PATRIMONIO ARQUITECTÓNICO ARGENTINO - Tomo II, Parte 1 (1880-1920)

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inscripción en la trama urbana de la ciudad hispanoamericana. Ya nos hemos referido antes a la notable capacidad inclusiva del Clasicismo italiano, mérito arquitectónico que se debió, entre otras razones, a la persistente presencia tipológica de la casa de patios, tanto en su vertiente integral cuanto en la generada posteriormente por la casachorizo (y aun por la vivienda colectiva en altura). A su turno, el modelo academicista francés no prescindirá del patio en el tipo organizativo del grand hôtel, aunque aquel adquirirá allí un carácter completamente diverso, pues solía abrírselo hacia la fachada bajo la forma de un espacio ceremonial de acceso –la cour d’honneur–, o empleárselo como patio interno al cual ventilaban las habitaciones secundarias. En cuanto al petit hôtel, aunque su estructura funcional era muy distinta –dos a cuatro plantas compactas y superpuestas en un terreno estrecho–, por lo general el patio y/o jardín se acomodaban al espacio remanente posterior. Otra diferencia será la establecida por la eventual ruptura de la continuidad edificada sobre la línea municipal, ya que a veces el grand hôtel estaba rodeado por jardines y éstos, a su vez, cerrados por verjas, creándose de este modo un área de separación de dimensiones variables. Esta interrupción del tejido no tenía precedentes en la ciudad colonial ni tampoco había sido practicada por la vivienda italianizante en las áreas céntricas, ya que las casas exentas y ajardinadas de este origen se reservaban para los barrios periféricos –Barracas, Flores, Belgrano– o las quintas, bajo la forma de villas suburbanas. Por su parte –y en casi todas sus múltiples variantes–, el petit hôtel habrá de mantener inalterada la línea de edificación. Como era de esperar, también surgirán fuertes cambios en los aspectos estético y tecnológico de la nueva escuela. Si bien la mampostería seguirá ocupando un lugar de privilegio, se incorporarán otros materiales, como el hierro, la zinguería y la pizarra, en tanto los interiores recibirán un desembarco de técnicas y materiales de creciente suntuosidad: yesería artística, estucos, boiseries y revestimientos de mármoles preciosos, vitraux, pinturas al fresco, broncería, vidrios y espejos biselados. Los muros exteriores volverán a cambiar de tonalidad: así como el blanco a la cal de la Gran Aldea había cedido su lugar a los ocres italianizantes, éstos retrocedían ahora ante el indetenible avance de la piedra París, que iba tiñendo nuevamente la cara de Buenos Aires y, detrás de ella, la de las principales ciudades de provincia; todas las tonalidades del gris, desde el torcaza más claro al negro opaco de la pizarra, venían a señalar las nuevas pautas de una discreta y contenida elegancia. A medida que sectores enteros de Buenos Aires –la Avenida Alvear, las plazas Carlos Pellegrini y San Martín, el Barrio Parque de Palermo– se travestían para conseguir una asombrosa simbiosis con su paradigma parisién, la ciudad iba abandonando su imagen mediterránea para adquirir un nuevo sello nórdico; y esto implicaba, a la par, la mudanza de toda una serie de alusiones simbólicas: era como si se intentase sustituir la luz –¿excesiva?– de Roma o Nápoles por el –¿elegante?– cielo plomizo de París. Claro que un sueño o una aspiración cultural nunca consiguieron cambiar el clima, y es así que desembocamos sin remedio en la incongruencia. Las pronunciadas mansardas, tan apropiadas para facilitar el deslizamiento de la nieve en la Ile de France, el Loire o Normandía, resultaban perfectamente inútiles en el Río de la Plata (y lisa y llanamente grotescas en las provincias del Norte, bajo el quemante sol del Trópico de Capricornio)20. Creemos ocioso aclarar que no se discute aquí la alta calidad espacial y constructiva de buena parte de estas obras –sobre la que ya nos expresamos–, ni su indiscutible pertenencia a nuestro actual acervo patrimonial; pero no queríamos privarnos de señalar la indisimulable correspondencia conceptual existente entre las políticas generales implementadas por la élite gobernante y las arquitecturas que las representaron más ajustadamente.

El Antiacademicismo 4

Indispensables para aliviar de nieve a los techos del norte europeo, las mansardas lucen ostensiblemente inútiles bajo el sol rajante del Noroeste argentino (1 a 4): 1. Antiguo Club 20 de Febrero (1909-1913) –luego Casa de Gobierno y hoy Centro Cultural América–, Salta, obra de Arturo Prins. 2. Casa de Gobierno (1927), San Salvador de Jujuy. 3. Casa Rougès (1913), San Miguel de Tucumán, obra del arquitecto mallorquín José de Bassols. 4. Casa Nougués (1911) –hoy Secretaría de Turismo–, San Miguel de Tucumán, obra de los arquitectos Lanús & Hary. 5. La espléndida cour d’honneur del Palacio Anchorena (1905-1909), Buenos Aires. (Fotos: 1: Gustavo Guijarro // 2 a 5: Alberto Petrina).

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La bisagra entre los siglos XIX y XX tendrá en la marea inmigratoria uno de sus elementos determinantes, y a su tiempo el fenómeno se revestirá de la correspondiente representación arquitectónica. Tras un breve período de adaptación, las colectividades extranjeras comenzarán a organizarse en sociedades de fomento, asociaciones de socorros mutuos y clubes sociales y deportivos, y sus dirigentes se destacarán pronto como un nuevo estamento

20. Esto salta a la vista en nuestro Noroeste, en donde la importación acrítica del Academicismo francés se enfrenta al clima más inapropiado que pueda darse para dicho modelo –tórrido, unas veces excesivamente húmedo y otras asfixiante–; aparte de ello, la piedra París y las mansardas vendrán a irrumpir brutalmente en una tradición arquitectónica local que había sabido unir sabiamente el rico legado colonial con la impronta italianizante republicana. Pero ilustremos el caso con tres claros ejemplos: la antigua sede del Club 20 de Febrero de Salta (1913) –más tarde Casa de Gobierno y hoy Centro Cultural América– y las respectivas Casas de Gobierno de San Miguel de Tucumán (1908-1912) y San Salvador de Jujuy (1927), todos ellos situados frente a las plazas fundacionales de cada una de las capitales provinciales, como para indicar didácticamente a la población local cuál era el tono arquitectónico progresista sancionado por el nihil obstat de Buenos Aires. En el caso de Tucumán, algunas familias de arraigo –como los Nougués y los Rougès– se apresurarían a levantar sus nuevos petits hôtels sobre la misma plaza, prefiriendo abandonar la muy probada amplitud horizontal de la casa de patios y galerías por la estrechez vertical de viviendas que, a cambio de la comodidad y el agrado perdidos, les garantizaban el rol de heraldos de la moda. Colateralmente, para hacer lugar a las novedades se demolían valiosos monumentos del pasado colonial, como la iglesia de la Compañía de Jesús en Salta o el antiguo Cabildo de Tucumán.


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