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Miércoles

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Abril de 2014

- MAURICIO M O NT IE L - H OMER O B AZ AN Guía para Perderse

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stablecida en el siglo XVIII por encargo de la República veneciana, que pidió al pintor Giovanni Battista Piazzetta que comenzara a recoger obra para crear una pinacoteca importante, la Galería de la Academia tiene en su gran acervo un cuadro que traduce el relato cainita al idioma visual de modo asombroso: “Caín y Abel” (1550-1553), uno de los óleos más violentos del artista apodado el Tintoretto, que al admirarse en vivo causa un impacto similar al golpe de la quijada que blande Caín.

Obra maestra del claroscuro, el lienzo concentra el salvajismo de la escena en el hemisferio izquierdo de la composición; vueltos un remolino de carne lívida, los hermanos legendarios son la materialización perfecta de la ferocidad humana. El brazo que extiende Abel en señal de auxilio es el puente que une los dos hemisferios de la pintura con notable habilidad, mientras que la cabeza cortada de una vaca es el único testigo del asesinato: la muerte llama a la muerte, parece decir el Tintoretto. Nacido como Jacopo Comin y conocido también con los nombres de Il Furioso y Jacopo Robusti, el Tintoretto (1518-1594) fue el mayor de veintiún hijos de un tintorero de Venecia, lo que explica el mote con que pasó a la historia. Al verlo usar los muros de la tintorería como telas, Giovanni, su padre, decidió llevarlo con Tiziano; el Tintoretto tenía apenas doce años al entrar en contacto con el mentor que lo expulsó de su taller unos días después de su ingreso: el talento precoz espanta. Forjado así pues como artista independiente, el Tintoretto ciñó su labor a un lema (“El diseño de Miguel Ángel y el colorido de Tiziano”) y comenzó a decir que vendía originales al precio de copias, una estrategia de promoción que le granjeó comisiones en la competida escena veneciana. En 1548, al cumplir treinta años, el Tintoretto dio un golpe magistral con San Marcos liberando al esclavo, óleo que generó un sorpresivo rechazo entre los espectadores, que se sintieron agredidos y se escandalizaron. Según algunas fuentes, la Escuela de San Marcos no quiso recibir el lienzo; el artista tuvo que regresarlo a su taller y, en respuesta a tal reacción, redobló su ritmo laboral y se

negó a tasar su trabajo: “Pague lo que sea su voluntad”, decía a los clientes. En 1550 se casó con Faustina de Vescovi, mujer de familia noble que además era miembro desatacado de la Escuela de San Marcos; calculada o no, lo cierto es que esta unión permitió que el Tintoretto siguiera colaborando con la escuela que lo había repudiado y para la que pintó paredes y techos y realizó los tres Milagros de San Marcos (1562-1566), que recibieron el aplauso general. En mayo de 1564 vino otra estocada certera: la Escuela de San Roque puso a concurso el decorado de su sala de reuniones e invitó a cinco pintores a presentar esbozos de un lienzo que embellecería el techo; el Tintoretto acudió al soborno para obtener las medidas exactas de dicho lienzo, que al terminar colocó en el sitio preciso: así, el día en que los otros concursantes mostraron sus dibujos, a él le bastó subir a una escalera para descubrir el cuadro acabado, que no se pudo rechazar porque fue cedido en donación. A partir de entonces, la Escuela de San Roque se rindió al poder del artista al igual que el Palacio Ducal y las iglesias de Nuestra Señora del Huerto y San Giorgio Maggiore. Víctima de una extraña agorafobia, el Tintoretto permaneció toda su vida en Cannaregio, uno de los seis barrios o sestieri venecianos; sólo una vez, ya pasados los sesenta años, accedió a viajar a la cercana Mantua para colgar sus óleos. La enorme devoción que el pintor profesó por su ciudad natal llevó a Jean-Paul Sartre a llamarlo “el secuestrado de Venecia”.

Cronista de guardia

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n el siglo XVI había en ésta, la calle que es hoy la tercera cuadra de República de Colombia, en el Centro Histórico, un puentecito en el que apareció un cuervo, siniestro y de negrura imponente y que tuvo parte en la tradición que vamos a relatar, basada en leyendas populares acerca de don Rodrigo de Ballesteros, quien vivió en aquel barrio, a espaldas del colegio de los Jesuitas por el año de 1593.

Nuestro protagonista, Rodrigo de Ballesteros, fue capitán de arcabuceros en los reales ejércitos españoles. Resultó herido en la batalla de San Quintín y, para premiar sus servicios, el Rey Felipe II lo envió a la Nueva España como encomendero de Azcapotzalco. El señor Ballesteros era un hombre bastante antipático y de temperamento violento. Habitaba una casa hermosa llena de comodidades y riquezas, pero como contraste de todo este cuidado y derroche, el aspecto de don Rodrigo, era desaliñado, vistiendo

Caricatura

trajes gastados y remendados. La gente hablaba muy mal sobre su conducta, pues guardaba íntima amistad y tratos con usureros y gente de mala reputación, jamás iba a misa, lo cual causaba escándalo en esos tiempos de rigurosas creencias cristianas. Otra de sus peculiaridades consistía en su preferencia por los animales, tanto que su casa parecía un arca de Noé. Les hablaba como si lo entendieran y la gente aseguraba que él entendía el lenguaje de aquellos. Entre ellos, su preferido era un cuervo horrible que era prácticamente dueño de la casa, gozando de grandes privilegios. Su dueño lo llamaba el Diablo. Los sirvientes adquirieron la costumbre de echarle al Diablo la culpa de cualquier cosa que se rompiera o estropeara: “lo ha hecho el Diablo”, decían, a lo que don Rodrigo contestaba “Bien está si lo ha hecho el Diablo…” De tanto repetir el nombre de Diablo, junto a sus costumbres relajadas, hicieron que la gente dijera que el español tenía tratos con el mismísimo demonio y el colmo de las murmuraciones fue cuando de pronto, desaparecieran de la casa el señor y el cuervo, en el misterio más absoluto. Por más pesquisas que se hicieron, no se pudo saber nada, encontrándose solamente un Santo Cristo manchado de sangre y cubierto con plumas del cuervo, lo que hizo suponer que habían azotado la sagrada imagen. El clamor popular añadía además que estarían en el infierno, en castigo de tanta infamia cometida en la tierra. Nadie quería vivir ya en esa casa que había sido de don Rodrigo de Ballesteros. La mansión se convirtió en una ruina llena de polvo, polilla y telas de araña. Al año de ocurrido todo esto, apareció misteriosamente, el maldito cuervo sobre el puente referido, dando graznidos tétricos, siniestros, que helaban la sangre y, a las doce de la noche, desaparecía el animal.

Bajo el microscopio

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e ha puesto de moda que los directivos exijan públicamente que determinado silbante no les dirija partidos a sus equipos. Tales son los casos del Veracruz y Cruz Azul, que no quieren que Antonio Pérez Durán y Paco Chacón, respectivamente, les vuelvan a arbitrar ¿Y el Código de Ética de la Liga, apá?

Por principio de cuentas, he de decir que me parece vergonzoso que esto suceda y, lo más grave, que se permita; sin embargo, esto no es nuevo, lo que ha cambiado son las formas. Lo que no ha cambiado es aquel axioma que reza: “Según el sapo, es la pedrada”. Siempre ha existido algún niño rico, con fortuna de dudosa procedencia, que para ganar notoriedad se convierte en un advenedizo del futbol y, acostumbrado a sus berrinchitos y a hacer su santa voluntad, siempre llega a la cantina “exigiendo su tequila y pidiendo su canción”. Cuentan que en la época en que don Javier Arriaga (qepd) era el presidente de la Comisión de Árbitros, si un directivo pedía que un silbante no le volviera a pitar, ni tardo ni perezoso, a las dos semanas, se lo volvía a mandar. ¡Quiero creerles! Por aquellos días, los miembros de la Comisión tenían puestos honoríficos, no cobraban por su trabajo y, por lo tanto, no eran empleados de los federativos. En mis tiempos, la cosa “era más discreta”, bastaba con que un alto directivo hablara con el mandamás del arbitraje para que éste tomara cartas en el asunto y todo quedaba arreglado. Pero no podía ser “cualquier directivo”. Si la queja provenía de una institución “de las que pesan”, era atendida con atingencia. Si venía de un equipo de medio pelo, por supuesto que era ignorada. Aunque la cosa se podía complicar (sólo un poco) si las declaraciones eran públicas o peyorativas en contra del hombre de negro implicado. Del mismo modo habría que ver a qué nazareno se referían las quejas. Si se trataba de uno de los consentidos, se intentaría cabildear. Si el “inculpado” era “de los contras”, sin problema alguno se procedía al veto correspondiente. Esta película ya la vi. No se mide con la misma vara. Hay personajes que tienen fuero.


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