esclavista y agrario, ¿los Estados Unidos habrían alcanzado a ser la potencia mundial que son? ¿O serían, por el contrario, un país de desarrollo intermedio, atado a compromisos neocoloniales y sacudido por la alternancia de proyectos de afirmación nacional abortados por espasmódicos ciclos reaccionarios? Dejamos la respuesta en boca de la Esfinge. A su turno, la Argentina irá asumiendo la posición internacional a que la conducía el modelo victorioso en Caseros. El sueño de la Patria Grande sudamericana impulsado por los libertadores y los caudillos regionales será clausurado de hecho; en su lugar, entre las jóvenes repúblicas prosperará la desconfianza geopolítica, con su inevitable secuela de competencia bélica. Todo compromiso de unidad será descartado en beneficio de un indetenible vórtice de balcanización y de enfrentamiento hábilmente abonado por el Imperio Británico y los Estados Unidos. Mientras el trabajoso intento de instaurar la República Federal de Centroamérica (1823-1838) naufragaría con el desmembramiento que la dividiría en cinco pequeños estados (Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua), México perdería más de la mitad de su territorio original tras la intervención estadounidense (1846-1848) y la Guerra del Pacífico (1879-1883) enfrentaría a Chile con Perú y Bolivia, dejando a la última sin su litoral marítimo. En cuanto al Río de la Plata, la Guerra del Brasil (1825-1828) dejará como saldo la instauración de dos países sobre sus márgenes, habida cuenta de que Inglaterra no toleraba que sólo uno fuese dueño de ambas; para ello se contaría con la acuciosa colaboración de Rivadavia y su ministro Manuel García, siempre dispuestos a todas las traiciones. Tras la definitiva partición del antiguo territorio virreinal platino en cuatro repúblicas –Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay–, nuestro país irá subyugándose a compromisos que la situaban dentro de la tónica general ya descripta para el resto de Iberoamérica. Así, la ya mencionada e inicua Guerra de la Triple Alianza (18641870) propiciará el arrasamiento del Paraguay a manos de Argentina, Brasil y Uruguay, cuyas clases dirigentes se pondrán –una vez más– al servicio de los intereses británicos en la región. Entre los hombres representativos del modelo positivista triunfante, hay uno cuya presencia resume lo mejor –y a veces lo peor– del mismo: Domingo Faustino Sarmiento. Persuadido de que todo progreso habría de llegarnos de fuera, fue un decidido impulsor de la inmigración y de la incorporación de pautas educativas, científicas y tecnológicas que asegurasen una transfusión cultural irreversible. Defendió sus principios con el violento convencimiento del fanático; para ello denigró al mundo indígena y criollo en términos hoy absolutamente inaceptables, aunque por entonces comunes. Al modo del zar Pedro I, nuestro propulsor de la civilización occidental la imponía a sus paisanos con las maneras de un bárbaro tiránico, es decir, aquellas que él mismo atribuía a la condición del nativo americano. Más allá de esta paradoja vital, su lucha por la educación popular laica, pública y gratuita –que desembocaría en la sanción de la Ley 1.420, promulgada en 1884– constituye, junto con la deslumbrante cima literaria de su Facundo, el monumento que lo eleva por sobre todos sus contemporáneos, y aun por sobre sus propios excesos. En materia arquitectónica, los gustos sarmientinos serán los mismos de los hombres cultos de la época, por lo que compartirá con Mitre, Avellaneda y Roca la predilección por la estética italianizante. En concordancia con su afán educativo, durante su presidencia (1868-1874) inspirará un amplio plan de construcciones escolares y el decidido impulso al desarrollo del campo científico, de lo que serán buena prueba dos fundantes instituciones cordobesas: la Academia Nacional de Ciencias y el Observatorio Astronómico. Ya con la llegada de Roca al poder, en 1880, el proceso iniciado en 1852 alcanzará su total maduración. La fecha servirá de fe de bautismo a toda una generación –precisamente, la del 80– y señalará un apogeo que habrá de mantenerse en lo político hasta 1916 y en lo económico hasta 1930. Se tratará de una transformación sin concesiones, por cuanto implicará un rotundo cambio de paradigmas. La fiebre incandescente de Castelli, Moreno o Monteagudo; la conmovedora abnegación de Belgrano; el genio militar y la luminosa política americanista de San Martín; el instinto popular de Dorrego; la firme autoridad de Rosas, serán reemplazados por pasiones más pequeñas y por designios no siempre confesables. De pelear contra extranjeros por la Independencia y por la defensa de la Soberanía se pasará a la guerra entre hermanos, sean éstos hijos de las provincias o de la Patria Grande; así, de San Lorenzo, Chacabuco, Maipú y la Vuelta de Obligado se descenderá a Caseros, Pavón o Cerro Corá. El horizonte nacional deberá adaptarse a reglas y a intereses provenientes de otras geografías, y en apenas treinta años –según la insuperable figura de Jorge Abelardo Ramos– las clases dirigentes del país habrán degenerado del patriciado a la oligarquía. Para entonces, nuestra arquitectura habrá sufrido asimismo una visible mutación, amoldándose a las pautas de un mundo que buscaba –y encontraba– el cauce de una total mudanza. El equilibrio entre los últimos vestigios de la espacialidad colonial española y las nuevas formas provenientes del Clasicismo a la italiana –en última instancia, un gesto de fusión “mediterránea” y traducción criolla– serán muy pronto reemplazados por una tradición ajena, la del Academicismo francés. Y este cambio será tan radical como el de la política de la que emanaba: en lugar de continuidad, triunfará la ruptura; en vez de adaptación, la sustitución. Aunque los nuevos vientos institucionales se beneficiarán del ordenamiento previo debido a Rosas y a los caudillos federales –cuyos “pactos preexistentes” serán expresamente aludidos en el preámbulo de la Constitución de 1853–, el derrotero asumido desde entonces alejará a la Nación de todos los compromisos que había alentado durante la primera mitad del siglo XIX. Abierta al naciente destino que sus dirigentes soñaban para ella, la Argentina buscaría parir una flamante identidad que renegase de la “barbarie” americana originaria y la acunase en el prestigio de la idolatrada civilización europea. El afán apenas comenzaba, y habría de alcanzar su clímax con los fastos del Centenario. Pero ese otro capítulo nos espera en el segundo tomo de esta obra.
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5. La Recova Vieja de Buenos Aires y el antiguo Teatro Colón (1854-1858), obra de Carlos Enrique Pellegrini. 6. Palacio San José (1848-1857), obra de Pedro Fossati, Caseros, Entre Ríos. 7. Antigua Casa de Moneda de la Nación (1879-1881), Buenos Aires: el sereno equilibrio del Academicismo italiano en su momento de mayor belleza. 8. El presidente Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). (Fotos: 1 y 7: Alberto Petrina // 2: AGN // 5: CEDODAL // 6: Luis Ángel Cerrudo).
PETRINA / 17