Fugitiva

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José Libardo Porras Vallejo

por despecho, a la manera de ésas que se rasgan la cara, se lo había restregado. Caminó en busca del paradero de Miryam. ¿Con qué fin? No existía un fin. Para sí misma era otra mujer, sin pasado y, por tanto, sin futuro ya que éste no es concebible sin aquél, en él hunde sus raíces, de él se nutre. Caminaba por la línea de lo inmediato entre dos abismos y el imán del vacío la descorazonaba. La movía el instinto: era una camella que al sentirse suelta en el desierto emprendía su trote inequívoco y directo al venero. O la acogotaba una sed abrasadora de consuelo. En las visitas al centro de la ciudad había pasado por esas calles en autobús y no había percibido el maremágnum: hombres y mujeres semejaban reses en estampida y a pesar de que en sus ropas de promoción, en sus cabellos sin savia y en sus rostros de cera se adivinaba el ahogo y el hambre, o algo más allá, algo que sobrepasaba la miseria y tocaba la desventura, ninguno se quejaba y hasta hacían chistes, todos daban muestras de tener la vida resuelta, bien o mal. ¿Por qué ella no? Dios no le daba tregua, no le permitía ni lo mínimo para acomodarse y, por el contrario, con tácticas de inquisidor, se ensañaba tensando la cuerda de las zancadillas para luego cobrarle la caída con iniquidades. ¿De quién sería la culpa cuando no se pudiera levantar? ¿Por qué Dios, o quien fuera, o lo que fuera, le tiraba las puertas y no le brindaba una oportunidad? La Zarca, a la entrada de una pensión, la vio aproximarse con parsimonia y sigilo por entre vendedores, 254

putas, ladrones y maricas, parias que habitaban ese mundo que ya era el suyo, donde nadaba a su gusto. No caería en la ociosidad de indagar los detalles de su fracaso. Se metió en los zapatos de Omara, que eran suyos: quizás ella se moviera y mirara así, con el desconcierto de una rata que por error de su instinto ha salido de la alcantarilla a la luz, y abrigara incertidumbres similares cuando había llegado a sentar plaza en esa calle. Omara la vio. En ese sitio, que hacía el efecto de un portillo a la noche, a una caverna prehistórica, entre esas otras mujeres, con ese maquillaje de feria y ese vestir que un autor antiguo confundiría con “aire tejido”, aceptó que su vecina, la madre de la condiscípula de su hija, no fuera doña Miryam sino la Zarca. Habría seguido siendo doña Miryam si la hubiera visto en la iglesia. La Zarca se abalanzó a su encuentro, la abrazó y la llevó a una mesa en el rincón de una cafetería donde tenían por ventilador una caldera. Omara miraba alrededor, hacía pucheros y negaba con la cabeza. La Zarca ordenó dos cafés. La camarera, que por amor al chisme en otra época gustaba de remolonear junto a los clientes, ahora, hasta la coronilla de sus propios quebraderos de cabeza como para hurgar en los ajenos, sin verlas, anotó en su talonario el pedido y se evaporó. Omara se tapó el rostro con las manos y como si regresara del campo de batalla y dijera Parte sin novedad, o también Nos han arrasado, musitó: ―¡Nada! “Nada” significaba todo. Que no tenía ni un centa255


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