de pronto el camino torció repentinamente, con una sacudida, como lo describió Alicia más tarde, y al momento se encontró otra vez andando derecho hacia la puerta. --Pero ¡qué lata! --exclamó--. ¡Nunca he visto en toda mi vida una casa que estuviese tanto en el camino de una! ¡Qué estorbo! Y sin embargo, ahí estaba la colina, a plena vista de Alicia; de forma que no le cabía otra cosa que empezar de nuevo. Esta vez, el camino la llevó hacia un gran macizo de flores, bordeado de margaritas, con un guayabo plantado en medio. --¡Oh, lirio irisado! --dijo Alicia, dirigiéndose hacia una flor de esa especie que se mecía dulcemente con la brisa--. ¡Cómo me gustaría que pudieses hablar! --¡Pues claro que podemos hablar! --rompió a decir el lirio--, pero sólo lo hacemos cuando hay alguien con quien valga la pena de hacerlo. Alicia se quedó tan atónita que no pudo decir ni una palabra durante algún rato: el asombro la dejó sin habla. Al final, y como el lirio sólo continuaba meciéndose suavemente, se decidió a decirle con una voz muy tímida, casi un susurro: --¿Y pueden hablar también las demás flores? Tan bien como tú --replicó el iris--, y desde luego bastante más alto que tú. --Por cortesía no nos corresponde a nosotras hablar primero, ¿no es verdad? -- dijo la rosa--. pero ya me estaba yo preguntando cuándo ibas a hablar de una vez, pues me decía: «por la cara que tiene, a esta chica no debe faltarle el seso, aunque no parezca tampoco muy inteligente». De todas formas tienes el color adecuado y eso es, después de todo, lo que más importa. --A mí me trae sin cuidado el color que tenga --observó el lirio--. Lo que es una lástima es que no tenga los pétalos un poco más ondulados, pues estaría mucho mejor. – 42 –