Grossman, Lev - El Codice Secreto

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Mientras volvía en el taxi, Edward todavía dejó otro quijotesco mensaje más en el contestador de Margaret, tratando de infundirle un sentido de lo urgente de la situación. Llevaba dos semanas sin poner los pies en el edificio de los Went y en la entrada había un portero nuevo, aunque parecía llevar el mismo traje raído que había vestido el antiguo portero. Edward se preguntó qué habría sido de él. El nuevo portero era un hombre corpulento, de rostro rosado y pelo blanco que empezaba a ralear propios de un contable. A diferencia de su predecesor, cuando detuvo a Edward en la entrada habló un inglés excelente. Para sorpresa de Edward, su nombre todavía figuraba en la lista de los Went. Y aún más sorprendentemente, vio que el nombre de Margaret también figuraba en ella. La duquesa debía de haber conseguido hacer que se la añadiera. Entró torpemente en el vestíbulo sombrío y allí estaba ella. Era como si la visión de su nombre en la maltrecha tablilla con sujetapapeles del portero le hubiera hecho cobrar existencia. Margaret estaba esperándolo en el vestíbulo, sentada en un sillón de cuero marrón lleno de grietas, tranquila e imperturbable corno una ninfa de piedra. Se levantó en cuanto lo vio, su gran bolso de cuero colgando encima de su cadera. Edward medio esperaba que todavía mostrara señales del desastre en el Chenoweth -ojeras pronunciadas a causa de las noches sin dormir, pelo por lavar, una sombra de su antiguo yo-, pero estaba exactamente igual que cuando la vio por primera vez: discreta, informalmente vestida con una falda y un cardigan, con sus oscuros cabellos severamente cortados a la altura de la barbilla. Tenía la misma expresión resignada e indiferente en su pálido rostro ovalado, la misma postura de espalda perfectamente erguida. De inmediato la envolvió en un abrazo de oso que ella ni invitó ni evitó y que le oprimió los brazos contra los costados. Edward se aferró a ella, los ojos firmemente cerrados para contener las lágrimas. No dijo nada y se limitó a abrazarla, sin importarle si la emoción que sentía era correspondida o no. Su fe en algo, no sabía qué, había estado a punto de desmoronarse, y la inesperada presencia de Margaret la había restaurado instantáneamente dejándola intacta, como si nunca hubiera flaqueado. Edward tuvo la impresión de haber estado vagando entre una neblina sin ella, sin ninguna expectativa de ser rescatado, y ahora Margaret había surgido de la nada para ponerlo a salvo. —Te he echado de menos -dijo finalmente, y la soltó-. Te he echado de menos. ¿Dónde has estado? —Estuve fuera. -Margaret bajó la mirada-. Lo siento. No quería verte. —Creía que me habías abandonado. Edward había olvidado lo bonita que podía llegar a parecer, con su cara larga y seria y la extravagante curva de su nariz. ¿Cómo podía no haber visto eso? Se encaminaron a los ascensores y subieron juntos. El suave tañido metálico de los pisos que iban pasando era ensordecedor en el silencio. Dentro, el apartamento se hallaba desierto, y no hicieran ningún intento de ocultar su presencia. Estaba claro que los Went ya se habían ido, y Edward pensó que debían de haberlo puesto a la venta. La gran alfombra oriental había sido enrollada y se hallaba en un rincón; una ligera doblez en el centro hizo que se inclinara cortésmente hacia ellos mientras pasaban por su lado. Una fina calima de polvo de yeso flotaba en la luz de última hora de la tarde que se filtraba a través de las ventanas, producto de la


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