Grossman, Lev - El Codice Secreto

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hombre en una película del oeste al que le han disparado en la barriga pero se niega a dar a sus enemigos la satisfacción de verlo caer. Edward lo vio partir sin poder hacer nada. Cuando Fabrikant salió de la sala, trató de dar un portazo tras él, pero la puerta forrada de cuero había sido cuidadosamente concebida para que no hiciese ningún ruido cuando se cerrara. Nick volvió a abotonarse la chaqueta y se sentó. La mujer actuó como si no hubiera ocurrido nada, y Edward hizo lo mismo. Sin Fabrikant presente, de pronto la escena parecía mucho menos graciosa. Edward quería terminar de una vez. —Así que el códice es... ¿qué? ¿Una especie de bomba para los periódicos sensacionalistas, que espera el momento de hacer explosión? —El códice es una fantasía absurda -dijo Nick pacientemente, como si le estuviera hablando a un niño-. Una fantasía concebida por una mujer realmente magnífica que por desgracia ya no es ella misma. ¿Cómo puedo dejárselo más claro? Créame, el duque sólo piensa en los intereses de la duquesa. Lo único que le pedimos es que deje de comunicarse inmediatamente con ella. ¿Ve, ahora, lo importante que es eso? Edward vaciló. ¿Debería limitarse a seguirles el juego? -¿No ve lo que esto le está haciendo a ella? -inquirió despectivamente la acompañante de Nick. Sus elegantes cejas formaron una V acusadora llena de enfado-. Todo lo que usted dice sirve de alimento a sus delirios. Con eso sólo consigue empeorar las cosas. Edward asintió vagamente, pero apenas escuchaba. Su mente se hallaba en otro lugar. ¿Qué iban a hacer, pincharle el teléfono? ¿Por qué no se limitaban a dejarlo en paz? La verdad era que empezaba a tener serios problemas para conectar con nada de todo aquello; la escena tenía un aire tremendamente escenificado, y a cada minuto que pasaba se parecía más a una novela barata de misterio. Bueno, si él era el detective privado, iba a hacer falta algo más que sir Ricitos de Oro allí presente para apartarlo del caso. —De acuerdo -dijo finalmente. Suspiró-. Lo que sea. Prometo que no me pondré en contacto con ella. ¿Por qué no? Después de todo, él nunca había telefoneado a la duquesa. Era ella quien llamaba. Además, Edward no habría sabido cómo contactar con ella de todos modos: —De acuerdo; entonces -dijo Nick. La mujer se levantó. —De acuerdo. Ella le tendió la mano en un torpe gesto conciliatorio. Edward se la estrechó. El orden estaba restaurado. Contra todo pronóstico, la reunión parecía haber terminado por fin. —¿Y en qué parte de la ciudad tiene sus oficinas el duque? -preguntó con naturalidad a Nick. —No sabría decírselo -respondió Nick. La mujer, cuyo nombre Edward no había llegado a saber, se ocupó de la cuenta-. Nunca he estado allí. Soy una especie de asesor para él. Tenemos un acuerdo flexible y paso la mayor parte de mi tiempo en E & H. —En... -Tenía que haberlo oído mal-. Quiere decir en Esslin & Hart. —Eso es -dijo Nick, su voz sonando como la de un corresponsal extranjero para la NBC que Informara en directo desde Uagadugu-. ¿Qué, no se lo han dicho? -Le sonrió-. Yo solía estar en la oficina de Londres. Soy el hombre que han enviado aquí para ocupar su sitio. Aquella noche, de nuevo en su apartamento, como de costumbre, Edward estaba mirando la pantalla del ordenador. Pero esta vez Zeph lo acompañaba. Zeph estaba sentado en la silla de oficina de Edward; y éste miraba por encima de su hombro. —Esto es increíble, colega -dijo Zeph. —Lo sé. —No, quiero decir que es jodidamente increíble. -Su rostro era una máscara de conmocionada indignación-. ¡De veras! ¡Es que no puedo creerlo! —No sé cómo explicarlo. —¡Yo tampoco! Zeph manipuló fríamente los controles y desplazó el punto de vista hacia atrás y hacia delante. Incluso Edward, a la búsqueda de algo que lo distrajera de la tormenta de complicaciones que había caído sobre él aquella tarde, estaba harto de mirarlo. Tenía decisiones que tomar, decisiones difíciles, y pronto, pero en lugar de eso contemplaba el monitor. Lo que


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