desampares ni de noche ni de día. Luego seguían su camino, sin afán, cobijados por el viento seco, el cielo azul, por las palomas. Después llegaron a esta ciudad. Cuando vio el parque de la entrada a Max se le iluminaron los ojos. La Pielroja entró a trabajar a una fábrica de ropa en el extremo sur de la ciudad y Max lo primero que hizo fue ir a la alcaldía a pedir puesto como alimentador oficial de las palomas de los parques de la ciudad. Todas las mañanas después de que su madre se iba para la fábrica, Max se introducía a los parques. Bajaba por la 28, comía mandos en la esquina, se miraba en las vidrieras desde la droguería Providencia y bajaba hasta el parque. Entonces se subía a los urapanes, recordaba a Gary Gilmour y al guardia Monroe y esperaba a que las palomas bajaran del cielo, del viento y del silencio mientras rezaba ángel de mi guarda mi dulce compañía no los desampares ni de noche ni de día amén viernes triste cielo azul. Un día, exactamente un viernes, Max fue conducido a la comisaría porque cerca del parque un camión atropelló a una paloma. Max cogió a golpes al conductor y rompió las botellas de la leche contra el pavimento. La Pielroja tuvo que venir a sacarlo. Max estuvo doce horas detenido en la comisaría y le extrañó que no hubiera palomas en esa pequeña prisión. Desde ese día Max no volvió a los parques. Durante varios meses La Pielroja intentó buscarle un trabajo. Finalmente Max consiguió empleo en una lechería. Su trabajo consistía en repartir leche en una Ford roja con pito de vaca junto a otros dos muchachos, La Babosa, cuyo mayor sueño era conformar una banda de asaltantes de bancos que se llamara El Puño Silencioso y su acompañante llamado Daisy una figura que no se sabía si era mujer, hombre, burro o elefante porque se vestía con trajes un poco escandalosos y su voz sonaba como una corneta llena de agua, llena de orines. La Babosa conducía el camión y Daisy y Max eran los encargados de repartir la leche. Empezaban el recorrido en la 20 y lo terminaban en la calle 46. Cuando terminaban paraban en la cafetería Bugalú y tomaban un tinto mientras fumaban y hablaban de los partidos de fútbol, de las canciones de moda, de tetas, de culos, del olor a orines que tenían las calles y los parques, de la última anfetamina, de la lógica de la 49