David harvey el enigma del capital y las crisis del capitalismo

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de la tierra dep~ndía de la posibilidad de moverse más ágilmente en el espacio. El capttal mercantil y comercial (junto con un incipiente capital bancario-financiero) eludió Yfinalmente subvirtió el orden feudal, en gran parte medida, mediante estrategias espaciales, al tiempo que protegía ciertos lugares -las primeras ciudades comerciales- como islas de libertad interconectadas en un mundo de restricciones feudales. Hasta hoy día, la clase capitalista y sus agentes (incluida toda una serie de vari~das diásporas mercantiles) mantienen buena parte de su poder de dominación en v1~;ud de su mayor control y movilidad en el espacio. Esos mismos poderes son mmbten fu~damentales, como sabe todo general, para el mantenimiento de la superwrrdad milttar. La llamada <<carrera espacial>> de las décadas de los sesenta y setenta entre Esta~os Unidos y la Unió~ Soviética fue quizá la versión más espectacular de esa ambtcwn ommpresente en tiempos recientes. Así emerge un imperativo con¡unw del nexo Estado-corporaciones constituido en el seno del capitalismo para financiar las. tecnología~ y formas organiza ti vas que aseguren el dominio del espacio y del movimiento espacial por el Estado y el capital. De ahí la competición organizada por la Real S~ciedad británica en el siglo XVIII para confeccionar un cronómetro que p~dt~ra funcionar en alta mar y determinar con precisión la longitud de un lugar. AJ pnncipio los mapas se guardaban bajo siete llaves como secretos de Estado· ahora dispon~mos de satélites y sistemas GPS para guiarnos, lo que no empece qu~ Estados Umdos .r.equise todas las imágenes por satélite de Afganistán para proteger sus mtereses militares. Aviones no tnpulados disparan misiles sobre blancos afganos siguiendo las instrucciones llegadas desde una base en Colorado. Las órdenes de compra Yventa computerizadas desde Wall Street se ejecutan en Londres y se reciben instantáneamente en Zúrich y en Singapur. Ese anhelo de dominación del espacio va mucho más allá de la mera racionalidad económica y tiene profundas raíces psicológicas. La creencia fetichista en la capacidad ~umana para trascender las cadenas que nos mantienen atados al planeta tierra surgio hace tiempo _como uno de los temas centrales del deseo utópico burgués. <<¡Oh dwses! Amquilad el espacio y el tiempo 1 y haced felices a dos amantes>> decían en el siglo XVIII los versos del poeta Alexander Pope. El gran filósofo raci~na­ lista René Descartes hacía a su ingeniero divino vigilar el mundo desde lo alto creyendo que la naturaleza podía ser dominada por el hombre. El Fausto de G~ethe hizo un pacto con el diablo para reinar omnipotente sobre el planeta Tierra. EJ novelista Balzac -quien siempre mostraba con gran perspicacia los deseos fetichistas d~ la cl~se dominante-s: imaginaba vívidamente <<cabalgando por todo el mundo, dispon:en~olo todo a mi g~sto [ ... ].Poseo el mundo sin esfuerzo, y el mundo no tiene ni~gun poder sobre mi[ ... ]. ¡Estoy aquí y tengo el poder de estar en cualquier otro sitio! No dependo del tiempo, del espacio ni de la distancia. El mundo está a mi servicio».

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La conquista del espacio y tiempo y el dominio del mundo (tanto de la <<madre tierra>> como del mercado mundial) aparecen en muchas fantasías capitalistas como expresión masculina desviada pero sublime del deseo sexual y de .creencias cari~n;á­ ticas milenarias. ¿Es esa creencia fetichista la que impulsa hacia delante el <<espmtu animal>> siempre creciente de los financieros? ¿Es por eso por lo que casi todos los financieros y magos de las finanzas son varones? ¿Es así como se sienten algunos cuando pueden disponer con un papirotazo de la suerte del dólar neozelandés? ·Qué poder asombroso para dominar el mundo y someterlo a la propia voluntad! 1 Marx y Engels expresaron las tremendas consecuencias de todo esto en su Manifiesto comunista de 1848, de un modo que cualquier trabajador que haya sufrido los efectos de la desindustrialización durante los últimos cuarenta años entenderá fácilmente: Las viejas ii1dustrias nacionales son destruidas, arrolladas por otras nueva.s, cuya introducción se convierte en una cuestión vital para todas las naciones civilizadas; por industrias que ya no transforman c<;>mo antes las materias primas locales, sino las traídas de los lugares más lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo en el

propio país, sino en cualquier parte del mundo. En lugar de las necesidades tradicionales, satisfechas por los productos locales, brotan otras nuevas que reclaman para su satisfacción los productos de otras tierras y otros climas. En lugar del antiguo f!-isla~ miento de las regiones y naciones que se bastaban a ~í mismas, ahora tenemos drcu~ ladón en todas direcciones y una interdependencia mutua de todas las naciones.

Lo que ahora llamamos <<globalización>> figura desde siempre entre los propósitos de la clase capitalista. Nunca sabremos si el deseo de conquistar el espacio y la naturaleza es una manifestación de alguna pulsión humana universal o un producto específico de las pasiones de la clase capitalista; pero lo que se puede decir con certeza es que la conquista del espacio y el tiempo, junto con el ansia incesante de dominar la naturaleza, ocupan desde hace mucho tiempo el centro de ]a psiq~e c~lectiva de_ la~ socieda~~s capitalistas. Pese a todo tipo de criticas, objeciones, mqumas y movin;tentos polmcos de oposición, y pese a las abrumadoras consecuencias no pretendidas en las relaciones con la naturaleza, cada vez más patentes, prevalece todavía la creencia de que la conquista del espacio y el tiempo, así como de la naturaleza (inclnida_la naturaleza humana), está a nuestro alcance. El resultado ha sido una tendencia mexorable del mundo del capital a producir lo que llamo «compresión espacio-temporal>>: un mundo en el que el capital se mueve cada vez más deprisa y donde se reducen increíblemente las distancias de interacción. Hay una forma más prosaica de verlo. La coerción de la competencia, que prevalece sobre eventuales resistencias, impele a las empresas y los Estados a buscar las

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