en archivos y sobre la memoria social. En ninguno de ellos se retoma la idea de “crueldad” sino que se reflexiona sobre la necesidad de buscar otros marcos para pensar lo que sucedió en el complejo proceso de sometimiento e incorporación. 7 Ya en la década de 2000, organizaciones indígenas en Chubut se manifestaron públicamente contra la creación de un museo por parte de la multinacional


Benetton, que mantenía y mantiene conflictos con distintas comunidades mapuche-tehuelche, denunciando la expropiación de la historia, la memoria y la asimetría en el poder de fijación de sentido de la historia. Parte de la prensa chubutense, tanto como quienes financiaron el museo, identificaron a quienes se manifestaban como militantes —con intereses de sector, en la tierra fundamentalmente— en contraposición con el discurso científico. Pero acaso ¿no existía “militancia” en la defensa de los intereses de la multinacional terrateniente? 8 Aclaramos que entendemos que el no ser pasivos no implica no haber sido víctimas. Si identificamos y acordamos que las prácticas estatales del contexto de las campañas son pasibles de ser nombradas como genocidio o violencia estatal, deberíamos admitir que sí hubo víctimas. Es decir, reconocer la dialéctica de una relación no implica negar la asimetría de la misma. 9 Como sostiene Liliana Tamagno, de los “valores que se expresan en concepciones de vida, muerte, poder y naturaleza que son alternas a la concepción individualista que guía la expansión del capital y el desarrollo tecnológico a su servicio”. 10 Adoptamos el término política indigenista para referirnos a toda política de Estado referida a los pueblos originarios, independientemente de su contenido axiológico. En este sentido, por ejemplo, la política indigenista argentina abarca no sólo las últimas normativas reconocedoras de derechos colectivos de los pueblos originarios, sino también, por ejemplo, las históricas leyes N° 215/1867 y N° 947/1878 que autorizaron la llamada “Campaña del Desierto”. De esta manera evitamos llamar política indígena a la política de Estado (pese a que suele ser el término utilizado por el discurso estatal), para diferenciarla de

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la política indígena en tanto política de representación y estrategias de participación y/o autonomización de las organizaciones de militancia y/o colectivos de pertenencia de los pueblos originarios. Por si sirve para consuelo, las organizaciones de militancia indígena (¡también difíciles de definir!) expresan a veces la misma dificultad para nombrar a su contraparte sin apelar a categorías coloniales, a la vez que conscientemente integran esta discusión en la puja política. En un documental reciente de factura mapuche (El grito del Lanin, producido por el grupo Centro de Comunicación Mapuche Kona Producciones, 2010), la militante Pety Piciñam expresa ante un auditorio no-mapuche: “[Proponemos] la construcción de un nuevo estado, que en el caso neuquino debe asumirse bicultural. Porque en esta provincia que hoy se llama Neuquén, hay dos culturas: el pueblo mapuche y la sociedad que ha llegado después. ¡Ustedes sabrán cómo denominarse! Nosotros decimos a veces “no mapuche”, kaxiface en nuestro idioma: “gente de otro origen”. Pero lo hacemos no por la negativa, sino porque realmente no sabemos cómo ustedes se quieren denominar, autoidentificarse. Esta es una tarea que ustedes tienen, una vez que puedan decidir qué quieren ser: si quieren seguir siendo huincas, explotadores, usurpadores, o quieren seguir un camino hacia la interculturalidad (…) donde cada uno pueda cumplir su función, pero no uno invadiendo al otro”. Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo. Algunos documentos del MSTM citaban el Convenio 107 de la OIT, ratificado durante la presidencia de Frondizi, que tiene por objeto las “poblaciones indígenas, y otras poblaciones tribuales y semitribuales” (Lenton 2005). Primer Congreso del CISA en Ollantaytambo, 1980.

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15 Consejo Indio de Sud América con sede en Lima; Consejo Mundial de Pueblos Indios con sede en Ottawa. 16 Las organizaciones indígenas norteamericanas suelen presentarse como Native Peoples, aunque la expresión más coincidente con “Pueblos Originarios” es la de “First Nations”. En algunos lugares de la Patagonia argentina está empezando a extenderse el concepto de “Primeros Pobladores”, quizá más adecuado, aunque con dificultades en su aplicación. 17 Ver Lazzari 1996; Roca 2008. 18 Lazzari y Lenton 2000 19 Es interesante la reflexión que Pilar Pérez introduce sobre la problemática metodológica derivada de la fijación de la Historia a un tipo de documentación que ha sido especial objeto de destrucción voluntaria y/o fortuita. Muchas veces, el documento es objeto de políticas de ocultamiento que comparten sus principios con las que llevan a la represión de los cuerpos. Esto se complementa con la relación de subordinación de otras metodologías, como la historia oral, más capaz de recrear marcos alternativos, y casualmente subestimada frente a la historia “documentada” (por escrito). Sin embargo, parte de nuestra tarea como investigadores del genocidio es la de insistir en la existencia y en la validez de la documentación pertinente, tanto escrita como oral. 20 Sin embargo, la caracterización de “etnocidio” para el caso de los niños recluidos en las escuelas canadienses ha sido ya denunciada como negacionismo. Ver por ej. Churchill 2000. 21 Un “crimen sin criminal” (Red de Investigadores en Genocidio y Política Indígena 2008).


22 La década de 1880 y especialmente la de 1890 son abundantes en discusiones sobre las perspectivas de supervivencia, por ejemplo, de las sociedades fueguinas. Si bien muchas de estas discusiones se producían por ejemplo en medio de debates parlamentarios sobre la libertad religiosa, el rol de pioneros y funcionarios, la distribución de los fondos del estado en la región, etc., creo que puede hablarse de un tópico social en sí mismo, consistente en “la extinción de los fueguinos” que, desde producciones literarias (Ramón Lista), de crónica periodística (Roberto Payró, Eduardo Holmberg), de denuncia comprometida (José L. Borrero, Ismael Viñas), o de observación estratégica (José Fagnano, Thomas Bridges) atravesaron el siglo posterior. Dentro de la clase política, algunos sectores avalaban abiertamente la idea de extinción como proceso inevitable, salvando el rol del estado en el proceso. Por citar un caso, el Senador Miguel Cané expresaba durante la discusión de la concesión de los terrenos de la Misión La Candelaria a los salesianos: “Yo no tengo gran confianza en el porvenir de la raza fueguina. Creo que la dura ley que condena los organismos inferiores ha de cumplirse allí, como se cumple y se está cumpliendo en toda la superficie del globo; pero es el deber de las sociedades civilizadas, así como el médico a la cabecera del enfermo sin remedio, hacer cuanto pueda por prolongar la existencia y aumentar el bienestar de esas razas desvalidas é indefensas” (Diario de Sesiones del Senado de la Nación, 29/8/1899; Lenton 2005). 23 Ver Ramos y Lenton 2009; Red de Investigadores 2008; Mapelman y Musante 2010. 24 Entre ellos, un ex Juez Federal de Formosa y Camarista de Chaco, y ex miembros de la Fuerza Aérea Argentina y de Gendarmería. En Diario La Mañana

de Formosa, 29/11/2011, http://www.lamanana-online.com.ar/nota.php?id=11724 25 Término que elegimos hace tiempo, justamente, para eludir la pesada tarea de definir posiciones muchas veces ambiguas (Lenton 2005). 26 De hecho, los genocidios mejor caracterizados, como los producidos por los nazis, o el de Ruanda, se dan en contextos donde se hace imposible pensar la otredad en términos de aislamiento. 27 “Roca y los Mapuches”. Por Julio Rajneri. Viernes 9/12/2011. http://www.rionegro.com.ar/diario/rn/nota. aspx?idart=769983&idcat=10101&tipo=2 28 “When we were near enough to see this [wide, adobe] wall, I asked my guide if he knew what purpose it served, since other forts (…) had no palisades (…). Luan’s indignation then burst forth. From his hot torrent of words I was able to grasp that Puan had been a concentration camp, like the one on the Naposta River. All the Indian who lived hereabouts –men, women and children- had been herded into the enclosure like cattle in a corral, and were given rations by the government. According to Luan, somebody along the way kept most of the rations for himself, and the population of Puan would certainly have starved to death, had not the garrison commander tried to alleviate their lot by permitting a few of the best hunters to go out during the day and bring back whatever they could catch with their boleadoras and arrows” (Newbery 1953; cursivas en el original). La descripción subsiguiente de este campo no se asemeja ni a Martin García ni a Valcheta, excepto por las figuras de los pobladores encerrados “como ganado” y la cuestión ubicua del robo de víveres. El relato del “testigo” Newbery, como el de John D. Evans sobre Valcheta (Delrio 2003; Delrio et al. 2010), enfatiza la victimización total de los

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encerrados, dejando poco espacio para la agencia indígena que se puede percibir a través de estudios más densos sobre la forma de funcionamiento de estos campos (ver por ejemplo, el artículo de Nagy y Papazian, en este volumen). 29 En la zona centro neuquina donde realizo mi investigación, suelen mencionarse Martín García o Chichinales como puntos de partida. Pero en otros casos, la memoria familiar sobre el confinamiento no conserva nombres de “campos” sino de cuarteles o regimientos donde el ancestro fuera “destinado”, sin que sea posible a veces diferenciar entre incorporación al ejército o confinamiento en campos. Ver por ej., Lenton y Szulc 2011. 30 Decía el Diputado Manuel Cabral: “Yo no quiero mantener los pocos indios que hablan, por ejemplo, unos toba, otros chulupí; yo quiero que la escuela argentina, la escuela nacional, vaya al centro de los indios, de tal manera que los indiecitos se conviertan en ciudadanos argentinos. Las misiones solas no pueden, so pena de estar en contra de la religión, sino mantener el 6º mandamiento. (...) Lo que debemos es llevar gente que establezca el cruzamiento con los indígenas para que se pierda por completo la raza primitiva. (...) Yo no sé qué le habrá dicho San Pedro a Irala cuando llegó al cielo, haciéndole cargos sobre sus siete consortes, pero es evidente y notorio que en los anales de la conquista del Río de la Plata, figura Irala como uno de sus más claros varones. ¿Y qué hizo Irala? Lo mismo que debe hacer el Patronato de Indios, bajo una forma más ó menos culta” (Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados, sesión del 4/1/1900; Lenton 2005). 31 Como afirma Mahmood Mamdani (2001), el matrimonio interétnico habilitado es siempre el de “hombre de la casta superior” con “mujer de la casta inferior”.


32 Más aun, vengo observando que a pesar de que la historia de las comunidades indígenas está atravesada por la represión, los secuestros, el exilio, de los años 1970 al igual que en el resto del país, nuestra experiencia en trabajo de campo indica que cuando los indígenas quieren destacar la tragedia, se refieren a la de las campañas militares entre 1870 y 1950, por ser la que epitomiza su tragedia social y a la vez, como ya hemos dicho, la que a veces les da nacimiento en tanto comunidades. Es tambien lo que configura su subjetividad, de tal manera que podría decirse que lo que los define como víctimas es lo mismo que los define como indios. No pasa esto por ejemplo, con la tragedia de los 1970, independientemente de su gravedad y de las múltiples formas en que el ser indígena se posiciona ante ella. 33 Primero, porque en el bautismo no está implicado sólo un cambio de nombre, sino el ingreso a una estructura diferente. Se puede decir que el lakutun implica abrir nuevas relaciones parentales, pero indudablemente no hay alianza ni horizontalidad en el bautismo cristiano, que implicó la imposición de miles de nombres con ocultamiento de la identidad anterior, y generalmente no como expresión de admiración mutua sino en el marco del sometimiento de adultos y el secuestro de chicos. 34 Tomado de Red (2007).

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Replica a

Liliana Tamagno*

Genocidio y políticas indigenistas: Debate sobre la potencia explicativa de una categoría polémica Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana. Vol. 1, N°2, julio-diciembre 2011

El objetivo de este texto es retomar algunos ejes planteados en mis participaciones anteriores a la luz de las producciones que conforman la sección y de la interesante intervención final de Diana Lenton en su carácter de coordinadora del debate. Al referirse a los interrogantes por mí planteados respecto de la tensión entre los términos “pueblos indígenas” / “pueblos originarios” Lenton aclara que “la disputa sobre los etnónimos es dura, sensible y en algunos casos crucial para la defensa de ciertas posiciones”. Agrego que esto se debe a que los etnónimos son el producto del interjuego de poder, del poder entre quien nomina y quien es nominado. Es en ese contexto que me he permitido expresar mis inquietudes respecto de la revitalización del término “pueblos originarios” en el sentido de que parece distraer del reconocimiento de la relación entre etnicidad y desigualdad, entre etnicidad y clase social, por lo que la advertencia se dirige más al contenido del término y su uso, que al término en sí mismo. Sólo comprendiendo la variable desigualdad y por lo tanto analizando la etnicidad en su articulación indisoluble con la clase —en términos de Godelier y fuera de todo mecanicismo— se superarán los esencialismos, dado que toda etnicidad es política pues es contrastiva y se gesta y reproduce en el contexto de las relaciones de

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poder existentes entre los grupos que se identifican como diferentes, apelando a ciertos diacríticos y definiéndose dialécticamente en la relación. Entiendo la política y el poder en términos foucaultianos, comprendiendo el poder como algo que está presente en todas las relaciones sociales y derivando en última instancia de las condiciones de producción en las que los individuos desarrollan su existencia, superando así toda interpretación formal del poder limitado a lo jurídico y entendido desde la concepción negativa del “tú no debes”. Es en este sentido que tengo la necesidad de señalar que lo que sucede en el campo indígena en la actualidad no puede ser pensado solo en términos de diversidad cultural —lo que conduciría a interpretaciones esencialistas— sino que tiene que ser pensado también, y de modo no excluyente, en el marco de otro de los momentos particulares de acumulación de capital que caracterizan al modo de producción capitalista (en el caso del Gran Chaco, la expansión sojera). Ello conduce necesariamente a una explicitación sobre el marco epistemológico con el cual desarrollo la tarea investigativa y que es el materialista dialéctico. Materialista en el sentido de reconocer —en oposición al idealismo— que los objetos/sujetos de análisis existen mas allá de que sean pensados y que es a esas condiciones mate-

Carta al Editor riales de existencia que tenemos que acercarnos, logrando verdades parciales (Schaff 1991) y no relativas; pues si no, caemos en el relativismo absoluto que tanto ha sido criticado en el contexto de la propia antropología. Para ello es necesario tratar de reconocer el mayor número de variables que actúan en los procesos analizados y cotejar y poner a prueba una y otra vez las interpretaciones que de esta tarea surjan. En tanto investigadores, nos movemos en un campo de disputa y nos vinculamos con procesos, por lo cual tenemos que tener bien en claro que las “cosas” no comienzan cuando nosotros llegamos. Cuando utilizo el término dialéctico lo utilizo en el sentido de advertir respecto de las limitaciones de todo análisis dualista, algo que desarrollé en trabajos anteriores (Tamagno 2001) al trabajar sobre los planteos — desde mi punto de vista— solo aparentemente enfrentados de Stefano Varese (1979 y Miguel Bartolomé (1979). Siguiendo este razonamiento, el lema “como indios nos dominaron, como indios nos liberaremos” no refiere, a mi entender, a un esencialismo, ya que el término indio, en tanto etnónimo descalificador y racista, fue el término que se usó para justificar y legitimar la conquista y la expropiación. Es por ello que entiendo que el debate teórico debe tener como objetivo último la preocupación de encontrar *Laboratorio de Investigaciones en Antropología Social LIAS


herramientas conceptuales que nos permitan acercarnos cada vez más a la comprensión del objeto investigado, evitando quedar entrampados en un inútil preciosismo teórico. Es importante también que los análisis no se realicen sólo a partir de narrativas, pues estas no son sino expresiones válidas —pero expresiones al fin— que se hacen realidad en situaciones que deben comprenderse tanto en términos coyunturales como estructurales (Braudel 1969). Advierto al mismo tiempo que las condiciones estructurales no se transforman con el mero reconocimiento y/o las buenas intenciones, ni solo con cuerpos legales de avanzada, sino con políticas de estado que limiten fuertemente los intereses de los poderosos. De lo contrario continuará la posibilidad del genocidio, pues las ansias de lucro y de acumulación del capital parecen ser infinitas, ya que ni tan siquiera las advertencias de los foros internacionales —lease fundamentalmente Davos— producen efectos neutralizadores de las mismas. En este sentido es que entiendo que en el mundo que estamos analizando, la superación del racismo vendrá de la mano de la transformación del modo de producción capitalista, de lo contrario reaparecerá y se reavivará en cada momento de acumulación de capital y allí la antropología tendrá que atravesar “otros partos” en el sentido de Godelier y otros ajustes conceptuales serán necesarios. En última instancia el objetivo final de toda producción de conocimiento debe ser la gestación de un marco referencial que vaya en el sentido de desentrañar el mayor numero de variables presentes en las situaciones que nos preocupan —en este caso la violencia estatal contra los sectores populares— contribuyendo así a la posibilidad de su transformación. Y digo “sectores populares” —aun reconociendo la vaguedad del término—, pues si bien nos estamos refiriendo específicamente en este debate a la cuestión indígena, la violencia estatal se expresa también en la criminalización de la pobreza, ya que estos procedimientos acusan una cuota significativa de

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racismo cuando la mera “portación de cara” hace sospechoso al individuo y cuando al pensar en la inseguridad se piensa inmediatamente en robos y hurtos de las propiedades privadas de los sectores medios y acomodados y no se piensa que también hay inseguridad en la vida de todos aquellos que viven en condiciones de carencia y que son cotidianamente objeto de vejámenes y presiones clientelares por parte de los poderosos. Y es aquí donde la etnicidad y la clase se visualizan como claramente articuladas; algo que no solo planteé desde mi primer artículo producido sobre la cuestión indígena (Tamagno 1986) sino que he continuado analizando a lo largo de mi trayectoria de investigación. Solo a modo de ejemplo y para confirmar la indisolubilidad de ambas categorías no excluyentes entre sí (Cardoso de Oliveira 1992), traigo a este debate el relato de un acontecimiento que conmocionó al Brasil. El 22 de abril de 1997 la prensa brasilera denunciaba que Galdino Jesús dos Santos, referente indígena que había llegado a Brasilia junto con otros indígenas para demandar ante las autoridades, fue quemado vivo por jóvenes de familias acomodadas que buscaban diversión luego de una noche de tragos y juerga, a la madrugada, mientras dormía en una parada de ómnibus. El legista Fabio Conder Comparato que estaba participando de un Seminario sobre Derechos Humanos, cuando fue entrevistado dijo que el crimen de Brasilia era “un síntoma alarmante del desprecio que una parte de la sociedad brasilera manifiesta en relación a los pobres… la explicación que los jóvenes dieron es reveladora, no sabían que se trataba de un indio… en la cabeza de ellos un mendigo no es un ser humano… a esto ha contribuido no solo el ambiente general de violencia y desprecio por la miseria…. sino también una política económica liberal que rechaza el principio fundamental de la solidaridad y cuyo único interés es mantener una estabilidad monetaria y una regularidad de las finanzas públicas”.

Lo antedicho refuerza la idea planteada en la primera versión de mi trabajo en este debate en el sentido de la necesidad de pensar el genocidio en su relación con el etnocidio y por lo tanto con el racismo, definido por Eduardo Menéndez (1971) como la relación social impuesta en el mundo a partir de la expansión colonial, legitimadora de la gestación, desarrollo y consolidación de las relaciones capitalistas de producción y los modos particulares de apropiación de la naturaleza y de explotación humana que este conlleva. Hay racismo cuando la vida del otro no vale lo mismo que la nuestra, cuando nos conmueve la miseria del otro pero al mismo tiempo y contradictoriamente entendemos que tenemos derecho a disfrutar de nuestros privilegios de clase y los defendemos toda vez que se ven amenazados por las demandas de quienes menos tienen. Somos portadores de racismo por pertenecer a una sociedad dividida en clases, a una sociedad cuya estructura supone propiedad privada de los medios de producción y al mismo tiempo expropiación de los bienes que deberían ser comunes y competencia y acumulación sin medida y sin importar los costos. Solo cuando el dolor del otro nos duela como nuestro propio dolor y se nos haga realmente intolerable la desigualdad y la explotación, iremos más allá de producir narrativas más o menos criticas y prácticas más o menos impugnadoras de las condiciones de existencia que criticamos. El racismo fue el ideario justificador del genocidio sobre el cual se fundó la república y el que aún continúa respecto de los pueblos preexistentes, de los sectores campesino-indígenas y de los sectores populares. El genocidio de los años 70 también está siendo pensado en términos de los intereses de quienes organizaron la represión y el crimen institucionalizado, ya que fue necesario matar, destruir, robar bienes y niños, torturar y desaparecer para aleccionar así a toda la sociedad respecto de lo que podría pasarle si se oponía al avance de un nuevo


momento de acumulación de capital que implicaba entrega de los recursos naturales y extranjerización de los bienes del Estado. Allí estuvo también presente —pensando en términos estructurales— la cuestión de clase. Así la denuncia del horror, si bien necesaria, no es suficiente, no es solo cuestión de “tomar conciencia”, pues no es solo transformando el ideario o la narrativa que lo expresa que se transformará la desigualdad que atraviesa nuestra sociedad —finalmente de eso se trata—. Lo que debe transformarse son las condiciones materiales de existencia y el modo de producción que la genera. Quiero aclarar que cuando me refiero a pensar en términos de clases sociales, y porque el análisis que propongo no se agota de ninguna manera en las narrativas, lo hago independientemente de que los sujetos o colectivos en los que estoy pensando utilicen la categoría clase social o se reconozca como clase; ya que en el caso de la gente indígena con la que he trabajado y trabajo, ha sido la categoría “pobres” la utilizada por ellos. Al mismo tiempo el hecho de que en la década de 1970 no fuera unánime el reconocimiento de la “cuestión de clase” y que hubiera un importante sector de la militancia que analizaba la coyuntura solo en términos de “cuestión nacional” y de colonialismo, no invalida de ninguna manera analizar dicha coyuntura en términos de clase en el sentido marxista, reconociendo una sociedad dividida entre los que detentan la propiedad de los medios de producción y se arrogan el derecho de expropiar y los que sufriendo la imposición de los mecanismos de apropiación/expropiación tienen solo para vender su fuerza material de trabajo o sus capacidades intelectuales; así como también analizarla en términos de un capitalis-

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mo dependiente, producto de las relaciones coloniales y neocoloniales. Estas afirmaciones van a merecer de parte de algunos la crítica de haberme “quedado en los 60” o tal vez “en el 45”, pero esta es mi posición generada en un sinnúmero de lecturas tanto académicas como políticas —si es que se pueden distinguir—, en el análisis y participación en las luchas de los años 60 y 70 y en el análisis propio de la tarea de investigación de la cual se desprende este texto. Todo ello reconociendo estar inmersa en un mundo signado por el capitalismo y experimentado desde una cierta condición de clase y desde diferentes posiciones de clase según los consecuentes exilios internos y externos experimentados entre 1975 y 1984. Finalmente no acuerdo con el planteo de Escolar en el debate a que hago referencia, cuando la capacidad de agencia de las victimas le hace suponer que no hubo genocidio. Racismo, genocidio y capacidad de agencia no son excluyentes y es por eso que nos encontramos con un movimiento indígena —a nivel nacional e internacional— que más allá de las debilidades, tensiones y contradicciones que lo atraviesan se ha convertido en una impugnación clara a los avances del capital y por eso es controlado y reprimido ferozmente. Sus referentes aceptan, negocian, incorporan y hasta parecieran dejarse cooptar por el poderoso, en juegos que son el producto de procesos complejos de aceptación/rechazo de los modelos impuestos o de los que se pretenden imponer, algo que ya afirmamos hace más de 20 años (Tamagno 1991) intentando superar cualquier análisis dualista. La capacidad de agencia no excluye el reconocimiento de la

violencia y el racismo con que los modelos hegemónicos se impusieron y pretenden imponerse y esto se vincula con algo que ya he planteado en trabajos anteriores respecto de la importancia de no reducirlos a su sola condición de víctimas, pues ese reduccionismo conlleva la negación de toda posibilidad de transformar, desde su lugar en la sociedad —y subordinaciones y clientelismos mediantes— el futuro de la misma.

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