El héroe discreto - Mario Vargas Llosa

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levantadas en calles sin veredas, por las que apenas circulaban automóviles. Al volver a Piura, después de servir muchos años en Lima y en la sierra, se instaló en un cuartito en la villa militar, donde los guardias tenían derecho a vivir también, igual que los milicos. Pero no le gustó esa promiscuidad con sus compañeros del cuerpo. Era como seguir en el servicio, viendo a las mismas personas y hablando de las mismas cosas. Por eso, a los seis meses se mudó a la casa de los Calancha, que tenían cinco cuartos para pensionistas. Era muy modesta y el dormitorio de Lituma minúsculo, pero pagaba poco y ahí se sentía más independiente. El matrimonio Calancha estaba viendo televisión cuando llegó. El señor había sido maestro y su esposa empleada municipal. Estaban jubilados hacía tiempo. La pensión sólo incluía el desayuno, pero, si el inquilino quería, los Calancha le hacían traer el almuerzo y la comida de una fondita vecina cuyos potajes eran bastante sustanciosos. El sargento les preguntó si por casualidad se acordaban de un barcito, cerca del viejo estadio, que regentaba una mujer algo hombruna que se llamaba, o le decían, la Chunga. Lo miraron desconcertados, negando con las cabezas. Esa noche permaneció largo rato desvelado y con cierto malestar en el cuerpo. Maldita la hora en que se le ocurrió hablarle al capitán Silva de Josefino. Ahora ya estaba seguro de que el cafiche no dibujaba arañitas sino otra cosa. Revolver ese pasado no le hacía bien. Le daba pena recordar su juventud, los años que tenía — raspaba los cincuenta ya—, lo solitaria que era su existencia, las desgracias que le habían tocado, aquella tontería de la ruleta rusa con Seminario, los años en la cárcel, la historia de Bonifacia que, cada vez que le volvía a la memoria, le dejaba un sabor amargo en la boca. Durmió al fin, pero mal, con pesadillas que al despertar le dejaron el recuerdo de unas imágenes descalabradas y terroríficas. Se lavó, tomó desayuno y antes de las siete ya estaba en la calle, rumbo al lugar donde su memoria suponía se hallaba el barcito de la Chunga. No era fácil orientarse. En su recuerdo, aquéllas eran las afueras de la ciudad, ralas cabañitas de barro y caña brava erigidas sobre el arenal. Ahora había calles, cemento, casas de material noble, postes de luz eléctrica, veredas, autos, colegios, gasolineras, tiendas. ¡Qué cambios! La antigua barriada formaba ahora parte de la ciudad y nada se parecía a sus recuerdos. Sus intentos con los vecinos —sólo se acercó a preguntar a personas mayores— fueron inútiles. Nadie recordaba el barcito ni a la Chunga, mucha gente de por aquí ni siquiera era piurana sino bajada de la sierra. Tenía la ingrata sensación de que su memoria le mentía; nada de lo que recordaba había existido, eran fantasmas y lo habían sido siempre, puro producto de su imaginación. Pensar en eso lo asustaba. A media mañana desistió de continuar la búsqueda y regresó al centro de Piura. Antes de volver a la comisaría, se tomó una gaseosa en la esquina, acalorado. Ya las calles estaban llenas de ruido, automóviles, ómnibus, escolares en uniforme.

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