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Este artículo es copia fiel del publicado en Barbara Potthast, Juliana Ströbele-Gregor y Dörte Wollrad (eds.): Ciudadanía vivida, (in)seguridades e interculturalidad, FES / Adlaf / Nueva Sociedad, Buenos Aires, 2008, ISBN: 978-987-95677-1-5.

(IN)SEGURIDAD Y CIUDADANÍA DE NIÑOS, NIÑAS, ADOLESCENTES Y JÓVENES EXCLUIDOS Peter Strack Del modo en que se defina el concepto de seguridad depende qué derechos y de quién garantiza el Estado. Partiendo de una definición amplia, que incluye las dimensiones física, económica y social, el artículo analiza la interrelación entre el ejercicio de derechos de niños y niñas, adolescentes y jóvenes y la seguridad. Algunos estudios exploratorios realizados en comunidades urbanas e indígena-rurales de América Latina sobre la definición y el tratamiento de las transgresiones cometidas por jóvenes abren la mirada hacia respuestas integrales. Las comunidades pueden proporcionar canales de participación y seguridad, en la medida en que se logre el respeto a la propia lógica cultural y la definición clara de roles y relaciones con otras comunidades y con el aparato estatal.

SEGURIDAD Y CIUDADANÍA SON CONCEPTOS COMPLEMENTARIOS1 La inseguridad y la restricción del ejercicio de la ciudadanía son fenómenos interrelacionados. Seguridad y ciudadanía, por ende, son conceptos complementarios. La Comisión de las Naciones Unidas sobre Seguridad Humana define «seguridad» como la «protección de las libertades esenciales para la vida» (citado en Kirchlicher Herausgeberkreis Jahrbuch Gerechtigkeit II 2006, p. 18). El término «protección» refiere a los derechos humanos del individuo frente al Estado y la sociedad, mientras que con «libertad» se resalta al individuo como sujeto, como ciudadano. Para la Comisión, la «seguridad» y las «libertades esenciales» no se limitan a los derechos del ciudadano en un sentido jurídico, sino que también hay que comprenderlas en un sentido más amplio, que incluye los derechos económicos, sociales y culturales, empezando por la subsistencia, el acceso a la salud, a la seguridad alimentaria y a todos los demás derechos que garantizan una vida digna. PETER STRACK: doctor en Sociología. Ha realizado estudios en Fráncfort y Bielefeld y fue asistente científico en las universidades de Bielefeld y Nürnberg-Erlangen. Ha publicado libros sobre la salud en el área rural en Bolivia (Lebensstile und Gesundheit in Chiquitos, 1987) y la historia sociocultural de las ex-reducciones jesuíticas de Chiquitos (Vor Gott, Gemeinschaft und den Gästen, 1991). Desde 1991 trabaja en la sección Prensa de la ONG terre des hommes Alemania. Entre mayo de 1996 y mayo de 2006 coordinó el Programa regional de terre des hommes en Sudamérica, con sede en Cochabamba, Bolivia. Ha publicado artículos sobre infancia y juventud y desarrollo sociocultural en la región andina en revistas y libros y ha participado en producciones de televisión y radio.

1. Agradezco los aportes y la revisión crítica de Elizabeth Patiño Durán, coordinadora adjunta de la Oficina Regional Andina de la Asociación terre des hommes Alemania.

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Sin embargo, en América Latina, el discurso de los medios masivos de comunicación y el de las políticas públicas no comparten esa visión amplia y complementaria de los conceptos «libertad» y «seguridad», sino que plantean paradigmas contrarios y hasta contradictorios entre sí. Estrategias de protección que aumentan la inseguridad social y física Frente a las diferentes situaciones de exclusión que atraviesa la gran mayoría de la población infanto-juvenil en los países latinoamericanos, cada Estado actúa sobre la base de conceptos proteccionistas de corte asistencial, que van de la mano con diversas estrategias de represión. Tal es el caso de la política de protección que aplica el Estado colombiano con el objetivo de resguardar a los niños y las niñas que trabajan: con el supuesto de que están preservando el desarrollo físico y psíquico de los menores, el Estado prohíbe alrededor de 107 tipos de trabajo y, para asegurarse de que la prohibición sea acatada, determina que la represión policial recaiga sobre los niños y niñas trabajadores, por ejemplo, expulsándolos del centro de la ciudad de Bogotá2. Si bien la disminución del número de niños que pueblan las calles céntricas y zonas comerciales es presentada a la opinión pública como un aumento de la seguridad, en realidad esta ilusión se logra exponiendo a la infancia trabajadora a una inseguridad aún mayor, y no solo en el aspecto físico, ya que los obligan a buscar nuevos trabajos más riesgosos, sino también económicamente, porque disminuyen sus ingresos. Así, la niñez trabajadora se lleva la peor parte y se profundiza su exclusión. Esto es lo que sucede cuando se tiene una mirada asistencial respecto de la niñez y la juventud, en especial cuando no se los considera en su condición de sujetos sociales de derecho, es decir, como ciudadanos y ciudadanas capacitados para plantear sus propias soluciones ante los desafíos que se les presentan. Aun así, en varios países existen organizaciones de niños y niñas trabajadores3 que articulan este tipo de planteos.

2. «El estado aunque no es el único es el principal vulnerador de nuestros derechos, ya que no nos garantiza nuestros derechos básicos y cuando nosotros queremos acceder a ellos por nuestra propia cuenta en vez de protegernos en nuestro trabajo lo que hacen es utilizar la fuerza pública para maltratarnos y criminalizarnos, lanzándonos a realizar nuestro trabajo cada vez más en peores condiciones (...) pero no todos son tan fuertes para resistir estas condiciones y el maltrato y la violencia los arrojan a ejercer otras actividades (...) como el robo, la prostitución, la mendicidad...» Exposición de niños trabajadores en un foro organizado por la Fundación Creciendo Unidos, Bogotá, 31 de octubre de 2005. 3. Perú es el país con más antigüedad en este tipo de organizaciones. El Movimiento de Niños, Niñas y Adolescentes Hijos de Obreros Cristianos (Manthoc) nació hace 30 años en una situación de crisis e inseguridad económica por el despido de sus padres obreros.

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Es importante resaltar que las mencionadas políticas de protección no son tan ingenuas. En realidad, se trata de políticas que priorizan los intereses de quienes ya disfrutan de una mayor seguridad social y económica –como los comerciantes y sus clientes establecidos en los centros urbanos, que deben verse como lugares atractivos y modernos– en desmedro de los intereses de los niños y las niñas trabajadores, a quienes se ve como un estorbo y un peligro que debe ser erradicado, ya que no participan de ese modelo ni responden a sus patrones estéticos. Percepciones matizadas sobre inseguridad y restricción de derechos Cuadros como el desarrollado en el punto anterior se repiten en casi todas las áreas relacionadas con la seguridad y llevan a medidas que, en nombre de ésta, limitan tanto los derechos de los individuos como el ejercicio de la ciudadanía. Los supuestos «riesgos» típicos a los que están expuestos los estratos económicos altos de la sociedad dominan el debate público y de los medios de comunicación. También priman en las estrategias oficiales de protección con el lema «seguridad ciudadana» y con ello redistribuyen nuevamente la vulnerabilidad, a costa de la población excluida. Sin duda, la cantidad de atracos, violaciones y actos violentos ha aumentado considerablemente a pesar de que las personas pudientes han levantado más y más muros y alambres de púa para protegerse. También es cierto que una parte importante de los agresores son pandillas juveniles o jóvenes en general. Sin embargo, y en contra de la percepción pública generalizada, son los mismos jóvenes los más afectados por la violencia. Y esto parece ser un fenómeno general: en el ámbito mundial, un 75% de las víctimas de asesinatos tienen entre 10 y 29 años4. Algo similar ocurre respecto de la cobertura que hacen los medios en relación con los espacios donde se producen los hechos de violencia: prevalecen los artículos e informes de prensa que hablan de violencia o inseguridad en los espacios públicos especialmente en los centros urbaPosteriormente, el movimiento fue cofundador de una organización más amplia, el Movimiento Nacional de Niños, Niñas y Adolescentes Trabajadores Organizados del Perú (MNNATSOP), que aglutina a más de 10.000 niños, niñas y adolescentes trabajadores. Hay también movimientos similares, aunque menos fuertes, en otros países como Bolivia y Colombia. Solo en casos excepcionales (como durante el gobierno de Carlos Mesa en Bolivia) las autoridades los toman en cuenta. A veces, incluso son atacados verbalmente u ofendidos por las organizaciones e instituciones que tienen como objetivo su defensa. 4. Lenkungsausschuss Jahrbuch Gerechtigkeit (eds.): «Dass Gerechtigkeit und Friede sich küssen» en Kirchlicher Herausgeberkreis Jahrbuch Gerechtigkeit (2006, p. 20). El informe realizado por Paulo Sérgio Pinheiro para las Naciones Unidas sobre violencia contra los niños constata un fuerte aumento de la probabilidad de ser agresor o víctima de un acto violento en la franja de entre 15 y 17 años. V. Pinheiro (2006).

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nos y en las zonas comerciales, que son señalados como lugares peligrosos. En consecuencia, se descuidan espacios donde la incidencia de la violencia es mayor, como las mismas familias, las escuelas y los barrios marginales. Los hechos ocurridos en estos últimos solo salen a la luz cuando los mismos vecinos protagonizan linchamientos para reprimir la delincuencia. Por supuesto que tampoco se habla de otros elementos relacionados con la seguridad humana, y que no dependen de la violencia física directa, sino que son consecuencia de la violencia estructural (según Galtung): la probabilidad de morir por enfermedades prevenibles o curables es mayor que la de morir víctima de un disparo5. Desplazar riesgos en vez de construir seguridad. Oscar Arias, director de la

ONG La Luciérnaga (que con apoyo de terre des hommes Alemania trabaja con jóvenes en las calles de Córdoba, Argentina), reporta que, para los jóvenes de los barrios marginales, la seguridad aumenta a medida que se acercan al centro de la ciudad. El mayor flujo de dinero y de personas propio del centro les posibilita generar ingresos procurando diferentes servicios, como limpiar los vidrios de los autos o el comercio ambulante, y de esta forma se alejan de las ofertas de trabajo de los barrios marginales, ya que consideran que en el centro son mejor remunerados. Esto es así siempre que las ofertas de los barrios marginales no sean ilegales, es decir, ligadas a atracos o al narcotráfico. En este marco, la estrategia de La Luciérnaga –dentro de un concepto amplio de seguridad y ciudadanía– consiste en ofrecer trabajos dignos, más estables, que no perjudican la educación, y para ello impulsan la creación de microemprendimientos que generen empleos de largo plazo. Paralelamente, llevan adelante una revista que es coproducida y vendida por los mismos jóvenes, en la cual se los visibiliza como personas capacitadas para enfrentar y resolver distintos desafíos. Con ello se sensibiliza y demuestra a la sociedad que los jóvenes pueden integrarse y superar la exclusión. Vendiendo esas revistas, los y las jóvenes crean además lazos personales que disminuyen el nivel de desconfianza y aumentan la percepción de seguridad en los espacios públicos. La recuperación económica del país favorece esta estrategia de integración social y económica (ciudadanía en sentido amplio), apuntando así a una seguridad pública real. Frente a esto, el Estado tiene una doble postura: por un lado, apoya ese tipo de proyectos, pero, por otro, se verifica una política de detenciones arbitrarias y sistemáticas por parte de las fuerzas policiales. Según una 5. Ver Pinheiro (2006). Marco Bazán Novoa (1999) habla incluso de la violencia como «no más que un epifenómeno».

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investigación periodística (Marengo/Villosio 2005, p. 4) realizada en Córdoba en el año 2005, las acciones de cada turno y la movilidad policial estaban definidas de antemano y, mediante sanciones –violatorias en sí de los derechos de los policías–, se obligaba a los agentes a apresar a cinco personas por día. Los policías entrevistados dieron a conocer que generalmente buscaban a jóvenes y adolescentes que salían de sus barrios periféricos para ir al centro. Tenían además un «identikit» definido de la siguiente manera: «Jóvenes pobres, tez morocha, corte de pelo a la cubana, pantalones ‘Adidas’, ropa insomnio ‘trucha’...» (ibíd., p. 5). Esas detenciones a veces se daban entre jóvenes que estaban lavando autos, vendiendo en la calle, que podrían haber estado jugando al fútbol o en camino a su trabajo, pero solo por responder a ese «identikit» se los consideraba sospechosos de alguna contravención (en general, «merodear» u otra actitud «sospechosa»). Esas acciones aún hoy son frecuentes, afirma Oscar Arias. Esto se debe en parte a la necesidad de satisfacer a la prensa y al público en general, mostrando que se está haciendo algo por preservar su seguridad. Pero con esas actitudes solo se consigue alejar a los jóvenes de la sociedad y se debilita su identificación con el «Estado de derecho», que aparentemente no vale para ellos, al mismo tiempo que se empobrece su situación económica, ya que no pueden tener un ingreso. Además de la detención indebida, la violación a los derechos de adolescentes y jóvenes continúa durante su permanencia privados de libertad en los recintos carcelarios6. Privatización de la seguridad pública. No siempre es tan evidente la relación entre las medidas de seguridad y la restricción de los derechos de las personas, así como tampoco es tan visible que las instituciones encargadas de preservar la seguridad sean las que provocan la inseguridad y violan los derechos de las personas. Lo cierto es que estas estrategias son, además de violatorias de los derechos, disfuncionales para la seguridad, pues dañan la legitimidad de las fuerzas del orden. El problema se agrava cuando salen a la luz casos de corrupción y la participación de elementos de las fuerzas del orden en el crimen cotidiano o incluso organizado. Policías que presionan a niños, niñas y adolescentes que viven en la calle para que roben, o que cobran una «cuota» a los ladrones para liberarlos o para que formen parte de redes criminales (robo, narcotráfico, violencia sexual comercial, etc.). Esto induce a la «privatización» de los servicios de seguridad y, para los sectores con 6. A menudo no se les permite una llamada, se los presiona para firmar documentos que reconocen una culpabilidad, se les hace perder sus documentos de identidad. Según el informe para Naciones Unidas de Paulo Sérgio Pinheiro (2006, p. 22, párrafo 73), éstos son fenómenos comunes en algunos países y tienden a aumentar la estigmatización de los jóvenes y los niveles de violencia.

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pocos recursos económicos (en especial si son jóvenes, niños o niñas), la desventaja se acentúa aún más. Un buen ejemplo de ello se registra en Cochabamba, Bolivia, donde se produjo un aumento preocupante de los casos de linchamiento en barrios marginales o incluso en comunidades campesinas, que se sienten desprotegidas frente al crimen. Las víctimas de esos linchamientos suelen ser jóvenes y la mayoría de ellos son inocentes del delito del que se los acusó. Si en los casos en los que la delincuencia es real el linchamiento es totalmente violatorio de los derechos de ese ciudadano, esto se agrava cuando las víctimas son inocentes (Achá 2003). También aquí están presentes los esquemas de una visión estigmatizante y los prejuicios por los cuales se criminaliza la pobreza, en particular cuando se trata de un joven pobre. En el imaginario colectivo de la actualidad, ser joven y pobre es sinónimo de ser delincuente. Por otra parte, el desplazamiento de la delincuencia hacia los barrios económicamente menos prósperos también es consecuencia de la «privatización» de las fuerzas de seguridad: empresas de vigilancia que funcionan en aquellas zonas donde los vecinos o los comerciantes pueden pagar por ese servicio. Si bien la contratación de esos servicios puede resultar comprensible desde la perspectiva del interés particular, se la puede cuestionar porque genera inequidades y porque debilita la conciencia de los derechos y al Estado mismo.

¿SEGURIDAD CIUDADANA O ESTADO MILITARIZADO? Esta sensación de inseguridad percibida por la población puede llevar a los políticos o a los miembros de las mismas fuerzas de seguridad a proponer como solución la toma de medidas militares o policiales. Esto sucede, por ejemplo, en Bolivia, donde como reacción ante los casos de secuestro o de violación de menores se decidió instalar frente a las escuelas a militares. Por supuesto que desde antes ya era común ver a los militares cumpliendo funciones que son propias de la policía: reprimir protestas sociales, cuidar eventos públicos o repartir subsidios al Estado7. Un caso extremo es el de Colombia, donde la inseguridad se ve agravada por el conflicto armado interno. Lo que se promovió durante la presidencia de Álvaro Uribe como «seguridad democrática» debió de haber incluido simultáneamente los derechos ciudadanos y los intereses de seguridad. Pero, en la práctica, lo «democrático» se concreta como lo 7. En tiempos recientes las Fuerzas Armadas bolivianas fueron las encargadas de distribuir un bono estudiantil por orden del gobierno de Evo Morales, a quien precisamente años atrás las fuerzas militares habían torturado.

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«corporativo-autoritario», y en nombre de la seguridad prevalece la violación de los derechos de los ciudadanos. Esto obedece también a otros matices en la percepción de la problemática y, una vez más, estos matices no parecen ser el resultado de una lectura ingenua de la situación, sino de un determinado concepto de sociedad deseada (Strack 2006, p. 163). En este caso, el concepto de sociedad deseada prioriza la libertad de mercado antes que las libertades ciudadanas, así como también la implementación de un modelo económico que favorece a las elites antes que una mejor distribución de la riqueza. Finalmente, se prioriza la seguridad para las inversiones antes que la seguridad social, a pesar de la relación comprobada entre cantidad de asesinatos y desigualdad económica (Kirchlicher Herausgeberkreis Jahrbuch Gerechtigkeit II 2006, p. 241). Las políticas represivas –con el consecuente debilitamiento del sistema civil de justicia y el fortalecimiento de la justicia militar, con las sistemáticas violaciones de la distinción entre población civil y fuerzas armadas, con el aumento de la presencia militar y con la tolerancia del control paramilitar de amplias zonas del país– obtuvieron los resultados que esperaban: una disminución de la cantidad de asesinatos8, una considerable disminución de los secuestros y un aumento de la seguridad para transitar las carreteras principales. Sin embargo, las detenciones arbitrarias y las ejecuciones extrajudiciales aumentaron (Coordinación Colombia-Europa-EEUU 2006), así como continúan los desplazamientos de los campesinos que son despojados de sus tierras. Los secuestros originados por la delincuencia y por los grupos armados ilegales son un drama que afecta sobre todo a las personas con mayores recursos. Pero son muchos más los casos de asesinatos masivos de jóvenes en los barrios periurbanos de Bogotá y otras ciudades, perpetrados a menudo por grupos paramilitares (también armados ilegalmente) que, salvo en contadas excepciones, gozan además de la protección o la tolerancia de las fuerzas de seguridad estatales, situación que conlleva un alto nivel de impunidad. El mensaje consecuente que reciben los niños, niñas, adolescentes y jóvenes y sus familias de los barrios periurbanos no es solo de desprecio hacia ellos, dada la poca cobertura mediática que se les otorga a hechos tan deplorables en comparación con la que reciben otros hechos cometidos contra los sectores ricos. También aprenden que solo pueden conseguir seguridad si se subordinan a los proyectos políticos o militares de los 8. Aunque esto fue una tendencia de largo plazo y paralelamente aumentó la responsabilidad directa o indirecta del Estado en estos hechos.

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grupos armados legales o ilegales9. Esto, a su vez, se corresponde con los mensajes presidenciales, que subordinan todos los derechos ciudadanos al lema «lucha contra el terrorismo». No sorprende entonces que, bajo el mismo enfoque, cuando el potencial violento se sale de control vuelva a proponerse la aplicación de «mano dura», con apoyo de buena parte de la población, que se siente amenazada por la violencia de adolescentes y jóvenes. Todo esto se desarrolla en concierto con una campaña mediática, por lo general manejada por los grupos pudientes, que presionan al Estado a través de la opinión pública para que se implementen penas más duras (Álvarez 2006, p. 8).

¿SEGURIDAD A TRAVÉS DE CASTIGOS O PARTICIPACIÓN SOCIAL? En muchos países latinoamericanos se repite un mismo fenómeno: la edad mínima necesaria para trabajar es mayor que la edad mínima requerida para ser privado de libertad. Los y las adolescentes que han cometido infracciones son recluidos en «centros de rehabilitación» que, en la mayoría de los casos, no son más que cárceles comunes, que carecen de las condiciones necesarias para albergar a estos adolescentes teniendo en cuenta la etapa del desarrollo en que se encuentran. También se repite una situación aún más grave: muchos jóvenes son asesinados por grupos parapoliciales que trabajan bajo la premisa de «limpieza social». Mientras que los adultos buscan una supuesta protección para los niños y las niñas trabajadores –a menudo en contra de los verdaderos intereses de estos niños y niñas–, para los y las adolescentes que cometen infracciones se endurecen las sanciones y no se respeta el debido proceso, siempre según la premisa de que debe preservarse a la sociedad de esa «grave amenaza». En los últimos años, en varios países se ha bajado la edad para la responsabilidad penal de adolescentes. La sinonimia responsable-incriminable-apresable ha cundido por todo el continente y vemos en los centros de privación de libertad a niños de doce, trece y catorce años, con una frecuencia alarmante y con máximo daño en su formación personal y en sus perspectivas de integración social. (Ibíd., p. 10.) 9. En las zonas «seguras» controladas por los grupos ilegales, este proceso comienza con la obediencia de los jóvenes a ciertos patrones de conducta (llevar un tipo de vestimenta, respetar el toque de queda), pasa por la participación –a menudo forzada– en grupos juveniles de diversión ligados a los grupos armados ilegales y la sumisión a los actores armados que cumplen el papel de árbitros, jueces y ejecutores de penas en conflictos dentro del barrio y llega hasta el pago de «impuestos», la obtención de trabajo a través de esos grupos a cambio de aportes económicos e incluso la participación directa en negocios ilícitos como el narcotráfico o el grupo armado mismo.

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Lejos suenan las recomendaciones de los expertos, como las vertidas en el 11º Congreso de las Naciones Unidas realizado en Bangkok en 2005 sobre la prevención del crimen y la justicia criminal. Durante aquel encuentro se constató que «el mejor método para prevenir el crimen es brindarles a los niños, niñas y adolescentes la oportunidad de ejercer sus derechos» (citado en Winter 2006, p. 12). El enfoque preventivo de este planteamiento va mucho más allá del limitado grupo de adolescentes y jóvenes en conflicto con la ley. Sin embargo, la realidad es que encontramos Estados débiles respecto a su capacidad de brindar amplia seguridad social. Por otro lado, la asignación de recursos para grupos de alto riesgo o que ya han incurrido en delitos puede tener efectos adversos, pues incentiva la participación en grupos delictivos y el uso de la violencia. Ésta es la experiencia de los procesos de reinserción de milicianos en Medellín de antaño, que se repite ahora con la desmovilización paramilitar10. Éstos son los resultados que se obtienen cuando se identifica a los y las jóvenes en conflicto con la ley como «el problema principal» y no como la consecuencia –o como víctimas– de problemas cuyas causas son estructurales, como la exclusión y la marginación social. La justicia restaurativa con trabajo social y la mediación, entre otras, son medidas válidas que deben ser tenidas en cuenta como una alternativa al sistema de reclusión y al enfoque de penalización. Pero hay que reconocer que, por falta de voluntad política y por la consecuente carencia de recursos, la implementación de estos modelos enfrenta grandes dificultades. Por lo tanto, se escoge el camino del «menor esfuerzo»: encerrar a cada vez más niños, niñas, adolescentes y jóvenes en centros de reclusión que no cuentan con las condiciones necesarias para acogerlos y reintegrarlos a la sociedad. Las medidas alternativas antes mencionadas enfrentan también otras limitaciones: en muchos casos, dependen del sistema penal (establecido para adultos) y, en otros, las organizaciones encargadas de atenderlos no cuentan con personas especializadas y comprometidas con el tema, lo cual distorsiona la visión de «restitución» y la convierte en una visión punitiva en el trabajo con los y las adolescentes. 10. No solo en razón del mensaje emitido, según el cual hay que participar en grupos armados si se quiere tener acceso a microempresas y a capacitación laboral, sino también por el mismo proceso de «desmovilización», que motiva a jóvenes que no participaron hasta el momento a insertarse en estructuras paramilitares para obtener beneficios. Estas estructuras, si bien en muchos casos no utilizan uniformes, mantienen una estructura de mando, lo que contraviene un concepto de ciudadanía.

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¿Resiliencia comunitaria? En ese contexto, la Oficina Regional Andina de terre des hommes Alemania emprendió la tarea de realizar un estudio cuyo título provisional era «Resiliencia juvenil y comunitaria en jóvenes transgresores de la ley». El esquema común del estudio eran preguntas hermenéuticas que se realizaron a ONG y organizaciones sociales de los cuatro países de la región (Perú, Chile, Colombia y Bolivia), con el objetivo de analizar los mecanismos propios de los grupos juveniles y de las comunidades para prevenir y resarcir los conflictos que pudieran ocasionarse con la ley o en desmedro de las buenas costumbres de cada lugar11. La idea de fondo es hacer visible que el conflicto con la ley es consecuencia de la debilidad de la sociedad y, más específicamente, del tejido social. Esto refuerza la mirada hacia las causas estructurales del conflicto, pues considera que las estructuras son necesarias tanto para el análisis de las causas como para la búsqueda de respuestas, en lo que parece ser una vía para conciliar los intereses y derechos de víctimas y victimarios. Con el fin de ofrecer claridad analítica, las poblaciones que fueron sujetos del estudio se organizaron de la siguiente manera: en primer lugar, lo rural-indígena (ABA, Perú; Casdel, Bolivia y Fundecam, Chile); en segundo lugar, el sector semirrural (Casdel, Bolivia; Casa del Niño, Villa Rica, Colombia; DNI, Bolivia); en tercero, el periurbano (DNI, Casa del Niño); y finalmente, los sectores urbano-marginales (DNI, Casa del Niño, Fundación La Paz, Bolivia; IPEC, Perú). Para esta división se tuvo en cuenta que las primeras tienen un contacto más directo y cotidiano con los niños, niñas y adolescentes, mientras que las últimas tienen influencias mucho más amplias y relaciones más impersonales. La idea no era buscar o desarrollar una solución alternativa, sino abrir la mirada hacia las diferentes opciones existentes.

11. Participaron en Chile la ONG Fundecam, Temuco, que trabaja con comunidades indígenas mapuches en la IX región de Temuco; en Bolivia, el Casdel, ONG dedicada a la defensa de los derechos humanos y en particular de los trabajadores, mayormente en la zona cocalera del departamento de Cochabamba; la ONG Defensa de Niños Internacional (DNI), Sección Bolivia, con sede en Cochabamba; la Fundación La Paz, Área Socioeducativa, con sede en La Paz; en Perú participaron el Instituto Pedagógico y Educativo José Cardijn (IPEC), con sede en Lima; la Asociación Bartolomé Aripaylla, situada en la comunidad indígena de Quispillaccta en Ayacucho; en Colombia, la «Casa del Niño», una ONG de base que trabaja con población afrocolombiana en la zona semirrural de Villa Rica, departamento de Cauca. Los estudios exploratorios parciales fueron sistematizados por Arturo Maldonado Nicho y están, en la actualidad, en proceso de debate final y publicación. En lo que sigue se cita el estudio como «Resiliencia 2006», reconociendo la autoría intelectual de las instituciones participantes y del compilador y también que hubo reservas fundamentadas en la aplicabilidad del término «resiliencia», especialmente en comunidades indígenas. (Cf. Syring 2006.)

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¿Transgresión o pérdida de armonía? Las diferencias empiezan con la

conceptualización: «Así como vimos factores que contribuían a que los jóvenes cayeran en el mundo de la violencia, también nos ocupará encontrar factores que hacen que un joven caído en este mundo logre remontar estas adversidades y logre resocializarse en un contexto dado» («Resiliencia 2006», p. 3, resumen). En el caso de la comunidad indígena de Quispillaccta, en Ayacucho, esta idea se conceptualiza de una forma distinta, ya que la mencionan como «restitución de la armonía colectiva» (íbid., p.6). En la cultura indígena de Quispillaccta, el primer referente es la comunidad. En cambio, en la población afrocolombiana de Villa Rica, así como en las comunidades de productores de coca del Chapare boliviano y en las zonas campesinas mapuches, en Chile, la familia es el tejido social más importante y la que, al mismo tiempo, provee factores protectores y recursos resilientes. Aquí se ve un proceso de alejamiento de lo comunitario. Sin embargo, en momentos de conflictos internos o ante las amenazas del mundo externo (como la erradicación de la coca o los conflictos por la posesión de la tierra), lo comunitario se fortalece nuevamente. En el caso del Chapare boliviano, esto tiene lugar dentro de esquemas como el del «sindicato agrario»12, mientras que en la población chilena mapuche se destacan las formas organizativas originarias. Es importante destacar que, en el marco de la comunidad indígena, los y las jóvenes fueron mayormente «invisibilizados» como grupo social específico, y se los catalogó como comunarios. En la actualidad, debido a la intensa migración temporal hacia los centros urbanos (ya sea por motivos laborales o por estudios), esos jóvenes van adquiriendo patrones culturales que se podrían ubicar a medio camino «entre la ciudad y el campo» (gustos por la música, vestimenta, valores, lenguaje). También se asocian u organizan más como jóvenes. En consecuencia, a menudo son visibilizados como transgresores de las reglas acostumbradas y no como «ciudadanos» que tienen «un pie en el campo», o como «comunarios» que tienen «otro pie en la ciudad». Entre los y las jóvenes de la ciudad, este tipo de ambigüedad es menor, pero en la población marginal migrante las estructuras comunitarias 12. Organización comunal paralela al esquema estatal, en Bolivia fue introducida con la reforma agraria, en la que sustituyeron el esquema patronal de la hacienda sobre la base de la unidad campesina familiar, pero no se retomó la estructura indígena del ayllu. Sin embargo, en muchas regiones fue de facto una combinación entre tradiciones indígenas y cultura campesina. Hoy, en el marco de un renacimiento de la cultura indígena, se ve a menudo una recuperación de esa forma de organización.

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compiten con las estructuras urbanas. En los jóvenes migrantes, los lazos de solidaridad son menores y el nivel de conflictividad «joven versus adulto» e «individuo versus sociedad» es mayor. Cuando se analiza el caso de los ex-pandilleros del Agustino en Lima (investigación del IPEC), se habla de una situación beligerante. Sin embargo, los factores resilientes no se encuentran tanto en las estructuras comunitarias como en los mismos grupos juveniles, donde se utilizan conceptos como «solidaridad», «apoyo emocional» e incluso se rescata la palabra «armonía», tal como sucede en la comunidad indígena de Quipillaccta («Resiliencia 2006», p. 10, resumen). A pesar de los fuertes conflictos que tienen lugar entre la vecindad y los intrafamiliares, al menos en el caso de Colombia se destacan los lazos emocionales entre madre e hijo o hija como un factor importante para resistir las dificultades y superar las rupturas. ¿Lo urbano como cuna del crimen? No es sorprendente descubrir que los

conflictos con la ley son mucho más frecuentes en el ámbito urbano. Además, en el área rural –donde en general se registran menor cantidad de transgresiones y transgresiones menos graves– estas transgresiones suelen estar relacionadas con el contacto que los y las jóvenes tuvieron con la vida en las ciudades (ibíd., p. 12, resumen). Durante las entrevistas con grupos focales rurales, es posible advertir que la transgresión no solo es entendida como un acto individual, sino también como una conducta que evidencia desarmonía en la familia y en la comunidad. De esta forma, la transgresión se convierte en una oportunidad de aprendizaje tanto para el transgresor como para la comunidad. En consecuencia, es un deber de la comunidad guiar al transgresor y adecuarse a él antes que castigarlo para que corrija su conducta. En los lugares intermedios queda en evidencia la debilidad de ambas estructuras: la urbana y la rural. Mientras que una pierde vigencia, la otra no es capaz de asumir el desafío13. Casi todas las investigaciones desarrolladas en el ámbito urbano mencionan como problema la poca capacidad de los padres para orientar a sus hijos, y esto confirma una mirada más vinculada a la responsabilidad individual. En otros casos, se 13. «... en las fiestas que se realizan en la población se ve un consumo descontrolado de bebidas alcohólicas entre jóvenes de ambos sexos e inclusive niños de temprana edad, ya que nadie controla ni regulariza la venta de los mismos, así también se han incrementado el número de pandillas que protagonizan peleas en estado de ebriedad. Pero lo peor es, que los padres no hacen nada y no les interesa, creen que es obligación de nosotros [la Defensoría de la Niñez] y nos echan la culpa de que sus hijos estén así.» DNI, Bolivia: «Informe sobre el Chapare», en «Resiliencia 2006», p. 12 (resumen).

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responsabiliza más a los factores estructurales (como la pobreza) que dificultan asumir esas responsabilidades o que dan lugar a conflictos intrafamiliares. Las disfunciones de la familia se identifican como uno de los factores importantes que inciden en la salida de adolescentes y jóvenes a la calle y al mundo de la transgresión. En todas las investigaciones se concluye que los transgresores pertenecen a sectores excluidos en tres sentidos: en el factor económico (condiciones de pobreza); en el social, por falta de acceso a los servicios; y en el político, porque no encuentran representación en el sistema político existente14. Esto suma nuevos elementos que subrayan la estrecha relación que existe entre «ciudadanía» y «seguridad» para los jóvenes y para la sociedad en general. Cuando la sociedad no logra la inclusión (en especial en al área urbana), los grupos de transgresores (como las pandillas) se convierten en lugares de inclusión, donde paradójicamente lo que la sociedad ve como «violento y peligroso» es dentro del grupo un valor con función de cohesión. Como consecuencia del conflicto armado interno, Colombia parece ser una excepción, en el sentido de que la situación de los jóvenes es particular y se diferencia de la del resto de América Latina. En ese país, el grado de violencia es mayor, los grupos delincuenciales están más armados y esto aumenta el nivel y la cantidad de peligros a los que están expuestos los y las jóvenes. Allí, las armas parecen ser el único medio apto para defenderse. Además, es frecuente la inserción de estos grupos en redes armadas más importantes, de carácter político, o incluso vinculadas con el narcotráfico. Los grupos armados les pagan a los adolescentes y jóvenes para que se incorporen a sus filas y los grupos paramilitares son a menudo protegidos por el Estado, lo cual deja aún más indefensos a los jóvenes que quieren mantenerse alejados de la violencia. Seguridad sin sanciones, ¿pero con fiesta? Si bien es cierto que la prevención y el fortalecimiento de los factores protectores en la familia y la comunidad son de absoluta prioridad y que el sistema punitivo estatal (en esto también concuerdan todos los aportes) no es funcional, queda pendiente una pregunta: ¿qué alternativa se puede ofrecer a las sanciones que propone el aparato de justicia punitivo para llegar a lo restitutivo?

14. En el caso de Bolivia esto se ha modificado últimamente. Sobre la relación entre violencia contra y de jóvenes y ciudadanía y los cambios del sistema económico-político, ver más ampliamente Strack (2006, p. 159 y ss.).

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Una vez más, los espacios urbanos se presentan como los más débiles y, en consecuencia, los menos capaces para hacer frente a las transgresiones. Además, hay que considerar que las transgresiones suelen ser más graves en las urbes que en las zonas rurales y que a menudo traspasan los límites del área de influencia (como es el caso del narcotráfico o la violencia estatal, entre otros). Es entonces cuando, frente a la incapacidad del Estado para controlar esa situación y ante la imposibilidad de armar o pagar un aparato propio de seguridad, a menudo surgen los linchamientos. En zonas intermedias, las comunidades intentan implementar castigos comunitarios tradicionales, como el trabajo comunal y otras formas similares de restitución del daño. Esas acciones son organizadas por la comunidad y no por una institución estatal, como en la justicia alternativa restitutiva, pero son bastante similares a ellas en lo que respecta a su lógica. En el caso de las comunidades campesinas indígenas, la lógica es completamente distinta. En Quispillaccta, por ejemplo, previa aclaración y socialización pública del hecho, las acciones apuntan al control social. Además, es frecuente que la advertencia pública se realice sin necesidad de definir o de implementar un castigo. De esto se puede concluir que la diversidad de culturas campesinas e indígenas produce también una gran diversidad de formas de enfrentar las transgresiones y sus respectivos castigos. En algunos casos, por ejemplo, los castigos pueden consistir tanto en el alejamiento temporal o definitivo del castigado de la comunidad como en latigazos, incluso cuando el «derecho moderno» considera estos últimos como violatorios de los derechos humanos. La clave para que esos castigos sean efectivos es el interés que cada persona tiene de pertenecer a la comunidad. Así también se explica el trato diferente y punitivo que se advierte en algunas comunidades respecto de los delincuentes que vienen «de afuera». Cabe aclarar que no hay que confundir ese trato con el concepto de «justicia comunitaria», que ha sido distorsionado para justificar argumentos transgresores, tales como que «gracias a haber matado a un delincuente, el pueblo se ha mantenido seguro por muchos años». Sin embargo, no hay que olvidar que, dentro de una comunidad, es frecuente que el castigo no tenga prioridad. Esto se debe a que la transgresión es considerada el resultado de una desarmonía, de una falla en el seno de la misma comunidad (que, dicho sea de paso, incluye la naturaleza viva y muerta). En consecuencia, y por ejemplo en el caso de los mapuches, tradicionalmente el castigo no tiene como objeto al individuo sino a toda la comunidad: «Frente a la infracción o delito existía 275


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una penalización previamente convenida en cada lof, en donde los lof eran corresponsables del delito que individualmente cometían sus miembros, por lo cual la comunidad en su conjunto debía ayudar a reparar el daño, y luego se realizaba una celebración» (Fundecam en «Resiliencia 2006», p. 15, resumen). Si una comunidad debe castigarse a sí misma, es preferible la celebración; lo importante es restituir la armonía. Y mejor, si es con fiesta. A pesar de que en todas las investigaciones se critica la disfuncionalidad del sistema oficial de justicia15, es cierto que también se reconoce que las estructuras comunitarias están debilitadas. Esto se debe, en parte, al avance del «mundo moderno». Por otro lado, la justicia moderna también alega que su poca aplicabilidad se debe a la vigencia de decisiones comunitarias, a veces contrarias. Muchas poblaciones –que desconocen esas experiencias– reaccionan ante la violencia o la criminalidad demandando un endurecimiento de los castigos. O bien se dan casos de justicia por mano propia (como linchamientos16); o bien se aumentan los mecanismos represivos mediante la presencia de las fuerzas policiales o militares. Las demandas de las comunidades coinciden en esto con las propuestas autoritarias que, como hemos visto, traen aparejadas una mayor exclusión y desigualdad social. Al parecer, no resultan esclarecedoras experiencias tales como algunas de las analizadas, por ejemplo el caso de los ex-pandilleros del Agustino, en Lima, que permitió saber que los jóvenes no salen del mundo violento como consecuencia de una mayor penalización o represión, sino que lo hacen, en primer lugar, como fruto de una decisión personal y luego como resultado de una «iniciativa grupal, nacida de los mismos jóvenes e impulsada por factores que hicieron posible que ésta fuera exitosa» («Resiliencia 2006», p. 15, resumen)17. Estos cambios son posibles gracias a la existencia de una persona de confianza, que puede ser un familiar, un consejero o un sacerdote, o de algunas instituciones (comunales en el área rural u organizaciones vecinales en el área urbana). Incluso,

15. Defensa de Niños Internacional destaca que en el caso de jóvenes encarcelados no fue el encarcelamiento lo que determinó la salida del ámbito de transgresión, sino la valoración de la actitud de la madre mientras estuvieron presos, que no los había abandonado sino apoyado, a pesar de encontrarse en esa situación. («Resiliencia 2006», p. 17, resumen). En otros casos también se menciona el encarcelamiento como un momento de cambio, pero no debido a la situación punitiva sino porque propicia una reflexión profunda, algo que también puede propiciar una herida (ibíd., p. 17). 16. No hay que confundirla con justicia comunitaria. Sobre sus fundamentos, principios y su situación legal en Bolivia, ver Pardo Angles (2005). 17. V. t. los casos reportados en Bolivia y Colombia (Strack 2006, pp. 164-165).

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puede ocurrir que esas personas o instituciones no hayan establecido una relación previa con el joven; sin embargo, al acercarse a ellos, fortalecen la decisión personal y no solo apoyan a la persona para que desarrolle una nueva posibilidad o perspectiva de vida18, sino que también influyen en el entorno para que aumente la comprensión hacia ese individuo. Una vez logrado este primer paso, los mismos jóvenes pueden convertirse en actores claves para modificar la actitud y el rumbo de sus pares. Un caso paradigmático es el de un joven de El Alto, ex-miembro de una pandilla, que en su testimonio menciona otro factor importante para la superación de la marginalidad: la reflexión sobre la sociedad y su paso de ser víctima-victimario a actor social19. Sin embargo, la investigación sobre resiliencia resalta que tales procesos tienen avances y retrocesos, logros y fracasos. No se trata de transitar un camino recto hacia la «re-socialización» debido a que «el contexto en la vida de los jóvenes y luego adultos sigue marcado por la pobreza y las privaciones y que el proceso inicial de superación de las adversidades no es un proceso que concluye, sino que se renueva a cada momento, dado que las condiciones adversas no cambian» («Resiliencia 2006», p. 7, resumen). ¿Cambiar las condiciones adversas? Aquí urge retomar el concepto de «seguridad humana» en su sentido amplio y tal como lo plantea la Organización de las Naciones Unidas: «seguridad humana» es «la protección de las personas frente a situaciones y amenazas críticas, que se divulgan y que toma en cuenta las fortalezas y los deseos de estas personas. Consiste en sistemas políticos, sociales, medioambientales, económicos, militares y culturales, que juntos ofrecen a las personas elementos para la sobrevivencia en dignidad»20. Mediante el desarrollo de distintos ejemplos, se ha analizado la interrelación entre «seguridad» y «ciudadanía», empezando a nivel de la opinión pública para llegar a las políticas públicas sociales y a las políticas estatales de seguridad y exclusión. 18. La formación de una familia propia parece un factor fuerte. 19. «[En la pandilla] aprendí las técnicas del trabajo del robo o volteo, allí tuve mis primeros romances pandilleros de la calle, pero también allí mi rebeldía se convirtió en razonamiento; mis intuiciones en teorías y mis rabias en convicción de que debíamos cambiar las cosas, de que debíamos tener derechos y que debíamos pelear por ellos (...). No se trata de de reprimir ni destruir la pandilla, acá se trata de discutir el modo como se estructura la sociedad.» «Reflexiones de un pandillero en El Alto» en Oficina Regional Andina y terre des hommes Alemania, (1999, p. 12). 20. Commission on Human Security: «Human Security Report» citado en Kirchlicher Herausgeberkreis Jahrbuch Gerechtigkeit II: (2006, p. 18, traducción del autor).

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Hemos visto que estas políticas en general están relacionadas con percepciones matizadas de la realidad y que se corresponden con los intereses de determinados grupos que podríamos considerar privilegiados, además de que priorizan las concepciones políticamente autoritarias y económicamente excluyentes. Luego, hemos analizado el nivel de las comunidades que no cuentan con privilegios de ningún tipo y hemos visto cómo reaccionan en un contexto específico ante distintos fenómenos de inseguridad que parecen globales. En la relación que se establece entre las comunidades, familias e individuos, en especial los y las jóvenes son visibilizados como actores que crean inseguridad y que son víctimas de la inseguridad. Finalmente, se han reportado resultados de una investigación exploratoria sobre factores resilientes desde la perspectiva de los afectados y sus comunidades. En esta investigación no se ha presentado una alternativa, una panacea aplicable en cualquier sitio para resolver un problema que a menudo se utiliza con fines políticos; sin embargo, sí se ha confirmado que, con las políticas públicas tradicionales, no es posible hallar una solución que garantice el bienestar de las personas. En cambio, sí se han visualizado soluciones (en plural) cuando no se mira tan solo al individuo frente al Estado o a la sociedad, sino cuando se consideran las colectividades, que son los eslabones intermedios y los que, al mismo tiempo, funcionan como facilitadores de la seguridad. Los resultados extraídos de este análisis permiten sugerir una estrategia para elaborar las políticas públicas: mayor apertura y respeto de las instituciones estatales en la definición de las reglas generales que se deben aplicar a los procedimientos y en su implementación, teniendo en cuenta los mecanismos y la organicidad cultural propia de las distintas comunidades y grupos sociales. Esto debe remitir al fortalecimiento de esas estructuras, buscando el protagonismo de los sujetos afectados, así como el protagonismo de quienes cometen las agresiones para, de esta forma, crear mecanismos diversos de seguridad aplicables a contextos también diversos. No se plantea un modelo de aplicabilidad solo residual de «justicia comunitaria» o de resiliencia comunitaria, que se restrinja únicamente a aquellos ámbitos donde no alcanza o no funciona el Estado unitario, sino que se perfila la necesidad de implementar un modelo de subsidiariedad que reglamente la convivencia y complementariedad de diferentes modelos, también en altos niveles jerárquicos, y que fomente la diversidad de las experiencias sociales y culturales exitosas, en lugar de percibirlas como una amenaza. 278


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No se desconocen los conflictos que existen entre los diversos conceptos culturales de «justicia», entre las cosmovisiones particulares y el cuerpo de convenios internacionales y la filosofía de los derechos humanos. Se considera en cambio un reto mayor encontrar acuerdos sociales aplicables en los conflictos que tienen lugar en contextos interculturales21 o híbridos, no solo por la mayor complejidad que traen aparejados sino también porque son aplicables al grueso de los conflictos y situaciones. Sin embargo –y hasta ahora– solo el actual gobierno boliviano parece haberlo asumido como un compromiso y como parte integral de la «descolonización» de la sociedad. La igualdad frente a la ley también debe ser entendida como la igualdad con que los propios conceptos y las formas de vida de las diferentes culturas son considerados por la ley22. Así, en la elaboración de los tratados y en su aplicación crece la vigencia de los derechos humanos universales junto con la legitimidad que se adquiere gracias a la equidad y a la inclusión de la diversidad de los conceptos culturales. Por el momento, esto puede crear inseguridad conceptual en las comunidades indígenas, que por mucho tiempo no han tenido la posibilidad de continuar desarrollando y adecuando la justicia comunitaria a los contextos cambiantes, y también creará inseguridad conceptual en la justicia ordinaria y las políticas públicas. Pero ser parte de la creación y de la redefinición de las reglas de convivencia de forma tal que se incluya a los adolescentes y jóvenes es «ciudadanía» y ayuda a superar las disfuncionalidades frente a la inseguridad causada por la hegemonía de los diferentes intereses políticos, económicos y sociales de la cultura dominante. Bibliografía Achá, Gloria (2003): Huellas de fuego. Crónica de un linchamiento, Acción Andina, Cochabamba. Álvarez, Atilio (2006): «Los derechos de los jóvenes privados de libertad» en Justicia para Crecer No 4, octubre-diciembre, Terre des Hommes-Lausanne / Encuentros Casa de la Juventud, Lima.

21. Como la discriminación masiva es un factor constituyente de imaginarios sociales y culturales, hasta que no desaparezca la discriminación por criterios étnicos o culturales no dejará de ser real la existencia de diferencias colectivas, que hacen necesario, especialmente en conflictos, el diálogo «intercultural». 22. Desde la definición de la transgresión y el procedimiento entre grupal-comunitario y moderno-diferenciado hasta los tipos de pena, que son vivenciados de diferente manera por miembros de diferentes culturas. Sobre los matices culturales en la formulación de los tratados de derechos humanos, ver Agustí Nicolau Coll (2005, pp. 139-156).

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