Curso de tarot para principiantes

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examen para poder olvidarlas y que nadie nos vuelva a dar la lata con ese señor. Clases de inglés sin estudiar una canción de algún grupo que interese, sino machacando listas de verbos, ignorando lo esencial: que si en el aprendizaje no hay un poco de gracia, no habrá interés. Clases de geografía como si no se hubiera inventado el vídeo, sin un documental que nos muestre cómo viven los pueblos que viven junto a los ríos de Asia, ríos de los que debemos memorizar su abstracto nombre, que nada nos dice. Clases de literatura donde se nos obliga a leer una poesía y a señalar a continuación la perífrasis, la sintaxis, las diéresis, sinéresis, encabalgamientos, anáforas, aliteraciones, sinalefas, ditirambos, anacolutos, hexámetros, morfemas, polifemos, melopeas… Cosa que obviamente nos llevará a odiar toda poesía que no sea rap, creándonos un pavloviano reflejo condicionado, tal como si nos obligaran a señalar en una foto de Claudia Schiffer o a Bekham -según nuestras inclinaciones- si muestra tal persona signos de hemorroides, herpes, mal aliento o tufo a chivo, de modo que el día que nos encontremos con ella o con él vomitemos. Un lenguaje profesional, necesario tal vez para un crítico de literatura (y creo que con justicia, por una vez, jamás hubo ni habrá un monumento a un crítico literario) pero que no creo que ese lenguaje fuera el que dominaran ni Neruda ni Safo; una terminología que cristaliza las emociones, tal como científicos que pretendieran estudiar el viento embotellándolo; un conocimiento matasensibilidad, una obligación de saber que provoca lógico horror, que ahuyenta el placer. “Parecía el colmo de la estupidez comenzar sus estudios superiores malgastando todas las mañanas cuatro horas en un aula atiborrada sorbiendo todo el infinito aburrimiento de las secciones cónicas”… Este fragmento de una novela ¿se refiere a un hecho contemporáneo o de hace siglos? No tenemos forma de saberlo. Es igual. Vale para una carta escrita en 1760 o en un mail de hoy. (Es una cita de la novela citada anteriormente). Lo que importa es que tengamos claro que nadie ha hecho nada efectivo para cambiarlo, para mejorarlo. Está claro en los hechos, en los frutos por los que debemos conocer al árbol, que si los objetivos de la educación no están claros, que son discutibles, hay algo por lo que podemos apostar: que no es lograr más gente capaz de disfrutar con las cosas buenas (en arte plástico, en literatura, en música) que han hecho los seres humanos. Ni ¡horror! aumentar el nivel de consciencia. No sabemos cual es de verdad, con claridad suficiente, el objetivo de la educación: no lo saben –visto los resultados- los responsables… Y todos somos un poco responsables. Como en todos los casos, ojo a esto: si no tenemos claro el objetivo, es más difícil lograrlo. (Si no tenemos muy claros los objetivos de nuestra vida, los para este año, los de esta semana… no estaría demás escribirlos… y con fechas: no critiquemos a los ministros si en casa hacemos lo mismo.) Si un ministro de educación me dijera que estoy equivocado, que bla bla bla, no le discutiría, pobre. Pobre de mí, digo, tener que oír eso. Decía Gurjdieff que no estamos gobernados por seres humanos sino por la locura que habita en las mentes de los seres humanos. Visitas al museo de arte para mayor gloria de un maestrillo pedante y plomazo, visita que será la primera y la última. Generaciones y generaciones, millones y millones de personas que asociarán cultura con castigo, con aburrimiento. Ninguna clase que nos enseñe a estudiar, a sacar mayor provecho de las horas transcurridas en el sopor. Ninguna clase de relajación y concentración, que nos ayudaría mucho no solo a estudiar mejor sino a vivir mejor. Horas y horas, días, meses y años de estupidez, tal como en los siglos pasados.


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