Milenio Cd Carmen

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44 nacional

lunes 26 de Septiembre de 2011

milenio

Testimonios: por Azucena Uresti Las tétricas imágenes del centro de apuestas en llamas se agolpan en el colectivo de la sociedad regiomontana, y seguramente más allá de su territorio. A un mes del peor ataque perpetrado por el crimen organizado en todo el país, testigos directos de los hechos hablan para MILENIO. Los relatos evidencian, además del poder despiadado y la impunidad de los criminales, una serie de deficiencias y graves omisiones en las casas de juego, permitidas y avaladas por las tres instancias de gobierno. Hoy, la gente, los afectados directos siguen exigiendo una justicia que no convence a nadie

LAS HERIDAS AÚN SIGUEN ABIERTAS “Mi corazón y mi alma siguen esperando a Brad”

M

i hijo llegaba de trabajar a las 2:30 de la mañana y lo sigo esperando cada madrugada, lo sigo esperando; mi mente me dice: ‘no está’, pero mi corazón y mi alma lo siguen esperando”. Samara Pérez estuvo en el casino Royale en los momentos del ataque, sobrevivió, pero perdió parte de lo que más amaba en la vida: su hijo Brad Xavier, de 18 años. El joven era cocinero en un negocio de Monterrey para ayudar con los gastos a su familia. Sentada en la sala de su casa, cerca del ánfora donde yacen las cenizas de su “bebé”, la mujer coincide con el clamor popular: el casino no tenía las medidas mínimas de seguridad, y como testigo fiel de la tragedia, sostiene que el personal del negocio no orientó a la clientela para ponerla a salvo. Quién sabe de dónde saca fuerzas esta joven madre de familia, cuyo corazón esta desecho. Seguramente es la memoria de su hijo, cuya muerte, dice, no quiere dejar impune. De hecho, Samara es la única persona que ha interpuesto una demanda formal ante la Procuraduría General de la República por el homicidio de su hijo. Dice que ante el hecho atroz de los criminales y la negligencia del empresario y parte del personal que llevó mucha gente a la muerte, exhorta a los deudos a entablar demandas. “El dolor es mucho, lo comparto, lo vivo, pero tienen que denunciar, tienen que levantar la voz; con nada me pagan la vida de mi hijo; les diría que pongan sus denuncias, que levanten la voz y que no dejen que esto sea un hecho más y que vaya a pasar al olvido, como ha pasado en tanto casos”. Con voz entrecortada, dice que las autoridades tienen que hacer justicia. “La mujer recuerda la víspera del 25 de agosto. “Desde la noche anterior me había dicho que lo acompañara, pero habían operado a mi

papá y estaba muy cansada; le dije que no, y que no fuera. “Pero al otro día insistió mucho y me dijo: ‘mamá, tu casi nunca quieres salir conmigo, vamos.” Por eso estuvo allí. Junto con Brad. Recuerda que llegaron alrededor de las 15:35 horas; ella se quedó en un área donde había máquinas y su hijo se fue a la zona donde estaban las ruletas. “Como unos 10 o 15 minutos después entraron estos sujetos y golpean a una persona que cae. Después de que entraron dijeron: ‘Ya se los cargó la verga’. Una persona que estaba cerca de Samara le recomendó que corriera y ella lo hizo, pero para buscar a su hijo. Pero aquello en cuestión de segundos se transformó en un caos. “Intenté resguardarme en un área en donde había una barra de bebidas y luego vi que el personal abrió una puerta que decía ‘Sólo personal autorizado’ y se metieron por allí y me metí con ellos. Había un pasillo y salí a donde estaban los lóckers de los empleados, porque había bolsas de empleados y la gente de seguridad del casino, porque las identifico muy bien, porque ellos estaban vestidos de traje. Les gritan: ‘cierren las puertas’; era un único acceso que hubiera salvado muchas vidas”, dice al borde del llanto. Señala que enseguida la orden de la gente de seguridad fue que cerraran las puertas, que se quitaran los chalecos y que entregaran todos sus cangureras, donde llevaban el dinero de sus ventas. “Entonces empezaron a gritar: ‘abre las puertas, abre las puertas’, porque esas daban a la calle. Luego las personas de seguridad gritaron que fueran arriba; por eso la mayoría se fue para allá, porque no les permitieron irse por la puerta que da hacia abajo, al estacionamiento y con salida a la calle.” En medio de la muchedumbre y el caos, al lado de algunos empleados, Samara pudo salir al exterior, donde comenzó a dar vueltas para tratar de ubicar a su hijo. “Le gritaba y después fui a buscarlo al carro adonde estaba, pensando que el había podido salir y se pasó mucho tiempo”. En varias ocasiones Samara intentó burlar la seguridad para entrar en el casino, pero fue impedida. Por la madrugada, en el Hospital Universitario, identificó los restos de su hijo. Ahora le sobrevive otro vástago de siete años, a quien la vida también le cambió ante la partida de Brad, con quien compartía recámara.

“Yolanda era mi única hija”

E

l reflejo de la veladora de la Virgen de Guadalupe se fija en el rostro de Yolanda, en esa foto que su madre colocó en un pequeño altar en su vivienda, donde le ha llorado incansablemente. Doña María Trinidad Delgado escudriña por todos lados y no halla una explicación de por qué el accionar de los “infelices asesinos” que quemaron el Royale matando a 52 personas, entre ellas a su querida hija, de 45 años, quien era intendente en ese lugar. “Qué hicimos para merecer esto? ¿Por qué lo hicieron?, dice entre sollozos. María Trinidad tuvo siete hijos varones y sólo una mujer, Yolanda, quien dejó huérfano a un hijo adolescente. Nada le preocupaba tanto que la precaria situación económica en la que vivían y, sobre todo, costear los estudios de su hijo, quien asiste al Conalep. Doña María Trinidad suspira y solloza cada que recuerda a su hija. Aquel día, 25 de agosto, rememora. Yolanda acababa de regresar del Seguro Social, donde se atendía la diabetes que recientemente le habían diagnosticado. “Vino mi hija, hizo su lonche, le hice su lonche al niño y luego se fue… Dijo ‘ya me voy’, le digo ‘ándale, Dios te bendiga’. Pero ya no regresó”. Aquella tarde noche, María Trinidad estaba sentada en la cocina de su casa cuando una de sus nueras que navegaba en la internet le dijo: “Ay suegra, fíjese que están diciendo que hay muchos muertitos en el Royale, donde trabaja Yola”… Sintió el miedo y los fatales presentimientos de madre, pero no perdió la esperanza de que su hija estuviera bien. Pero el tiempo pasó y alrededor de las 21 horas uno de sus hijos, que acudió al Hospital Universitario, le informó, vía telefónica que Yolanda había fallecido. “Yo siento un dolor muy grande, era mi única hija y es como un retoño de uno”, dice doña María Trinidad clavando su mirada en el suelo.

El empleado que se convirtió en banquito

C

uando una estampida humana llegó, huyendo de las llamas, el humo y el peligro del casino a la azotea, Gerardo Rocha y su compañero Juan Francisco Ávila se sobresaltaron. Dieciocho minutos antes del atentado mortal, los dos jóvenes fueron enviados a la azotea del inmueble, la tercer planta, a revisar unas máquinas, pues su ocupación era precisamente el soporte del equipo de cómputo del negocio. Ambos estaban en un cuarto contiguo al comedor de empelados. “Por ahí está una puerta que llega hasta allí; de repente se vino como una manada de gente, no se cuánta era, diciendo que había pasado algo adentro del casino”. Gerardo recuerda que algunas personas buscaron una opción para salvarse. Una era abrir una puerta ciclónica y pasarse a la azotea de un banco contiguo al Royale, y la otra era pasarse atrás de una antena parabólica y saltar al estacionamiento de un edificio ubicado atrás del inmueble que estaba ardiendo. “Atrás de la parabólica está una barda, y atrás se ve como un caracol de niveles, pues ya había esas dos opciones, pero de repente, como allí hay unos extractores, pues empezó a salir una gran nube de humo y había que apurarnos para aprovechar la opción de pasarnos al estacionamiento”. Pero para saltar al estacionamiento contiguo a nivel del tercer piso había que subir una barda, por lo que a Gerardo, quien es de complexión gruesa, se le ocurrió colocar sus rodillas y sus manos a ras del suelo y habilitarse como un “banquito”. “Lo primero que se me ocurrió, dije:‘Bueno, súbanse arriba de mí, pongan los escalones, me pongo como banquito’. Se pusieron arriba de mí y me levanto y los paso. Estaba un compañero mío, que también ayudaba, y la gente de arriba jalaba a los que subíamos. “Lo que pensé fue:‘si ya pude con uno, pues los que siguen…’, ya nomás sentía las pisadas, zas, levantaba y seguía levantando gente, no sé quiénes eran”. Lo único que recuerda Gerardo es que la última persona que quedaba para ponerse a salvo era una mujer embarazada, quien le dijo que no iba a poder saltar, porque tenía mucho miedo. “La agarré con cuidado; mi amigo y yo la subimos lo más que pudimos, la gente de arriba empezó a subirla hasta que salió.” Luego de poner a salvo a toda la gente que pudieron, Gerardo y Juan Francisco se vieron. Gerardo le dijo que saltara él. —No, pero tu vas apenas a tener tu niña. No, salta tu, al ratito llega ayuda —le respondió Juan. Gerardo no aceptó y sólo le pidió que si no salía de esa, fuera a darle un beso al vientre de su mujer y visitara a sus padres, para que les dijera que los quería mucho y que les hiciera ver que había luchado hasta el final. En eso estaban cuando milagrosamente una escalera apareció frente a ellos y un bombero que estaba en la zona de estacionamientos del edificio al que mandaron al resto de los sobrevivientes les gritó que subieran de inmediato. En aquel intervalo Gerardo vio esa película que pasa por la mente cuando la muerte se acerca. Se vio de niño, vio el rostro de su mujer, de sus padres, de su abuela que murió hace dos años, pero el bombero le puso pausa a las imágenes. “Nunca, nunca en mi vida había trepado una escalera tan rápido”, dice.


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