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1/2. Iglesia del Salvador, obra de José Pedro Luzzetti, Buenos Aires. 3. Capilla de San Roque (1807), Buenos Aires, obra de Tomás Toribio de clara inspiración neoclásica, está situada en el atrio de la Iglesia de San Francisco. 4. Proyecto de templo para Concepción del Uruguay, Entre Ríos. (Fotos1 a 3: CEDODAL).
72 / GUTIÉRREZ
planificación determinó, a la par que el crecimiento por agregación y yuxtaposición, la pérdida de espacios abiertos y zonas verdes. Se ha señalado el proceso de crecimiento de tugurios y de formación de inquilinatos en la arquitectura de fines del siglo XVIII, que preanunciaba el proceso acelerado a verificarse luego de Caseros. El hacinamiento en las antiguas casas originó el conventillo, que acabaría por transformarse en una tipología de vivienda rentable para la especulación, y en consecuencia generaría su construcción específica. En 1879 había 1.770 conventillos, que alojaban a la quinta parte de la población de Buenos Aires. Mientras tanto, la valorización de la tierra en las zonas centrales llevó a la fragmentación del loteo, partiendo en dos las antiguas casas coloniales formadas en torno de patios y generando así las llamadas casas-chorizo. Éstas se estructuraban mediante semi patios, que en este caso actuaban como ejes de circulación y no como espacios de estar. En los sectores de mayores ingresos también aparecerán nuevas tipologías arquitectónicas, basadas sobre las posibilidades tecnológicas y las cambiantes referencias de prestigio social y cultural. En auge luego de 1880, estas tipologías apartaban la vivienda de la línea municipal por medio de jardines y amplias entradas para cocheras. Pero a la vez que la compacidad del diseño hacía más funcionales las viviendas, les quitaba calidad en materia de iluminación y ventilación. Otra tipología en boga durante todo el siglo XIX fue la de la casa-quinta, a la cual hemos hecho esporádicas referencias. La expansión inicial hacia la costa norte, con los miradores sobre el río, se extendió a los suburbios conectados por ferrocarril o tranway (Flores, Belgrano, Lomas de Zamora y Adrogué). Las transformaciones tecnológicas y ornamentales contaron con la creciente capacitación de artesanos italianos y españoles, que desarrollaron nuevos usos de materiales, a la vez que la importación de manufacturas permitió la difusión del hierro, piedras de calidad, puertas, azulejos y otros elementos decorativos. Estos hábitos facilitaron la política del desarrollo del petit hôtel en el Barrio Norte, amparados, además, en los planteos teóricos de rentabilidad que definían la conveniencia de excluir los patios y edificar en altura. En efecto, tanto Sarmiento como Julio Dormal (1846-1924), arquitecto belga radicado desde 1868 en Argentina, critican los patios desde el punto de vista higiénico y funcional, al señalar que el hecho de volcar todas las habitaciones al patio les quitaba independencia. En tanto sucedía esta transformación en la zona norte, el marginado Barrio Sur se convertía en el punto de concentración de los inmigrantes, se subdividían las casas existentes y se construían inquilinatos. También los artesanos abrieron allí sus talleres próximos al Centro y al área de industrias, en condiciones de habitabilidad realmente riesgosas. Las ordenanzas municipales comienzan a legislar desde 1871 sobre los usos y dimensiones de los ambientes, el carácter de la ventilación, los servicios de aguas, lavaderos, letrinas, etc. En 1882 Torcuato de Alvear habría de pedir al ingeniero municipal un plano “que pueda servir de modelo para casas de inquilinato a construir”, con lo que señalaba la preocupación oficial por planificar respuestas a la aterradora carencia de vivienda digna. Mientras tanto, el tema se encarnaba en los propios profesionales y Raymundo Battle (1831-1905) hacía su tesis de reválida de arquitecto en 1876, al analizar las alternativas de conjuntos residenciales y descartarlos por no reunir las condiciones de comodidad e higiene que aseguraba la casa individual. En general, el Estado desatendió el tema de la vivienda y trató de que lo manejaran los intereses privados. Es así que en una década se duplicarán los habitantes que vivían en conventillos, pues en 1890 llegaron a albergar 97.852 personas, mientras que la Municipalidad había construido apenas 82 piezas para 220 personas, donde, por lo demás, tendía a demostrar a los especuladores lo viable del sistema y la existencia de un mercado. La arquitectura de estas décadas del siglo XIX irá madurando la expresión cultural de un país diferente. Desintegrado territorialmente y alejado de la esperanza de la Patria Grande americana, dispuesto a barrer con los sectores indígenas y criollos modificando su composición étnica y social, aceleradamente urbanizado, vivirá los sueños del progreso indefinido sustentado en el horizonte cultural europeo, con el que aspiraba a mimetizarse como destino nacional, y aun a superarlo en el cosmopolitismo del crisol de razas. Período de cambio y quiebres, de búsqueda afanosa de un país distinto, que era incapaz de asumir las propias contradicciones y que proyectaba utopías como la ciudad capital Argirópolis, que soñara Sarmiento fuera del territorio continental, en la isla Martín García. Un país donde parte de sus autoridades pensaba “que el mal que lo aquejaba era su extensión” y proponían reducirlo al entorno del Puerto, para así mejor asegurar “la civilización”. Un período en que, superados parcialmente los conflictos con el interior al culminar el proceso de federalización de Buenos Aires en 1880, se abrirá el cauce para un proyecto nacional que nos habría de modelar de otra manera porque, en definitiva, ya éramos diferentes. La arquitectura consolida la imagen del cambio y a veces lo profetiza, lo preanuncia. El saber leer en las obras de esta arquitectura decimonónica las ideas, conceptos y modos de vida que ellas expresan, es parte del propio conocimiento cultural introspectivo. La arquitectura trasciende el propio documento histórico, porque no sólo nos permite una interpretación de lo que fue, sino que nos evidencia los usos, funciones, valores simbólicos y transformaciones acumulados a través del tiempo. Es, pues, un documento vivo y un testimonio cultural insustituible, que debemos preservar para entender nuestras coherencias y nuestros extravíos culturales. Es decir, para asumirnos en plenitud.