Grossman, Lev - El Codice Secreto

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Después aspiraron el código de un viejo cartucho de Aventura, lo colgaron en Internet, yo me lo bajé y colorín colorado este cuento se ha acabado. —Ah -dijo Edward, bebiendo un sorbo de cerveza. Estaba fría y era satisfactoriamente amarga-. ¿Y eso es legal? —Es una especie de zona gris. ¿Quieres llevártelo para jugar un poco con él? —La verdad es que no. Zeph levantó su corpachón de la silla de escritorio y volvió a tomar asiento en un sillón destartalado que Edward reconoció de sus días universitarios. —¿Y quién va a hacer tu trabajo aquí cuando te hayas trasladado a la delegación de Londres? —Es un intercambio. Hay un tipo inglés que vendrá aquí. Un tal Nicholas... o algo así. —¿Nickleby? -Zeph bebió otro trago de su lata-. ¿Sabes qué es ese tipo en realidad? Pues es tu aparición viva. Se trata de un mito céltico. Una aparición viva es un doble, una criatura que ha nacido en el mismo instante que tú y tiene exactamente el mismo aspecto. Ay de ti si alguna vez llegas a encontrarte con tu aparición viva. -Chasqueó los dedos-. Eso es todo. Fin de la partida. —Lo mismo digo. -Edward se levantó-. Voy al cuarto de baño. Zeph y Caroline vivían en un largo, tortuoso y polvoriento apartamento del West Village que habían comprado al contado con un montón de opciones para el mercado bursátil procedentes de una empresa punto com, para la que Caroline había dejado de trabajar justo en el momento propicio. Prácticamente cada pared se hallaba recubierta de estanterías, incluidas las de la cocina y el cuarto de baño, y en ellas estaba la colección de juguetitos de plástico de Zeph y Caroline: rompecabezas chinos, LEGOS, figuras de acción, premios de la Comida Feliz, cubos de Rubik, esferas y dodecaedros. Edward nunca había entendido qué veían en ellos. Zeph aseguraba que contribuían a mejorar su capacidad de visualización espacial, aunque conociendo la tesis de licenciatura sobre topología de Zeph, Edward pensaba que su capacidad de visualización espacial quizá ya estuviera mórbidamente sobredesarrollada. Al volver, Edward se sorprendió al encontrar a un hombrecito de pie en el pasillo delante del estudio de Zeph, enfrascado en el estudio de su colección. Edward nunca lo había visto antes. —Eh -dijo Edward. —Hola -lo saludó el hombre con voz serena. Tenía la cabeza perfectamente redonda, y sus lacios cabellos oscuros eran tan finos como los de un niño. Edward le tendió la mano. —Soy Edward. El hombrecito volvió a dejar en la estantería la pirámide de plástico rosa con la que había estado jugando. Edward retiró tardíamente la mano. —¿Es usted amigo de Zeph? -aventuró. —No. El hombre-niño, realmente diminuto, apenas un metro cincuenta de altura, alzó la mirada hacia él sin parpadear. —Así que... —Yo solía trabajar con Caroline. Como operador de sistemas. —Ah, ¿sí? ¿Igual que en una oficina? -Exactamente. -Sonrió como si se sintiera deleitado por el éxito de Edward-. Exactamente. Mantenía en funcionamiento el servidor del correo electrónico y la red local. Muy interesante. —Sin duda. —Sí, lo era. -Parecía carecer por completo de algún sentido de la ironía-. Considere el ejemplo de los paquetes de datos. En el mismo instante en que clicas ENVIAR sobre un correo electrónico, tu mensaje se divide en un centenar de fragmentos separados a los que llamamos «paquetes». Es como enviar una carta rasgando una hoja de papel en mil trocitos y tirándolos por la ventana. Los paquetes de datos siguen sus distintos caminos por Internet, moviéndose independientemente y paseándose de servidor en servidor, pero todos llegan al mismo destino al mismo tiempo, donde vuelven a reunirse espontáneamente en un mensaje coherente: tu correo electrónico. El caos se convierte en orden. Lo que ha sido dispersado es reordenado.


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