Le guin, ursula k los desposeidos

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en una imprenta clandestina, junto con los planes y exhortaciones para la manifestación y la huelga general. Shevek no releía lo que había escrito. No escuchaba con mucha atención a Maedda y los otros, que describían el entusiasmo con que se leían los periódicos, la aceptación creciente del plan de huelga, el efecto que la presencia de Shevek en la manifestación tendría a los ojos del mundo. Cuando lo dejaban solo, sacaba a veces una pequeña libreta del bolsillo de la camisa y miraba las notas en código y las ecuaciones de la Teoría Temporal General. Las miraba y no podía leerlas. No las comprendía. Guardaba otra vez la libreta, y se sentaba con la cabeza entre las manos. Anarres no tenía banderas que flameasen al viento, pero entre las pancartas que exhortaban a la huelga general, y los estandartes azules y blancos de los sindicalistas y los trabajadores socialistas, había muchos pendones hechos de prisa y que mostraban el Círculo Verde de la Vida, el antiguo símbolo del movimiento odoniano de doscientos años atrás. Todas las banderas e insignias brillaban, gallardas, a la luz del sol. Era maravilloso estar afuera, después de vivir a puertas cerradas, después de los escondites. Era maravilloso estar caminando, balancear los brazos, respirar el aire límpido de la mañana primaveral. Estar en medio de tanta gente, una muchedumbre tan enorme, marchando juntos, llenando las calles adyacentes y la ancha arteria por la que avanzaban, era pavoroso y reconfortante a la vez. Cuando rompieron a cantar, el regocijo y el pavor de Shevek se transformaron en una ciega exaltación; las lágrimas le velaron los ojos. Eran profundas aquellas voces en las calles profundas, atenuadas por el aire claro y la distancia, indistintas, avasallantes, aquellos millares y millares de voces que se elevaban en un solo canto. Las voces de los que encabezaban la marcha, lejos calle arriba, se adelantaban a las voces de la multitud innumerable que venía detrás, y la melodía parecía demorarse y perseguirse, como en un canon, y todas las partes de la canción eran entonadas a la vez, en el mismo instante, aunque cada cantor la entonara como una estrofa del principio al fin. Shevek, que no conocía las canciones, las escuchaba dejándose llevar por la música, hasta que desde el frente, ola tras ola, a lo largo del lento e interminable río humano, le llegó una melodía que él conocía. Entonces alzó la cabeza y la cantó con elfos, en su propia lengua, tal como la había aprendido: el Himno de la Insurrección. Esa gente, su propia gente, la había cantado en esas calles, en esta misma calle, doscientos años atrás. A aquellos que ya han dormido, oh luz del este, despierta. Se romperá la oscuridad. Será cumplida la promesa.


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